Píxel a píxel

1 junio, 2025

Para escapar a vecinos indeseables se había comprado una parcela con magníficas vistas en Kosmo Z, y ahora, aquello: el vecino, a plena luz del día, con el brazo izquierdo colgando, agarrado al cuello de una botella, en pelota y boca abajo, la tripa abultada y las vergüenzas apretadas contra las tejas de la buhardilla, la tibieza de una primavera virtual horneándole el culo. Cuando firmó el contrato le dijeron que el suyo era magnífico vecindario, profesionales todos, y que allí nunca, pero nunca, le insistieron, se le ofrecería una panorámica de cuerpo entero de los otros residentes. Como mucho de cintura para arriba, le aseguraron. ¿Es que nadie iba a bajarlo de allí o esperaban que lo hiciera él? No es que fuera muy mayor, un prejubilado del mundo de la programación, pero la espalda le hacía una “C” de caballo y no estaba para trotes, mucho menos para bajar de azoteas a desconocidos embriagados y en porretas. Por supuesto, siempre podía llamar a sus empleados para que lo descendieran, pero la posibilidad de que le descubrieran la contrariedad y la irritación lo dominaba. Además. De sobra conocía la ingratitud de los subalternos. Le cobrarían un riñón. Tampoco debía ignorar que el nudista de la mansión de enfrente era el propietario. Si enviaba a sus empleados para que lo bajaran en lugar de acudir él mismo a ahorrarle las vergüenzas, seguramente se lo tomara a mal y le plantara guerra. Desde luego, no tenía intención alguna de abochornarlo con imágenes inferiores, aunque estas también tuvieran parcela virtual. Las suyas, sin magníficas vistas y un erial, solo faltaba, pero obligatorias para habitar en Kosmo Z. En la tierra de los sometidos solo crecía una especie de polvo irisado que no se les permitía barrer o apilar. Por supuesto, siempre podían irse, aunque no era fácil encontrar comprador para una casa a medio enterrar, y al final casi todos terminaban quedándose. Aunque se ahogaran. Comenzó a pensar que lo habían engañado. Tomó los prismáticos con los que lo había avistado y bajó la empinada escalera. Permaneció unos minutos de pie, en el jardín, asomado tras la caseta con las herramientas, contemplando el cuerpo abotargado del vecino, su oronda blancura tendida al primer hervor de la mañana. Unos calcetines negros y unos zapatos, también negros, le tiznaban su desnudez, ligeramente descolorada y que ahora veía magnificada de esperpéntica indefensión. ¿Cómo habría ido a parar allí? ¿Fiesta nocturna? No podía explicarlo, pues ni ruido de motores, ni risas enloquecidas, ni siquiera altavoces berreantes lo despertaron. Y ahora que se daba cuenta. No lo habían invitado. A él, que no hacía más que devanarse los sesos para bajarlo de allí sin humillarlo. A él, que tuvo su fama en el otro mundo y que seguro aún retenía. Si no hubiera sido por el esguince que se hizo en el trabajo jugando al “hacky sack” no se hubiera ido. Aunque no fue la torcedura la que le doblara su reputación, sino la foto, la maldita captura que le tomó aquella energúmena. Una becaria. En el Departamento de Ingeniería. Enseguida la echaron, aunque su maldad, apretar el disparador justo en el preciso instante en el que la mano se le quedaba en el seno de su contrincante ingeniera, esa, esa sí que lo enmarcó. Se cansó de jurarlo. Que solo buscaba su sostén, no el de vestir, se entiende, pues sintió un dolor traicionero que a duras penas le dejaba mantenerse derecho y se agarró a lo que pudo. A él no lo echaron, por qué iban a hacerlo, pero la foto le arruinó la vida. A él, que solo vivía para su esposa y su amante. Sus hijos. ¿Qué pensarían de él? ¿Lo recordarían? Dos le dio a Rachel, y la benjamina, para Claire. Dos familias. Destruidas. Y todo por la becaria. ¿Sería consciente de su ruina? Al menos a él le quedaba el premio de consolación. Despedida y con referencias condenatorias. Como mucho, para chica de los recados.                    
