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Apuntes de lectura. Ave del paraíso.

1 diciembre, 2013

La jerarquía escritural cultivada por Joyce Carol Oates, consecuente con su talento se ha impuesto sin discusión en el ámbito literario tanto estadounidense como en otras regiones de este planeta, seduciendo sutilmente a muchos lectores. Prolífica como es su característica, sus entregas literarias poseen la virtud de la eficacia narrativa, tópico al cual Manuel Obregón acude para dar un pormenor después de su visita, admirativa y lúdica, a Ave del paraíso, novela de “genuina feminidad” de la Oates, donde “cada frase encierra un pensamiento vivo. Una sensibilidad multiplicada”, según palabras del mismo Obregón.


Novela de una genuina feminidad, Ave del paraíso, de Joyce Carol Oates. Fiel a su estilo: expresiva y cauta. Sus personajes revelan sentimientos, que a la vez, reservan, veladas pasiones, rencores, huellas que la vida se encarga de tatuar en las almas desdichadas que bracean desesperadas por alcanzar la superficie, sin lograrlo, o, se hunden para no ser devoradas por un mundo depredador. Penas que se tragan como una medicina amarga. Que se sobreponen a la náusea y se aguantan el vómito.

Los héroes son siempre perdedores. Krista y Aaron son perdedores.  Y si se encuentran al final es para despedirse y no volver a encontrarse. El destino los ha marcado y toda reivindicación es imposible.

En las profundidades de cualquier texto, descubro, que ante todo, soy un apasionado lector que goza oyendo (a través de la lectura) lo que le pasa a la gente. Y es que a la gente le pueden pasar muchas cosas. Y cualquier descripción se puede hacer de mil maneras, que son las maneras de la literatura. El narrador es un minucioso observador de la realidad. Los avatares de la vida los lleva dentro, las suspicacias, los detalles, la sensibilidad por lo creado, y la tozudez por insistir en que el destino es inexorable, lo que tiene que suceder, sucederá. La vida no sólo es raciocinio, también espontaneidad, expuesta al sotavento del azar.

La feminidad es clave. Ciertas circunstancias son capturadas mejor por una mujer que por un hombre. Una sutil percepción y posesión de la imagen. Lo que le puede suceder a una mujer, muy dentro de sus sentimientos, de su forma de capturar el placer, de retenerlo, o, engrandecerlo, es intransferible. Narrar la vida urbana, lo entrañable, y descubrir que cada persona está expuesta a la derrota, a la estrechez, a ser testigo de lo casual, y, a veces, a expiar culpas que les son ajenas. Un mundo ingrato e imprevisible. Un texto preciso y persuasivo.

Hay madurez narrativa, riqueza, fuerza en el lenguaje. Conocimiento absoluto del escenario, de la contextura de la historia que se quiere contar. Poder de transfigurarse y actuar conforme la ficción lo exige: moverse y encarnarse en el personaje.

El narrador es el depositario del cuerpo de la historia y no admite moneda falsa. Todo debe ser relatado con la veracidad de que lo contado es cierto, y que los que ríen o lloran, se alegran o sufren, son personas de carne y hueso, como cuando leemos el periódico y nos enteramos de terremotos, secuestros, crímenes, desgracias, que le llegan a la gente sin buscarla. El novelista tiene un poder que no tienen los medios, que es transformar los hechos, crear desde el polvo y moldear lo acontecimientos a como se lo dicte la imaginación. Por lo tanto, una historia puede multiplicarse, desviarse, expandirse, recogerse, y cambiar la escena del crimen. Para crear hay que tener plenitud de vida. Una experiencia entretejida de vivencias y emociones. Sólo puede narrar quien es un buen observador, quien tiene un radar que capta vida y miseria, o, le ha tocado sufrirlo en carne propia. La historia siempre es hija de una realidad, nuestra o ajena, que por el soplo del intelecto puede llegar a tener vida propia. 

En la novela cada frase encierra un pensamiento vivo. Una sensibilidad multiplicada. Una agraciada y sentida manera de narrar conflictos. Solo conociendo la vida a profundidad, con sus pesares y sinsabores, se pueden tejer historias que conmuevan, que nos hagan revolvernos en la silla, que nos abran los ojos para entender a los demás, o, a nosotros mismos. La novela es espejo de la vida. El otro yo, los demás en nosotros y nosotros en ellos. Carol Oates no tiene medias tintas, se mete en la sangre de sus personajes, viaja con ellos, se alegra y sufre, se consterna y apiada, con decencia, sin melodramas. Esa capacidad para ir al detalle, y describirlo como importante, porque muchas veces, es, a través de ellos que se nos va la vida. Por medio de ese ultrasonido identificamos un negro destino, y el escozor de una vida fastidiada y azarosa. Hay lealtad, a veces regocijo y silencios que lo dicen todo. La cruda vida tal cual es. Una extraordinaria delicadeza femenina en cada giro, movimiento, pincelada, acorde, retoque o simple bosquejo, para impactar, morder, sacudir, y conmover, porque lo que les pasa a sus personajes nos puede estar pasando a nosotros mismos. O, bien, alertarnos de que la vida da sorpresas y no vaya ser que nos encuentre mal parados.

