
Oh là là
1 junio, 2025
Cuento ganador del Premio Nacional “Beatriz Espejo” 2024
Este cuento de Ricardo García narra con un lenguaje coloquial e irreverente la adolescencia de un joven que, junto a su amigo “el Garzón”, abre un cine porno en su casa gracias a una antena parabólica comprada por su padre tras ganar la lotería. Ambientado en el México de los años 90, el relato explora la economía informal y los vínculos familiares y barriales en una época marcada por el poder de la televisión como hacedora de comunidad.
Mi primer negocio fue un cine porno. A la tierna edad de trece años, convertí la sala de mi casa en el refugio de los calenturientos de mi colonia. La televisión se llenaba de chichis y de nalgas al mismo ritmo que la cajita de zapatos de la entrada se hinchaba de morralla y de billetes arrugados. Mi socio y yo cobrábamos dos mil pesos por la permanencia voluntaria de tres a siete, lo cual no era gran cosa; sin embargo, las ganancias mejoraron cuando comenzamos a vender vasitos de cerveza y de Viña Real, además de cigarros sueltos, entre nuestra distinguida concurrencia, compuesta por estranguladores de ganso, talladores de pispiote y desflemadores de cuaresmeño, de diez a catorce años. Aunque he de reconocer que la idea del Oh Là Làno fue mía, sino de mi cuate el Garzón, el hijo del Francés. Yo era algo así como el socio capitalista.
En 1990, mi casa era la única en todo el cerro de la colonia que tenía una antena parabólica, o pornobólica, como se le conocería después en los sórdidos pasillos de la Secundaria Técnica 103. Y no porque fuéramos ricos; nada más falso que eso. El Oh Là Là fue una cosa de pura suerte. El Garzón y yo solo tomamos las oportunidades que nos ofreció el dios del libre mercado. Y vaya dios tan surrealista que en vez de diez mandamientos solo tiene una ley irrefutable: la de la oferta y la demanda, misma que supimos adaptar a las necesidades y el presupuesto de nuestros clientes.
Dicen las malas lenguas que durante el breve período que estuvimos en operación, se vendieron kilos de ochocientos gramos de tortillas y docenas de diez huevos en todas las tiendas de la colonia. La horda de jariosos sacaba su guardadito de los piquetes de ojos que le daba a los vueltos de los mandados, para gastarlo con nosotros. También se comenta que las maquinitas y el futbolito de la tienda del Chivo tuvieron un desplome financiero que habría hecho palidecer a la crisis del 29 de Wall Street. Y hay ciertos reportes que incluso indican que a doña Carmela, la mamá del Charal, se la moqueteó su marido al no poder explicar cómo chingados se le evaporaba el dinero. Aunque son rumores sin fundamento, ya que el Charal tenía prohibidísima la entrada al Oh Là Làdebido a los extrañamente largos miramientos que hacía a los miembros de los miembros de ese distinguido establecimiento. Existe una regla no escrita de elemental camaradería que no permite que los varones se miren el pito entre sí. Este ancestral acuerdo aplica para todos los baños públicos en donde en vez de mingitorios exista una canaleta sin separadores, y consiste en que el meador en turno deberá mirar al techo o al muro frente a él y nunca girar la cabeza hacia el costado, incluso si está conversando con el meador más próximo. Y como nosotros no íbamos a romper una tradición tan profundamente arraigada en el inconsciente colectivo, nos vimos en la penosa necesidad de acomodarle al Charal la putiza de su vida. Ese día surgió nuestra primera regla de operación: en el Oh Là Làno estarían permitidas las puterías bajo ninguna circunstancia.
Podría detenerme a contar los detalles del negocito que armamos, pero es una historia sin chiste; deslactosada, dirían algunos. Basta decir que una cosa llevó a la otra y que todo fue evolucionando hasta convertirse en una bola de nieve que creció hasta estamparse contra el inevitable muro de la realidad, o dicho de manera más literaria, nos metimos en un pedote cuando el Charal soltó la sopa y los vecinos tacharon al Oh Là Là de ser el epicentro de la corrupción de los valores cristianos. Además, la mejor parte de este relato no radica en el hecho per se, sino en el titipuchal de casualidades que dieron origen a la leyenda. A final de cuentas, todas las leyendas nacen de un golpe de suerte y ésta no es la excepción que confirma la regla.
