Ausencia

1 agosto, 2013

Rodrigo Labardini Flores, actual Embajador de México en Nicaragua, quien cuenta con una amplia bibliografía académica vinculada al derecho, economía y ciencias políticas, sorprende ahora con un adelanto de una novela en proceso, donde la tortura se convierte, paradójicamente, en el anhelo de un padre para su hijo secuestrado.


Nadie puede vivir sin amor. Te sigo queriendo, para que vivas más. Hasta deseo que tus captores te torturen. Así sabremos tú y yo que sigues respirando.

Veinte años de abrir con temor todas las mañanas la puerta de tu cuarto. Temo despertarte. Temo ver una vez más que no estás, volver a desgarrarme el pulmón y respirar tu ausencia. Me siento en tu silla como lo he hecho cada una de estas siete mil cuatrocientos treinta y siete mañanas, lo mínimo que te puedo ofrecer es notar el tiempo que has estado solo. En tu silla me siento nuevamente. Veo la pluma donde la dejaste esa fría mañana de noviembre, esa pluma que rodó al piso con el terremoto de hace un mes. “No vayas Roberto. Va a llover. Hace frío. Por lo menos, tápate”. Sonreíste complaciente a mis miedos porque a tus diecinueve años, no importan las brigadas blancas o los Tupamaros, ni la Dirección Federal de Seguridad y sus huestes; no, lo determinante era marchar en contra de los burgueses, los comunistas, el capital, el trabajador, lo único válido era evitar a toda costa que violaran los derechos de Valentina Elorduy. Era un jueves, gris, prometía llover.

Crac, crac, gime la cadena al bajar la carpa que se apoya en el soporte central. Terminó el festival, la alegría, los festejos, la tristeza. La gente ya se retiró. Un bolígrafo con cara de Mickey Mouse yace en el piso. Hay más basura. Papeles en el piso. El kiosco en el centro de la plaza, pintado de blanco, techo rojo, bancas verdes a su alrededor. Enrique, quiere ser rappero y bailar break, se fue cuando vio, desde el kiosco en donde practica, una camioneta blanca, sin placas, bajaron cuatro, todos bien vestidos, con la misma traza, casquete corto, creyó ver hilitos blancos en el oído izquierdo de dos de ellos, y vio cómo al unísono cargaron al muchacho de jeans, polo azul y pelo al hombro. Fue muy rápido. La gente alrededor del muchacho pensó: ¡Qué amigos tiene!

Tus compañeros no supieron de ti. Varios te mandan saludar. Uxúa, tu amiga o tu novia, nunca lo supe, preguntó varias veces por ti.

Por las mañanas amanece limpia la plaza. Sólo están las plantas y las luces de los arbotantes. Las bancas metálicas pintadas de blanco simulan el ambiente que se vivió hace cien años. Para mediodía, ya llegaron los vendedores ambulantes, que así se les llama aún hoy pese a que todos los días arman y montan puestos metálicos en el metro cuadrado de piso que rentan al delegado de la unión, sin importar que se cuelgan de los arbotantes y postes de luz para alumbrar sus locales desmontables. En la tarde, todos venden tranquilos, sabedores de que no pagan impuestos en general y, si acaso, discuten el nuevo impuesto para depósitos en efectivo en exceso a $25,000 al mes. En la noche recogen sus puestos para que los perros puedan limpiar los restos que caen al piso de churros, tamales, memelas, hot dogs y buñuelos.

Seguí buscando. Muchos días después llegué al kiosco.

Se resistió, pero Enrique no pudo negar más cuando pregunté por la pluma en su mochila, pluma de Mickey Mouse que estaba mordida no en la capucha sino en la punta. ¡Cuántas veces te repetí que no probaras la tinta ni el lápiz! Identificó tu cabello largo, los jeans. Recordó los gritos por Valentina pues se preguntó quién era.

