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Adelanto de ‘El caballo dorado’: Sergio Ramírez

5 febrero, 2024

El escritor nicaragüense publica su nueva novela, ‘El caballo dorado’ (2024). Presentamos un adelanto cortesía de Alfaguara.


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UNA PRINCESA CAPRICHOSA Y UN BARBERO INVENTOR

Esta historia trata de una princesa de la nobleza rural de los Cárpatos que llevaba una férula ajustada con tornillos de cabeza avellanada y correas de vaqueta en la pierna izquierda. 

De un barbero escultor de caballos, de barba frondosa abierta en dos alas, que creía haber inventado el carrousel. 

De un factor de comercio, también de barba frondosa en dos alas, que se creía hijo del emperador Maximiliano. 

Y de un cocinero hablantín y marrullero que salvó de morir a un dictador.

El barbero inventor termina sus días envenenado y su cadáver es lanzado al fondo de un río. El factor de comercio termina los suyos frente a un pelotón de fusilamiento. Y el cocinero tiene su fin arrastrado por una embravecida corriente de lluvia, en estado de ebriedad. 

Empieza en la aldea de Siret, entonces territorio del imperio austrohúngaro, y termina en Managua, bajo la ocupación militar de los Estados Unidos, con una conspiración de final inesperado.

Y es también, en primer lugar, la historia de un carrousel llegado tras un largo viaje por mar a Nicaragua, y con el que la princesa fue después de pueblo en pueblo, de fiesta patronal en fiesta patronal, los caballos de madera cada vez más venidos a menos al paso del tiempo.

La princesa es, en fin, esa anciana que se agarra la pierna para ayudarse a avanzar hacia el carrousel, dispuesta a desalojar a fuetazos a los niños que suben a la plataforma para montarse en los caballos sin pagar su ficha.

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Corre el año de gracia del Señor de 1905. 

Hoy es miércoles 13 de diciembre.

El Handels-Almanach del doctor W.F. Gottfried, impreso en Viena, señala en el santoral a Lucía de Siracusa, virgen y mártir que padeció persecución bajo el emperador Diocleciano, patrona de los ciegos, de los ópticos y talladores de lentes, los fotógrafos callejeros y las modistas; a Aristón y Elías, peregrinos errantes a través de bosques preñados de fieras y salteadores; y a Columba y Otilia, abadesas iluminadas por la Gracia de la Fe, y santificadas por la penitencia del ayuno.

La mañana es fría y ventosa en Siret. Cae una fina llovizna que amenaza convertirse en aguanieve. Siret se asienta en las estribaciones nororientales de los Cárpatos y pertenece al ducado de la Bucovina. 

En una escarpadura boscosa junto al río que da nombre al poblado, se alza un castillo que los turcos otomanos habían tratado de incendiar durante una incursión en 1675. 

Según el censo de 1901, ordenado por Su Alteza Serenísima Francisco José, y cuyos resultados en lo que atañe a Siret se consignan en Die Bukowina und ihre Bevölkerung und Wirtschaftsaktivität im neunzehnten Jahrhundert, las cosas estaban de esta manera: 

2,305 habitantes adultos, de los cuales 739 niños. 

520 casas habitables.

1 molino de trigo y demás cereales, movido por fuerza hidráulica.

1 panadería con un horno de campana para seis bandejas. 

1 herrería y forja de 3 yunques, 3 fuelles y una sola fragua. 

1 matadero público para animales bovinos y porcinos.

1 estación de posta y su correspondiente caballeriza. 

1 posada con su taberna, adyacente a la estación de posta.

1 apoteca. 

1 escuela de párvulos de tres aulas ventiladas.

1 mercado de abastos.

1 barbería. 

1 iglesia Ortodoxa Rusa, la de Andrés el Apóstol.

1 iglesia Católica Romana, la de la Santísima Trinidad.

1 sinagoga, la de Templul Mare.

3 cementerios, uno por cada una de las religiones antes dichas.