Por difícil de creer, en enero del noventa, mi papá le pegó dos veces a la lotería. No fueron montos espectaculares, de esos que te sacan de pobre, pero sí que le alcanzaron para darse sus gustitos. Con el primer premio se compró un Renault Allianz color arena, que se pasó más tiempo en el taller que en la cochera, porque casi no había refacciones de esa marca y los motores franceses eran tan delicados como el putito del Charal. Se jodían por cualquier cosa; a ratos se les encasquillaba la chafaldrana, a ratos se les descoyuntaba la espiroqueta. O al menos eso le decía el Francés a mi jefe cada vez que el Renault caía en desgracia y terminaba varado en su taller. En cambio, con el segundo premio, mi jefe tuvo una de las mejores ideas de su vida: compró una antena parabólica tan grande que la base no cabía en la parte plana de la azotea. Dos de las patas del platillo volador se salían hasta donde el techo hacia una inclinación de 45 grados y quedaban bailando sobre la cornisa. Entonces, el vendedor le ofreció a mi papá cambiarla por una antena más pequeña, o bien adquirir un sistema estabilizador neumático para superficies irregulares. Pero las dos opciones eran inaceptables para mi jefe. La primera porque una antena más chica no se vería tan cabrona desde lejos, ¿y qué caso tenía tener parabólica si no servía para apantallar? Y la segunda porque el mentado sistema de estabilización estaba bien pinche caro y ya no le alcanzaba con el dinero del premio, ya que además de la antena había comprado una televisión enorme y un equipo de sonido con carrusel de cinco CD para hacerle juego.
Ese día, mi papá me enseñó una de las lecciones más importantes que he aprendido en la vida: buscar el cómo sí. Con tres polines, cuatro tabiques y unas cuñas de madera vieja, armó en media tarde un sistema estabilizador tan chingón que dejó a los técnicos de las parabólicas con el ojo cuadrado. Y así fue como pasamos de tener solo tres canales (el cinco, el dos y, si no hacía mucho aire, el siete), a poseer más de mil quinientas opciones de entretenimiento al alcance de un clicazo del control remoto. Como una cortesía por la compra de la parabólica nos regalaron también un año de suscripción prémium. A principios de mes nos llegaba un libro tan gordo como la Sección Amarilla. En ese tabique se detallaba la programación mensual de los 64 satélites, con 24 canales cada uno, que formaban la red satelital. Nuestro primer gran problema radicaba en que solo se podían ver canales del mismo satélite simultáneamente, y eso casi causó el divorcio de mis padres. Mi mamá estaba bien clavada con una novela que se llamaba Yo compro esa mujer, del Canal de las Estrellas, que transmitían en el satélite Solidaridad II; en cambio, mi papá quería explorar todos sus 1500 canales para desquitar el gasto. A veces, nomás por desidia, terminábamos viendo un juego de críquet de la India o al Chavo del Ocho traducido al portugués. Y como donde manda capitán no gobierna marinero, tuvimos que volver a instalar la vieja antena aérea, con forma de rastrillo, para que la jefatura pudiera echarse un taco de ojo con Eduardo Yáñez, mientras mi papá y yo le dábamos gusto a la pupila viendo Las gatitas de Porcel.
—¿Ven esa casa de ahí, donde está la parabólica?, ahí mero vivo —le dije, nomás por farolear, a toda la banda de segundo C de la Secundaria Técnica 103.
—Nomás presumes y no invitas a ver ni madres —me contestó el Garzón.
