Entrevista a Josefina Vicens: A dos libros de la inmortalidad

2 agosto, 2021

Para Aline Petterson

En 1958 entrevisté a Josefina Vicens; recuerdo que llegó antes que yo a la cita frente al edificio azul cielo de Cinematografía en División del Norte. La vi desde el coche, recargada en la reja; un mechón gris sobre un ojo; traje pantalón de tweed; impermeable al brazo. “Parece personaje de una película de Antonioni -pensé- uno de esos seres tristes y dolidos que nos taladran con su imagen durante días, meses y años”. Luego, las dos subimos por el elevador hasta el último piso y nos sentamos en el café. Hacía como diez o quince años que no había visto a la Peque. También la recuerdo en la carretera México­ Cuernavaca cuando todos los automóviles se detenían para rodear el nuestro que había quedado boca arriba: “¿Qué tienes? ¿Qué te pasó? ¿Se te ofrece algo?”. Guillermo Haro y yo nos volcamos cuando yo manejaba y él se fracturó la clavícula. Entre la nebulosidad del acci­dente recuerdo su rostro ansioso: “¿Qué puedo hacer? ¿En qué ayudo? ¿Qué hago?”. Con razón dice ella:

Soy muy de la vida más que de nada, de la vida de mis amigos. Los sufrimientos de los demás me atrapan mucho y acepto enredarme. Yo me enredo mucho en la vida y la disciplina de escribir la cambio por el deleite de sufrir y vivir.

En 1958, la editorial Compañía General de Ediciones (fundada por el español Giménez Siles) publicó El libro vacío. Apareció de mila­gro porque la Peque se retorcía las manos de angustia ante su inminente publicación. Pidió las primeras galeras, las corrigió en forma despiadada; luego pidió segundas y como atención especial se las die­ron pero cuando pidió las terceras el editor le dijo: “Señora Vicens, esto es plomo, son tablas de plomo; cada vez que usted nos cambia una palabra a nosotros nos cuesta dinero. No puede usted corregir su libro con esta ferocidad”. Sin embargo, la Peque encontró la manera de ir a la imprenta sin que lo supiera el editor, hacerse amiga de un corrector y aguardarlo a las cinco de la madrugada. Este, viendo su desesperación le dio las pruebas una vez, dos, pero a la tercera la paró en seco: “Mire, no se las doy porque no quiera sino porque si usted se empeña en seguir corrigiendo su libro se le va a secar”. Entonces la Peque se asustó: “Bueno, pues ya”.

El libro vacío resultó un éxito y la Peque se ganó la admiración de todos los que la leyeron, pero no se instaló en la satisfacción. Al contrario, siguió caminando por la calle con esa avidez que la carac­teriza; ese anhelo de ternura, de calor humano contenido en todos sus movimientos y digo contenido porque la Peque es tímida, sus ademanes a veces se paralizan en el camino a pesar de su imperioso deseo de comunicación. Nunca he leído un libro más tierno, más cá­lido que el de Josefina Vicens.

Ahora Josefina Vicens es presidenta de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas y está viendo la producción de 1972, incluidos los cortometrajes porque premian hasta las coactuaciones. Su relación con el cine inicia en 1947, cuando era secretaria de la Sección de Técnicos y Manuales. Como buena secretaria era taquígrafa y me­canógrafa, además de saber redactar. Durante siete años fue oficial mayor hasta que un día se preguntó: “¿Por qué no escribo un guión?”. Y lo hizo: Aviso de ocasión que le enseñó a Gabriel Figueroa quien la alentó. Ese primer guión se lo compraron pero no se hizo película. La Peque renunció a la Oficialía Mayor y pasó a la sección de Autores donde es secretaria de conflictos del Comité Ejecutivo de la Sección de Autores.

