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Alexandra Ortiz Wallner: El arte de ficcionar (La novela contemporánea en Centroamérica)

1 junio, 2014

De la misma forma como las sociedades se transforman en el tiempo, lo hacen también las producciones simbólicas en general –y las literarias en particular–que surgen de ellas, así como los estudios sobre dichas producciones. Aunque estos cambios son continuos e incesantes, por momentos parecen acelerarse hasta el punto de convertirse en verdaderas revoluciones. Los estudios sobre la literatura centroamericana viven en años recientes uno de estos períodos.


La introducción de nuevos encuadres teóricos y metodológicos está transformando el mapa –y nuestra comprensión– de las literaturas centroamericanas. Los llamados “estudios culturales” son protagonistas de esta transformación. Su perspectiva multidisciplinaria, así como su celo por lo procesual y lo relacional, nos ayudan a comprender las complejas y multidireccionales relaciones entre los diversos planos de los procesos sociohistóricos y las producciones simbólicas y literarias.

Tal y como la física contemporánea busca desde hace décadas una “teoría del campo unificado” capaz de explicar al mismo tiempo las principales fuerzas que afectan a la materia, los estudiosos de las humanidades se abocaron hace algunas décadas a una intensa aventura de multidisciplinariedad para trascender los estrechos compartamentos-estanco mediante los que la epistemología positivista estudiaba los hechos sociales. Los estudios culturales se inscriben en esta tendencia.

Desde esta perspectiva, las producciones simbólicas –y las literarias entre ellas– emergen profundamente imbricadas con otras dimensiones de la vida social, y su aspiración o finalidad es, precisamente, revelar o poner de manifiesto dichas relaciones, es decir, comprender la forma en que las diferentes dimensiones o planos que convergen en los procesos sociales se expresan en las producciones simbólicas –y en las literarias en particular. Desde luego, estas últimas no son un mero reflejo de lo que acontece en los otros planos de la vida social, también prefiguran, anticipan, niegan y contestan lo que acontece en ellos, es decir, las producciones simbólicas (y literarias) son asimismo un hecho social –producido por sujetos sociales concretos y sometido a mediaciones diversas (tecnológicas, ideológicas, económicas, hermenéuticas, etc). Esto mismo se aplica a los estudios literarios.

Adoptando esta perspectiva, el libro de Alexandra Ortiz Wallner (basado en su tesis de doctorado presentada recientemente en Alemania) enriquece la discusión sobre el abordaje todavía dominante en los estudios literarios centroamericanos. Particularmente, la autora se hace eco de los cuestionamientos sobre la categoría de “literaturas nacionales” en Centroamérica, siendo que lo nacional fue, hasta hace pocos años, el horizonte por excelencia para encuadrar las producciones literarias de la región.

Asimismo, la autora aborda la discusión sobre la construcción del paradigma de lo testimonial en la literatura centroamericana contemporánea, particularmente durante las décadas del conflicto político-militar en la región.

La autora centra su análisis en un corpus compuesto por una veintena de obras novelísticas producidas durante el período inmediatamente anterior o posterior al fin de esta confrontación –que coincide con el derrumbe del mundo soviético y el fin de la Guerra Fría-, es decir, lo que a menudo se denomina “la posguerra centroamericana”.

Para realizar su análisis, la autora se sirve en buena medida de dos conceptos acuñados por el estudioso alemán Ottmar Ette: el de “friccionalidad” y el de “literatura sin residencia fija”.

La friccionalidad viene a ser un registro híbrido que se nutre tanto de lo ficcional como de lo testimonial o diccional y que oscila permanentemente entre ambos polos, es decir, la imaginación y la memoria interpenetrándose y fecundándose recíprocamente. En lo personal, me ha gustado mucho este alegato de la autora –en el que se adivinan acentos pasionales– en favor de la imaginación (y más aún, de la alianza entre la imaginación y el dato del recuerdo) como recurso epistémico y literario.

En cuanto a la literatura centroamericana como una “literatura sin residencia fija” por oposición a la idea de literaturas nacionales, la autora evoca someramente una larga tradición de errancia y cosmopolitismo entre los literatos centroamericanos, la que se remontaría al menos hasta Rubén Darío y sería decisiva para imprimirle esta característica. Me apresuro a añadir a la lista de autores y autoras que ahí se mencionan a los costarricenses Yolanda Oreamuno, Eunice Odio, Rima de Valbona, Alfredo Cardona Peña y Joaquín Gutiérrez.