A partir de ese día, el hijo del Francés no salió de mi casa. Después de comer caía con el pretexto de hacer las tareas que nunca entregábamos o de estudiar para los exámenes que igual reprobábamos. Se nos iban las tardes nomás saltando de satélite en satélite, hasta que un día, por suerte, descubrimos MTV. La mejor parte de todo es que a veces, aunque muchas menos de las que yo hubiera querido, venía también su hermana, la Petite, con su máquina Olivetti colgada al hombro y su uniforme de la Academia Lincoln, donde estudiaba Secretariado Ejecutivo. Ella siempre iba con la faldita azul marino a medio muslo y con un cardigan rojo que le quedaba tan apretadito de los pechos que no le cerraba el último botón. La Petite tenía dieciséis; era la dueña de mis suspiros. Yo babeaba nomás de pensar en ese lunar que le colgaba de la comisura de los labios.
El Garzón y la Petite eran hijos de un vecino al que todos en el barrio conocían como el Francés; aunque, la verdad sea dicha, ese ruco nunca en su vida pisó las Europas sino las Uruapans, porque no era parisino sino michoacano, y el apodo se lo ganó por dos cosas que nada tenían que ver con su lugar de origen. La primera es que era güero de rancho y de ojo verde, además de que usaba un bigotito corto y muy delgado, al puro estilo de Mauricio Garcés. Y la segunda, y quizá más importante, es que el Francés tenía dislalia: su lengua se enredaba con las erres y las cambiaba por un sonido muy parecido al de las ges, pero bañado fonéticamente por un gargajo. Me imagino que con el paso del tiempo le terminó gustando el apodo, porque el muy mamón le siguió poniendo de su cosecha. Empezó saludando a todo el mundo con su bonjour, comment ça va?, que era la única frase en el idioma de Voltaire que se sabía, y que utilizaba sin importar que fuera de día, de noche o de madrugada. Después se vino la cantaleta del ¡oh là là!,que usaba como muletilla para toda ocasión, incluso cuando le entregaban el cambio de las caguamas. Y, por último, el muy cabezón rebautizó a su familia para que encajara con el desarrollo de su personaje. A doña Isabel, su esposa, le decía Mon Amour; a su hija, la sabrosa de Karina, le puso la Petite, y a mi cuate Mario lo desgració con el apodo del Garzón, que le quedó para toda la vida.
En marzo del 90, Julio César Chávez ya era conocido como el Gran Campeón Mexicano. Tenía récord de 68-0 y sus peleas eran motivo de orgullo nacional. Todo el mundo sabía diferenciar y nombrar los golpes. Jabs, ganchos, rectos y cruzados eran cosa de cultura popular. El gran problema era que las peleas nomás las pasaban en pay-per-view, y la mayoría de los mortales teníamos que esperar para verlas diferidas cada vez que el César del Boxeo salía a partirse la madre cargando el peso de todo México en sus hombros. Por eso, cuando llegó el tabique con la programación de marzo, mi papá escupió el café y saltó de la mesa al ver que darían la pelea entre J. C. Chávez y Meldrick TNT Taylor como parte de la suscripción prémium que nos habían regalado. “La pelea del año”, se leía en el promocional. Pero se equivocaron. “La pelea del siglo” es lo que debió decir.
El chisme corrió como reguero de pólvora. La noche del 17 de marzo de 1990, mientras en el Hilton de Las Vegas se entonaban los himnos de México y Estados Unidos, en la sala de mi casa sacábamos, a las prisas, la mesa del comedor al patio porque ya no cabía la gente. Mi tío Beto llegó cargando al hombro un cartón de chelas bien helodias. Y mi abuela sacó una bolsita llena de listones rojos que repartió para que nos los amarráramos en la cabeza en señal de apoyo al León de Culiacán. El Francés y el Garzón corrieron a su casa para traerse unos banquitos apilables, mientras mi mamá y doña Isabel, la Mon Amour, se tronaban los dedos en la cocina porque no iban a alcanzar las tostadas de pata y tinga que tenían calculadas para el evento. Aquello iba a ser una reunioncita para unas veinte personas y terminó siendo un desmadre de más de cien almas, la mayoría gorrones que llegaron con su culito en brazos, como decía mi abuela, o lo que es lo mismo, no trajeron ni madres.
