Así en la tierra. Capítulo inédito

1 agosto, 2008

La novela “Así en la tierra” del escritor nicaragüense Ramiro Lacayo Deshón, fue seleccionada como una de las diez obras finalistas entre un total de 295 trabajos presentados al XXXIX Premio de Novela Ateneo de Sevilla 2007, galardón dotado con 42.000 euros. Ramiro Lacayo nació en Managua. Durante los años 80’s fue cofundador y director del Instituto Nicaragüense de Cine (INCINE), y de la Fundación del Nuevo Cine Latino Americano. También dirigió y escribió películas de ficción y documentales que obtuvieron reconocimientos y premios internacionales. Desde los años noventa hasta la actualidad, se dedica a la pintura, haciendo exposiciones personales y colectivas en Nicaragua, Centro América, EEUU y Dinamarca. Ha publicado un libro de cuentos que lleva por título “Nadie de Importancia” (1984). “Así en la tierra” se encuentra en proceso de edición. De ella publicamos un capítulo inédito para los lectores de carátula.


1:00 a.m. agosto 1969

Las cabezas se movían al ritmo de la música en la marejada púrpura del Adlon Club. Había un tablado donde tocaba la banda y las sillas eran cubos de terciopelo negro que rodeaban pequeñas mesas iluminadas por faroles con sombras también aterciopeladas. Una escalera de caracol conducía al segundo piso, donde el espectáculo ya no era la banda, ni el baile en la pista, sino las parejas en complicadas maromas amorosas. Pero el atractivo principal del Adlon no era su decoración perdida en el claroscuro, ni los rituales de su clientela caliente, sino el saxofonista Charlie Robb. Un negro de Bluefields, idéntico –al menos al ojo de mí oído – a su tocayo, Charlie Parker: cara sudada, saco a cuadros, corbatín de puntos y manos gordas que nunca abandonaban el cigarrillo, una especie de sexto dedo en el saxo.
        Charlie tomaba una balada tradicional “Nosotros”, “La chica de Ipanema”, “Sinceridad” y las transformaba en secuencias de sonidos que se perdían en múltiples variaciones para luego juntarse, nota tras nota, recuperando el ritmo original; algo así como esos cuadros donde, en medio de la confusión  de planos y de líneas, aparece el pico de una botella, las cuerdas de una violín, las agujas de un reloj, y después de dos horas de estarlo analizándolo descubrimos que es un simple bodegón. Lo demás era herencia africana y vientos caribeños: calipsos, cumbias, boleros; ritmos que nadie sabía bailar afuera de una cama, pero que todos intentábamos. Saxo y sexo. Coitos interrumpidos por la última nota que no dejaba de vibrar hasta que comenzaba, igual de lujuriosa, la siguiente melodía.
        No terminábamos de acomodarnos en nuestra mesa cuando se acabó el set y quedó un intercambio perezoso entre las congas y un bajo. Olga, la Osorio, no la Guillot, salió al escenario, un cachalote dando cortos e inestables pasos en medio de atronadores aplausos. Comenzó a cantar tan dulce que el cachalote se transformó en sirena y yo en un Ulises sin ligaduras.
        Invité a Marcia a bailar al compás de esa voz que derretía el hielo de los corazones más flemáticos. Bajamos la escarpada escalera y nos sumergimos en el remolino de íncubos. Ella cruzó su brazo produciéndome un escalofrío que levantó los pelos de mi cuello, primeras señales de una erección inminente, yo coloqué mis manos en su espalda, palpé su canal dorsal, la ondulación de su cintura y me dejé llevar por el eco que resonaba adentro del gigantesco pecho de Olga: “…es que te has convertido en parte de mi alma…”
        Bailamos lentos, apretados, cautivo el uno en el cuerpo del otro. Sus piernas se entrelazaban con las mías dejándome sentir la flacidez del interior de sus muslos:   “…mas allá de tus labios, del sol y las estrellas…”
        No se asustó ante el bulto que crecía indiscreto entre mis piernas, se apretujó más haciéndome sentir la punta de sus pechos. Yo acomodé mi cabeza en su hombro, su lóbulo demasiado cerca de mis labios para resistir la tentación de susurrarle: “…contigo en la distancia amada mía estoy…”
Su nariz aspiraba fuerte, su boca suplicante se movía en mis labios al ritmo de nuestro deseo. Sin querer separarme me separé y con la voz trabada por la excitación le pedí:
–Vamos afuera.
