Abril hace lo que quiere

1 abril, 2010

En marzo pasado el nicaragüense Arquímedes González (1972) fue seleccionado finalista del V Premio Nacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches de España, con la novela Abril hace lo que quiere que, según el autor, constituye el primer volumen de una trilogía en proceso.  Para celebrar esta noticia, Carátula publica un capítulo de la novela galardonada.


Tras regresar de su curso, Steven tampoco sabía qué hacer con su aburrida vida y, un día luego de pasar metido en su casa la mañana entera, salió sin importar a qué lugar.
Se acomodó en el asiento de su vehículo, encendió el motor y pilotó su nave por diferentes calles de la ciudad hasta que, cansado de andar sin rumbo, parqueó su automóvil en el primer espacio que encontró libre y dio una vuelta a pie.
El clima estaba frío y amenazaba con lluvias intensas. En la calle la gente caminaba apresurada, posiblemente temiendo que de un momento a otro cayera el temporal y los que andaban en bicicleta, se cuidaban de no ser desestabilizados por las fuertes ráfagas de viento.
Steven vio el edificio del centro comercial y tras vagar por los alrededores, entró.
Ahí parecía ser el refugio de los pobladores.
Adentro no se podía caminar con libertad.
Cientos de homoshopping iban de un lugar a otro apresurados.
Se detenían, retiraban las prendas de sus percheros, las evaluaban e insatisfechos, las lanzaban a cualquier lugar. Medio miraban otras, las dejaban tiradas y seguían al siguiente mostrador.
Otros sacaban la ropa de las bolsas, la extendían y decepcionadas porque no era de su agrado, la dejaban por allí y por allá desordenando los exhibidores.
Algunos consumidores se ponían las prendas en exhibición, se miraban al espejo, desaprobaban cómo les quedaba y desanimados, se quitaban la camisa, el vestido, la falda o el pantalón lanzándolos dentro de los canastos donde estaba la ropa en descuento.
Steven fue al segundo piso y observó el mismo comportamiento.
Anduvo por los pasillos sin detenerse en los productos y espiando a los clientes que se debatían en qué comprar.
Vio a una señora con un velo en la cabeza. Cargaba un bolso conteniendo los artículos adquiridos ese día. Desordenaba todo igual a los demás.
Lento, Steven recorrió cada rincón del lugar sin preocuparse de salir porque afuera llovía. Siguió subiendo hasta que en el último piso descubrió el restaurante. Se sirvió papas, mayonesa, pan con trocitos fritos de carne de res, pidió un jugo y un café.
Se sentó cerca del mirador y con tranquilidad comió su almuerzo.
El resto, parecía estar siempre apurado y no se quedaban sentados ni cinco minutos.
De seguro, debían comprar más.
Se esperó y cuando bajaba las escaleras, vio que tres policías subían.
Se armó la gorda, papito.
Steven no imaginó qué podía haber ocurrido. Ahí todo estaba tranquilo.
Tal vez los agentes sólo venían a almorzar tras una aburrida labor en las calles donde nunca parecía pasar nada.
Fue cuando los uniformados lo rodearon.
—¿Podría venir con nosotros?
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —les preguntó Steven aún sin comprender a qué se debía esta equivocación con él, que sólo entró al centro comercial para huir de la soledad, del frío y la lluvia.
—En un momento se lo explicaremos —le dijo uno de los policías quien le tomó del brazo de forma familiar, como si fuera un amigo que lo ayudaba a descender las escaleras.
Los comensales dejaron sus platos y se levantaron para ver quién era el sujeto detenido y un murmullo deambuló por el lugar.
Nadie vio algo sospechoso en el sujeto escoltado por los oficiales. Alguien comentó que posiblemente lo venían persiguiendo tras cometer alguna fechoría. Otro hasta lo identificó como la persona cuya fotografía publicó el periódico porque al parecer, escapó de la escena de un choque de vehículos.
Ninguno conocía a Steven.
Ni los cajeros recordaron haberlo atendido.
Steven fue conducido al sótano del lugar. Ahí había varias oficinas administrativas, una gran bodega y un cuarto en el que estaba una mesa donde había un bolso, algunos artículos desordenados y sentada en una de las sillas, una mujer escoltada por otros dos policías.