En Las Vegas había diez mil personas enardecidas, 90% eran mexicanos. En mi casa se respiraba una mezcla de nerviosismo y excitación. “Pinche Taylor, está mamadísimo”, dijo el Francés, mientras mi papá servía un par de cubitas campechanas de Bacardí. Los gritos “¡México, México!” nacían en la arena del Hilton, pero reventaban con más fuerza en los altoparlantes del equipo de sonido nuevo de mi casa. Mi abuelo, desde su silla de ruedas, atacaba sin piedad el traste de los cacahuates. “Let´s get ready to rumble!”, gritó el presentador; “¡Oh, là là!”, el Francés. Las ventanas vibraban, como presagiando la tormenta. Mi tío Beto ya iba a la mitad de la segunda cheve para cuando Chávez y Taylor chocaron guantes y se fueron a sus esquinas. Yo aproveché el momento de desconcierto para agenciarme una latita de Tecate. “Otra pa Miguelito”, dijo el Garzón. “¿Y yo qué, pendejos?”, preguntó sonriente la Petite. Entonces mi abuela Chencha se metió la mano al brasier y sacó su rosario de la suerte. Sus labios comenzaron a repetir una letanía indescifrable, una cosa rara, mitad padrenuestro, mitad mentadas de madre para Taylor, mientras sus dedos sudorosos bailaban un merengue imaginario yendo de bolita en bolita sin cesar.
Es común en la jerga boxística decir que el primer round es el del estudio. Alguien debió haber malinformado a Meldrick Taylor, porque apenas sonó la campana se abalanzó como una tromba de chingadazos relampagueantes sobre el mexicano. Mi papá ayudaba a Chávez a cabecear la tempestad, pero al tercer jab la cuba se le chorreó al piso. “¡Ah, su pinche madre!, ¿quién soltó al perro?”, dijo mi tío Beto mientras destapaba la tercera chela. Taylor tiraba putazos al tres por uno. Yo miraba de reojo a la Petite. Chávez no tiraba golpes y en cambio los paraba todos con el mentón. Mi mamá se atravesó con el trapeador en mano. “¡La carne de burra no es transparente!”, gritó mi abuela. El Francés se cagó de la risa. El Garzón aventó espuma por la nariz. Taylor le sorrajó un derechazo seco a Chávez. Le cascabeleó la quijada; a mi jefa, también. Mi papá se hizo el desentendido. Yo mejor me acodé sobre la vitrina para apreciar de lleno las nalguitas de la Petite. “¿Qué onda con tu suegra?”, le preguntó la Mon Amour a mi jefa. Mi abuelo era una máquina imparable de soltar golpes al traste de los cacahuates. “Pinche vieja loca”, murmuró mi jefa. Con diez segundos en el reloj, Chávez metió en distancia a Taylor y le encontró la jeta con un recto envenenado de derecha. La gente en Las Vegas explotó a una sola voz. “¡México, México!”, tronaba en la bocinas. “¡A huevo, Julito, pártele su madre al negro!”, gritó mi abuela, con el rosario estrangulándole los dedos. La cabeza de Taylor chicoteó con violencia inusitada. Y justo cuando Chávez se abalanzaba con un cañón por brazo, sonó la campanada que daba cuenta al primero de doce. Las tarjetas marcaron diez puntos para Taylor y nueve para Chávez. “No será una noche fácil”, sentenció mi padre, limpiándose el sudor. Desde la esquina, Julio miraba a Meldrick Taylor con rencor. “Ni que lo digas”, contestó mi jefa oteando hacia mi abuela.
