Ángel Martínez Baigorri y Rubén Darío: dos poetas en diálogo intertextual. Viaje al origen del poeta de Nicaragua canta en mí
4 abril, 2022
Contexto biográfico
Ángel Martínez Baigorri (1899-1971) es una de las figuras poéticas más destacadas de la poesía navarra del segundo tercio del siglo XX. Jesuita, hombre de salud muy delicada y de exquisita sensibilidad, con muchos achaques y recaídas, fue intervenido quirúrgicamente diecisiete veces en su vida. Su vocación poética, salvo algunos poemas previos en España (Martínez Baigorri 1999: 30), surge en Nicaragua, a donde llega en septiembre de 1936 y donde permanecería hasta 1946, tras estancias en Nueva Orleans (Estados Unidos) para someterse a varias operaciones, El Salvador desde 1951 a 1954 y posteriormente imparte su magisterio en la Facultad de Letras de la Universidad Iberoamericana de México desde 1954 hasta 19611. Pasa el año 1961-62 de convalecencia en el sanatorio “Durán” de Costa Rica. Posteriormente, en 1962 vuelve a Managua, como profesor de la UCA, donde muere en 1971. Dar testimonio de Dios con su poesía es su objetivo porque la palabra poética tiene raíz divina. Que la palabra sea lo que significa, eso es ser hacedor de la palabra. Como lector de Juan Ramón Jiménez coincide con él en su interés por la palabra justa y exacta. Sacerdote y poeta son anverso y reverso de la misma moneda. En la introducción a Dios en blancura (1960) identifica Eucaristía y Euloguía (Martínez Baigorri 2000: 306/307):
“No nos podemos olvidar, dentro de esta Aclaración, de la relación
esencial, Hasta llegar a la igualdad de sentido, que en los Evangelios
y en San Pablo tienen las palabras eujaristéin y eujaristía con euloguéin
y euloguía, como tampoco de la relación de complemento esencial que
tomaron en los labios de Jesucristo el pan y la palabra”.
Obra poética
Sus Poesías Completas comprenden doce poemarios en dos volúmenes atendiendo a la clasificación de su editor Emilio del Río. Fue un escritor prolífico. M. Concepción de Andueza2 dice que dejó escritos más de veinticinco mil folios (Martínez Baigorri 1999: 27) y fue autor de veintiocho libros de gran calidad, porque los doce poemarios abarcan a su vez varios libros.
Poeta denso en su afán de buscar la palabra justa y llena de sentido. Sin embargo, escribe dominado por la inspiración: “Esto es lo mejor y lo peor de mi poesía: que ella se me imponga –desde el sentimiento, el asunto y hasta la clase de versos– y que yo no haya sabido nunca –o casi nunca– imponerme a ella” (Martínez Baigorri 1999: 66). No busca la brillantez ni la estética por sí misma. Toda su poesía es filosófica, teológica y mística en intensa trabazón. Por eso se sirve de símbolos que expresen conceptos. Sobre la inspiración de su poesía a modo de arrebato emocional, dice Ignacio Elizalde (1980: 173-174) quien compartió tres años (1938-1941) con Ángel Martínez Baigorri en el Colegio Centro América:
“Yo que algunas veces le acompañé en sus excursiones poéticas y
observé cómo le brotaba el verso, en medio del campo, podría
desvelar los secretos y los estímulos de su inspiración. Más de una
vez, emocionado, fuera de sí, cogía la pluma y con una rapidez y
facilidad maravillosa trasladaba al papel, sentado sobre un ribazo
del camino o sobre el tronco de un árbol, los versos luminosos,
sugeridores, sensitivos, que expresaban la emoción poética del
momento”.
Ángel Martínez Baigorri fue acogido como poeta nicaragüense por los propios poetas oriundos y, como tal, figura en antologías de la poesía nicaragüense de Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Gutiérrez y Ernesto Cardenal. Este último decía: “Su poesía ha tenido para mí un carácter sacramental” (Fernández-González en Martínez Baigorri 2000: 38). Y cuando corrigió la primera versión de Nicaragua canta en mí, titulado previamente En la sonrisa del ángulo, le comenta a su antiguo profesor: “Me parece muy buena y la más nicaragüense que se ha escrito” (Martínez Baigorri 1999: 71).