Acaba de ganar el Ariel por Los perros de Dios. Se presentaron más de cien guiones y el jurado estuvo compuesto por representantes de la Asociación de Productores del Derecho de Autor. El más interesado en producirlo y dirigirlo es Francisco del Villar y eso hace feliz a su autora porque Paco tiene una actitud poco común entre los produc­tores que por lo general no toman en cuenta al autor. Para escribir un guión la Peque tarda entre cuatro y ocho meses y considera que lo más importante es la libertad.

Con razón Josefina Vicens ha quedado en el puro esqueleto. Del­gada hasta el punto del rompimiento, sus ojos son los de un tigre agazapado en la noche. Pienso en William Blake: “Tiger, tiger burning bright in the forest of the night”. La Peque arde al acecho en la oscuri­dad de la sala cinematográfica. Sus ojos son dos aceitunas abiertas en canal, la pulpa afuera verde y herida, dos ojos que de pronto se lanzan sobre el interlocutor bajo el bosque poblado de sus cejas. Su prosa se parece a ella: escueta, llena de fiebre, lista para dar el golpe.

Peque, ¿no eres tú José García?

-Sí, soy yo -responde con su voz ronca de fumadora.

-¿Te gusta ser José García?

-No tengo más remedio que serlo. Soy oficinista.

-¿Por eso te vistes de señor?

-Trabajo mucho; son mucho más cómodos los pantalones, las camisas, el suéter, el pelo corto.

-Eres muy bonita, Peque.

-No me digas eso pero te voy a contar algo. Todas las mañanas al llegar a checar tarjeta firmo Emma Bovary… o cualquier otro, Gre­gorio Samsa.

-¿Te gustaría haber sido la Bovary?

-Claro que no, sufrió mucho.

-Y tú ¿no sufres?

-Es casi lo único que hago, sufrir, fumar y sobre todo escribir. Me cuesta más trabajo escribir que sufrir; sufro mucho más que José García con sus dos cuadernos.

-¿Por eso solo has escrito dos libros como Juan Rulfo? (Sonríe)

-Sí, niña.

-¿Y por qué eres amiga de una diosa tan malcriada como Guadalupe Amor?

-Porque es imposible y yo vivo en la imposibilidad.

-¿Cuál?

-La de escribir. ¿No vas a tomar tu café, Elena? ¿No te has dado cuenta que se te está enfriando?

-Sí, Peque, sí… No te preocupes por mí.

-Es difícil no preocuparse por ti. También es difícil no preocuparse por Pita.

Josefina Vicens dice que le importa más lo que pasa a su alrede­dor que estar pegada a una máquina de escribir: “Canjeo la máquina de escribir por la vida”. Con razón todos la quieren; ella sabe cómo su José García que los seres humanos deben hablarse, sentirse, que­rerse; que todo hombre que pasa junto a nosotros representa una ocasión de compañía y de calor y que la indiferencia y el desdén de unos por otros es pecado, el peor de todos. Y ella jamás ha cometido ese pecado. Tabasqueña, conserva en su cuerpo y en su alma el agua y la selva de Tabasco, las ceibas y los pejelagartos a los que les canta Carlos Pellicer.

En 1958, Josefina Vicens, antes anónima, se consagró como nove­lista con El libro vacío, cuyo protagonista es un burócrata tan común como su nombre: José García, que es lo mismo que decir Juan Pérez. Sin embargo, comparte las inquietudes de un personaje sartreano; se debate entre “el ser y la nada”. Por esta novela, la Peque recibió el Premio Xavier Villaurrutia ese mismo año. Al hacerle entrega de la presea, Jaime Torres Bodet definió El libro vacío como una de las me­jores expresiones poéticas de un pensamiento que es como un mar interior quieto e inmóvil, en el que la realidad se mira con videncia deslumbrante. Enfatizó que este premio creado y donado hace cua­tro años por una sociedad de intelectuales, era la recompensa más digna y más justa a un libro excelente.

