Bambuco

1 octubre, 2024

CONSIDERACIONES PREVIAS

Ordenar el sonido; convertir el ruido y el silencio en una entidad orgánica cuya finalidad es expresar (de manera meta-lingüística) una circunstancia de la condición humana: la música supone el descubrimiento de un orden cuya tendencia es la armonía, tal y como lo planteara Pitágoras hacia 550 a. C., quien descubrió que la naturaleza del sonido está cifrada numéricamente, por lo que todo lo que existe es parte de una especie de sinfonía gigantesca donde, a final de cuentas, persiste la inteligibilidad entre elementos diversos. Somos vibración ordenada y consonante; somos música. Nuestra experiencia mundana se configura rítmicamente y sólo así se puede traducir para ponerse al servicio de los demás.

            En el fondo, nuestra interacción con la música es mucho menos individual en comparación a otro tipo de experiencias estéticas como pudieran ser las que devienen de nuestro contacto con la literatura o las artes visuales; sociológicamente hablando, la música es (junto con la danza y la teatralidad) la expresión artística con mayor cantidad de funciones sociales y donde pueden verse con más claridad las circunstancias socio-culturales que dan pie a formas y contenidos específicos que expresan los afanes, incertidumbres y certezas de una condición humana que vive, piensa, siente y se relaciona con el mundo de maneras heterogéneas, siempre a partir de condiciones objetivas de existencia.

            Diversos enfoques teóricos han investigado la relación entre música y sociedad, tratando de buscar las funciones de cohesión que esta manifestación artística pueda aportar a la vida comunitaria, buscando también determinar cómo la música es un vector de la ideología dominante, cómo en ella se hace visible la lucha de clases o determinando la actividad musical como una acción social racional orientada por la finalidad de recuperar la dimensión estética del mundo.

            Así vemos cómo, en los primeros años de independencia de la llamada Gran Colombia, surgió, en la región andina y al amparo de la lucha militar (recordemos que los insurgentes acostumbraban bailar la contradanza —de origen inglés— queriendo tomar distancia de la música española), una expresión estética que poco a poco se convirtió en distintivo cultural de esa nación.

            Tratando entonces de encontrar una expresión autóctona que pudiera constituirse en factor de cohesión comunitaria, se toma un ritmo popular cuyos orígenes son un tanto inciertos (se habla de una manifestación ancestral quechua, aunque también de un ritmo traído de áfrica o de la fusión de ambos) y se adapta como canto de guerra que poco a poco asumió la identidad lírica del pueblo, derivando en un ritmo musical y en una danza que hoy por hoy son un distintivo nacional de Colombia.

            La llegada de la industria discográfica y de la radiofonía permitió (a principios de los años 30 del siglo pasado), no sin dificultades, la internacionalización de algunas manifestaciones musicales latinoamericanas, teniendo como punta de lanza al bolero y al tango. El caso del bambuco fue peculiar porque su métrica dificultaba los arreglos orquestales que demandaban las nacientes industrias del entretenimiento masivo (el problema está en que el bambuco yuxtapone ritmos binarios y ternarios y ello dificulta la distribución de las tónicas en los versos); como quiera, mediante algunas grabaciones dispersas, el bambuco logró incrustarse en los grandes medios de la época y en Colombia ha venido poniéndose al día con sorprendente vigor desde los años noventa del siglo pasado hasta alcanzar niveles de excelencia en la década que transitamos, a partir de una evolución orgánica que entendió que toda tradición sólo puede subsistir si edifica una historia en la que las transformaciones son el factor fundamental de la lucha por persistir.

            Una tradición que es capaz de ponerse al nivel de su tiempo y circunstancia tiene el futuro asegurado y el bambuco colombiano está en esa tesitura. Ya veremos por qué.