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De acuerdo con el censo referido, además de los naturales de la Bucovina hay habitantes provenientes de otras partes del imperio, a decir Galitzia, Dalmacia, Lodomeria e Iliria, Eslavonia y Sirmia, Croacia y Bohemia; de los territorios vecinos de Rumania, Besarabia y Ucrania, así como otros son magiares y transilvanos, croatas y serbios, varegos y rutenos.

Es por esa razón que el viajero belga Théodore Fournier llama a Siret “la petite Babel” en su libro de 1887 Voyage à travers les montagnes et les villages des Carpates.

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Desde la puerta de su barbería, la única registrada en el censo, Anatoli Florea veía pasar a la princesa María Aleksándrovna todas las mañanas, con penoso andar, camino de la iglesia de la Santísima Trinidad, poco antes del llamado a misa. 

Pero dejemos en paz por el momento a Anatoli, la frente despejada, el cabello castaño echado hacia atrás, recta la nariz y la barba partida en dos alas, como la de un emperador, embutido hasta la rodilla en sus botas federicas, que ya se volverá a saber de él. 

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¿Penoso andar? La princesa sufrió a la edad de siete años una fractura del tobillo izquierdo cuando el caballo que montaba tropezó al saltar sobre un brezal, y si quiere caminar largo debe ponerse la férula que ajusta con tornillos de cabeza avellanada y correas de vaqueta. Este aparato fue fabricado por Nicolau, el herrero de Siret, según el diseño del doctor Bertol Kaplan, quien trató por meses a la niña en su clínica de la Avenida Andrassy de Budapest. 

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La princesa se acerca a la barbería andando por en medio de la calle. La calle es la Kirchgasse, la principal del poblado. Corre paralela al río, y baja desde el portón de la muralla exterior del castillo hasta el atrio de la iglesia. 

Por nuestra cuenta agreguemos una institutriz brandeburguesa con lentes de aros de metal y sombrero de ala corta del que pende un velillo sobre la mitad del rostro, quien sostiene encima de la cabeza de la princesa una sombrilla de brocado para defenderla del sol, de la lluvia, o de la aguanieve, según sea el caso.  

Pongamos a la institutriz 35 años de edad. Su traje largo, que parece hecho de la misma tela del paraguas, barre las suciedades de la calle.

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María Aleksándrovna no habría tenido, en otros tiempos, necesidad de hacer este trayecto difícil, cuesta arriba de ida y cuesta debajo de regreso, cojeando penosamente sobre el empedrado donde humean los cagajones y corren los orines vaciados desde las ventanas, ya que el castillo dispone de su propia capilla. Pero ya no se usaba más esa capilla para celebrar oficios religiosos, sino como establo del pobre hato de cabras y ovejas al que ha quedado reducida la ganadería de su padre, el príncipe Aleksandr, y el cual ella misma debe pastorear. 

No hay, por tanto, posibilidad alguna de institutriz brandeburguesa con anteojos de aro metálico, faldas color ratón y sombrerito del que pende un velillo, que sostenga, solícita, una sombrilla sobre la cabeza de la princesa coja; pero en nada estorba que agreguemos a estas páginas a Fräulein Langhoff, pues así se llama, quien se las pasa con un humor de perros porque la vida no le ha dado lo que ella esperaba. 

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Deténgase el relato un momento para explicar este asunto del príncipe y su hija la princesa. En los cuentos de hadas, la imagen de un rey viudo y melancólico de barbas de armiño, al lado de una princesa que es su único consuelo, evoca reinos encantados, y, sobre todo, evoca el poder, la aventura y la belleza.

 El poder, porque siempre hay alrededor del rey anciano un primer ministro solícito y artero, chambelanes, capitanes de guardia, ayudas de cámara y maestros de ceremonia, lo mismo que artilleros, soldados de infantería y húsares de a caballo, y el tal soberano debe decidir con serenidad y buen tino sobre guerras y pactos con otros reinos, y enfrentar intrigas y venganzas valido de una cohorte de espías. Y hay también a su disposición un verdugo que, aunque usa la consabida capucha negra a la hora de las ejecuciones, todo el mundo lo reconoce en la calle por su barriga ahíta de cerveza y tocino.