Revisé donde me indicó Enrique. Todo limpio. Don Lupe, siempre metódico, todos los días barre la plaza a las siete de la mañana, siempre de poniente a oriente para ir con la luz del día y el incipiente calor matinal. Me aferré a mi desesperación, seguí buscando. Junto a los matorrales que cercan el pasto distribuido en ocho rebanadas de pastel desde el centro de la plaza, vi un pequeño brillo, distinto; un botón con vivos marinos, un ancla y borlas atadas, que empezaba a mostrar el efecto de la corrosión y la humedad. Recordé, no me falló la memoria. No quería creer, pero, quería hacerlo. Sí, esa mañana habías salido con tu suéter azul marino que te regaló la abuela porque le traía recuerdos del mar cuando conoció a tu abuelo. Más adelante, por la tierra, vi otros dos botones, que aún tenían el hilo con que habían estado cosidos al suéter. Juré no soltar jamás esos botones, eran tuyos, no cabía duda. Me mostraban parte de lo que habías hecho ese día que no regresaste. Confirmaba mi anhelo de que sí te podría rastrear, de que sí te podría encontrar.

Me levanté. Miré a todos lados, sabía que jugabas a las escondidillas. Me dejaste tu rastro, tus huellas, tres botones. Escudriñé el horizonte, la iglesia frente a la plaza, el palacio municipal, los portales. De la casa de la esquina salió un viejo con su bastón, arrastrando el pie derecho, se cayó en las escaleras hace dos días, toc, scratch, se me acercó, toc, scratch. Me vio a los ojos, preguntando, ya sabía.

“¿Esos botones, le significan algo?”, preguntó. Asentí. Me desahogué: no encuentro a mi hijo, salió de la casa, enojado porque le recordé que debía ponerse el suéter, ¿para qué cargarlo? me cuestionó. Los botones, éstos, son suyos.

“¿Qué sabe usted de estos botones?”, inquirí con recelo.

“Llegaron en una camioneta blanca, sin placas, los vi desde la ventana pensando en salir a tirarle huevos a ese loco de Manzano, ¿qué le pasa?, ¿qué se cree? Todos trabajamos y él se pasa discutiendo sobre elecciones y votos, pero se le olvida que uno vive de trabajo, digno y pagado. ¡Éso es lo que quiero! Trabajo, que me respeten a mis años. Ya se los digo, así como me ven, se verán. En eso estaba, cuando vi la camioneta que avanzó lentamente por la calle. Estuvo como una hora ahí, sin hacer nada. De hecho, ni me acordaba de ella hasta que, de repente, en esa mancha blanca se hizo un hoyo y salieron cuatro, todos jóvenes, y los cuatro en orden, como si hubieran tenido un plan y lo hubieran ensayado”. El viejo truena los dedos y agrega: “Así como se bajaron, levantaron a un joven de pelo largo, y así se subieron”.

Le pregunté por marcas, placas, nombres, algo, a dónde se fueron, por dónde se fueron. Se me quedó viendo a los ojos: “Usted sabe”, con temor, “la seguridad”, atisbando recelosamente a izquierda y derecha, sabe que está siendo grabado por el policía de la esquina. “Ya no me pregunte más. Me gusta quejarme del escándalo que constantemente arman en la plaza”.

Pregunté en la plaza, en los alrededores. Se sintió un miedo generalizado. Me decían que no, sus ojos me rehuían.

La señora que prepara pancita los domingos, aunque el público ya también le pide pozole, me dijo que dos días seguidos habían venido varios jóvenes, pelados casi a rape, con camisas de vestir, todas se veían nuevas, “Hasta se les veían los dobleces, las rayas de cuando están recién salidas de las cajas, esas rayas a la altura del pecho, me llamó la atención, pero pensé que se las habían comprado en equipo, quizás eran miembros de un grupo de rock o eran punks. Estuvieron aquí un buen rato. Pagaron con billetes nuevos, recién salidos del banco, por eso me acuerdo bien de ellos. Hablaban tonterías. Como jóvenes, se preocupaban por la chica de la esquina. Pero todos callaron cuando llegó un señor en camisa azul, con saco negro, que no combinaba, no le cuadraba, peinado igual de casquete corto. Cuando hablaba el señor, callaban todos, un silencio, no de respeto, sino lleno de temores. Les dijo que pagaran, que se iban. Dos vieron la pancita. Uno dijo, “Pero coronel, …”. Me vieron diciéndome con los ojos que la querían para llevar pero dejaron sus billetes nuevos y sin esperar su cambio se fueron.”