        Cruzamos el parque central refrenando la pasión para dejarla desbordar en algún rincón aislado. Nos detuvimos en uno de los puentes peatonales que cruzan hacia el Teatro Rubén Darío. No había tráfico abajo, ni nadie arriba, la voz de Olga se escuchaba en la distancia. Una brisa llegaba del lago, 
        Sentí su aliento al entreabrir su boca con la mía, ella advirtió la avidez de mi lengua penetrando en busca de la suya. Desabroché su vestido. Una corriente eléctrica nos golpeó. Solté su sostén y brotaron sus senos destacando la sombra quemada de los pezones, los rodeé con mis labios y ella devolvió la caricia en mi oído. Bajé la boca por su vientre, crucé su ombligo, sentí encresparse los vellos que venían del pubis y me sumergí en ella.
– ¡No!
– ¿Qué pasa?
–Tengo novio.
        Me apoyé sobre la baranda tratando de calmarme.
–Pero yo te quiero –le dije.
–No es lo mismo, él es mi novio.
        Caminó hasta la otra orilla del puente, ahora tan ancho como el Golden Gate, se agarró firme de la baranda, y tuve miedo de que saltara por arrepentimiento.
–Me gustás mucho –dijo– pero no puedo.
–Y a mí me gustás vos –la seguí a su orilla- ¿Qué sabemos lo que puede pasar en una noche de estas?
        La besé.
        Ella se dejó devolviéndome el beso.
        Sentí de nuevo sus pezones duros, erguidos, rugosos; pero cuando su pasión quería soltarse, se separó brusca.
–No debo…
        La miré con el deseo aumentado por la frustración y la inflamación que comenzaba a dolerme. Ella, con los pechos descubiertos, mantenía abierta la invitación a seducirla. La llevé al centro del puente y la besé delicado para no atemorizarla, la magia comenzó a funcionar de nuevo.
– ¿Qué están haciendo?
        Nos volteamos hasta encontrarnos con un guardia apuntándonos con un fusil garand, Marcia retrocedió aterrorizada  hasta el otro extremo del puente.
– ¿Quién es usted? –pregunté.
–El que cuida, ¿qué creen que están haciendo aquí?
–Nada… conversando.
–Mentiras, ustedes están cogiendo.
–No, hombre, platicábamos, no ves…
–Mejor vayan con ese cuento donde el teniente.
        Enfatizó con el arma la amenaza de llevarnos presos.
–Mirala –le señalé a Marcia que derramaba lágrimas- es una muchacha decente.
– ¡Vámonos!
–Por favor, hombre, vos no le harías algo así a una hija, ¿verdad? ¿Qué va a pensar su papá si la llevás presa?
        El guardia bajó los ojos y yo vi en esa ligera vacilación la posibilidad de un escape. Saqué mi billetera.
–Además, te puedo compensar bien.
–Muchas gracias –respondió–, pero si te agarro plata me sacás en los periódicos.
– ¿Qué periódicos?
–En La Prensa, así son ustedes, uno les hace el favor y lo sacan en el periódico.
– ¿Cómo te voy a sacar en el periódico? Eso sería más problema para mí que para vos.
        Di unos pasos hacia él
–Además sería una compensación justa por haberte desvelado.
        Me acerqué un poco más.
–Una contribución ciudadana…
        Otros dos pasos.
–Agarrá el dinero, hombre, te prometo no decir nada.
        Me miró inseguro de mi sinceridad.
– ¿Nada?
–Nada.
– ¿Ni al teniente?
–A nadie, hermano, te lo juro.
        Saqué un billete y lo sacudí frente a sus ojos. Lo arrancó de un zarpazo y lo guardó en su bolsa sin revisarlo.
–Bueno -dijo saciado -, pero se tienen que ir.
        Fui hacia el otro extremo del puente para consolar a Marcia; mi Marcia. Ella caminaba rápido con dirección al club. La llamé. Retrasó un poco el paso. Me volvió a mirar con los ojos ya secos, y me lanzó un adiós apesadumbrado pero resuelto.Consideré regresar donde Marcia, solitaria, quizás me esperaba, pero me sentía demasiado nervioso para una relación incierta. Contemplé la perspectiva de regresar a mi cuarto, buscar una película en la TV, leer un libro, apagar la luz y revolverme en la cama hasta descubrir que el insomnio es otra clase de pesadilla. Tampoco quería estar solo y menos con el ánimo exaltado por el alcohol, la marihuana y el amor frustrado; además se me despertó el hambre.  No hambre de caricias, sino de caliente y jugosa comida; preferí la segura carne bovina a la incierta carne humana, y decidí ir a una fritanga llamada la Carne Asada. La caminata me ayudaría a despejar la cabeza, y el alimento regresaría mi libido a su sano letargo. De todas maneras la noche estaba avanzada y con un último impulso lograría domarla.