Momentos antes, Octavio Paz, ganador del premio en 1956, ha­bló de la aparición de un grupo importante de escritores, novelistas, dramaturgos y ensayistas, cuyas obras son muy diferentes de las que marcaban a los escritores de la época anterior. Paz hizo mención a otros libros publicados en 1958, merecedores de atención: El solitario Atlántico, de Jorge López Páez y La región más transparente, de Carlos Fuentes. Tan elogiosa fue su crítica que Josefina Vicens usó su carta como prefacio a la segunda edición de El libro vacío:

Querida amiga:

Recibí tu libro. Muchas gracias por el envío. Lo acabo de leer. Es mag­nífico: una verdadera novela. Simple y concentrada, a un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa. Es admirable que con un tema como el de la “nada” -que últimamente se ha prestado a tantos ensa­yos, buenos y malos, de carácter filosófico- hayas podido escribir un libro tan vivo y tierno. También lo es que logres crear, desde la intimi­dad “vacía” de tu personaje, todo un mundo -el mundo nuestro, el de la pequeña burguesía-. ¿Naturalismo? No, porque las reflexiones  de tu héroe, siempre frente a la pared de la nada, frente al muro del hecho bruto y sin significación, traspasan toda reproducción de la realidad aparente y nos muestran la conciencia del hombre y sus límites, sus últimas imposibilidades. El hombre caminando siempre al borde del vacío, a la orilla de la gran boca de la insignificancia (en el sentido lato de esta palabra). Y aquí deseo anotar una reflexión al vuelo: literatu­ra de gente insignificante -un empleado, un ser cualquiera-, filosofía que se enfrenta a la no-significación radical del mundo y situación de los hombres modernos ante una sociedad que da vueltas en torno a sí misma y que ha perdido la noción de sentido y fin de sus actos: ¿no son estos los rasgos más significativos del pensamiento y el arte de nuestro tiempo? ¿No es esto lo que se llama el “espíritu de la época”?

Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío (más allá de las imperfecciones o debilidades que los diligentes críticos encuentren en tu obra). Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que “nada tiene que decir”? Nos dice: “nada”, y esa nada -que es la de todos nosotros- se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro “individualista” resulta fra­ternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general.

Y ahora quiero confiarte algo personal: la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice aunque se diga todo y la conciencia de que  solo diciendo  nada  podemos vencer  a la  nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido y procurado expresarlo en muchos textos de ¿Águila o Sol? y en algunos poemas de otros libros. No digo esto por vano afán de precisión lite­raria sino por el simple placer de señalar una coincidencia. Ahora que reina en tanto espíritu la discordia y la ira divisoria, es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien y que realmente hay afinidades entre los hombres. Creo que los que saben que nada tienen lo tienen todo: la soledad compartida, la fraternidad en el desamparo, la lucha y la búsqueda.

Gracias de nuevo por El libro vacío, lleno de tantas cosas, tan directo y tan vivo.

Septiembre de 1958.

El éxito de El libro vacío no tiene precedentes. La crítica fue uná­nime, Octavio Paz, Ramón Xirau, Jaime García Terrés, Edmundo Valadés, Francisco Zendejas, Rafael Solana, Rubén Salazar Mallen, Roberto Blanco Moheno, María Teresa Santoscoy, Socorro García, Mar­garita Nelken, el pintor Antonio Peláez saludaron a una nueva y gran escritora. Ramón Xirau escribió en el suplemento México en la Cul­tura de Novedades:

La otra novela del año es para mí, El libro vacío de Josefina Vicens. Y no por prurito de modernismo y europeísmo. La novela de Josefina Vicens se parece muchas veces a las obras de angustia que ha desarrollado Euro­pa en los últimos años. Lo que me interesa es que en la novela de Josefina Vicens hay un estilo muy claro y muy transparente, que sigue -perdó­nese el cliché- la difícil máxima de escribir con facilidad. Pero más allá del estilo -yo diría dentro del estilo- Josefina Vicens nos presenta un personaje en cuya impotencia se refleja un drama verdadero. García no puede escribir su libro. La impresión que ha logrado la novelista es esta: que un libro lleno de sentido nos muestre, a trasluz, el vacío de las páginas en blanco y el insomnio de una espera que no llega a cumplirse.