Había también un monitor de televisión y tres empleados del lugar estaban de pie y con expresión seria. Dos parecían ser los encargados de la seguridad interna y el otro, el representante de los dueños del centro comercial.
Steven los miró sin comprender cuál era el problema y qué tenía que ver él en esto.
—¿Señor, usted conoce a esta mujer? —le preguntó quien lo había agarrado del brazo.
Steven la quedó viendo y negó con la cabeza.
—Necesito que nos facilite su identificación.
El detenido, sin protestar, se sacó su cartera y presentó su cédula de identidad.
El que parecía al mando tomó el documento, leyó el nombre y activando su radio transmisor pasó el dato a la central de investigaciones.
La mujer lloriqueaba.
—¿A qué se debe esto? —preguntó él.
—Eso quisiéramos saber nosotros, Steven… —le respondió el encargado de la tienda que escuchó su nombre y, ante su pregunta dio un paso al frente para responderle.
¿Y a este mequetrefe quién le dio permiso de tutearte?
—Esta señora fue detenida hoy a la salida del local porque en su bolso, había artículos sin pagar. Al activarse el detector, se puso nerviosa y cuando vio a los oficiales, quiso escapar —relató uno de los de la seguridad del edificio.
—Nosotros acudimos al llamado, la detuvimos y le pedimos aclaraciones, pero aseguró no saber de qué se trataba esto —expuso el agente a cargo de la operación.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Steven, un momento…
Y sigue el confianzudo este.
El encargado del edificio se acercó al aparato de televisión.
—…nosotros tras interrogarla, fuimos a ver sus movimientos en el archivo de los videos de las cámaras de seguridad que tenemos instaladas por toda la tienda y comprobamos que ella no metió esos objetos en su bolso.
—¿Y?
—Pues que fue usted —le estampó el oficial responsable de su detención.
Ahora sí te jodiste, Steven. Nos vemos, yo ni te conozco papito.
—¿Qué? ¿De qué está hablando? En mi vida he visto a esta mujer y jamás me atrevería a hacer lo que ustedes insinúan.
El representante de la tienda activó el video.
En la imagen se veía a la señora consultando precios y curioseando algunos productos con la calma de una aburrida ama de casa. En uno de los pasillos, apareció la figura de Steven quien la seguía muy de cerca.
No había duda. Era él quien iba detrás de la compradora y en cada descuido, metía en su bolso diferentes mercancías tomadas de los mostradores.
Steven se acercó cada vez más al televisor con una mirada que, primero, era de incredulidad y, finalmente, de extrañeza.
—No puede ser…
Los demás lo quedaron viendo con expresiones serias.
O Steven se hacía el tonto o sabía mentir, pensaron los uniformados.
La dama se levantó de la silla y lo abofeteó.
Si alguien no la detiene, de seguro te dará de taconazos.
Steven no se inmutó.
Uno de los agentes controló a la afectada.
—¿Podría explicarnos qué es todo esto? —le pidió el oficial al mando.
Esto no me gusta, Steven. No le digás nada o mejor… mentí, mentí, ¡mentí!
Steven no supo qué decir.
En el video se miraba a un sujeto igual a él y vestido como él, que introducía varios objetos en el bolso de esa desconocida, pero no podía creerlo.
—Yo…
Steven no agregó nada más.
—Esto es más que una broma pesada. Esto es un delito y por eso, deberá acompañarnos a la delegación.
—Maldito desgraciado —le estampó ella, con expresión enojada.
—Lo siento… yo…
¡Pensá algo rápido, imbécil!
—Decinos qué fue lo que ocurrió. Explicanos por qué le hiciste esto a nuestra clienta —le insistió el encargado del centro comercial.
—No lo sé, no puedo explicarlo. Lo siento mucho, yo…
La pareja fue conducida a la estación policial.
Tras llegar, Steven quedó en un cuarto donde había una mesa y dos sillas.
Al rato se apareció uno de los oficiales que lo arrestó.
—La señora quiere presentar cargos en su contra —le anunció.
A Steven esto no le sorprendió. Él hubiera hecho lo mismo.
Pagó una fianza y salió a las diez de la noche.
Fue a pie buscando su vehículo y regresó a su casa molido de cansancio y preguntándose a qué hora cometió tal estupidez.
No comentó nada en su trabajo.