Fue entonces cuando decidió mudarse a Kosmo Z. Probablemente hasta allí no irían a buscarlo becarias con mala uva y tampoco la pulposidad de redes y medios, aburridos sin becarias a las que acosar. Su pie ya había cerrado. La fotografía y sus alteradas réplicas probablemente fueran pasto de archivo, aunque, en cualquier momento, podían regresar a la vida, a consumir la suya. En Kosmo Z había encontrado una tranquilidad relativa que, ahora, frente a aquella desnudez descarnada y descolgada en la azotea, le hacía añorar más el mundo del que salió. ¿Estarían tratando de echarlo? Debía andarse con cuidado si no quería terminar paria en su voladera eternidad. Se preguntó si, en su alegría y aturdimiento por instalarse en el nuevo orbe, firmó un documento ignorando la letra pequeña. ¿Sería posible que lo hubieran mandado a una comuna de profesionales desmadrados? No era de los que se oponían a asomarse al mundo en cueros, que lo tuvieran por un moralista estirado le desagradaba enormemente, pero, después de todo lo que había pasado por culpa de la becaria, su vida era toda precaución que le tenía achicando hasta su propia sombra. Se le ocurrió que, para saciar su curiosidad y calmar su espíritu, se iría por las redes. Fue al ceñirse las gafas bloqueantes que descomponían su identidad pixelada, cuando se fijó en sus manos. Tenía huecos descoloridos y las puntas de los dedos habían ennegrecido. Se buscó en los brazos. Los desconchones pixelarios también los habían alcanzado. No se investigó el resto del cuerpo, pero supuso que lo tendría como vestido de lentejuelas tras bacanal, listo para la basura. Con los enormes vidrios esmerilados se vio chicharra, sus ojos saltones ahogados en su propia estridencia. A continuación, una especie de verdugo en nido de abeja por la cabeza, diseñado para evaporar las ondas de malévolos usuarios con su pátina fibrosa. «Tengo un amigo», tecleó. Enseguida le llovieron las respuestas. “Tu amigo debería relajarse un poco. ¿Ha probado la meditación?” Como por ahí vio camino cerrado, apeló al sueño americano: “Su casa. Con un vecino así nadie querría comprarla”. Hubo chistosos con empática guasa, aunque, sin lugar a dudas, predominaron los “tonto del culo si se lo dice” que algunos foreros, jardineros y mineros de tan ubérrimo momento, aprovecharon para plantar con surcos de diamantes de ficticio fulgor, ristras de emojies y pulgares cesáreos. Bajo las gafas y el verdugo notó la rabia titilante, la opresión de la opaca transparencia anudándole el cráneo. Como temía que la furia se le escapara y revelara su identidad, abortó las pesquisas.                                                                     

A la mañana siguiente, con las sábanas pintadas en la transparencia ácida de un mal sueño y con el pico aguileño de luz sajándole la persiana veneciana, se encaminó a la ventana. Con su mano derecha formó un triángulo en medio de la persiana por el que clavó el ojo del mismo lado. La excrecencia en su filo de mar. El ala izquierda de la buhardilla debía resultarle más incómoda, porque allí estaba de nuevo, casi en la misma postura en la que lo encontrara el día anterior. Lo único que hacía diferente al cuadro era la cabeza de mujer que asomaba por la ventana, con su brazo derecho extendido hacia la botella. Una cabeza morena, de pelo corto y lacio, que ahora le tendía las manos. Estaba claro que lo hablaba. Desmoronó el triángulo. Con motivador desagrado y lleno de cansancio, decidió acudir a un abogado, un hombre al que, desgraciadamente, no pudo leer muy bien porque solo se le veían unos ojos muy azules decorados por unas cejas depiladas tras una inmensa mesa de madera ciega por tres caras: “Búsquese un psiquiatra que le recete pastillas para dormir. Y no se preocupe. Vuelva a casa y manténgame al corriente”. Todo esto es lo que le dijo por trescientas mil eternidades, antes de que cumpliera el primer minuto de los doce que le fichó. La reunión le dejó con la impresión de que había estado en un salón adivinatorio. Quizás hubiera hecho mal en no revelarle su descubrimiento, que a los propietarios se les estaba yendo la imagen. El temor a que llegara la noche y, con ella se le vomitara encima el sueño de aquella especie invasora, homo