Blanco organdí, un sueño que dicta el espíritu

1 abril, 2011

En 1999 María José Alvarez y Martha Clarissa Hernández decidieron cruzar la frontera hacia el cine de ficción nada menos que con un corto, Blanco Organdí, de carácter experimental y estilo surrealista. Este corto refleja el tránsito de una niña por un mundo a veces grotesco, a veces onírico; los recuerdos de la guerra, de la culpa… de la infancia. Flora Velásquez nos hace una reseña de esta sorprendente película realizada por dos mujeres pioneras en el cine centroamericano. 


Onírico es el primer adjetivo con el voy a caracterizar a Blanco Organdí y es que a partir de un sueño constante en la vida de María José Álvarez nació esta genial producción. Y ¿cómo se analiza un sueño?, ¿cómo se interpreta? Definitivamente yo escojo la subjetividad.

Luego de vivida la guerra en los años 80, historia que todos conocemos y no hace falta contar, María José sintió la necesidad de exteriorizar esta constante, que según ella “no era una pesadilla, más bien entre un sueño y una sensación que me hacía despertar. Yo siempre soñaba que iba vestida súper elegante, pero incómoda, y cuando llegaba a un lugar me manchaba y me volvían a vestir, una y otra vez…”

Y como en el cine la producción de una obra no puede hacerse de manera individual, Martha Clarissa Hernández fue su cómplice perfecta para el desarrollo de esta idea rodada en 1998. Juntas dirigieron, produjeron y escribieron el guión para realizar este filme, un corto de ficción de 15 minutos grabado en celuloide que nos muestra a una niña vestida de blanco organdí moviéndose por diferentes espacios.

María José Álvarez y Martha Clarissa Hernández

Estos espacios lúgubres y vacíos son la esencia de una realidad paratópica y forman parte y construyen un escenario decadente. Sin embargo, el filme también nos deja ver otro tipo de entorno: los espejos que reflejan lugares eminentemente utópicos.

Y fue para María José una experiencia totalmente nueva porque nunca había incursionado en el mundo de la puesta en escena: “no tenía ni idea,ningún training. Mi formación es de documentalista, yo estudié historia del cine pero nunca había hecho ficción. Decidí que la película fuera sin diálogos porque no sabía cómo dirigir a una persona hablando, además, siempre me lo imaginé al estilo del cine mudo, en el que las imágenes dicen todo”.

Y así comienza Blanco Organdí: Una niña con un vestido blanco, a la old school (Rebeca Schmidt), sentada frente a un fotógrafo con una cámara de cajón es corregida por una señora (Alenka Díaz), que también está posando a su lado y es, aparentemente, su madre. El obturador, por supuesto una intervención auditiva, suena como un golpe que desanima la postura de la niña.

Luego la misma chavala aparece entre espejos. Y entonces surge la siguiente pregunta: ¿cuál es la realidad, cual es el reflejo? De allí que el soñador siempre se cuestione si lo que está viviendo es real o no.

Y aquí el pellizco no nos despierta. La niña empieza a caminar entre ruinas y pasa justo al lado de un hombre mutilado, con dos prótesis fingiendo ser piernas. Un pájaro canta o más bien chilla, como un símbolo claro de mal augurio.

En su caminar la señora, esta vez vestida de negro y con un manto en el rostro, observa a la niña y en un momento de quietud le obsequia un ramo de flores, crisantemos. Dos claras alegorías a la muerte: la clásica mujer vestida de luto y las flores, que en Nicaragua son utilizadas para reverenciar a los difuntos.

El vestido blanco organdí de la niña se mancha de lodo. En este momento el espectador puede corroborar que, definitivamente, se trata de un sueño: la misma acción sucede dos veces seguidas vista desde diferentes ángulos, y desde aquí las imágenes se descontinúan mostrando a veces el vestido pulcro y otras veces manchado. Esto definitivamente no sucede en una narración cinematográfica: el cine se preocupa por la coherencia entre sus escenas. Tampoco sucede que la gente se teletransporta de un lugar a otro, efecto mágico que ocurre a lo largo de la película.