El análisis que realiza la autora sobre las obras seleccionadas es rico y riguroso y acierta a mostrar esas complejas relaciones y procesos a que aludí previamente. Particularmente interesante me parece lo relativo a la introducción de registros y estrategias narrativas apoyadas en lo ficcional para el abordaje del pasado reciente marcado por la brutalidad del conflicto militar y la represión. Creo que esas páginas revelan a las claras que la imaginación puede trabajar al servicio de la memoria y que ambas facultades dependen una de la otra y se enriquecen.

Sus páginas sobre la condición del caribe centroamericano y sus relaciones con el caribe insular –la necesidad de entender el dinamismo y las características de esta región en sus relaciones con la costa pacífica o “el resto” del istmo centroamericano- me parecen brillantes y sintetizan en pocas páginas largas discusiones. También encuentro especialmente valiosas sus consideraciones acerca de las relaciones entre América Central y el mundo árabe y oriental, un tema emergente en los estudios literarios centroamericanos.

Entre los hallazgos más interesantes del estudio, se encuentra el que, tras el colapso del proyecto utópico revolucionario que atravesó buena parte de la segunda mitad del siglo XX, las literaturas centroamericanas emergen “ya no como fundamentos y medios privilegiados de presentación y representación de las identidades nacionales, sino como formas de indagación en la desarticulación de estos proyectos.” (p. 38)

No obstante, me pregunto si este rasgo o característica es nuevo. En diversos momentos las literaturas producidas en la región han apuntado a este objetivo: respondiendo a cada proyecto nacional hegemónico, han surgido invariablemente voces que, desde diversos terrenos y con diferentes perspectivas y registros, revelan su lógica arbitraria y excluyente. Es verdad que en muchos casos la contestación de un modelo se hizo oponiéndole otro (el popular-revolucionario vs. el burgués-oligárquico), pero esto no siempre es así. Pienso, por ejemplo, en la obra narrativa del   costarricense Max Jiménez Huete, quien con la misma furia corrosiva cuestiona las representaciones del proyecto nacional oligárquico y de su contestación popular-revolucionaria.

Me pregunto también, a modo de paréntesis, si existirá alguna relación entre la orfandad ideológica en la que quedaron sumidos muchos escritores comprometidos con el proyecto emancipatorio revolucionario tras el colapso de este, y cierta tendencia observable en las letras centroamericanas hacia una estética de acentos, diríamos, “expresionistas”, así como hacia el incremento de la producción literaria de género negro y policial. Recordemos que fue precisamente en el contexto de la posguerra europea cuando el expresionismo se afianzó como lenguaje pictórico, y que lo hizo precisamente en la Alemania derrotada. Esos mundos oscuros, esas formas desbordadas, ¿no sugieren acaso la incapacidad de la razón para contener dentro de un marco formal la intensidad y la violencia de la experiencia? La violencia revolucionaria (y desde luego, la contrarrevolucionaria) no eran de suyo menos violentas ni bestiales que la actual violencia criminal que asola a los países centroamericanos; no obstante, aquella tenía un sentido redentor de la que carece esta.

Como telón de fondo al análisis de las novelas escogidas por la autora, asoma reiteradamente la pregunta por las posibilidades de un arte políticamente comprometido en tiempos posrevolucionarios y post utópicos, pregunta de la que me hago eco aquí. Movilidad, porosidad, permeabilidad, son también nociones mediante las cuales la autora se acerca a la producción novelística examinada y, por ende, a Centroamérica como región cultural en interacción con otras áreas o regiones.

Desde mi punto de vista, el concepto más polémico de la investigación es el de Centroamérica. Es verdad que muchos desearíamos que Centroamérica existiese, pero más allá del concepto estrictamente geográfico del istmo centroamericano, no encuentro algo particular que distinga a Centroamérica del resto de América Latina (ni siquiera la proximidad con los Estados Unidos, en la que México nos sobrepasa.)

La autora afirma que Centroamérica es para una ella “una hipótesis de trabajo por demostrar”, y discutir esta hipótesis me parece de la mayor importancia y de la mayor urgencia. A veces tengo la impresión de que el mismo empeño, un tanto unilateral, que se empleó en décadas pasadas para apuntalar la idea de las literaturas nacionales en los países centroamericanos, se utiliza hoy para apuntalar la idea de lo regional, en menoscabo de la dimensión nacional y local.

