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Autobiografía de Luis Enrique: canción de tumba

5 agosto, 2022

Dos hombres jóvenes lloran y se confortan el uno al otro. El abrazo es fuerte pero tierno a la vez. Alrededor de ellos hay un séquito: familiares, amigos, policías, guardaespaldas. También una miríada de cámaras y periodistas. El sitio es una sacristía. Un tabernáculo. Es la Basílica de San Sebastián en Diriamba, Nicaragua y los protagonistas son los hermanos Luis Enrique y Francisco (Matún) Mejía López.

La secuencia es un fragmento de la crónica audiovisual del retorno del músico Luis Enrique Mejía López a su natal Nicaragua, hecho ocurrido allá lejos, a inicios de la década de los noventa. Escena extraña y
surrealista que recuerdo mientras leo Autobiografía, el libro de memorias de Luis Enrique, el salsero (Harper Collins Español, 2017).

A inicios de los noventa fui parte de una generación de jóvenes músicos idealistas que recién librados del servicio militar y la respectiva guerra civil de turno, vivía al acecho de referentes. Y qué mejor arquetipo que un joven de raíces somoteñas llamado Luis Enrique, quien, además de cantante reconocido y destacado instrumentista, para mayor regodeo nuestro era otro paisano inevitable (condición importante para el perenne y necio chauvinismo).

Los años han pasado y desde entonces unos han cambiado el beis por el fútbol. Otros el idealismo por la corruptela. Unos han dejado de fumar y cambiado de nacionalidad. Otros siguen enamorados de “elegidos” y “unicornios” y algunos, los menos, se han olvidado de casi todo. Por mi parte, además de abjurar del béisbol, el cigarrillo y el romanticismo trova entre otras cosas, pues también dejé de lado la salsa como banda sonora. No creo que a estas alturas me atreva a comprar y escuchar todo un disco con diez canciones en clave salsera (¿se producen discos completos todavía?). Pese a las transmutaciones que nos va imponiendo el tiempo, se salva sí, el respeto por ciertos modelos artísticos de nuestros años jóvenes.

Luis Enrique Mejía López (Somoto, Madriz, 1962) es acaso el mejor intérprete de música popular nacido en Nicaragua (considerando su virtuosismo como percusionista e instrumentista diverso); sin embargo, en su historia, además de éxito y fama hay abuso infantil, destierro y abandono parental.

Al inicio del libro, Luis Enrique nos lleva por un mundo generoso y de cosas buenas. Un mundo de olores, sabores y reminiscencias entrañables. Es el Somoto de sus sentires, de sus abuelos, de sus tíos músicos. El Somoto de la ingenuidad. Un universo que se vaporiza pronto tras el divorcio de sus padres. Entonces Luis y su hermano, son enviados hasta la lejana Diriamba bajo la tutela del tío abuelo cura; un viejo venido desde el medioevo, un tirano avezado en infligir castigo, humillaciones y desde luego dolor físico y emocional. Sin embargo, esos años de Diriamba apenas serían el punto inicial de una vida azarosa.   

Veintitantos años después, en Autobiografía se atisban las claves y causales ocultas tras el llanto de los hermanos Mejía López en la escena del baptisterio. Es el sufrimiento postergado de dos niños de apenas nueve y siete años. Una congoja que aflora apenas esos mismos niños, ya hombres, traspasan el umbral de la basílica de San Sebastián.

Sin sutilezas, Luis Enrique escribe sobre su búsqueda menos fructífera: la de su madre. De su viaje hacia la ilegalidad; de sus soledades, miserias y pobrezas. De la intemperie. Del abandono. Desde la atalaya de la madurez, no tiene reparos en ir desde el Somoto sereno de su niñez hasta la zozobra del inmigrante en la megalópolis californiana. Sin dejar de lado el desgastante ir y venir tras las huellas de esa su madre inasequible.

Luis Enrique Mejía, el más talentoso de los discípulos del maestro Wesley en la High School de La Serna, California, ha ganado los Grammys gringo y latino, y otros tantos premios; no obstante, en sus memorias, es sólo un tipo cualquiera que se desnuda sin ambages, que exhibe la materia prima emocional a partir de la cual se formó el mismo como intérprete, como buen autor y percusionista de sesión destacado. Son sus demonios y querubines desfilando por igual y sin pudor. Son sus claroscuros más íntimos en vitrina.

Leyendo Autobiografía viene a mi mente una buena novela del escritor mexicano Julián Herbert: Canción de Tumba (Literatura Random House, 2011). Al igual que el protagonista-narrador de la novela de Herbert, Luis Enrique devela sus secretos, aquellos que tienen que ver con su ascendencia vital, aquellos que en teoría no se ventilan… al menos en público. Y por supuesto que Luis Enrique no lo hace. En verdad no reniega. No impreca los deslices y omisiones maternales. Solamente, con responsabilidad fría, lo revela todo en un notorio afán de contrición. De desahogo.

Autobiografía es un libro bien escrito y de muy cuidada edición, tanto como para admitir que Luis Enrique Mejía López, el salsero, ha comenzado con responsabilidad y respeto otro oficio: el de escritor.

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Es músico, compositor, y escritor. De forma paralela a su carrera de arreglista para proyectos musicales y cinematográficos, ha escrito y publicado entrevistas, reseñas, y relatos en distintos periódicos y revistas, entre los que destacan Carátula, El Hilo Azul, NotiCultura, La Prensa y El Nuevo Diario. Algunos de sus textos han sido incluidos en diversas antologías literarias y periodísticas. En la actualidad trabaja en su primera novela.