beodus, lo tenían resacoso. Como carecía de somnífero al que entregarse, los psiquiatras lo ponían enfermo, se estrechó contra su pecho la ternura pixelada de su pastor alemán. El café de la mañana siguiente lo animó a que se atusara la pelambrera y paseara a su bestia. Iba a descorrer la puerta de la verja, cuando sintió que se le paraba el corazón. La mujer del día anterior. Las manos iban en finos guantes y el pelo, efectivamente, corto y lacio, aunque, de becaria, era largo y rizado. Sus ojos seguían siendo los mismos. Idéntico descaro a quemarropa, habitantes en una pátina gelatinosa de pretendida afabilidad. ¿Cómo era posible, en la exclusividad de aquella tierra? Tal vez la generosidad de un amiguito. Tendría que volver a la huida. Ya no se le ocurría dónde poder alojar sus alterados restos. Si al menos hubiera salido a la calle con el verdugo puesto. Sé que me reconoció porque aprovechó a soltar un no sabía que estaba usted aquí yque le salió más falso y flácido que una espada de goma espuma en combate de gladiadores. Le di los buenos días y, con el perro trotando a mi lado, me cambié de acera. Con disimulada rapidez me acomodé, de cintura para abajo, a manera de miriñaque, un medio pantallar que me desplegué de una aplicación, no fuera que, al seguirme con la mirada, me tomara otra instantánea y aprovechara para acusarme, una vez más, de cualquier obscenidad. Esa tarde me llevaba a la boca una bola de durian en leche de coco, cuando me entró el mensaje en el restaurante. El abogado. Quería verme. ¿Lo sabría?                                                
 —¿Cómo se atreve?                                                                                              
Lo sabía.                                                                                                             
—No se haga de nuevas conmigo. ¿O es que va a negarlo? Desconozco qué motivos tiene. Pero se lo advierto. Lo que el señor Tea haga con su vida privada no es asunto nuestro. ¿Me ha entendido?           
—Fue usted el que me recomendó que siguiera adelante con mi labor detectivesca.    
—¿Es que se ha vuelto loco? ¿Me está acusando de algo? Dé gracias a que solo le cobro cuatrocientas mil eternidades. Y no posponga esa visita al psiquiatra.        
De vuelta a casa la volví a ver. De cuerpo entero. Llevaba una especie de Milú bajo el brazo, apretado contra un suéter verde y una falda dorada que le quedaban muy bien. Me dijo que iban a una sala de arte.
—Querido vecino (sabía quién era) —me lanzó un barbudo de unos treinta desde la ventanilla de un superdeportivo en cuanto sorteó el portalón.                                 
—Antigua amistad. ¿No es así, señor Roe? —dijo ella con su Milú en brazos y mirándome con fijeza de coloso.
—La señorita Reagan. Qué puedo decirle. Un milagro. Un verdadero milagro—. Salió del coche y se plantó frente a él. Le costó reconocerlo con ropa.                                       
—No crea que los ricos no tenemos preocupaciones. El secreto está en saber cuándo pedir ayuda y a quién pedírsela. La señorita Reagan. Me está ayudando mucho con esta dermatitis infernal. Si algo llegara a pasarle —le soltó desde la máquina que ya desaparecía entre runrunes encabritados. Cada vez entendía menos. ¿Dermatóloga? Como hiciera la noche anterior, se anudó a la cabeza de su pastor alemán. Los cráteres en las manos seguían horadándole su transparencia y seguramente tendría que buscar la opinión experta de un dermatólogo pixelario. La imagen de la señorita Reagan, hurgándole en las llagas, le puso de mal humor. Además, si no recordaba mal, le pareció verla enguantada. ¿Ocultaría desconchones en su propia piel? ¿Qué clase de dermatóloga era que no podía arreglar sus propios padecimientos?             
En cuanto la mañana rompió el cascarón, se acercó temeroso hacia la fatídica ventana. Añoraba su horizonte, la línea perdida del mar, su trinidad, ahora todos terriblemente amenazados por aquella gigantesca ola de descompuesta humanidad. Le pareció ver que el triángulo vacío temblaba. ¿Quién era él? ¿En qué se estaba convirtiendo?        
El iPhone le vibró con fiereza y supo que la insistencia del abogado le negaba el primer abrazo de su café desvirtuoso.