LA TRADICIÓN CONTRA LA TRADICIÓN

Caracterizar un producto cultural como factor de identidad de un conglomerado humano tiene siempre sus ángulos riesgosos y el primero se relaciona justamente con la categoría casi inasible de “identidad”.

            Cuando conceptualizamos la identidad como el conjunto de rasgos comunes que permiten a los grupos humanos reconocerse como parte de un conglomerado, el asunto comienza a presentar dificultades. Tal vez una identidad, más que unir en la igualdad, sirve para establecer rasgos diferenciadores o matices entre entidades similares. Como quiera, el concepto ha tenido poco éxito a la hora de los análisis serios y ha terminado por confundir a muchos al considerar que toda identidad debe reproducir la igualdad o la semejanza, más allá de cualquier factor externo. La palabra “identidad” alude a una especie de entelequia.

            Algo similar sucede con el concepto de tradición en razón del cual se busca perpetuar una práctica sociocultural como si fuera ajena al devenir y como si las condiciones objetivas de vida de los hombres no se transformasen. La paradoja es que quienes desde el conservadurismo desean preservar una tradición fuera de la historicidad sólo contribuyen a la desaparición definitiva de esa tradición; las tradiciones subsisten y persisten cuando podemos ver en ellas procesos orgánicos de cambio y hasta desfiguraciones e influjos enriquecedores; una manifestación cultural que quiere sostenerse como pieza de museo más allá del devenir, está condenada irremediablemente a la aniquilación.

            Otro problema que debemos considerar, desde una perspectiva conceptual, hace referencia a la dialéctica entre regionalismo y globalización. Las sociedades oscilan cíclicamente entre el aislamiento y la apertura al mundo, y los productos culturales suelen afrontar esta circunstancia de una forma tortuosa sobre todo porque a veces esos géneros comienzan a ser apropiados por las élites y hasta por los grupos políticos y mafias locales, quienes determinan las formas, contenidos y perspectivas humanas en que esos géneros deben ejercitarse. Lo que alguna vez fue popular deja efectivamente de serlo y se reproduce fuera del ámbito objetivo del que surgió, lo que muchas veces genera una especie de esclerosis del producto al impregnarlo de conservadurismo y al vincularlo con la dinámica del consumo.

            La clave está en entender que una tradición sólo puede conservarse a partir de su capacidad para adaptarse a las circunstancias y por su disposición a dialogar con su tiempo y con otras tradiciones, algo que puede ejemplificarse perfectamente con un producto como el tango, cuyas raíces se extienden desde el siglo XIX hasta nuestros días, pasando por Gardel, Discépolo, Piazzola y otros íconos del género, forjando una tradición en la que se distinguen etapas claras de continuidad y de ruptura.

            Otro producto cultural con un devenir interesantísimo lo constituye el bambuco colombiano, mismo que parecía desahuciado a finales de los años ochenta del siglo pasado y que hoy por hoy goza de una envidiable vitalidad tanto en su factura literaria como en la musical.  

VOY A HACERTE UN BAMBUQUITO

A principios de los años 80 del siglo pasado, en Colombia comenzó una guerra del gobierno contra grupos guerrilleros, cuyo armamento era financiado por el narcotráfico asociado con políticos colombianos de alto rango. Comenzó así un período de oscuridad y zozobra, marcado por una violencia que terminó teniendo como carne de cañón a la población civil.

            ¿Podría pensarse entonces que el arte y todas las manifestaciones culturales seguirían su camino como si nada pasara?

            Al transformarse de manera tan radical las formas de vida de los colombianos, comenzó una transformación de todos los marcos de referencia en que transcurría la cotidianidad de millones de personas y el bambuco empezó también a transfigurarse de manera lenta y gradual, a partir de una primera reacción sintomática enmarcada por el regionalismo y el discurso nacionalista, aunque también por el decrecimiento de composiciones, mismo que se atribuyó a la prevalencia de otros géneros que se impusieron en el gusto de los consumidores.