El poeta y médico Elías Nandino, director de la revista literaria Estaciones que acogió a tantos jóvenes escritores mexicanos, también manifestó su entusiasmo:

Un caso insólito en nuestro medio ha sido la aparición de este libro de Peque (nombre que a Josefina Vicens le hemos impuesto todos sus amigos) que, sin haberse precedido de ruidosas vísperas, repiques y es­cándalos, por su propia fuerza entró de lleno para colocar a la autora no solo entre las mejores novelistas de México, sino entre los de todas partes.

Rafael Solana exclamó: “Sea bienvenida Josefina Vicens al círculo de los mejores prosistas de México”.

Josefina Vicens da la impresión de una gran cautela. Cortés hasta la médula, prudente en sus juicios, cuidadosa en su trato con los demás, escrupulosa para ser más exactos; alerta en sus juicios para no herir a nadie, nadie podría ver la fiereza que puede hallarse en su prosa, en su entereza para afrontar cualquier acontecimiento. Su impulso vital es inagotable; es el de una mujer que ha trabajado sin descanso durante más de cincuenta años y se ha hecho querer por cuantos la rodean.

El libro vacío y Los años falsos no podrían existir el uno sin el otro. En ambos está presente José García, ahora Luis Alfonso, el protago­nista de Los años falsos que nada tiene que vivir porque ya lo vivió su padre. Cuando Josefina Vicens nos dice que ninguna lectura le complace más que la de las esquelas en el periódico y las lápidas en el camposanto, nos está dando la clave de Los años falsos:

-Y como José García tú también sientes la necesidad de escribir, Peque.

-Sí, hay en mí un apetito de escribir, porque empecé otro li­bro de un enfermo y otro de quién sabe qué y ya iba yo a la mitad y nada, nada me parecía, pero el tema de Los años falsos me gustó, yo soy muy necrófila o ¿cómo se dice? Me gusta la muerte, yo hacía mis ejercicios en el Panteón Francés.

-¿Cuáles ejercicios?

-Ejercicios de gimnasia, ejercicios de caminar, como ahora la gente que corre en los Viveros o en Chapultepec. En vez de ir a los parques yo me iba al camposanto, al Panteón Francés de la Piedad, para ser exacta, pero ya no a correr porque la edad no me lo permite; ¡qué correr ni que nada, si hasta la vista perdí! Pero me gusta mucho ver las lápidas, los monumentos, y entonces los chamaquillos no me dejaban en paz: “¿Le traigo agua? ¿Le limpio su tumba? ¿Qué tumba busca? ¿Le arreglo la tumba de su muertito?”. Entonces, un día para quitár­melos de encima les dije: “Sí, mira, estoy buscando una tumba muy antigua, tiene que decir Josefina Vicens”. Los dos muchachitos se fueron corriendo a buscar mi tumba. Le conté esto una vez a Ampa­rito Dávila y me dijo: “¡Eres temeraria, Peque, qué bárbara!”. “¿Por qué?”. “Porque no te das cuenta en lo que acaba todo eso. Se van los chiquillos, buscan la tumba, la encuentran y tú, te caes muerta”.

Se ríe.

-Y tiene toda la razón Amparito Dávila.

-Pues sí…

-¿ Y tu libro Los años falsos también tiene que ver con la muerte?

-Claro, como que tengo una vocación  por la muerte, un apego a la muerte, un apetito de muerte; pensé que este libro era publica­ble, me gustó escribirlo por esta especie de vida-muerte del muchacho. A mí me interesó el tema pero no sé si guste.

– Después del enorme éxito de tu primer libro, ¿no adquiriste cierta seguridad en ti misma?

-¡No, qué va! Si desde 1958 no publicaban nada y ya estamos en 1982. No sé si guste, no sé si interese. Ya ves, es esa enorme duda que siempre tiene uno.