Corrí a la delegación. El Ministerio Público debía saber, abriría la averiguación previa, giraría órdenes, traerían a esos de casquete corto; se haría Justicia. Lo saludé, revuelto le dije, la camioneta blanca, el coronel, los botones, Valentina. “¿Camioneta blanca? ¿Sin placas?”. “Sí, sí”, vi que comprendía. Respondió que quién me creía, por qué levantaba falsos, ni carro, ni placas, ni nombres, ni idea; necesitaba nombres, descripciones, sus jefes lo despedirían, ¿acusar a quiénes?, ¿a los que son decentes y se cortan bien el cabello?

El policía me ayudó a incorporarme, sangraba en el labio. “Señor, váyase a casa, por favor. Ya no quiero más”. Se dio la vuelta.

Ah, pero yo conocía al sobrino del gendarme que conoce al personal secreto de seguridad del Señor Presidente. ¡De mí, nadie se burla! Fui con militares, con policías, con agentes, conscriptos, alguien debía conocer el coronel y sus cuatro secuaces, en esa pequeña familia todos conocen los pecadillos de los otros.

Sin más respuesta durante años, conocí a Valentina. Ojalá te hubiera escuchado, habría compartido tus ideas, tus visiones, tus futuros. En tu ausencia compartí tus ideales, las esperanzas que tiene Valentina, recuperar su tierra, sembrar su maíz, dejar pastar a sus tres cabras, en su náhuatl del Sur de Veracruz sabe que tiene todo de su lado, dioses y razón. ¿Por qué no te pregunté por lo que sí interesaba? ¿Qué importaba el suéter?

Encontré una forma de hablar, de hacer empatía con Valentina, y ella de hablar de ti. Te describí, tus ánimos, tus ideales, el mundo se corregirá, la bondad sí existe, el bien imperará. En el kiosco siempre me paré, siempre grité, por sus derechos, pero más gritaba tu nombre, exigiendo apareciera la camioneta, mítines por desaparecidos, que tú no eras un revoltoso, no eras terrorista, no un facineroso, tú eras de los que resuelven, que, simplemente, eras un joven. El tiempo me dio luz, alguien ofreció un nombre, la “DFS”, dicho con sigilo, con tiento, con temor a blasfemar, “El Coronel”, “Lobo Negro”.

Año que pasaba, año que me acercaba. Me junté con otros padres y madres cuyos hijos no eran facinerosos ni revoltosos, cuyos hijos ya no están; todos por camionetas blancas y casquete corto. Más me dejaban recados, más gritaba, que me puedo tropezar, que mi casa amanece revuelta, que me empujan y me sale sangre en donde me picaron. Perdían la calma. Más recados, más gritaba. Nada, nunca me dijeron algo; sólo que no estabas, que no debiste irte de pinta, que te habías huido de casa, que Uxúa era nada para ti.

En el kiosco, seguía buscando, escuchando al Tuercas, a la Pantera Rosa, y a Huesos, el mendigo que se acompaña con Sansón, que vive en su mundo, pero que repite siempre, diez-cuatro, diez-cuatro, Lobo Negro, la arena, diez-cuatro, Lobo Negro.

En el kiosco, otro mítin de Valentina. Su secuestro se frustró al poncharse la llanta de la camioneta, claro, blanca. En el kiosco, ya no cuento los días, sólo en tu cuarto, te he traicionado, no recuerdo bien las noches.

Levanté la vista, veo la camioneta blanca, sí, sin placas, tiene un hoyo en su costado, está abierta, pero no hay casquete corto. Bajé corriendo las escaleras que rodean el kiosco, dos camisas nuevas y sus casquetes llegan por atrás, me empujan, me tropiezan, sólo meto las manos, me levantan de los pies, dos camisas nuevas me levantan de las manos, corren en tándem, han practicado cargando costales de papa, me arrojan. En la camioneta blanca, negra por dentro, hay luz negra, sólo brilla mi camisa de Valentina.