El bambuco parecía agonizar entre la violencia, el anacronismo y el embate de los productos musicales promovidos por la industria discográfica y la radio comercial.

            En este panorama, el bambuco dirigió sus energías hacia dos rumbos opuestos y en ambos encontró la posibilidad de su pervivencia. Uno de esos caminos fue el de la recuperación de sus raíces indígenas y africanas y el otro la apertura a influencias como el jazz, el rock y hasta el bossa nova, tal y como se esboza en “Ancestro” (1988), de Germán Darío Pérez, o “Bambuquísimo”, de León Cardona (antioqueño nacido en 1927), pieza cuya melodía es absolutamente refrescante y en la que destaca la complejidad de sus armonías. Otro autor importante en la renovación musical del bambuco es Antonio Arnedo, un ícono del jazz colombiano.

            En cuanto a la poética de las letras, es claro que en el bambuco colombiano ha habido una tradición más o menos importante de contenidos contra la violencia y la injusticia social, que puede apreciarse en piezas como “Ricardo Semillas” (1969) o “A quién engañas, abuelo” (1973), así como “Soñando con el abuelo” (1989), que en uno de sus versos dice: “Aquí ya no pasa un día / sin algo que lamentar…”.

            Asimismo, aunque de manera más lenta, el bambuco emprendió una tímida reconstrucción de su lenguaje amoroso y de algunos de sus motivos usuales que, de manera un tanto artificial, buscaban preservar los rasgos de una identidad que ya no parecía concordar con las circunstancias.

            El salto en la poética lo encontramos en una pieza escrita por Álvaro Serrano a mediados de los años noventa: “Voy a hacerte un bambuquito” (“un bambuco donde no haya / trapiche, machete y ruana / y una linda trigueñita / con un lunar en la cara…”).

            El bambuco se veía en un espejo y se encontraba muy desmejorado, pero se negaba a morir y su estrategia para lograrlo fue comenzar a burlarse de sí mismo.

NOMBRES, HOMBRES Y MUJERES

Me tomo el atrevimiento de afirmar que, hoy por hoy, en Colombia se está haciendo probablemente la música más propositiva de Latinoamérica.

            Grupos como Puerto Candelaria, que no hace otra cosa que música tradicional colombiana en diálogo constante con otras tradiciones de América Latina, con el jazz, con el rock y con la música sinfónica; propuestas como la de Septófono, un grupo fundado en 2004 por Rubén Darío Gómez, en el que el montaje vocal es absolutamente brillante y cautivador; intérpretes como María Cristina Plata, Luz Marina Posada, Juan Consuegra, Katie James, Samu Páramo, Martha Gómez o María Isabel Saavedra constituyen una pequeña muestra que no sólo nos permite el gozo estético de la música de un país hermano, sino que nos lleva a otros territorios en donde podemos advertir lo que la música es capaz de hacer por los seres humanos.

            En piezas como “Mi país”, de Guillermo Calderón o “A pesar de tanto gris”, de Luz Marina Posada; “Creo”, de Carlos Alberto López Arango; “Siervo sin tierra”, interpretada por ATERCIOPELADOS y “Dime, patria”, de Niyireth Alarcón y Juan Carlos Montes, se cantan la injusticia, la desesperación y la esperanza y se pulsa un mundo que ya no sólo se circunscribe a las emociones individuales del autor, sino que intenta proyectar una mirada colectiva a la que no se puede volver la espalda sin traicionar a la gente, a la música y a uno mismo. El bambuco producido por el pueblo, ahora lo reconforta y trata de aliviar su dolor, cumpliendo su destino de ser un emblema nacional.

            Asimismo, Juan Consuegra nos obsequia un canto de vitalidad con “Al caer el sol”, pieza dedicada a su hija y metáfora de un futuro prometedor para un país que ha sufrido como pocos en nuestro continente (“… un arcoíris que empieza a nacer / extrae la esperanza / que me hace creer.”).