-¿Pero no es el tema de Los años falsos la transubstanciación del muchacho en su padre, es decir, al morir su padre se convierte en el marido de su madre, el padre de sus hermanas, el amante de la amante de su padre que como buen mexicano tenía su casa chica?

-Sí, así es…

-¿ Y no tuviste al escribirla la idea de Dios y Cristo, el hijo y el padre que se miran, se aman, viven el uno en el otro y son por lo tanto uno solo?

-Puede ser, pero el hijo, en muchos capítulos de la novela desea que su padre muera totalmente, que su padre se aparte definitiva­mente para que él pueda vivir. O que el muchacho se muera para que se mueran los dos y cese la tortura. Porque realmente el padre es el que sigue vivo, puesto que él ocupa su sitio. En el fondo, el mucha­cho pierde a su madre que se le convierte en esposa y pierde también a sus hermanas que se le convierten en hijas; los amigos de su padre no eran propiamente los que él hubiera escogido, entonces, el que sigue vivo, en realidad, es el padre… Y su único amigo, aquel al que va a buscar a la salida de la escuela; admira en él lo que tiene de su padre, es decir, el poder político, la fuerza bruta, el tener una amante, el sa­berse mover en los círculos políticos…

Luis Alfonso, el hijo de Poncho Femández, el que sabía hablar golpeado, el de los cuates en la cantina, el amigo del diputado, el que se ponía a jugar vencidas cuando ya estaban hasta las manitas, el de la amante Elena a quien traía con la rienda corta.

Luis Alfonso no comienza a vivir su propia vida sino frente a la tumba de su padre, mejor dicho, cuando se sienta a contemplarla como lo pintó José Luis Cuevas en la portada del libro. Es un mu­chacho de traje y corbata, mitad blanco y mitad negro, con el rostro enrojecido quizá por la emoción, quizá por la vergüenza o por la ira; le dice a su padre cuánto lo odia, como se lo dice también cuando hace el amor con Elena, la que fue la amante paterna y ha pasado a ser la suya:

Esto lo digo yo, lo vi yo y es cierto. Soy de la misma estatura de mi papá, con un parecido notable y llevaba puesto su traje negro, el que me arre­glaron. Además, jugaba con la cadena de las llaves. Palabra, se puso pálida, creí que se iba a desmayar. Sobre todo cuando fingiendo la mayor naturalidad y mirándola fijamente, le pregunté:

-¿Puedo pasar Elena?

No contestó, claro, pero como la puerta estaba abierta, yo entré y ella tuvo que seguirme y cerrar.

Luis Alfonso se enamora de la que antes había sido la amante de su padre, pero el padre está siempre presente, metido en la cama en medio de los dos. No se aman dos sino tres. Luis Alfonso, el hijo, agrede a Elena, la espía, la tortura. Los dos, la amante y el hijo revi­ven al padre en la misma fosa-cama en que se abrazan. Y es entonces cuando Luis Alfonso decide matar a su padre porque se ha enamora­do de Elena, y en una visita a la tumba le confiesa al macho Poncho Fernández, su padre:

Elena me gustó, así rotundamente, Elena me gustó, pero como no sabía si en ese momento era porque a ti te gustaba, me era necesario estar a solas para averiguar si era mi propio gusto o un reflejo del tuyo o las dos cosas. Todavía lo estoy averiguando, papá, hoy que se cumplen cuatro años de tu muerte, dos de que vi a Elena por primera vez y un año y diez meses de que es mi amante.

Por más que visite la tumba y dialogue con su padre muerto, se confunden las personalidades de Poncho Fernández y de su hijo, y Josefina Vicens logra su objetivo porque el omnisciente Poncho Fernández sigue tan vivo en su machismo y en su arrogancia que lo olemos en cada página. Se recarga en nuestro corazón y echamos raíces junto a su lápida, su cruz, su ataúd, sus gusanos, su muerte entera. Y sin embargo, no hay nada que admirar en él, y nada nos lo hace querible, a diferencia de José García, el oscuro burócrata de El libro vacío. Luis Alfonso nunca deja de ser el hijo, el hijo de alguien, la sombra del padre le impide crecer; no tiene más salida que la de la asfixia.