Luego de que la niña camina cerca de una casa en llamas, aparece en un cementerio del cual salen un grupo de hombres en fila. En un susurro se escuchan las Letanías Lauretanas que se rezan en el rosario cristiano. Nuestro primer intertexto: “Kyrie, eléison. Christe, áudi nos. Christe, exáudi nos. Pater de cælis, Deus, Fili, Redémptor mundi, Deus…”.

Y aquí es interesante detenerse a pensar cómo el contexto del autor no está separado de la obra. María José me dijo claramente: “es una frase que se reza en el rosario, que yo escuché toda mi vida. Mi familia era absolutamente religiosa”. Una realidad que alude a muchos nicaragüenses que hemos crecido oyendo este discurso religioso.

Los siguientes escenarios son un cuarto colonial con una abuelita rezando y una iglesia oscura que da cuenta del paso del tiempo. Y este tiempo no es lineal, el filme transcurre sin seguir el mandato del reloj. Tal parece que la chavalita es la narradora omnisciente que nos lleva a través de esta historia, que continúa con la niñita enseñándonos a una pareja que se abraza como si no tuvieran más tiempo para estar juntos; y que luego nos muestra a un soldado en plena acción bélica.

Y aquí llegamos a la escena más consistente de todo el filme: una escalera llena de cadáveres y nuestro personaje principal caminando entre ellos. Bastante claro nos indica la pérdida y el caos que deja el paso de la guerra, y aunque la niña no sufra una aparente metamorfosis, las consecuencias de tantas muertes son, para cualquier ser humano, un ser esperpéntico, que,  veremos en la siguiente escena caminando en la nada.

El espacio último en que vemos a la chavalita es un lugar íntimo. Un cuarto, o dormitorio, o como se le quiera llamar, en el cual la misma señora que la corregía,  está acostada. En él habitan dos textos más dentro de la estructura narrativa. El primero es una foto famosísima de Robert Doisneau, El beso del Hotel de Ville, de la cual por años se pensó que era espontánea, pero resulta que fue consecuencia de la actuación de dos estudiantes parisinos de arte dramático.

El segundo es el I Ching: un texto oracular milenario, probablemente escrito por Confucio, en la China de por el año 1200 a.C. El libro de las mutaciones, en  español, ayuda al que lo consulta y a la que lo consulta a describir su situación en el presente y a resolver problemas futuros, siempre y cuando se adopte la posición correcta ante las vicisitudes de la vida. Este libro le agrega a la caracterización de la película una chispa de espiritualidad.

Y para el final Blanco Organdí nos prepara una escena bastante esclarecedora: la señora que aparece en todo el filme, y que pensábamos que era la madre, se levanta a cerrar las ventanas por las que entra un ventarrón. Se sienta en el extremo de la cama justo frente al espejo y  es el clímax del relato, se ve a ella misma: La niña es la señora, la señora es la niña.

Surrealista es otro adjetivo que subrayo en Blanco Organdí, que no sólo es un lamento a la guerra, sino también, una vida contada a través de un estado de inconsciencia, a través de un sueño que dicta el espíritu y que lejos de tener coherencia temporal  nos muestra simultáneamente dos edades de un mismo ser y que sobre todo busca la libertad creativa a través de su estructura narrativa.

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Managua, Nicaragua, 1986.
Estudia V año de Filología y Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua).

Debido a su interés en el arte y la cultura, en el 2010 participó
Voluntariamente en el equipo de apoyo del Festival Ícaro 2010. Después de esta experiencia empezó a escribir comentarios de cine, utilizando en sus escritos, herramientas como semiótica, crítica literaria y de comunicación.

Ha publicado artículos en La Prensa Literaria y La Brujula.