Centroamérica fue primero una unidad administrativa del Imperio español; luego el proyecto unionista de un militar liberal; luego desapareció del mapa mientras las oligarquías locales perfilaban y afianzaban sus proyectos nacionales; luego se dibujó pálidamente con el proyecto de la industrialización de los años sesenta, para reaparecer enseguida en el horizonte insurgente y revolucionario de los años setenta y ochenta. Salvo durante los siglos de dominio colonial, no ha dejado de ser un proyecto, un anhelo, una posibilidad. Incluso el PARLACEN y el SICA de la posguerra neoliberal son, en buena medida, una imposición europea en su afán por negociar con una región unificada.

Si es innegable que de partida había diferencias importantes entre las provincias de la antigua Capitanía General de Guatemala, casi dos siglos de acción transformadora de los estados nacionales han terminado por imprimir características distintivas a cada una de las sociedades centroamericanas –no solo a las representaciones de lo nacional, sino también a las sociedades propiamente dichas.

En Costa Rica, las mayores movilizaciones populares de los años recientes se produjeron para impedir lo que se percibía como un intento de privatización del Instituto Costarricense de Electricidad, mientras en los otros países centroamericanos las empresas públicas fueron privatizadas sin mayor oposición; Costa Rica fue el único país de la región que estuvo a un pelo de no aprobar (mediante referéndum) el tratado de libre comercio con los Estados Unidos, mientras que los otros gobiernos no lo dudaron un instante para hacerlo ni enfrentaron mayor oposición. Si la población maya es determinante en Guatemala, está ausente de los demás países de la región.

Repito: ¿acaso hay algo –fuera de su posición geográfica y de su condición de istmo- que distinga a Centroamérica del resto de América Latina? Pero tal vez sea su posición geográfica y su condición de istmo lo más determinante y donde debemos buscar nuestra particularidad, como lo sugiere la existencia del Canal de Panamá y el proyecto nicaragüense de construir su propio canal. Como Túpac Amaru desmembrado, América Central vive desgarrada entre su atracción por el Caribe y por el Pacífico, con las piernas en el sur y los brazos en el norte, con un ancestro africano, dos indígenas, uno europeo o norteamericano y, ahora, un primo asiático; vive entre los Estados Unidos y el istmo, ida y vuelta. El estrecho no solo es dudoso como paso entre la mar del norte y la mar del sur, sino también dudosa es la idea de Centroamérica como comunidad cultural.

En cuanto a lo literario, ni hablar. Se ha dicho hasta la saciedad y repetimos siempre que los libros centroamericanos no circulan más allá de los propios países donde se producen, y que dentro de ellos lo hacen solo en algunas ciudades y en pequeñas cantidades. Recientemente fui invitado a un encuentro de escritores centroamericanos en donde una vez más escuché lo que vengo escuchando hace 30 años: apenas nos leemos, nos conocemos poco. Así pues, ¿qué es lo que nos permite hablar con propiedad de “literaturas centroamericanas” más allá del hecho de que hayan sido producidas en el istmo o fuera de él por personas vinculadas a él?

El desafío, como bien apunta Alexandra Ortiz Wallner en su libro, es ser capaces de captar estos flujos, estas fluctuaciones, estos movimientos y oscilaciones entre lo local y lo nacional, entre lo regional y lo transnacional, entre lo transareal, lo transcontinental y lo globalizado… Y aquí agregaría yo: sin perder de vista lo perennemente humano. Pues la literatura –al menos una parte de ella- aspira, creo, a revelar los conflictos, dilemas y contradicciones de la condición humana, que ciertamente tienen lugar en un tiempo, en un lugar y en una condición social determinadas, pero que al mismo tiempo se parecen y repiten siempre.

En definitiva, este trabajo de Alexandra Ortiz-Wallner enriquece nuestro conocimiento y perspectivas de la novela centroamericana reciente y enriquece también la discusión –tan intensa y apasionada en años recientes- sobre el rumbo, orientación y finalidad de los estudios literarios en la región.

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Costa Rica, 1962. Es autor de una veintena de títulos en diversos géneros: cuento, novela, poesía, ensayo, teatro. Entre sus obras más difundidas, se encuentran las novelas "El Nudo" (2001), "En la oscurana" (2011) y "El río que me habita" (2018), y los cuentarios "Mitomanías" (1983), "Dicen que los monos éramos felices" (1995) y "Floraciones y desfloraciones" (2003). En España, Editorial Periférica y Ediciones Huso han publicado algunas de sus obras. El presente ensayo forma parte de un volumen inédito titulado: "Correspondencias y resonancias".