Cuando Martín Casillas escogió la novela de Josefina Vicens, Los años falsos, recordó que El libro vacío había sido considerado una de las mejores novelas mexicanas, tanto que fue traducida al francés por Dominique Éluard y Alaíde Foppa (a quien Peque le dedica su nuevo libro) y publicado -con una carta prefacio de Octavio Paz- por la editorial Julliard bajo el título de Le cahier clandestin, en 1963, cinco años después de su aparición en español.

Con el estilo terso de Josefina Vicens, aparece después de muchos años de silencio Los años falsos, novela extraña en la que se mezcla la crítica a la corrupción del sistema político con un problema humano labrado en las contradicciones: amor-odio, soledad-compañía, bús­queda-rechazo, se entrelazan para crecer retorcidos como los brazos de una bugambilia sobre el muro que la soporta.

Al igual que Nellie Campobello y Juan Rulfo, solo dos títulos le bastaron a Josefina Vicens para lograr la inmortalidad dentro de las le­tras mexicanas. Pero entre sus dos libros hay una diferencia de vein­ticuatro años y esto nos habla de la terrible autocrítica de la Peque. Exigente hasta la desesperación, como lo fue Juan Rulfo que escribía de noche y destruía de día o como el gran Jorge Cuesta que no pu­blicó un solo libro en vida, Josefina Vicens demuestra con su actitud frente a la hoja en blanco que la escritura es un trabajo serio y que, en todo caso, ella es la mejor creación de su José García.

Cuando Emmanuel Carballo le pidió que contestara en tres cuar­tillas a las preguntas «¿por qué escribo? ¿para qué escribo? y ¿cómo escribo?», la Peque respondió:

Me di cuenta de que hay una parte de mí por la que el tiempo no ha transcurrido, una parte inmóvil, petrificada. O mejor: una parte con­vencida, creyente. ¿Cómo escribo? Pues como trata de explicarlo mi José García: “Mi mano no termina en los dedos: la vida, la circulación, la sangre se prolongan hasta el punto de mi pluma. En la frente sien­to un golpe caliente y acompasado. Por todo el cuerpo, desde que me preparo a escribir, se me esparce una alegría urgente. Me pertenezco todo, me uso todo; no hay átomo de mí que no esté conmigo, sabiendo, sintiendo la inminencia de la primera palabra. En el trazo de esa prime­ra palabra pongo una especie de sensualidad: dibujo la mayúscula, la remarco en sus bordes, la adorno. Esa sensualidad caligráfica, después me doy cuenta, no es más que la forma de retrasar el momento de decir algo, porque no sé qué es ese algo; pero el placer de ese instante total, lleno de júbilo, de posibilidades y de fe en sí mismo, no logra entur­biarlo ni la desesperanza que me invade después”. No me hagas estas preguntas querido Emmanuel. No a mí que he escrito un solo libro y que casi no creo que me alcance la vida para terminar el otro. He sufrido mucho al contestarte.

Este texto forma parte de la contraportada de la segunda  edición de El libro vacío.

Josefina Vicens me confió su álbum de recortes de prensa. Ade­más de una infinidad de críticas sobre El libro vacío. La Peque me sonríe desde sus fotografías y en ellas me sonríe la Josefina Vicens que conocí en 1958, maquillada, de vestido y pelo negro muy chino, con collar, una bufanda, bolsa, guantes, zapatos de tacón, la que recibe el premio Villaurrutia de manos de Jaime Torres Bodet. Qué redon­dita era entonces, parecía tórtola y su sonrisa se proyectaba desde sus labios pintados de rojo. Ahora, la Peque parece una hebrita de tan delgada y tan frágil vestida de tweed y de pelo corto, convertida en José García. La recuerdo en un cóctel de Pita Amor quien reunía a todo México en la calle de Duero. La Peque fumaba como chimenea y no era la única, a todos los intelectuales les daba por encender un cigarro tras otro. En ese coctel -cuenta la Peque- conoció a dos de sus mejores amigos: Antonio Peláez y Sergio Fernández.