En las siguientes semanas acudió al llamado de las autoridades, la denuncia fue presentada al juzgado de audiencia y como caso civil, se evacuó en pocos días. Ante el juez, Steven alegó no recordar lo sucedido ese día. Pidió disculpas públicas a la víctima y estuvo dispuesto a resarcirla monetariamente por los daños morales causados.
A pesar de esto, el juez que vio el video con un evidente gesto de reprobación, lo condenó, le ordenó indemnizar a la afectada con un mayor monto de dinero y lo obligó a diez horas de trabajo comunitario.
Como no tenía antecedentes criminales o penales, lo mandó a que lo atendiera un sicólogo y le advirtió que si se negaba, sería recluido tres meses en la cárcel.

Hacía poco había amanecido.
Era finales de septiembre de años atrás.
El calor era insoportable. Ashia durmió desnuda y con la ventana abierta. El pescador le acariciaba la espalda. Ella se dejó tocar y poco a poco, despertó. Escuchó las olas golpeando la arena, vio a través de la ventana y miró la cortina moviéndose debido al viento. El sol entraba a raudales colmando el cuarto de colores vívidos y haciendo que los objetos se vieran más presentes.
El pescador le besó la espalda bajando hasta su cadera y ella, abriendo sus piernas, le ofreció su sexo. Sintió sus dedos juguetones y luego, su lengua maravillosa. Todavía boca abajo, sonrió por la felicidad que la cubría con tal presencia, como si fuera una capa.
Su amado, despacio, la volteó y le besó su vientre. Subió hasta sus senos y los succionó con amor.
De nuevo abrió sus piernas.
El hombre subió más, se colocó encima de ella y la besó en la boca. En ese mismo momento la penetró. Ella lo deseaba desde que sintió la mano de su enamorado en su espalda.
Acabó cansada y se durmió.
Al despertarse, el pescador no estaba.
Ella se levantó y a través de la ventana vio que el bote de quien la había amado, había desaparecido.
Ashia fue al espejo y se vio.
Viste, mamá, encontré al hombre de mis sueños.
Sonrió y se dio un baño. El agua estaba fría y eso le ahuyentó el calor de la mañana. Se vistió, desayunó frutas y se fue a dar una vuelta. En la playa había muchas lanchas y botes de otros pescadores. Una parte salía de noche. Al resto, le tocaba en las mañanas y un tercer grupo navegaba por las tardes.
Vio las redes y otros aperos de pesca acomodados en los botes a la espera de ser utilizados. Iba descalza sintiendo la arena calentarse. Se asomó a ver el mar en dirección de donde se había ido el pescador, pero no vio nada. Se quedó tratando de divisar algo y se acordó del peñón.
Saludó a las señoras que clasificaban los pescados recolectados de la madrugada y entre niños traviesos y perros vagabundos, salió de ahí tomando el camino que conducía al promontorio desde donde podía ver el ancho mar.
A pesar de que el invierno estaba en pleno apogeo, el terreno era pedregoso y lleno de polvo. A medida que ascendía, transpiraba más. Siguió subiendo sin hacerle caso a la incomodidad en las plantas de sus pies y fue a la gran roca.
A su alrededor, la mayoría de la hierba había recuperado la fuerza extendiendo sus verdes hojas y de los árboles sobresalían las ramas con sus flores y frutos. En verano el ambiente era desolador, pero en invierno cada centímetro volvía a la vida, dando paso a un alegre verdor.
Escaló el último tramo y con esfuerzo empinó sus pies sobre la roca para ver mejor. Ante sus ojos apareció un mar calmo, como si fuera un manto sin fin. Se colocó su mano en su frente a modo de visera, oteó y por fin, a la izquierda, le pareció ver una lancha. Desde la distancia se veía del tamaño de un mosquito.
Se sentó y observó la actividad de la ciudad. Los primeros buses de la mañana habían arribado y se miraba mucho movimiento. Las personas cargaban canastos o iban de un lado a otro con baldes repletos de pescados. Todo ocurría en la única calle asfaltada, que era la del centro del pueblo.
Volvió a ver hacia el lugar donde localizó la lancha del pescador, pero estaba más lejos. Pasadas las ocho de la mañana, regresó a casa a preparar el almuerzo.