1:00 a.m. junio 1979

– ¿Cuándo fue la primera vez que se la metiste a una mujer? –me preguntó Moisés.
– ¿Meter qué?
–La pinga, la verga, la pija… ¿o sos de esos que le dicen pene?
–No sé, no me acuerdo.
– ¿Cómo no te vas acordar? Todo el mundo se acuerda de eso.
–No me parece el momento adecuado
–Yo sí me acuerdo, ¿querés que te cuente?
– ¿Tengo alguna alternativa?
–Fue una italiana que vivía en Rivas.
– ¿Una italiana, me estás jodiendo?
–No, hombre, te lo juro. Me  tenía enculado la mujercita esa ¿Sabés lo que es estar “enculado”?
–Por supuesto.
–Una noche en una fiesta salí al patio y la encontré con los pies metidos en una pila de agua…-suspiró melancólico-, al verla con la falda recogida supe que tenía que declararme.
– ¿Y qué pasó?
–Ella me calló con un beso que me dejó temblando.
        Volvió a suspirar más hondo, más nostálgico, más largo…
– ¿Y…?
–Nada, hermano.
– ¿Cómo que nada?
–No te puedo contar más.
– ¿Por qué?
–Me hizo prometerle que no le contaría a nadie.
–No jodás, no me podés dejar así.
–Se lo prometí,  ¿qué querés que haga?
        Vi que nos habíamos rezagado, traté de orientarme y apuramos el paso. El campesino silbó desde otra dirección, nos miró como a un par de inútiles jugando a ser guerrilleros.

1:00 a.m. febrero 1984 

Los saltos del camión me obligaron a sostener el cadáver. Estaba rígido y  su palidez se acentuaba al pasar bajo las luces de las calles. Sentí lástima por él, que perdió todo lo que podía haber sido en un instante de fatal paranoia; por su familia ignorante de que su hijo recorría yerto la ciudad y por mí que me conmovía ante un cadáver y me mantenía indiferente ante los vivos.
Mis esfuerzos por memorizar las palabras de un “Padre nuestro” fueron interrumpidos por la urgencia que me nació de tener un hijo, alguien que sirviera para rellenar el vacío que dejaba  este asesinato. Tomé las manos del muchacho y se las junté sobre el pecho,  pero los brazos regresaban a los costados por el rigor, saqué mi pañuelo y le amarré las muñecas ocultando los nudos, cerré su boca, arreglé la ropa lo mejor que pude, ya  no se veía un joven acribillado, sino un niño ensimismado en una visión gloriosa.
En la morgue lo desnudaron, lo colocaron sobre una losa de metal pulido, y se convirtió en un objeto inanimado, listo para la disección del forense. Encontré un teléfono y averigüé el número de sus familiares. No sabía cómo darles la noticia y les hablé claro, conciso; el dolor escondido entre las pausas. La familia llegó, la madre lloraba cubriéndose  la cara con una toalla, unos parientes me separaron, me preguntaron cosas que no pude responder y me agradecieron por haberlos llamado. Me dejaron solo. Me sentí un intruso apropiándome de una fatalidad ajena.
        Salí a la noche que continuaba igual de indiferente a las penas y alegrías de los que vivimos en este planeta., busqué un taxi.

– ¿Viene de la morgue? –me preguntó el conductor–. ¿Algún familiar?
–Un chavalo que mataron en la carretera.
– ¡Ah! Un accidente.
–Algo así…
–Es triste ver morir un joven ¿Usted tiene hijos?
–No –le dije.
–Es mejor, en esta situación nunca se sabe lo que les puede pasar.
        Me sentía entumido y sin ganas de platicar, me hundí en el asiento que me abrazó con su tela mullida. El taxi estaba tapizado con consignas: “No pasarán”, “En la montaña enterraremos el corazón del enemigo”, “Sólo los obreros y campesinos llegarán hasta el final”. La radio trasmitía una balada: “I’m ready to go anywhere; I’m ready to fade in to my own parade…”
En el parqueo de una gasolinera unos jóvenes bebían licor sentados en el capó de los carros. Los vigilantes revolucionarios se habían puesto chaquetas militares para resistir la madrugada. Las marquesinas apagadas anunciaban  películas rusas para un auditorio vacío.
         Mi mente se refugió en el limbo, un lugar donde las cosas se quedan suspendidas: acción congelada, sin comienzo y sin final, sin sorpresa ni temores; únicamente expectativas.  Me percaté de que habíamos llegado cuando el conductor, con un disimulado tono de reproche, me comentó: “Bonita casa, compañero”.