Del segundo al sexto se fueron como cuchillo en mantequilla. Los gorrones seguían llegando y el calor se acumulaba en el ambiente. Taylor traía los ojos a media asta, enrojecidos, igual que mi tío Beto que iba de a chela por round. Mi jefe y el Francés estaban extasiados con el combate, lo mismo que los paisanos en Las Vegas; sin embargo, en el ambiente flotaba la sensación de que íbamos perdiendo. Taylor era una ametralladora; golpe a golpe menguaba la resistencia del mexicano. Chávez tenía bazucas en vez de brazos; sus bombazos causaban estragos en Taylor, pero tiraba muy pocos golpes. El Garzón consiguió otra ronda de cervezas clandestinas. Mi abuela llevaba para entonces una docena de vueltas al rosario: “Padre nuestro que estás en los cielos. ¡Pinche negro ojete, no te muevas! Santificado sea tu nombre. ¡No seas puto, cabrón! Venga a nosotros tu reino. ¡El gancho, Julio, el gancho!”. Chávez lo meneaba recio cada que vez que atinaba un chingadazo, pero Taylor le reversaba tres chicotazos del mismo calibre en el contragolpe. Mi abuelo era el único que mantenía el ritmo; se acabó de tres patadas los cacahuates y ahora pepenaba de una mezcla de habas enchiladas y ajos tostados. Y yo nomás suspiraba por la Petite. Todas las tarjetas eran para Taylor; más de cien golpes de ventaja. En la previa del séptimo, mientras a Taylor le limpiaban un corte en el labio, mi jefa y la Mon Amourtrabajaban a marchas forzadas en la cocina, preparando unas tostadas que quedaron de a tiro bien pichicatas, para que alcanzaran los guisados para toda la bola de gorrones.
En las esquinas se libraba la otra batalla, la psicológica. “¡Tira golpes, Julio, tira golpes, que lo estás dejando ganar!”, gritó el Búfalo, el entrenador de Chávez. El mítico Lou Duva hacía sus clásicas faramallas en la otra esquina. Era un bulldog enardecido ladrando a los oídos de Taylor. Mi mamá y la Mon Amour iban por la sala repartiendo las tostadas. Sonó el campanazo; de nuevo al combate. En el centro del ring había dos hombres jugándose la vida golpe a golpe. En la sala, mi abuela contemplaba quieta la charola entre sus manos; después, torció la boca y chistó la lengua. Chávez se comió un uno-dos, primero al plexo y luego a la mandíbula. “Es muy rápido este cabrón”, balbuceó mi tío Beto, que ya estaba tan pedo que no supimos si se había orinado o se había tirado una cerveza encima. “¿No había unas tostadas más pinches jodidas?”, gritó mi abuela. “¡Oh, là là, qué madrazo!”, contestó el Francés. “Ahorita le preparo otra”, dijo apenada la Mon Amour. El Garzón y la Petite pelaron los ojos y pararon las orejas. “No te preocupes, bonita, no es contigo”, le respondió mi abuela a la Mon Amour; después, volteó hacia dónde mi mamá y gritó más fuerte que los narradores en Las Vegas: “¡Ya sé que en esta casa siempre ofrecen pura chingadera!”. Julio contragolpeó en seguida con un par de jabs y un gancho al hígado. “Vieja huevona, buena hubiera sido pa ayudar en la cocina”, reviró mi jefa. Taylor se enconchó un segundo, pero en seguida volvió a tirar metralla. “Mijo, ¿vas a dejar que esta hija de la chingada me hable así?”. Ya no había más habas en el traste; mi abuelo se atascaba puños de ajos enchilados en la boca. “Ahorita no estén moliendo”, contestó mi papá sin voltear a verlas. Mi mamá se dejó venir hacia mi abuela, quien se levantó del sillón como si le hubieran tronado un cohete en la cola. Y justo cuando estaba a punto de explotar el pedo, mi abuelo se ladeó en el asiento, apretó los ojos, soltó un pujido y nos sopleteó la flatulencia más larga y asquerosa de la historia. Cuando sonó la campanada que daba cuenta del séptimo, todos íbamos camino al patio huyendo de la pestilencia a huevo podrido y ajo enchilado que flotaba por la sala. Las arcadas de la Petite eran una cosa bárbara. Al Garzón se le escurrían las lágrimas por los cachetes. A mi abuelo le decían el Palo, porque era un hombre de cara tiesa y palabras escuetas, pero bien que sabía el viejo cómo escapar de los problemas; digamos que era bueno para salir del pedo.
