
El héroe vencido por el dragón
1 junio, 2025
El héroe mítico se adentraba en la caverna oscura. No iba desnudo: lo arropaban sus ideales. El héroe mítico recorría un camino de incertidumbre. No iba a la deriva: lo guiaba su propia brújula. El héroe mítico iba solo, no desguarnecido: sabía que volvería para compartir el fuego de una revelación. Y que poseía un don que lo mantenía conectado a su centro: No se envanecía, porque se sabía al servicio de la comarca.
Un pasaje de las leyendas artúricas ilustra el sentido occidental de la experiencia de la vida: Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda estaban a punto de entrar en la selva oscura a buscar el Santo Grial, pero consideraron infamante entrar en grupo, así que cada uno entró por un punto separado de su elección. Es decir, cada uno hizo su propio camino. Este pasaje indica el énfasis que se daba al carácter individual de la experiencia humana al momento de enfrentarse con las sombras. En el imaginario occidental el sentido de la vida no está dado: cada uno debe salir a buscarlo.
El que rompía lo establecido, el que llegaba dónde nadie había llegado, el que escarbaba nuevos caminos, hacía más ancho el mundo de todos. Se sacrificaba para compartir el fuego de la revelación. ¿Por qué alcanzar la cima más inaccesible? ¿Por qué llegar al punto de longitud cero? Porque están ahí.
Occidente estimuló la individualidad porque la individualidad construyó Occidente. Y la estimuló ofreciendo una recompensa inasible pero sensual: la idea de la gloria. Pero para que la gloria fuese tal estaba moderada por virtudes que debían contemplarse: prudencia, justicia, fortaleza, templanza, entre otras. Al héroe se le daban límites que le recordaban que el suyo era un camino de sacrificios. Que la lucha contra los obstáculos y los enemigos comenzaba en su propio interior. Una lucha contra lo desmedido, contra la ira y la soberbia, contra toda apetencia que lo volviera esclavo de sus pasiones.
El héroe lo era, en principio, por haber vencido en esa lucha.
Esa es la idea fundamental que regía ese concepto.
Sin renuncia no hay aventura heroica. Sin un propósito la vida carece de rumbo. “Un héroe es alguien que ha dado su vida por algo más grande que él mismo”, acota Joseph Campbell.
El mito, como ideal de conducta, estaba diseñado para señalar el camino. Nos recordaba el motivo de nuestro viaje. Le daba sentido. El relato mitológico nos fue dado para ofrecernos libre albedrío. Esto es libertades y límites.
El héroe encarnaba, con su proceder, el más puro sentido de la aristocracia. Pero, ahogados en la literalidad, fuimos perdiendo capacidad de leer el sentido de los viejos relatos. Ergo, perdimos el sentido religioso de la vida. Esto propició la muerte del héroe y el nacimiento del famoso. La inmediatez de las redes sociales aceleró ese aturdimiento y convirtió al famoso en influencer.
El influencer se erigió en su propio Dios. Un dios sin contención ni rumbo. Sin bitácora ni brújula. Un dios frívolo y neurótico que nunca tendrá suficientes likes para garantizarse su espacio en el Olimpo.
En “El Rey Arturo: La leyenda de la espada” (Guy Ritchie, 2017), las fuerzas oscuras le exigen al usurpador del reino sacrificios cada vez mayores a cambio de seguir garantizándole poder. Así, entrega a la esposa y a la hija sin pestañar, porque entiende que amor y poder son, por opuestas, nociones incompatibles. Quien quiere todo el poder debe perder todo amor por el otro. Toda capacidad de sentir más allá de sí mismo.
El motor de la fama es el poder. Las redes sociales ofrecen fama sin heroísmo. En ese paraíso nadie tiene que esperar. Todos hablan en todo momento. Nadie escucha, pero eso no es importante.
Para el famoso todo otro es un seguidor. O un rival.
Vive de la vieja comarca, no para la comarca.
Señala Byung-Chul Han que la felicidad “es como un cometa con una cola muy larga, que llega hasta el pasado. Se nutre de todo lo que se vivió. Su forma de manifestarse no es brillar, sino fosforecer. Debemos a la felicidad la salvación del pasado”. El famoso, que es el pobre sustituto del héroe en el ideal occidental, no tiene pasado porque su reinado debe ratificarse a cada instante. Posee un permanente y único momento que siempre pende de un hilo. Lo sacrifica todo por el poder irrelevante y efímero de la fama.
Y, como amor y poder son incompatibles, siempre está solo.
La individualidad ramplona del influencer no concede nada al otro. Es un ego consumido en su propia vanidad. Al desaparecer a los demás de nuestro mundo, perdemos los límites que nos impone el propio mundo.
Volviendo a Campbell, este asegura que la gran verdad occidental es “que cada uno de nosotros es una criatura completamente única y que, si hemos de darle algo al mundo, tendrá que venir de nuestra propia experiencia y de la realización de nuestras propias potencialidades, no de las ajenas”. El héroe occidental hace un viaje que entraña esfuerzos y sacrificios para llevar a la comarca el fuego de la revelación. ¿Qué ofrece el Olimpo de las redes sociales? ¿Qué entrega el influencer, esa repetición del mismo narciso, al mundo?
Una cultura de dioses sin sacralidad. De exhibición sin relato. De instrucciones sin símbolos. El dragón de las leyendas occidentales representaba al yo mezquino que nos atrapaba en sus garras. La lucha contra el dragón representaba la lucha contra nuestras propias mezquindades. En esas historias, solía custodiar una cueva llena de tesoros, pero al hacerlo se convertía en su esclavo. El tesoro del dragón contemporáneo, que es el héroe esclavizado por sus apetencias, son los seguidores. Vive para ellos. Parece rey pero es esclavo. Un esclavo que, al carecer de historia y sentido, habla y se exhibe permanentemente porque se sabe desnudo y a la deriva.
RESUMEN: Héctor Torres contrasta al héroe mítico occidental —valiente, sacrificado y guiado por ideales— con la figura actual del influencer, personaje de fama efímera y vacía. Mientras el primero luchaba contra sus sombras internas para traer revelaciones a su comunidad, el influencer vive esclavizado por la vanidad, el poder y la necesidad constante de validación.
Caracas, 1968.
Narrador, editor, guionista. Es autor de El amor en tres platos, La huella del bisonte, El regalo de Pandora, Caracas muerde, Objetos no declarados, La vida feroz y Presencias extrañas., así como es autor del guion de la novela gráfica Gallegos, hombre de una sola calle y de varios proyectos cinematográficos. Es Codirector de Ficción Breve, y cofundador de La vida de Nos y ha dictado diversos talleres de creación literaria y es compilador de Quince que cuentan y Tiempos de ciudad, junto a Ana Teresa Torres; Días Salvajes, junto a Albor Rodríguez y Fundando el nuevo hogar.