Nicaragua canta en mí es el primer poemario con que se abren sus Poesías Completas3. Según Emilio del Río es la etapa más conocida de la poesía de Martínez Baigorri. Comprende poemas desde su llegada al país centroamericano en 1936 hasta 1942. Se compone de ciento sesenta y seis páginas en gran formato, en su primera edición de 1968. Sobrepasa ampliamente los poemarios habituales que no suelen llegar a las cien páginas. Es un canto a la naturaleza nicaragüense y a sus habitantes. Destacan los veinte poemas dedicados a la “ceiba”, lo mejor de esta obra según Pilar Aizpún (Martínez Baigorri 1999: 31). Dedica algunos poemas a ciudades nicaragüenses y españolas; a personas como los pobres “Campistos”, mujeres “Rosibel, Aurora, Piedad”, “el negrito”; a Rubén Darío y a otros poetas amigos. Es una poesía simbólica pero reducida a un solo símbolo en tres variantes: ángel, río y rosa. Su concepción poética y sus símbolos han sido estudiados por Pilar Aizpún (Martínez Baigorri 1999: 26). Es un poeta renacido en Nicaragua donde asume una naturaleza violenta, torrencial y sus contrastes suaves, que añade a los propios de su ser navarro. Si bien, su amigo y también poeta Juan Bautista Bertrán dice: “(Ángel) no es un poeta descriptivo sino esencialmente lírico –y, como tal los elementos de fuera sólo actúan como funcionales de su intuición– nos devuelve escarchados de alma, como hechizados poéticamente”. (Bertrán 1978: 28).
Rubén Darío frente al Azul.
Diálogo de un soliloquio (Palomas blancas y garzas morenas)
Este gran poema, fechado en agosto de 1938, desde el Hospital General de Managua, concebido a modo de pieza teatral con su Preliminar4, escena y personajes, tiene su punto de partida en un cuento de Rubén Darío titulado Palomas blancas y garzas morenas incluido en Azul (1888)5. El escenario del cuento de Rubén Darío parece ser autobiográfico, ya que el protagonista volvía de León a Managua y a su regreso en tren se descubrió a sí mismo en el Momotombo como poeta:
Momotombo6 se alzaba lírico y soberano.
¡Yo tenía quince años, una estrella en la mano!
Y era en mi Nicaragua natal.
Martínez Baigorri dirá parafraseando a Rubén que renace como poeta en su “Nicaragua renatal”. Y de ahí el título de su primer poemario Nicaragua canta en mí7. Este país le abre los sentidos a la naturaleza del trópico: “Constituye una explosión de luz y color, nunca visto, que dibuja una naturaleza salvaje, dinámica, exuberante. Los ojos del poeta entran con facilidad en trance inspiracional” (Elizalde 1980: 173). Nos trae al recuerdo a la poetisa española Ernestina de Champourcin8, quien queda deslumbrada por una explosión similar de luz y color al llegar en 1939 a su exilio en México.