            Sin abandonar el discurso amoroso, el bambuco también se ha ido renovando en piezas como “Mi sueño”, “Como si fueras la luna” o “El beso que le robé a la luna”, de Luis Enrique Aragón Farkas, cuya factura poética está llena de imaginería: “…y tengo un albur al ser feliz / porque vine a descubrir / que tú soñaste mi sueño…”.

            Otro aspecto interesante de la poética del renovado bambuco colombiano lo encontramos en los motivos regionales, tópico que ha logrado eludir la ramplonería del regionalismo obtuso al conquistar una mirada novedosa y crítica de las tradiciones locales y de su interacción con la modernidad, asunto que puede ejemplificarse, entre otras piezas, con “Toitico bien empacao”, de Katie James, en cuyos versos se le pregunta al receptor: “…cuénteme qué sabe de su tierra, / cuénteme qué sabe de su abuela. / Cuénteme qué sabe del maíz. / ¿Acaso ha olvidado sus antepasados y su raíz?”.

            Colombia sufrió el flagelo de la criminalidad y de la violencia política durante más de dos décadas; sobre sus ruinas comenzó una reconstrucción ejemplar que tuvo en las expresiones culturales un factor decisivo. Los antiguos barrios peligrosos de Bogotá, Cali o Medellín hoy son espacios de interacción comunitaria y hasta centros de atracción turística.

            En Colombia el bambuco suena, sueña y huele a nuevo siempre desde sus raíces.

COLOFÓN

El bambuco colombiano ha tomado carta de naturalización en Venezuela y en México (específicamente en Yucatán, donde se han producido piezas notables).

            Estas notas tratan de ordenar ideas y de comprender cómo fue que el bambuco colombiano se revitalizó de manera insospechada, no sólo en razón del disfrute y del entusiasmo que esa manifestación cultural me ha proporcionado, sino también porque deseaba encontrar respuestas a mis propias inquietudes sobre lo que sucede con el bambuco en Yucatán.

            La lección es simple: el bambuco llegó a península yucateca a principios del siglo XX, a través de un proceso dialógico para el que al menos la ciudad de Mérida estaba suficientemente fertilizada. Hoy el bambuco parece agonizar en Yucatán, pero tal vez todavía podamos salvarlo si comienza a dialogar con su tiempo, con otros géneros musicales, con otros temas y con otras poéticas.

            El despropósito de preservar una manifestación cultural en estado de pureza no es solamente un error histórico sino también un acto de mala fe cuyos beneficiarios son perfectamente identificables, por lo que su destino es el basurero del olvido. Una manifestación cultural entra en crisis cuando pierde su capacidad para interpelar a sus receptores posibles y el bambuco yucateco ha ido debilitándose en ese terreno, pues nada —o casi nada— dice a nuestros jóvenes.

            El bambuco yucateco debe intentar un proceso orgánico de transformación si no quiere desaparecer engullido sin pena ni gloria por el paso del tiempo. El bambuco yucateco nos necesita.

            Como quiera, el lector puede, con los títulos y referencias de este breve ensayo, buscar en la plataforma de su preferencia las piezas referidas y escucharlas para deleitarse, para reflexionar y hasta para estar en desacuerdo con lo que aquí se plantea (a final de cuentas, este texto es también un acto de provocación).

            Reitero: el bambuco yucateco nos necesita. 

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Valladolid, Yucatán, México.
Poeta, ensayista, periodista y catedrático universitario. Licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Maestro en Filosofía por la UNAM. Ha publicado cinco libros de poesía y uno de ensayos, además de una obra sobre los murales del Palacio de Gobierno de Yucatán que pintara el maestro Fernando Castro Pacheco. En 2008 ganó el Premio de Poesía “Efraín Huerta”. Actualmente es coordinador de la Escuela de Creación Literaria del Centro Estatal de Bellas Artes de Yucatán.