La aventura, porque antes de llegar a viejo, ese rey ha sido galante y temerario, ha asaltado castillos y raptado mujeres que se lleva en ancas mientras atrás crepita el incendio de almenas, galerías, baluartes, palizadas y corrales; ha dejado hijos bastardos desperdigados por aldeas y alquerías, hasta casarse, al fin, por conveniencia política, con la hija de algún otro rey de un dominio vecino, y es en la pompa de ese matrimonio donde la aventura se desvanece y sobreviene en su sitio la añoranza.

Y belleza, porque se supone que la princesa es siempre de porte gentil y talle delicado, y su hermosura exterior, cuya fama corre ligera fuera del reino, se corresponde con la hermosura interior, dígase de ella que es perspicaz, virtuosa en latines e instrumentos músicos, y sabia en las reglas del ceremonial de cama y mesa; discreta como para no entrometerse en los asuntos de estado manejados por su padre, y  para sobrellevar el peso de las infidelidades de su consorte apenas se apaguen los fuegos pirotécnicos con que habrán de adornarse sus nupcias concertadas.

 Pero vamos a las necesarias correcciones, porque la realidad no se deja poner grupas. Este príncipe Aleksandr no llegará nunca a rey; y no puede decirse que sea sabio, ni prudente; melancólico sí, y viudo, sí. Y disipado. Vicioso de la bebida y vicioso de los naipes. Un príncipe que es dueño nada más de un castillo arruinado y de un rebaño de cabras y ovejas, y padre de una princesa de futuro poco propicio que camina penosamente con una férula en su tobillo dañado para siempre. 

En The Slavic countryside nobility (1898), Elinor Barber nos dice que la condición de príncipe en Rusia, y los países adyacentes, indicaba un título nobiliario de baja categoría con el que se distinguía a cierta clase campesina propietaria, y tales títulos se degradaban aún más debido a que se trasmitían mediante testamento, y los herederos devenían, por lo general, en pobretones disipados, verdaderos parásitos sociales.

Y en las novelas de Fyodor Mikhaylovich Dostoyevsky encontramos a cada paso príncipes del montón, borrachos y pendencieros, decenas de ellos, que han perdido sus medianas fortunas en el juego de naipes, o nunca las tuvieron; sableadores, además, obsequiosas sabandijas de salón. 

No vayamos lejos en busca de ejemplos, que aquí tenemos al príncipe Aleksandr Vasílievich Korchak, tal es su nombre completo.  

Voilà. 

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Pero, ¿qué hacer con la cabeza de la princesa Maria Aleksándrovna, que es como una olla de grillos donde cada uno de ellos canta sus propias quimeras, a veces sin acorde alguno? Según sus cuentas, la capilla se había incendiado cuando un rayo cayó en seco sobre su torre en el verano de 1895, a la hora en que la institutriz la llevaba a su recámara a dormir la obligatoria siesta de la tarde. Su madre, la princesa Lyudmyla, que después del almuerzo solía retirarse a orar, arrodillada en su reclinatorio frente al altar mayor, murió electrocutada a consecuencia de la descarga; y antes de que el techo y las paredes cogieran fuego los criados habían logrado sacar su cadáver intacto salvo por el rostro, ennegrecido como un tizón.

Y si María Aleksándrovna se veía obligada a acudir a la iglesia de la Santísima Trinidad a oír misa, es porque la capilla aún se hallaba en obras para reparar los daños causados por el rayo. El maestro Giovanni Fattori, traído de Livorno por el príncipe Aleksandr para pintar los frescos de la cúpula reconstruida, no acababa de cumplir su cometido arriba de los andamios, pues se mantenía en un crepuscular estado de ebriedad, con lo que, además, ponía en peligro su vida. Olía particularmente a aguardiente de anís. 