Las personas que intervienen en la pieza teatral en verso se convierten en voces simbólicas del agua y del río. No se trata ya de recrear el cuento del enamoramiento del adolescente Rubén Darío, en un primer momento de su prima Inés, simbolizada como una paloma blanca por su blanca tez y cabellos rubios, y después de Elena, como una garza morena, por su tez de color canela y cabellera castaña. En ese proceso, el poeta nicaragüense expresa la cúspide del amor en una tarde a sus 15 años. Martínez Baigorri trasciende ese momento de plenitud vital en que se le reveló el amor al poeta nicaragüense y con él el don de la poesía, que se manifestará en su primer libro Azul. Esta será la voz del triunfo del amor, pero al mismo tiempo surgirá otra voz grave como preludio de su Poema de Otoño, que se simultaneará con la primera, como haz y envés de una lucha interior, de una violencia que no es ni más ni menos que portavoz de esa lucha universal entablada en todo ser humano: “del Otro con el Uno y del Uno con el Otro que él sentía en sí” (Martínez Baigorri 1999: 182) y admirablemente expresada por Rubén Darío. Las dos voces vienen a simbolizar las dos caras bifrontes del ser humano, aunque en el poema-soliloquio de Martínez Baigorri, este las ve como un símbolo de las dos voces en pugna en el alma del poeta nicaragüense que se reflejan en Azul y después en Prosas Profanas, donde se acentúa la exaltación lírica del triunfo modernista y ya decayendo hacia una voz grave en Cantos de Vida y Esperanza, Canto errante y Poema de Otoño; poemarios que son mencionados al final de dicha pieza dialogada, como si el descubrimiento de Rubén como poeta aquella tarde de plenitud vital del amor, fuera un símbolo del propio alumbramiento como poeta de Martínez Baigorri en Managua. De hecho, el poeta de Lodosa mencionará el mismo volcán en su poema: “¡Oh Momotombo/ De la lírica nueva de dos mundos!” como aludiendo al nacimiento de ambos poetas que parecen reflejarse en el mismo volcán de León en Nicaragua (Martínez Baigorri 1999: 188). Es una sed de amor insatisfecho en el adolescente Rubén Darío, como una aspiración al infinito, muestra de la desgarradora lucha de toda su vida. Los dos poetas cantan al amor: humano y sensual en Rubén y divino y trascendente en Ángel. El poeta de Lodosa lo interpreta así: “Todo lo que hay de malo en esa lucha de la vida es pecado contra el amor. Y todo lo que ha de tener algún remedio en los males que salen de ella, lo ha de tener el amor” (Martínez Baigorri 1999: 183).
Pero Ángel Martínez trasciende también la lucha por la expresión poética de Rubén Darío y su drama interior, siempre debatiéndose entre dos voces en pugna, para mostrar que son las dos voces universales que se oyen en el interior de todo ser humano. Y es, en el fondo, una lucha por lograr un amor sin límites. Recuerda −según Ángel Martínez Baigorri en el Preliminar a esta pieza teatral (Martínez Baigorri 1999: 182)− la lucha de Pablo de Tarso entre el hombre viejo y el hombre nuevo o la de Jacob con el ángel de Dios en Peniel cuando en su diálogo le dice Jacob: “No te he de dejar hasta que me bendigas” (Génesis 32: 26). La lucha por la expresión (el bien decir) está existencialmente unida en Martínez Baigorri a su sacerdocio. Sacerdote y poeta son cara y envés de una misma vocación. Estas son las premisas del drama propiamente dicho: un diálogo entre dos Voces que pueden representar al Poeta de la Esperanza y al Poeta del Desengaño, que Ángel Martínez prefiere llamar Voz del Agua que pasa y Voz del Río que permanece. En síntesis: el Agua y el Río. Nos movemos en un diálogo simbólico cargado de connotaciones filosóficas: el ser es efímero como la Voz del Agua o el ser permanece ante lo cambiante como la Voz del Río.
En el caso del Agua estamos en la idea de que todo fluye, nada permanece en línea con la filosofía de Heráclito, condensada en su famoso adagio: «Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos”. Todo cambia, nada permanece. Pero la Voz del Río responde al Agua (Martínez Baigorri 1999: 184):
Siempre es igual lo diferente:
Nada pasa de viaje.
El agua que pasó es río que queda:
Algo queda de todo lo que pasa.
Y lo que de todo eso que pasa, queda:
Es aquel mismo amor de que ha nacido.
Y aquí se inicia el drama interior propiamente dicho, que hemos contextualizado previamente. Ambos personajes simbólicos inician un interesante diálogo en que van desgranando ejemplos de si el mar que rompe contra las rocas es el mismo que arrullaba al adolescente y actualmente al anciano, o es algo inexistente, motivo de tristeza; las ciudades industriales con sus cláxones y ruidos ensordecedores rompen la armonía esencial que permanece en la voz del Río9. El lema del Río es que todo permanece bajo el cambio aparente (Martínez Baigorri 1999:186):
La armonía esencial sigue la misma:
Nace del ritmo eterno en que se oye
La música esencial del Universo.