El uso de la letra itálica, muy frecuente en el texto, es como la otra versión de lo que se oculta, de pensamientos paralelos que se mimetizan para protegerse de lo profano.  Una novela poblada de frases, de ruidos, de audacia, de ternura, que a la vez puede estallar en temor, miedo, procacidades que lastiman, que hacen huir a la víctima como si se tratara de un incendio, o bien, sentirse perseguida como un fugitivo. 

Un mundo modelado al antojo para trastocar la realidad, la otra, la que nos imaginamos más rica y más consoladora o desgarradora, la que habita otros espacios de nuestra conciencia, la que no necesita tarjeta para traspasar la puerta de lo sin límite, la que no tiene frontera, la anónima, la prudente, la que nos puede salvar de ese otro mundo rudo, la que busca  quietud, sosiego, o, tal vez, la que puede servir de escudo para defendernos de la soledad o la injuria.   La novela es demoledora y constructora. La otra historia que queremos contar. Que a veces es la avasallada, la echada a menos, la despreciada.

En Oates observamos un gran dominio de la trama de la novela policial. El logro de un cierre que ya venimos sospechando y que nos alegra que coincida con el que queremos, el que nuestros personajes se merecen. No es posible que después de sufrir tanto no tengan un respiro, un recreo, que les borre la memoria tormentosa aunque sea de forma pasajera. Las novelas de Carol Oates son perturbadoras. El lector está acorralado, intimidado, si sueltas el libro te mueres. Una explicación puede venir de que sus personajes están llenos, casi siempre, de resentimiento, pues la vida los ha tratado como trapos sucios, y, a veces, como ratas.  No hay perdón, sólo olvido. Los abandonados de la ciudad. Los que se confunden con los escombros. La policía corrupta y la justicia venal. Donde el alcohol y la droga, más que un vicio, son el refugio de los lacerados, los que regresan como veteranos de guerra, mutilados, con alucinaciones que no curan los psiquiatras, los desempleados, los traicionados, los frecuentadores de bares nocturnos que divagan para ahuyentar sus penas, los que se mueren sin poder demostrar su inocencia.

Ahora ya sabemos, el personaje en la novela es sólo un pretexto del autor. La verdad de fondo es que le sirve, y para eso lo crea, para sacar a luz todo lo que le trastorna. Lo tóxico que le descarna la vida. El amor perturbado que no lo deja dormir, la tristeza que no se puede quitar a manotazos como se quitaría un insecto venenoso, los engaños que no hay tiempo de remediar, las frustraciones que se vuelven infranqueables, las venganzas que se ensañan en los que no pueden defenderse, las injusticias inaplazables, y los atropellos de los poderosos que todo lo arruinan, y los que en el laberinto de su soledad solo callan como pájaros heridos que revolotean en su jaula. Prisioneros de alas rotas, que viven, si así se les puede llamar, sin esperanza.

Todo cabe en la novela. Orgullo y prejuicio, solidaridad y odio. Es lugar para ganadores pero también de perdedores. La novela es un redimensionamiento de la vida real. El novelista tiene que ser psicólogo que entiende la vida de los demás.

El título de la novela de Carol Ave del Paraíso viene de la tonadilla de una canción, pero también se pudo haber titulado El problema jodiéndonos la vida. Todo está en paz, pero, de repente, como la peste, se mete en casa un problema que les mancha a todos, y la familia entera naufraga como si hubiese chocado con un iceberg.

Las revelaciones de Eddy Diehl en el motel Day Inn son reflexiones sobre la vida, la que le tocó vivir y que no puede remediar. Tendrá que tragársela como la cicuta e inmolarse frente a una policía implacable que lo acribilla como a una bestia salvaje.

Retrata la vida de una sociedad poseída por el miedo. Temor a la policía, desconfianza a servir de testigo frente a hechos que puedan involucrarles. Gente que vive atrapada por su trabajo y no quieren perderlo.  Turbación por que le quiten la licencia de conducir, cuidarse sin rechistar de no retar al sistema de la ”ley y el orden” y también del mafioso bien conectado que los puede hundir hasta el cuello. Se presiente un viciado aire de denuncia frente a la discriminación, todavía viva, contra las minorías étnicas. Los indios senecas, en este caso, a quienes se les mira con odio o de medio pelo. 

La buena literatura tiene un ritmo. La insistencia, a veces, en repetir una frase que pide ser grabada para no quedar en el olvido. En la novela de Carol está en vivo la clase media de los Estados Unidos con sus sueños y fracasos.  El acicate de la droga que forma parte de la vida cotidiana. Donde la palabra común es tatuaje, presidio, colocarse, joder, y la muletilla “que le den por el culo, que le den por el culo a todos”. Escondidas expiaciones que abruman, y con frecuencia, matan.

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.