1:00 a.m. noviembre 2004

        Ahora la música del restaurante era Miles Davis, con su trompeta reposada y evocativa, un eco de castañuelas dentro de una nube de heroína. Me sentí humano, capaz de compartir cualquier cosa con esa mujer palmera encontrada en los fulgores de la calle. La halé hacia mí y Alicia se reclinó arrugando el mantel con  los codos. La retuve suspendida sobre la mesa y después sentí el temblor de sus labios al entrar en contacto con los míos. Me separé dejando las miradas unidas por el ansia, y la percibí deseándome con la misma intensidad con que yo la deseaba.
        Sentí que estaba sola,  con una historia igual de devastada que la mía, aunque esa noche yo me encargaría de restaurar su pasado. Me le iba a entregar cabal, y ella iba a ser una mujer colmada, sin importar que después viniera el abismo. Esa noche no habría tinieblas en su vida de sombras, ella sería ella y yo sería yo, y juntos íbamos a atravesar una dimensión donde todo existe: lo que es, y lo que debe ser, y se borran los arrepentimientos por lo que nunca fue. Ella y yo vibraríamos sin revivir los demonios del pasado; no hoy, no esa noche, porque todo sería nuevo; yo sería nuevo y ella sería para mí una fiesta, una feria, un día en un parque soleado.

        Al salir viento nos impedía traspasar el umbral, Alicia apretó la chaqueta sobre su cuello y avanzó inclinada como mascarón de proa,  yo la seguí escudado en sus movimientos, que ni aún en el vendaval perdían esa sinuosidad apreciada mejor desde atrás y a distancia. Se detuvo.
–¿Ahora qué hacemos? –preguntó.
        La alcancé.
        Levanté la vista al firmamento, a pesar de que el cielo se estaba nublando, la luna, rodeada de un halo, iluminaba límpida la ciudad.
        Bajo la luz de un farol varias mujeres se agrupaban para protegerse del frío.
– ¡Masachapa! –le dije.
– ¿Masachapa? ¿Qué vamos a hacer en Masachapa?
– Tengo un amigo que vive allá, Leonidas. Nos puede prestar un cuarto.
– ¿No tenés dinero para un motel?
–Sí, pero el mar… la arena… el amanecer…
–Muy bien, tenemos el mar, un cuarto;  y ¿cómo llegamos hasta allá?
–En mi carro, pues.
        Ella movió la cabeza buscando en todas direcciones, levantó los brazos en el aire y los dejó caer vencidos.
–A menos que seas un brujo aquí no hay ningún carro.
–Te dije que lo dejé lejos…
– ¿Dónde?
–En Las Colinas, donde mi novia.
– ¡Ah!  Llegamos a la casa de tu novia, la despertamos y le pedimos las llaves de tu carro; me parece un plan perfecto.
–Es el único camino para llegar a Masachapa.
                      
        Nos detuvimos frente a un mustang descapotado.
– ¿Ese es tu carro?
– ¿No te gusta?
–¡Está mojado!
–Qué importa, de todas maneras vamos al mar.
        Nos bajamos del taxi. Yo saqué unos trapos para secar los asientos y luché contra el toldo que se negaba a salir después de varios días de encierro. Alicia quedó mirando  la casa de Marisol, se asomó para ver el jardín, se quitó los zapatos y escaló el muro con la destreza de una gata callejera; antes de saltar al otro lado me invitó a seguirla.  Presentí que iba a meterme en un grave problema y me apoyé sobre el carro a esperar su regreso. Dejó de brisar y no regresó.
        Al cruzar el muro descubrí que Alicia se había desnudado y contemplaba la piscina como una ninfa sedienta.
-Mas-sa-cha-pa – gesticuló hacia mí sin emitir sonido.

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Estudia humanidades en la Universidad Centro Americana (UCA), Managua, y arquitectura en The Catholic University of America, Washington D.C.

Publica cuentos y poemas en suplementos literarios desde 1970. En la insurrección (1978-79) es integrante de la Brigada Cinematográfica que recoge, en cine y fotografía, la guerra contra Somoza.

Durante los 80’s es cofundador y director del Instituto Nicaragüense de Cine (INCINE), y miembro fundador de la Fundación del Nuevo Cine Latino Americano. Realiza documentales y películas de ficción que obtienen reconocimientos en festivales internacionales.

Ha publicado un libro de cuentos, Nadie de Importancia(1984), y su primera novela, Así en la tierra, es finalista del premio Ateneo de Sevilla 2007.

Es editor de Cine de Carátula.