En este poema hay una serie de símbolos, recurso fundamental de su poesía. Empezamos por referirnos al Río. Tiene su origen según las propias palabras de Martínez Baigorri en que “mi madre me ofreció por él –cuando yo tenía nueve meses” (se refiere a su hermano mayor León ahogado en el río Ebro a su paso por Lodosa, quien había querido ser jesuita y se lo habían impedido, según Fernández-González 2003: 56)10. El río es el símbolo de la vida cuyo destino no es morir, sino vivir eternamente. Un símbolo abierto a la esperanza y la trascendencia de un ser que no es para la muerte sino para la Vida. Es el Río san Juan11, siempre presente en sus poemas como realidad histórica, pero lo interioriza como una vivencia teológica, trascendente; por tanto, su postura no es ideológica, a modo de defensa de unos intereses más o menos ecologistas12. Lo ve como río de la naturaleza, pero trascendido a río de los hombres y río de la historia, hasta alcanzar el tercer nivel de significación teológica de la vida. Y, por tanto, como plenitud cósmica.
Lo trataría más extensamente en poemarios como Adivinaba el río (1942-1943); Río hasta el fin (1943), Vuelve el río (1944) y Después de este río (1943).
Asocia el río con el amor. Sin embargo, para Ángel Martínez Baigorri encierra un profundo sentido trascendente y trinitario como lo dice en carta fechada en agosto13 de 1952 a Ignacio Ellacuría, gran admirador de su obra y amigo, o sea dieciséis años antes de publicar el libro Nicaragua canta en mí donde esa pieza se incluye: “El símbolo no buscado sino entrañado en toda realidad, sentido y símbolo que en su término tiene que ser trinitario en sí y, para nosotros, trinitario por la Palabra que, encarnada, viene a revelárnoslo” (Martínez Baigorri 1999: 327). Por tanto, el río es la misma realidad transitoria hacia su destino, en perpetuo fluir desde esa Fuente trinitaria, el Alfa, de la que todo parte y hacia la que toda realidad se encamina en el Omega. Su misticismo es cósmico por influencia del filósofo francés Teilhard de Chardin al que admiraba. Y, por ello, es intemporal. Pretende “llevar al lector a esa convergencia a través de la variedad y aparente dispersión de su obra” (Martínez Baigorri 1999: 28). Podemos añadir que ese río es la misma conciencia del poeta que se refleja en él, su misma vida efímera, pero con un principio y un final divinos; es, por ende, inmortal. Puede recordar a la expresión agustiniana de Las confesiones (i, 1,1): “Nos creaste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. En otro poema “La Hostia sobre el río” incluido en Vuelve el río (1944) dirá: “Dios es amor. Y el aire en su Palabra/ Se compara al amor: Dios es mi río” (Martínez Baigorri 1999: 451).
Azul es otro símbolo muy presente en el poema que analizamos; nos hace pensar en la plenitud vital (alude, como vimos, al primer libro de Rubén Darío): “en ilusión de azul que en días crece” (Martínez Baigorri 1999: 184); y al cuento que sirve de escenario a la inspiración de la pieza teatral: “Más desierto, no ríen ya las islas/Que el Poeta de azul… canta en su cuento” (Martínez Baigorri 1999:185); “El mismo es ese azul en que la sombra/ Apagó el oro y encendió la blanca/ Llama del gran lucero poniente” (Ibidem:186); “Por ese mismo azul, dos almas blancas/ —Con su sangre encendida de palomas—/ Por ese mismo azul, a ellas subían” (Ibidem:186). También se asocia a la pureza original del universo: “Te envolvió, lago azul, con la pureza/ virginal de un vivir que despertaba” (Ibidem: 184).
Ambas voces alternan la visión positiva y la visión negativa que todo ser humano lleva dentro y conviven en permanente conflicto: la parte positiva, optimista siempre es la voz del Río frente a la voz desengañada del Agua. Se advierte también que las intervenciones del Río son mucho más amplias que las del Agua. El Agua alude a la industria, al ruido de voces de la multitud, que tras ese clamor de aguas no deja nada. Pero el Río le responde que después del eco de esas aguas, viene algo positivo: el himno del silencio. El Agua insiste en el ruido callejero de cláxones que rompen el silencio, pero el Río integrador responde con la armonía que hay siempre de fondo, cuando se escucha “La música esencial del Universo” (Martínez Baigorri 1999: 186), que anuncia un nuevo amanecer “Con heridas de luz la van abriendo/ Las estrellas” (Ibidem: 186). Un adolescente se convierte de pronto en anciano que se sienta de espaldas al azul, pero después se levanta y se anima al mirar el cielo y el lago, y vuelve a revivir el presente mediante los recuerdos “en que el pasado vuelve a ser presente:/ Baja la frente toda llena de astros…” (Ibidem: 186).