Me preocupo. No porque tu mamá me insistió en salir cubierto, no porque no sabe a dónde me dirijo, no porque por siempre ignorará en dónde estoy, de seguro me creará algún amante, sino por temer que no me lleven contigo, a Las Arenas, el reclusorio. Sí, me llevan, te veré, te oiré, voy a abrazarte, a decirte aquí estoy, ni un día me he olvidado de ti, aquí estoy siete mil cuatrocientas treinta y siete noches después; te voy a ver.

Me esculcan, encuentran los tres botones. Son míos, ¡son míos! Me los dejan, a nadie puedo matar con ellos. Ahora soy el sastre para ellos.

Pasar por el tamal, el esclavo negro, la alfombra mágica, el potro, el colgado asiático, nada, la presión física moderada, métodos agresivos de interrogamiento, submarinos, nada, no dormir ciento ocho horas, capuchas negras, ruido ensordecedor, nada, electricidad, nada, tienen que llevarme con su líder, no soy extraterrestre, soy tu padre, buscándote, vidrios rotos que pisar, nada.

Mi celda. ¡Es mía! Mi sangre la tiñe de la puerta al centro. Agradezco me hayan pateado una vez más. Bajo la cama, veo un ladrillo ligeramente fuera de lugar. Mis dedos dislocados no pueden sacar el ladrillo. Insisto. Insisto. Lo logro.

Lo saco. Al fondo algo herrumbroso quiere brillar, ha visto mejor vida, todo aquí ha visto mejor vida. Estiro mis dedos, con mis dedos fuera de lugar arrastro el objeto. Un botón con un ancla.

Lo tomé. Lo abracé. Lo besé. Estás aquí, estoy aquí. Juntos otra vez. Me duele el cuerpo, no me acuerdo ya de la electricidad. Qué ansia de oler tu sudor, ¿hace cuánto estuviste en esta mazmorra?, espero que no te ofenda que ocupe tu celda, ¿cuánto habrás crecido, tienes barba?, ¿sirven tus manos, te puedes vestir?, habré de preguntarte, ¿qué haces?, sí, ofensiva pregunta, lo único que hacemos es respirar, es sobrevivir, no hay opción, respirar o morir. Pero tengo otro botón.

Blasfemo. Abjuro de mi palabra, de mi Dios que aquí no vive. Guardo tu botón. Dejo otro en su lugar. Te mando todo mi amor, toda mi esperanza, todo mi ser. Comienzo a gritar, ¡aúllo!, digo tu nombre. ¡Vives!

Aquí estoy. Lo sabrás cuando regreses a esta celda. Verás tu botón renovado. Ojalá te torturen. Seguirás vivo.

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Lic. en Derecho (U. Iberoamericana), Maestrías en Administración Pública (Tec. Monterrey), Economía (Tec. Monterrey), Estudios Legales Americanos (U. Nuevo México) y Derecho (U. Iberoamericana), y candidato a Doctor en Derecho (American University). Cuenta con 55 artículos y obras publicadas sobre cooperación contra la delincuencia internacional, antinarcóticos y extradición, derechos humanos, derecho internacional, tratados. Asimismo ha publicado los libros Labardini, Rodrigo, LA MAGIA DEL INTÉRPRETE. EXTRADICIÓN EN LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE ESTADOS UNIDOS: EL CASO ÁLVAREZ MACHÁIN, Editorial Porrúa (2000). Y Labardini, Rodrigo (responsable), LA NUEVA POLÍTICA EXTERIOR DE MÉXICO EN MATERIA DE DERECHOS HUMANOS¸ Secretaría de Relaciones Exteriores (2006). Ha sido profesor de derecho de Maestría, Licenciatura, Diplomado y Post-grado en instituciones de educación superior en México y Estados Unidos de América, incluyendo American University (Washington, D.C.), Georgetown University (Washington, D.C.), Colegio Interamericano de Defensa (Washington, D.C.), Universidad Iberoamericana (campus Santa Fe [México, D.F.] y campus León, [Guanajuato, México]), e Instituto Nacional de Ciencias Penales (INACIPE) (México, D.F., México). Es miembro del Servicio Exterior Mexicano con el rango de Ministro. Actualmente es Embajador de la República Mexicana en Nicaragua.