Para cuando la nube tóxica se disipó, ya estábamos por la mitad del noveno. El César del Boxeo iba perdiendo en todas las tarjetas. Los gritos en Las Vegas se apagaban; el ánimo en mi casa estaba por los suelos. Mi tío Beto zangoloteaba la cabeza como moco de guajolote. El Francés y mi papá se habían sentado; ya no bailaban esa danza imaginaria de tirar golpes al aire, ahora miraban serios el televisor. Incluso mi abuela estaba perdiendo la esperanza. Ya no puteaba al negro ni rezaba padrenuestros; estaba callada, con las nalgas refundidas en el sillón y comiéndose resignada sus tostaditas pichicatas. Pero había una cosa extraña, ese algo que no cuadraba. Meldrick Taylor iba ganando según los analistas. Todos los rounds eran suyos; todas la tarjetas, diez a nueve a su favor. Todavía tenía piernas y pegaba buenas combinaciones. Y, sin embargo, tenía la cara como cabeza olmeca. Sus ojos eran una ranura y su nariz, una bola informe. De la boca le manaba un chorro de sangre que hacía que su pantaloneta blanca se viera de color rosado. A cada campanazo, Meldrick Taylor volvía a su esquina y se dejaba caer como costal de papas sobre el banquillo, con la mirada perdida hacia la nada, mientras Lou Duva le embadurnaba la cara con cantidades industriales de vaselina. En cambio, Julio César se veía intacto. ¿Cansado?, sí, pero su rostro no aquejaba grandes daños y tenía las pupilas encendidas de un rencor extraño. Noquear a Taylor parecía imposible a esas alturas; sin embargo, me daba la impresión de que Julio —y todo México quizá— aguardaba la llegada de un milagro. En ese momento, justo antes de arrancar el doceavo, la cámara hizo un acercamiento a la esquina de Chávez, y los gritos del Búfalo retumbaron como si de su boca saliera al unísono la voz del pueblo mexicano.
—Tienes que jugártela, Julio. Igual vas a perder, Julio. Ya qué importa lo que pase. Tira todo lo que tengas. Tira todo lo que tengas. No importa que te pegue tres, tú tírale más fuerte, Julio. Hazlo por ti, hazlo por tu familia, hazlo por México, carajo.
En la vida como en el boxeo, hay momentos que escapan a la razón. Esos pedacitos de historia acontecen como en cámara lenta y son los que convierten a los héroes en leyendas. Apenas sonó la campanada, Chávez salió hecho un vendaval, se plantó a la mitad del ring, y todo se convirtió en un toma y daca sin orden ni control. Mi abuela, mi papá, el Francés… todos estaban contagiados por el Búfalo, tirando golpes frente al televisor. Mi mamá y la Mon Amour,abrazadas desde el quicio de la puerta. La Petite, el Garzón y yo, enardecidos, con la voz escapando a los gritos desde lo profundo del pecho. Quedaban veintitrés segundos en el reloj. Me acerqué a la Petite; mi mano rozó su mano. Chávez conectó un jab de izquierda. “¡Tira todo lo que tengas!”. La abracé por la cintura y me la pegué al cuerpo. Remató con un recto de derecha al pómulo de Taylor. Las piernas le temblaron. Las mías también al sentirla cerca. El negro quiso contragolpear enseguida, pero avanzó aturdido. Su cabello olía a Fructis de Garnier. El impulso en falso lo atrapó contra las cuerdas. Me miró y sonrió. “¡Tira todo lo que tengas!”. Julio le levantó la cara a Taylor con un upper de izquierda. El sudor voló por el chicotazo de su cabeza. Me tiré a matar. El grito ahogado en las gargantas. Julio amartilló la derecha. “¡Tira todo lo que tengas!”. La tomé del cuello y le robé un beso. Sus labios sabían Halls de yerbabuena. Taylor sangraba de la boca. Julio se acercó decidido a dar el último madrazo. Me prendí tanto que perdí el control y mi mano se escurrió por su espalda hasta llegar a las nalgas. Chávez soltó un cañonazo endemoniado de derecha. La Petite, también; cachetadón en el mero hocico. Un segundo de silencio. Y después, Meldrick TNT Taylor, el invicto, el campeón del mundo, cayó como un roble partido por un rayo. El estruendo de la gloria eterna reventaba las bocinas y las ventanas. Yo me sobaba el cachete en el rincón. Ese día nació la leyenda del César del Boxeo; el Gran Campeón Mexicano se convirtió con ese golpe en el hijo predilecto de la patria.