Abundan las metáforas: “Los dos faros –luceros– de sus ojos/ Que una vida de luz en él alumbra” (Ibidem: 186). Todo depende de la mirada de cada voz: el Río sabe ver lo permanente tras lo fugaz, mientras que el Agua solo ve lo que muere:
“Y así su resonancia tan distinta/ Si llega a un corazón
de primavera/ Como el tuyo, o a un corazón de invierno/
Como el mío o el de ese anciano” (…); O “Pasas tú, agua
que pasa, y permanezco/ Yo el río, siempre el mismo”
(Ibidem: 187).
De la naturaleza con sus “ríos, mares, llanuras, montes, astros” como marco, emerge el símbolo del águila que con sus dos alas representa al hombre: “De barro y alma, el hombre piensa y ama” (Ibidem: 187). Otras veces “Martínez Baigorri contrapone el ángel (el espíritu) al águila (el progreso indiscriminado)”14 (Elizalde 1980: 177).
Y así llegamos al clímax del poema con un largo monólogo en la voz del Río, en que alude al Poeta que canta los anhelos más profundos del ser humano, con la imagen de un anciano músico, vestido con traje talar tocando una siringa y nos hace recordar a los ancianos del Apocalipsis representados con instrumentos musicales en el Pórtico de la Gloria: “Todo se hace poesía en la poesía/ De tu silencio mágico” (Ibidem: 188). Es una visión apocalíptica en que una Cruz blanca se vislumbra en el horizonte: “Se ve elevarse, en la liturgia grave/ De la noche divina, La Cruz blanca/ que signa el cielo austral con cuatro estrellas” (Ibidem: 189). Relaciona de nuevo esa visión con las dos almas vírgenes que, en plena adolescencia, descubren el amor al poeta en el cuento de Rubén Darío: la paloma blanca se iba y venía una garza morena: “La noche eran dos almas/ En sólo un corazón” (…) “Todo el sueño hecho luz: dos garzas blancas/ Y dos morenas que en pausado vuelo/ Cruzan y vuelven:/ —¡Como aquella tarde!” (Ibidem: 190).
La vida pasa, pero el Poeta vuelve encarnado en nuevos hombres que cantan a una sola voz al amor humano o divino: dos manifestaciones de una misma realidad. Por ello dice que la estatua puede ser esculpida en piedra que se desgasta con el tiempo o con estrellas en el viento de la noche. Es la eterna permanencia de la voz del Poeta que pasa a través del tiempo y vuelve a abrirse. Es un nuevo renacer que hace cantar al poeta de Lodosa por tres veces: “–¡Oh el estrellado anuncio de la aurora!” (Ibidem: 191) como indicando que mientras haya una voz de poeta, habrá poesía. Y es en ese momento de plenitud, cuando el poeta navarro hace un magistral recuerdo de su maestro Rubén Darío, insertando en perfecta síntesis cronológica todas sus obras:
La tarde de palomas y de garzas
Que le llevó al azul del día pleno.
En el AZUL con sol toda la vida
La mañana que juega, canta y luce,
Risas, ritmo y color –PROSAS PROFANAS-;
Mediodía de fuego, amor y gloria…
Y alma –CANTOS DE VIDA Y ESPERANZA–;
Tristeza de danza, irisaciones, juegos
De rayos de colores y rumores
De un sol que se despide con la gracia
De su esplendor en plenitud triunfante
–CANTO ERRANTE, POEMA DEL OTOÑO–… (Ibidem: 191)
Parece que todo el alumbramiento de Rubén Darío como poeta, surgiera en aquel momento de plenitud vital y toda su obra posterior estuviese ya contenida en él. Y ante la respuesta escéptica del Agua, de la imposible permanencia ante tantos volcanes amenazantes de destrucción, el Río ve más allá de lo superficial y de lo cambiante, anunciando que hay algo eterno porque “—Todo lo que el alma/ Pone en la luz de una mirada eterna/ Que le dio el ser de luz, todo es eterno:/ Luz de luz que en sus ojos encendida/ Es un rayo del Sol que en Sí mismo arde” (Ibidem: 192).