Debajo de los andamios estaba el altar mayor, revestido de mármoles, y al pie del mismo la tumba de la princesa Lyudmyla, bajo una plancha de bronce dotada de una argolla de considerable tamaño para cuando hubiera de ser removida a fin de dar sepultura, en su hora, al propio príncipe Aleksandr.  

Resulta dudoso, sin embargo, ese encargo del príncipe Aleksandr a Fattori. En la Storia della pittura italiana dell’Ottocento, de Andrea Galasso (1927), aquel aparece más bien como un pintor de motivos civiles, adverso a encargos confesionales; Fattori era un carbonario que se hallaba bajo el ojo atento de la policía política. Además, había abandonado desde muy joven Livorno para establecerse en Florencia, y no hay pruebas de que viajara nunca al extranjero. Para remate, no bebía, y por tanto resulta imposible que oliera a aguardiente de anís.

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¿Quién libra tampoco a la princesa Maria Aleksándrovna del grillo que, tras afinar su violín, canta asomado al pabellón de su oído la cantinela pertinaz de que ella bajaba a oír misa en carroza de gala mayor, la caja ribeteada de guirnaldas en pan de oro, una linterna de diez palmos en cada esquina y debajo una suave cama de resortes en ballesta cerrada, el tiro de cinco yeguas blancas de penachos encarnados dispuesto en flecha, las riendas en las manos firmes del auriga que de tan gordo apenas cabe en el testero, y, de pie, en el estribo de la culata, dos lacayos de librea asidos a los tirantes de cobre? Una de esas carrozas de cuentos de hadas que al fin y al cabo no son sino calabazas. 

El príncipe Aleksandr, en una ocasión en que viajó a Rouen a la feria de tejedores a vender la lana de sus ovejas, cuando había lana que vender, le había comprado, a instancias de Fräulein Langhoff, que precisaba de un buen auxilio pedagógico para enseñarle francés, una edición de Les contes de Perrault, con ilustraciones de Gustave Doré. Era un libro lujoso, en cuarto mayor, y el príncipe, pese a su proverbial tacañería, pagó su precio, que no dejó de calcular como equivalente a tres arrobas de lana cardada. Allí aparecía una carroza semejante.

Carroza aparte, cuando recibió el regalo la princesa ya conocía esos cuentos. Eran los mismos que la cocinera polaca, oriunda del voivodato de Podlaquia, solía narrar delante de la servidumbre, y la princesa acudía a esas reuniones cabe el fogón donde colgaban las marmitas. Aún no existía Fräulein Langhoff, quien no le habría permitido el extravío de juntarse con los criados, y el príncipe Aleksandr aún no jugaba a las cartas con ellos, pues desde entonces ya no se entretuvieron en escuchar embustes sino en desplumar a conciencia al amo.

Los cuentos, siendo los mismos, valga la contradicción, eran distintos. Y la cocinera rolliza, de mejillas coloradas y anchas caderas, que olía a leche de cabra, los contaba con gracia procaz, palabra esta última que Fräulein Langhoff no habría dejado de usar de haber tenido la oportunidad de escuchar aquellas narraciones faltas de todo comedimiento y recato.

Por ejemplo, en el cuento aquel de la huerfanita víctima de la madrastra malvada y sus dos hijas envidiosas, que venciendo un sinfín de maquinaciones termina casándose con el príncipe heredero del reino, no es que las hermanastras hayan sido invitadas al banquete de bodas en palacio y más tarde desposadas por nobles caballeros, sino que reciben su merecido porque unas tórtolas, cómplices de la huerfanita, les sacan los ojos a picotazos y allí andan después por los caminos a tropezones, agarradas la una de la otra, en demanda de un mendrugo de pan, de una moneda de cobre, del cobijo de un henar donde dormir…

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.