Mi papá saltó de la emoción. La Petiteme miraba encabronada. El control remoto salió volando por los aires hasta estrellarse contra el suelo. “Eres un pendejo”, me dijo. Las pilas se desperdigaron por entre los pies del gentío reunido ahí en la sala. La tele parpadeó un segundo y el siguiente ruido en emerger fue el gemido a todo volumen de una mujer cachonda, que vibraba en las ventanas: “¡Ah, ah, ah!”. La televisión se llenó con un par de tetas enormes que se bamboleaban como campanas llamando a misa. Todos se quedaron de a seis, sin comentar nada. Mi jefa y la Mon Amour se miraron entre sí y en chinga se tiraron en cuatro a buscar las tres pilas con los dedos. Un “¡Oh, là là!”,soltó el francés; “Oh, my gosh!”, le respondió la gringa en la pantalla. Mi tío Beto se despertó de un brinco. “¡Qué chichotas!”, gritó el Garzón. “Ora sí se puso bueno el box. ¡Ahí déjale, mijo!”, reviró mi abuelo. “¡Nálgame Dios!”, contestó mi papá sonriendo. La gringa montaba a horcajadas a un negro más mamado que Meldrick Taylor. “Es la pose de vaquerita”, me dijo el Garzón. “Yes, yes, yes!”, gritaba la gringa enloquecida; y “¡no, no, no!”, mi abuela enrojecida. Mi abuelo no se aguantó la comezón y de plano se metió la mano a la bolsa del pantalón para rascarse los cacahuates. Mi papá y el Francés se orinaban de la risa. “¿De qué te ríes, pendejo?”, preguntó mi jefa. “Tú también, idiota”, completó la Mon Amour. “¡Las pilas!, ¡busquen las pinches pilas!”, soltaron las dos al mismo tiempo. Entonces todo se puso bien religioso. “Padre nuestro que estas en los cielos”, rezaba mi abuela; “Oh, my God!”, completaba la vaquera. “Santificado sea tu nombre”. “Say my name, bitch!”, el negro también predicaba. “Venga a nosotros tu reino”. “I’m coming, I´m coming”. “Hágase, señor, tu voluntad”. “Fuck me harder!”. “Ya encontré una pila”, levantó la mano la Mon Amour, y también sor Vaquera, que cabalgaba a sentones hacia el más allá.El Garzón pelaba los ojos mirando a todos lados, como si estuviera atestiguando un milagro. Había cien pares de ojos clavados en la pantalla; bueno, noventa y nueve, porque los míos nomás bailaban al ritmo de la respiración acelerada del escote de la Petite. “Ya encontré otra”, gritó triunfal mi jefa. Pero ya no tuvo chance de encontrar la tercera. Primero, porque esa nunca se salió del control y, segundo, porque el putito del Charal nos dejó a media función cuando se levantó del piso mostrando entre sus dedos la clavija desmayada.
La casa quedó hecha un reverendo desgarriate. Eso de tener parabólica solo dejaba un reguero que limpiar. El Francés y su familia fueron los últimos en irse. El Garzón se acercó conmigo y me dijo en corto que teníamos que hablar. “Ya valió madre”, pensé. Pero en seguida me dijo que tenía una idea para un negocio, y resoplé aliviado. Luego volteé hacia la puerta, y ahí estaba la Petite, fulminándome con la mirada. Leí clarito en sus labios: “Eres un pendejo”. Pero, después, me guiñó el ojito y me sonrió.
“Tira todo lo que tengas. Tira todo lo que tengas”.
¡Mierda!, ese Búfalo era un genio.