El poema llega a su plenitud con un tercer símbolo, fundamental de toda la poesía de Martínez Baigorri: la Luz como eje central de su poesía religiosa, más manifiesto en su poemario Todo a vista de Virgen (1947) dedicado a la Nuestra Señora de Guadalupe. “La luz es, entre todos los símbolos, el más profundamente religioso, el que expresa la más íntima relación con lo sagrado. Dios es luz y la bienaventuranza debe consistir en vivir para siempre envueltos en la luz divina” (Fernández-González 2003: 62). Es un modo de ascender a la claridad absoluta, a una especie de llama de amor viva de san Juan de la Cruz. No solo Dios es luz sino también el ser humano: “Acuérdate, hombre, de que luz eres y en luz te has de convertir” decía el poeta-sacerdote al imponer la ceniza, el miércoles de inicio de la Cuaresma (Fernández-González 2003: 62). Y en una explicación en prosa, previa a Dios en blancura (1960) dice: “Mientras del todo no te desprendas de ti, no serás lo que pretendes ser, lo que ya eres en tu Amigo: Él. Subes con su Luz, pero sólo cuando te dejas a ti eres esa Luz. Cuando del todo te pierdas en ella, serás del todo esa Luz en que subes” (Martínez Baigorri 2000: 306).
La naturaleza ya hemos visto que está muy presente en esta pieza dialogada15. Ya hemos aludido al símbolo del río que representa la vida con una densidad jamás lograda. Dentro de ese recorrido del río van apareciendo animales: pájaros polícromos; garzas morenas, palomas y garzas blancas, águilas, etc.
Vegetales: las alusiones a la ceiba, ese árbol de grandes flores blancas y de aroma intenso, cantado en varios poemas de este libro de Nicaragua canta en mí.
Espacios naturales de agua y montaña: el lago azul de Granada que contemplaba a diario, las olas, las peñas, el cauce, la Polar, la aurora, la costa, las llanuras, los montes, los astros, los volcanes, el clamor de muchas aguas, el viento y las estrellas, etc.
Ciudades con ruinas, sus ruidos de voces, multitudes que gritan.
Y en medio de todos estos elementos naturales el ser humano: barro y alma, el hombre que piensa y ama, expresados a través del himno del silencio, compás, armonía, ritmo, música esencial del Universo, eco del ayer. Por contraste, una naturaleza torrencial de lagos y volcanes que se conforma y se destruye a sí misma.
En cuanto a recursos literarios ya hemos visto que se trata de una poesía simbólica con gran densidad de contenido, que hunde sus raíces en los poetas parnasianos y simbolistas franceses y se manifiesta en el poder de la sugerencia, la adjetivación sensorial e impresionista, el carácter escultórico de sus poemas y las imágenes visionarias según Ignacio Elizalde (1980: 173), pero siempre profunda y trascendente. De ahí que se escape de los moldes métricos tradicionales y se instale en los versos libres o blancos.
El largo poema dialogado finaliza con la despedida de ambas voces, al parecer ya fundidas en una sola, y concluye con los mismos versos de saludo con que se iniciaba: “Poeta, buenas noches. / –Buenas noches, poeta,” (Ibidem:193) como si la voz del agua fuese la de Rubén Darío desde su mármol funerario, encendiendo nuevas auroras de Azul “–Oh el estrellado anuncio de la aurora–”; un “día inmortal de almas y de soles”.