—¿Está usted loco, verdad? ¿Quiere buscarse la ruina, es eso lo que busca? No sé por qué me preocupo tanto. Por cierto, que menuda facha que lleva. Va usted en picado —le dijo apuntándolo con una voz lisa y afligida—.  Y seguro que va por ahí sin psiquiatra. Doscientas mil eternidades. Se lo advierto. Está abusando de mi paciencia. Seguía sin saber nada. Esa noche durmió mal, pesaroso con la idea de que, por su culpa, la señorita Reagan hubiera caído en algún desastroso menester, pues bien sabida era la fama de algunas becarias. A la mañana siguiente, con el temor de un Howard Carter acercándose a su Tutankamón del futuro, destapó, con el índice y el pulgar de su derecha, el indeseable agujero, aquel ojo impenetrable que se empeñaba en devolverle toda suerte invertida. La señorita Reagan, boca abajo en el tejado. El mismo lugar y el mismo calor (afortunadamente había tenido el buen gusto de ahorrarse los calcetines negros) apretándole las nalgas desnudas que, días antes, se obcecara en las del vecino. Con brusquedad tomé los prismáticos que, desde hacía días, ya habitaban en el alféizar. La botella a medio acabar, rematándole el brazo que se le descolgaba, y la barbilla, brillante como un estanque estrellado, recogida en el vacío. Bailaba la botella en la mano salpicada de dunas negras, (en una segunda revisión noté los desconchones en piernas y nalgas), mientras el vecino, de pecho desnudo y brazos hacia ella, le suplicaba por la ventana abierta que se la diera. Comoel barbudo le caía gordo, no le costó decidir que era presa de las locuras del vecino. Le daba vueltas a esta absurda visión, cuando, una imagen un tanto descompuesta, se le abrió desde el ángulo inferior derecho. Un hombre, delgado y bien vestido, de zancada azorada, a escasos metros de la casa del vecino. Apenas se paró frente a la puerta, el tiempo suficiente para sacarse del bolsillo del pantalón una llave que dobló en la cerradura. Al poco su delgadez apareció pegada a la rotundidad del propietario, sus ojos azules empañados bajo unas cejas depiladas, casi un rayajo ya. El abogado. Llevaba un papel en la mano que agitaba rabioso. Un contrato. Desvié la mirada hacia el rostro alterado del propietario. Corrí los prismáticos hasta la becaria y de nuevo al contrato. Yo ya estaba metido hasta dentro e ignoraba mi propia seguridad, rechazando gafas y verdugo. “Y no se llevará ni un solo píxel que no fuese suyo. Y en lo que correspondiere a la botella reflectante no podrá ser manipulada por la prestataria. Y deberá ser devuelta al propietario al término de la sesión. La devolución se hará en mano enguantada para preservar la pureza genética de la susodicha. De no ser así, se verá obligada a soportar eternas tormentas pixelarias”. Me quedé unos segundos con los ojos en el contrato para navegarlos después hasta las manos raídas del abogado. Con lentitud, me retiré los prismáticos para buscarme en las mías. Los cráteres. Continuaban su expansión. Ya eran archipiélago, hundido y desconocido, fusionado con aire estancado. Con idéntica parsimonia me asomé al pecho. Las piernas. Los brazos. Nuevos borrones los diluían. En un momento fulgurante lo comprendí todo: “La caspa pixelaria”, la descomposición que se apilaba en los terrenos de los subalternos y que no se les permitía apartar. La señorita Reagan había descubierto que el barbudo propietario se alimentaba de la botella reflectante que, como varilla eléctrica, le descargaba esterilidad sobre su cuerpo. Sonreí. La becaria no había perdido un ápice de su desparpajo. Y el barbudo con cara de desconcierto me arrugó el corazón. En cuanto al abogado, enseguida pensé que, si estaba allí, era porque confiaba en que la botella, sometida a un adecuado proceso purificador, podría volver a recobrar su magnética incorruptibilidad. Y como yo ya sentía que los conocía muy bien a los tres, y que ya casi que podía llamarles amigos, solté los prismáticos y salí corriendo escaleras abajo para reunirme con ellos en el tejado, a ver si fuera posible que me dejaran saltar con ellos al otro lado del agujero negro que, imparable, me comía.

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España, 1971. Es narradora. Sus relatos han aparecido en las revistas Sibila, Quimera, Revista de Occidente o Clarín, entre otras publicaciones. Su último libro es El batallón de las Lincoln (Malpaso, 2024).Tanto para esto (Drácena, 2019) y Perro Verde (Renacimiento, 2017) también son de su autoría. Ha traducido al español La Vida y aventuras de Jack Engle, de Walt Whitman (Funambulista, 2017).