Vuelvo al álbum y veo a Josefina Vicens casada con José Terrel -los testigos de la boda fueron Gerardo Estrada y Luis Cardoza y Aragón-. Josefina asegura que José y ella llevaron una vida muy padre, de lecturas y amigos comunes. José Terrel era tío de Aline Pe­tterson, pero un día decidieron separarse: “Él era difícil, neurasténico”. Terrel se suicidó años después de haberse separado de la Peque: “Yo a él lo estimé profundamente”. Luego aparece la Peque en diversas fotografías, con un cigarro en la mano y su pelo corto rizado, junto a Octavio Paz, Elías Nandino, Guadalupe Dueñas, Pita Amor, Sergio Femández, el general Lázaro Cárdenas, Javier Rojo Gómez de la Confe­deración Nacional Campesina. Y pienso que la suya ha sido una vida fructífera y noble, de amor a los demás, amor a su trabajo y amor a la buena literatura.

En los últimos años de su vida, Peque tuvo una compañera inme­jorable, una Florence Nightingale, una Juana de Arco, una joven y sabia escritora que en cierta forma resultó su pariente, Afine Petterson, entrañable y gran escritora también.

Con una devoción absoluta, Aline acompañaba a la Peque a la sala Manuel M. Ponce en Bellas Artes o a alguna reunión en Filosofía y Letras en la UNAM. Poeta, Aline Petterson vivió la realidad casi cotidiana de la Peque y la compartió hasta el último momento. Autora de La noche de las hormigas, Tiempo robado, Círculos, ella misma es una novelista consumada. Nunca soltaba su brazo porque la Peque ya no veía. La vida de la Peque jamás fue monótona, al contrario, fue temeraria. Peque era una mujer intensa; amaba intensamente la li­teratura y a la gente común y corriente, la de todos los días: el ama de casa en El libro vacío, la mujer de José García, la que hace las camas, prepara la comida; es el pilar del hogar y jamás protesta cuando su marido se encierra a torturarse con esa maldición espantosa que es la escritura.

Mi mano no termina en los dedos: la vida, la circulación, la sangre, se prolongan hasta el punto de mi pluma. En la frente siento un golpe caliente y acompasado. Por todo el cuerpo, desde que me preparo a escribir se me esparce un átomo de mí que no esté conmigo, sabiendo, sintiendo, la inminencia de la primera palabra.

Josefina Vicens

Nació en San Juan Bautista, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911; murió en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Realizó estudios de filosofía, letras e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tuvo una larga carrera como guionista de cine y fue presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas; además, ejerció el periodismo como editorialista política en varias revistas nacionales, colaboraciones que escribió con el seudónimo Diógenes García, y comentarista de toros en el periódico «Torerías» y en la revista «El Sol y Sombra», en los que firmó como Pepe Faroles. Escribió dos novelas: El libro vacío (1958, Premio Xavier Villaurrutia) y Los años falsos (1983). Entre los guiones de las películas que escribió destacan; Las señoritas Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. En 1986, grabó un disco dentro de la serie «Voz viva de México». En 1987, se realizó la edición conjunta de sus dos novelas. Murió un día antes de haber cumplido 77 años. 

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Hija de madre mexicana y padre francés de origen polaco, nació en París en 1932. Es autora de más de cuarenta libros. Ha sido traducida a más de veinte idiomas y obtenido, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo de México (1978), el Premio Alfaguara de Novela (2011) y el Premio Nacional de Artes y Ciencias (2002), el más distinguido galardón mexicano. Su obra testimonial La noche de Tlatelolco (1971) es una crónica impactante de la masacre del 2 de octubre de 1968. Ha sido profesora invitada en universidades de Estados Unidos, Europa y Asia.