Era una vida simple, sin grandes retos, pero le dejaba tanta felicidad, que no le importaba quedarse en este rincón del mundo con tal de pasar con su pescador. Cada ocho semanas se iba por días a la capital ubicada a una hora de distancia por avioneta para trabajar en el proyecto a cargo. Por suerte, su presencia física no era necesaria y sólo debía estar para las evaluaciones sobre el desarrollo de las operaciones y organizar el material a usar.
Esos días eran una eternidad, así que trabajaba con entrega para que las horas pasaran lo más rápido posible. Inmediatamente después de acabar sus obligaciones, corría a la terminal del aeropuerto para trasladarse al pueblo y al lado de su amado.
Después de cocinar sopa de pescado, leyó uno de los informes que debía entregar en la próxima reunión. A las dos de la tarde escuchó el motor del bote del pescador. Se asomó y, en efecto, era él.
Se quedó en la puerta viendo cómo la nave se acercaba a la playa y, al llegar, se bajaron sus otros tripulantes. Colocaron troncos de coco debajo y jalaron la lancha hasta la zona más seca.
Sacaron los pescados en los baldes y los trasladaron al mercado donde los compradores venidos del interior de la zona, los esperaban. Tras pesar el producto obtenido, el pescador recibió el pago, lo distribuyó entre los demás compañeros de faena y fue donde Ashia quien lo recibió con un beso y un gran abrazo.
Almorzaron afuera de la casa.
Ashia desplegó una mesita, sacó dos sillas y extendió una gran sombrilla. Al pescador le daba risa que la piel de su mujer fuera delicada sin poder pasar ni una hora en pleno sol. Ella tuvo su dosis suficiente en la mañana y no quería terminar roja como un camarón.
Comieron sin apresurarse escuchando el mar, viendo otras lanchas que salían y después de alimentarse, se fueron a dormir. Al atardecer, se metieron al mar y nadaron. El pescador la abrazó y en una de esas olas, la besó. Ella se dejó mecer por el movimiento del mar y disfrutó del beso.
Volvieron cuando oscurecía.
El pescador frió un pargo y le agregó cebollas, tomates y papas. Además, armado con un machete escaló la palmera más cercana y cortó dos cocos grandes. De vuelta en la casa les abrió un hueco en el que metió una pajilla a cada uno.
Tras acabar el alimento, se quedaron saboreando el jugo de los cocos. Luego los abrieron, armados con cucharas extrajeron la gustosa pulpa blanca y más noche, hicieron el amor. Ella volvió a dormir desnuda viendo a través de la ventana las estrellas y la luna.
El sueño fue tan real que Ashia despertó con sed y calor.
Sin embargo, en cuanto se quitó la sábana, la atacó el ramalazo del frío.
Se levantó, fue a tomar agua y frente al espejo, dijo:
Qué lástima, mamá, sólo fue un sueño.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Escritor y periodista. Ha publicado las novelas La muerte de Acuario (2002, 2005), Qué sola estás Maité (2007), Conduciendo a la salvaje Mercedes (2009) y El Fabuloso Blackwell (2010), con la que ganó el II Premio Centroamericano de Novela Corta de Honduras. Es autor además del libro de relatos Tengo un mal presentimiento (2010).

Su obra ha merecido múltiples reconocimientos: ganador del IV Concurso Internacional de Relato de Humor en España en 2011; ganador del IV Premio Internacional Sexto Continente de Relato Negro en España en 2011; ganador en 2009, del Certamen para Publicación de Obras Literarias organizado por el Centro Nicaragüense de Escritores; mMención en Panamá en el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán en el género de libro de cuentos en 2007.

Se encuentra incluido en diversas antologías, como Puertos abiertos, publicada en el 2011 por el Fondo de Cultura Económica de México; la Microantología del Microrrelato III; antología El hombre que se ríe de todo (es que todo lo desprecia) y en la antología del relato negro III de la editorial española Ediciones Irreverentes en el 2011; la antología El océano en un pez impreso en Cuba por Editorial Arte y Literatura y presentado en la Feria del Libro de La Habana 2011; la antología Voces con vida impresa en México en el 2009 por editorial Palabras y Plumas Editores, S. A. y en la antología El futuro no es nuestro, escritores de la América Hispana 1970-1980, presentada en agosto del 2008 en la revista colombiana Pie de Página.