chess board and black chess pieces beside on yellow background
Photo by Karolina Grabowska on Pexels.com

Caballo urbano

25 noviembre, 2023

En medio del caos urbano, el caballo albino de Nadime Lacayo Renner permanece como testigo mudo de la rutina. Su presencia refleja la paradoja de la libertad perdida en la ciudad.


…morir cualquier día del que no tengo noticia bajo
lluvia o en la plenitud de la sequía.. 
 

Blanca Castellón

Desde mi vehículo detenido frente a la luz roja a las doce del día, volteo a mirarlo por el lado izquierdo. Ahora su figura está más próxima a mí, inmóvil, donde termina el bulevar que conduce al Lago de Managua. Lo miro por entero: cabizbajo, como esculpido en piedra caliza, con aire de ruina abandonada o de una caricatura de la caricatura de Rocinante sin el jinete que sueña. Lo observo. No tiene color definido, aunque pienso que comúnmente lo llamarían blanco, si bien no es blanco. 

En realidad, su tono es blanco-marfil, como el de un bayo no puro, más bien albino disipado, un cierto albino mancillado, pintado con cal manchada, blanco sucio deprimido, algo así, pero nunca blanco sin mancha, nunca blanco verdadero, jamás un lipizzano o un Pegaso montado por Belerofonte. Lo denuncian los trazos deformados en su pelaje desteñido, su escuálido costado mortecino, las hendiduras oscuras en la grupa huesuda y su crin desmirriada y descolorida.

Siempre veo ese caballo en este lugar cuando circulo por aquí y atravieso esta avenida. Tuve suerte esta vez, pues mi vehículo se detuvo a su lado justo al llegar al semáforo en rojo. Está amarrado al tronco del último de los árboles de cañafístula que forman rústica alameda en todo el bulevar, con sus flores amarillas como crestas, que parecen incendiar el cielo de este verano atroz y más a esta hora de los días de abril atestados de tráfico y ahogados en el calor invencible. Ni el caballo ni nadie logran sombra plena, porque estos árboles quedan pelados en verano para florecer y por sus racimos dispersos se filtran con violencia los rayos del sol.

Ahora el caballo también me mira con sus grandes ojos negros como semillas de zapote, exentos de esa luz arisca y desconfiada con que ven los caballos cuando no están frente a su dueño. Su mirada está vacía, indiferente, no muestra temor a los vehículos que casi le rozan las costillas que, por la tardanza del semáforo, hasta podría contar. Tampoco alza en alerta las orejas cuando suenan los bocinazos insistentes del hombre estresado del bus que desde atrás me presiona para avanzar, tal vez creyendo que los semáforos pueden cambiar de color a punta de pitazos y lograr que todos los vehículos arranquen desenfrenados. 

Al caballo no le asusta el acelerador de las motos, que saliéndose del carril se trepan al bulevar, avanzan unos metros y bajan por la cuneta para situarse frente a mi carro, como si de una competencia de natación se tratara: en sus marcas, listos…, para luego arrancar con la luz verde y salir a toda carrera hacia sus “metas” donde no recibirán, aunque lleguen primeros, ningun tipo de medalla.

Este caballo jamás merecerá un premio ni nada parecido, porque no es pura sangre, ni siquiera tiene pinta de caballo criollo de aquellos que montan en los campos para arrear ganado, ni parece descender de los que guerreaban durante las primeras guerras civiles libradas con arcabuces y mosquetes. No se desplaza con armonía en sus cuatro tiempos de paso, ni tiene un trote rítmico y elegante, ni sabe galopar en círculos, ni ganar carreras ni saltar obstáculos. 

No tiene silla de cuero con incrustaciones de plata ni lo monta un mandador de hacienda disfrazado de cowboy con sombrero texano, pañuelo al cuello y botas altas encajadas en estribos de bronce para alardear ebrio cada año en las fiestas patronales de Managua. Pienso en los caballos andaluces, peruanos, árabes, que exhiben en los desfiles hípicos. Siempre recorren esta misma avenida bajo las lluvias de agosto, cuando los árboles de cañafístula ya han botado las flores y en tropel prorrumpen sus hojas, ya sin los chocoyos gritones y las extintas golondrina que no volverán de sus ramas sus nidos a colgar, porque fueron aniquilados por el mercado o por la tala o por la falta de agua o por el clima endemoniado o por todas esas cosas juntas, que sé yo.

Apuesto a que este caballo camina lento cuando su dueño lo monta a pelo, y para no atrasar el tráfico y acostumbrado a los pitos de los vehículos que ya no lo aturden, lo azota en las ancas con una fusta improvisada para acelerar su paso tardo. Lo jala sobre la autopista empinada amarrado a una carreta de dos o cuatro ruedas llenas de chunches, o lo llevan a pie tirado por una cuerda de cabuya que le atan al pescuezo, y luego se la pasan entre las orejas y la cerviz hasta armar el bozal en su hocico negruzco, para colocar sobre su lomo todas las cargas de leña que aguante, porque ya ni el peso debe sentir por su crónico cansancio. 