Todo el poema refleja el espíritu inquieto de Rubén Darío, quizás una lucha interior más exacerbada entre la armonía del amor y la violencia de una vida en permanente tensión, por su intensa capacidad de sentir como poeta. Pero reinterpretado por el poeta de Lodosa, el poema “Diálogo en un soliloquio” ha trascendido a todo ser humano que vive en esa continua zozobra de voces contrarias que le desgarran, por su tendencia al infinito. Y cita al propio Rubén Darío: “Y en donde triunfa, augusta, la voluntad de Dios” (Martínez Baigorri 1999: 182). Martínez Baigorri toma el relevo de poeta en la misma tierra del gran poeta nicaragüense, logrando un gran poema simbólico, lleno de alusiones a la naturaleza de Nicaragua y elevándola a esa plenitud de amor al Todo que, en su caso, es siempre Dios, en “quien vivimos, nos movemos y existimos” diría con palabras tomadas de otro viajero infatigable, Pablo de Tarso.
NOTAS
[1] Datos biográficos tomados de la Introducción de Pilar Aizpún a las Poesías Completas, primer volumen (1999) y Fernández-González (2003).
[2] Autora de una tesis doctoral titulada Poesía de Ángel, UNAM, México, 1973.
[3] Digitalizadas por la Dirección General de Cultura de Navarra: http://www.culturanavarra.es/es/poesias-completas.
[4] Ángel Martínez Baigorri nos da la clave para interpretar la pieza teatral a partir del cuento de Rubén Darío.
[5] http://biblioteca.org.ar/libros/158042.pdf (Consultado el 20 de mayo de 2019).
[6] “Momotombo (cuyo significado es gran cumbre herviente) es un volcán nicaragüense situado en el departamento de León, cerca del pueblo de Puerto Momotombo, tras la ribera del lago Xolotlán” https://es.wikipedia.org/wiki/Momotombo. (Consultado el 20 de mayo de 2019).
[7] Poemas escritos entre 1938 y 1942, aunque fue publicado en 1968.
[8] Ernestina de Champourcin y su marido Juan José Domenchina compartirían amistad con Ángel Martinez Baigorri en los años en que el poeta de Lodosa entre 1954 y 1956 fue redactor de la revista Latinoamérica y entre 1956 y 1961 impartió clases de Literatura y Estética en la Universidad Iberoamericana de México donde fue decano de Humanidades. Allí hizo amistad con poetas españoles exiliados como Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, Luis Cernuda y León Felipe a quien atendió espiritualmente en sus últimos momentos. A Ernestina le regaló un ejemplar de Dios en blancura (1960) con dedicatoria.
[9] Nos trae a la memoria la “Oda a Salinas” de Fray Luis de León con esa armonía musical, lograda por el poeta ciego de Salamanca, que se une a la del universo y la celestial en una armonía única.
[10] Ángel fue el menor de los cinco hermanos: León, Francisco, María Jesús y Angustias.
[11] “El río San Juan es un río de Nicaragua de 200 km de longitud, que nace en el Gran Lago de Nicaragua o Cocibolca —la Mar Dulce— y desemboca en el mar Caribe”. https://es.wikipedia.org/wiki/R%C3%ADo_San_Juan_(Nicaragua). Consultado el 28/9/2021.
[12] Aunque sí hay una gran presencia de la naturaleza en este poemario, sobre todo los poemas dedicados a la ceiba.
[13] Sin añadir un día concreto.
[14] Simboliza también el poderío económico estadounidense.
[15] Consideramos necesario dedicar un estudio a la naturaleza en la poesía de Ángel Martínez Baigorri, en conexión con una idea recurrente del actual papa Francisco en Laudato Si: cuidar la casa común para transmitirla en las mejores condiciones a las nuevas generaciones.
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Pamplona, España. Es doctora en literatura española por la universidad de Santiago de Compostela desde 1993. Catedrática de lengua y literatura castellana en institutos de enseñanza media de Galicia y Pamplona. Ha publicado alrededor de ochenta artículos en revistas especializadas y participado en numerosos congresos nacionales e internacionales. De 2000 a 2006 trabajó en Canadá: en la Universidad de York en Toronto (2000 a 2004) y en el Departamento de Educación de Edmonton (2004 a 2006). Ha pertenecido a diversas asociaciones literarias y publicado La quimera: orientación hacia el misticismo (Ediciós do Castro 1993), El discurso narrativo de Pereda (Ediciones Tantín 1994) y El costumbrismo de Pereda: innovaciones y técnicas narrativas (Reichenberger 1996). Ha editado además Marianela de Benito Pérez Galdós y María Magdala de Ernestina de Champourcin.