Aquí, desde donde lo veo, tampoco se mueve, ni siquiera la cola para espantar las moscas que pululan en la úlcera que muestra, ni cuando los vendedores ambulantes lo rozan sin querer al desplazarse de un lado a otro como si él no existiera, ni cuando lo empujan buscando más espacio para armar sus caramancheles. 

Él sigue inalterable, como estatua o como si estuviese muerto de pie, inmóvil pero no dormido, los ojos abiertos sin mostrar alarma frente al griterío de los buhoneros, más bien parece familiarizado con todos los ruidos y movimientos febriles de este trocito de calle, igual que el perro callejero que pasa detrás de sus patas presumiendo ser marginal, alegre, sin dueño y pleno de libertad.

Ahora agacha la cerviz buscando zacate o cáscaras de frutas que comer entre el polvillo y la tierra dura que se forma sobre las áreas verdes de la capital, en estos tiempos de suelos ásperos que no están recubiertos de cemento u hormigón o donde no se alzan los árboles de lata de todos los colores que en otras rotondas y arterias mandaron a instalar, eliminando de cuajo la sombra de acacias y chilamates, intensificando el calor. 

No hay nada para comer, el caballo solo encuentra cascajos de coco, semillas de jocote, cáscaras de naranja y mango verde, bolsas de plástico, algunos trozos de zacate seco, envolturas de cigarros y ese polvillo terco que recubre la maleza.

Levanta de nuevo la testuz, despacio, sin fuerzas. No yergue completa la cabeza, la mantiene a nivel del lomo, horizontal, doblegado por la acostumbrada sumisión o por lo enclenque. 

Me mira otra vez como si yo fuera nada. En realidad, no me ve propiamente, ve a una mujer que a la vez lo mira, y él a mí me observa igual que a toda la gente que pasa metida en sus carros sin reparar en él, porque a nadie asombra su presencia, ni siquiera llama la atención de los niños en algarabía que ya ni lo molestan cuando terminan de limpiar los vidrios de los carros. 

Tampoco le ladra el perro presumido, porque sabe que ese caballo es parte de esta breve comunidad urbana que nace todos los días en la mañanita en este extremo de la vía pública y desaparece al caer la noche, cuando los semáforos quedan intermitentes, dando vía a conductores nocturnos que no obedecen sus señales y no se detienen a comprar porque a esas horas ya desaparecieron las largas y desesperadas filas de vehículos a los que se les ofrece con insistencia agua helada, cargadores para celulares, llaveros, cortaúñas, calculadoras de bolsillo… no sé qué más.

El caballo no relincha, no patea con sus cascos desgastados, sin herrajes y agrietados, no es peligro para nadie, está quieto esperando a su dueño, impasible, impávido bajo esas flores amarillas encendidas que no protegen de la saña del sol. 

Parece adaptado al tedio de existir así, sin ansiedad, olvidado de sí, apenas sensitivo, apenas sintiendo el hambre sobre el hambre que ya no siente —diría Rubén— en absoluto silencio bajo el cielo que le descoloró la piel y le calcinó su memoria con todos sus recuerdos de caballo, y ya no sabe de dónde viene ni para donde va —diría también Rubén— o quizá olvidó que vino de los enormes tropeles de equinos salvajes que recorrieron rebeldes las pampas paleolíticas del sur del continente, o las extensas praderas de las tierras celtas, a galope con sus largas crines y su libertad indómita dibujada en sus ojos brillantes confiados al viento.  

Hasta que una vez los humanos lo lazaron, domaron, sometieron, entrenaron con látigo, extirparon sus instintos, arrancaron su alma de caballo, domesticaron, clasificaron según raza y le pusieran nombre.

Este caballo sabe desde entonces que ya llegó hacia donde iba y nunca sentirá el espanto seguro de estar mañana muerto, porque muerto está, a diario muere de pie, con la mirada vacía. 

Clic, clic, le tomo dos fotos con el teléfono móvil, el semáforo en verde, atraso a los vehículos de atrás. ¡Cómo se me ocurre tomar fotos a última hora! El hombre del bus que está detrás vocifera y con sus manos de Hulk golpea el latón de su bestia encendida.

De la cruz ulcerosa de mi caballo esclavo se alza en el aire una nube de bichos apenas visible en el sopor de este día. Trago gordo, las motos se van, yo arranco para huir de ese hombre del bus que quisiera aplastarme. 

Sigo manejando y voy pensando en mi caballo urbano que continuará allí, muerto de pie, con los ojos abiertos y la mirada sin luz.

Abril, 2015

Comparte en:

Granada, Nicaragua, 1956.
Socióloga. Maestría en Planificación y Desarrollo Social por la Universidad de Morelos, México. Miembro de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (ANIDE); dirigió el Blog Ecos de Loba como espacio para las nuevas escritoras. Ha escrito diversos relatos que han sido publicados en revistas tales como El Hilo Azul, Carátula, Lengua, Enclave, entre otras. En diarios nacionales aparecieron sus relatos más cortos. En octubre 2017 publicó su novela Polvo en el viento ─Memoria de amor, lodo y sangre─, en la que narra su experiencia en el contexto de la lucha contra la dictadura de Somoza y registra trazos sustanciales de la historia de Nicaragua, suscitando gran interés.