Calle, concierto, ciudad

1 abril, 2010

Rodrigo Hasbún (1981) se ha abierto camino en el panorama literario boliviano usando en sus historias una prosa fluida e imágenes que combinan metáfora y nostalgia. Merecedor de reconocimientos nacionales e internacionales, Hasbún afirma que lo único que persigue es “nada más contar historias, que es quizá lo más elemental que pueda haber, pero al mismo tiempo lo más necesario. Para sobrevivir mejor y para ensanchar nuestro entendimiento de las cosas (…), para rescatarnos del olvido, de la desaparición, del abismo. Para atravesar muros y abrirle ventanas a nuestro cuarto. Para vivir más vidas. Para ensanchar y enriquecer la realidad. Para viajar a donde sea desde una silla”. Venga, pues, el lector a este viaje por “Calle, concierto, ciudad”, cuento inédito que el autor comparte con Carátula.


él

Ha cumplido veinticuatro años hace poco. Pudo haber cumplido treinta o cuarenta y hubiera sido lo mismo. Ya se siente de cualquier edad.

Trabaja en una pizzería de barrio en una ciudad que está muy lejos de la suya. Es el único lugar donde han aceptado la mentira evidente de que sus papeles se encuentran en proceso de tramitación. Jamás se hubiera imaginado así, con ese mandil ridículo y las manos adoloridas de tanto amasar, rodeado de desconocidos a los que saluda apenas. Se pierde mientras bate la harina y el huevo, se abstrae en medio del bullicio, vuelve a estar en un millón de sitios. Esa manía ensancha su realidad y él la cultiva y propicia, aunque el viaje casi siempre resulte dañino.

            Uno de los sitios a los que más vuelve cuando se abstrae y se pierde: el minuto que recibió la noticia del infarto. Vio a su padre en medio de la calle, cigarrillo todavía en mano. Vio a su padre con la chamarra y el pantalón de siempre y con el cigarrillo todavía entre los dedos después del adormecimiento y de la caída repentina. Vio a decenas de transeúntes distraídos que siguieron caminando como si no hubiera sucedido nada. Él estaba en un micro que lo devolvía a casa después de varias horas en la universidad. Tenía los audífonos puestos pero sintió la vibración del celular y contestó. Era su hermano, que llamaba desde el hospital. La cara se le llenó de lágrimas en un segundo, mientras su hermano seguía intentando encontrar inútilmente la forma menos dolorosa de ponerlo al tanto. Vio a su padre derrumbado en la acera y empezó a sentir la ausencia de su padre. Vio cómo lo metían en una ambulancia y vio la colilla del cigarrillo que no terminó de fumar, botada a un costado de la calle, y volvió a ser un niño indefenso cuando pedía al conductor que detuviera el bus. Otro de los sitios a los que más vuelve cuando se abstrae y se pierde, las manos ablandando mecánicamente la masa: el pasillo del hospital desde donde lo llamó su hermano. Se estremecía, sentado en un sillón. Sollozaba. Nunca en su vida lo vio tan vulnerable. Le acarició la cabeza cuando llegó a su lado. Su hermano no hizo nada. Algunos minutos después un médico se les acercó.

            La pizzería cierra a las dos. Alquila un cuarto que está a un kilómetro, en una casa que comparte con una pareja de estudiantes, y suele volver ahí sin desviarse, a pesar de que en el camino hay cafés y bares. Todas las noches, antes de dormirse ve algún programa ligero o la retransmisión de algún partido importante. Son las mejores horas de su día, las que menos le cuesta atravesar.

ella

            También es huérfana. Su madre sigue vive y quizá su padre también, nunca lo conoció, ni siquiera sabe su nombre ni de dónde es, pero ella siente que no hay nada que la defina más que la orfandad. El mundo es grande y no le da miedo. Está sola y es fuerte y nada ni nadie la detendrá. No de grandes hazañas sino de hazañas pequeñas. De hazañas diminutas, de hazañas invisibles. Los demás pueden pensar que es una chica triste pero ella se siente bien. Todos los minutos son valiosos, hay aventura en todas partes. Incluso en la tienda de ropa en la que trabaja hace algunos meses. Una tienda bien abastecida, llena de prendas lindas. Las clientas habituales la saludan por su nombre, el dueño le tiene una confianza sin límites y la deja sola casi todo el día. Es marica y es alegre y ella a veces se contagia. Cuando él se pone a bailar después de un buen día, cuando llega cargado de helados que se toman sentados en la acera. Cuando le cuenta sus confidencias, cuando lo ayuda a probarse algunas prendas al final de la jornada. También cuando camina de regreso al cuarto que alquila en la casa de una anciana.

            Tiene veinte años y se ha prometido que los tendrá siempre. Que nunca envejecerá. Que nunca se dejará vencer. Tiene veinte años y se obliga a pensar que todos los días son el mejor día de su vida.

él

Se entera del concierto dos semanas antes. Teme que las entradas se hayan agotado y se detiene en la primera cabina que encuentra para llamar al número que anotó en su brazo. Demoran un montón en contestar. Esa espera es el principio de todo lo que estará obligado a hacer –sobre todo inventarse una diarrea feroz en la pizzería sabiendo que de ninguna otra manera lo dejarían libre esa noche- para estar ahí, para vivirlo en carne propia. Lo cierto es que hubiera estado dispuesto a esfuerzos mil veces mayores.

            Uno de los sitios a los que más vuelve: el día que su hermano entró en su cuarto con un disco en la mano. Tienes que escuchar esto, le dijo. Eran adolescentes y su madre no los había abandonado todavía y su padre seguía vivo. Lo puso en el equipo y permanecieron quietos los cuarenta minutos siguientes, conmovidos y exaltados y con ganas de volverlo a poner inmediatamente.

Ahora piensa en su hermano, aplastado por cuerpos que se han fusionado –como una masa- para ovacionar a la banda que en ese momento toca una de sus canciones más conocidas, subida en el escenario que no está a más de diez metros. Siente el sudor y la adrenalina, el olor a hierba impregnado en los otros, el dolor de pies, y piensa en su hermano al otro lado del mundo. Está seguro que disfrutaría del concierto tanto como él, que lo hubiera dado todo por estar ahí, fusionado en esa masa humana, de nuevo conmovido y exaltado, escuchando en vivo a una de las bandas que los ha acompañado a lo largo de sus vidas.

ella

            Lo mira de reojo. Llora o le parece que llora y eso a ella la deja fría y feliz. Y no puede dejar de mirarlo, aunque se esté perdiendo del concierto. El concierto son las sensaciones, el ruido. El concierto es la gente que coincide durante dos horas. No necesariamente ver a los músicos. Porque además no alcanza, es pequeña y la tapan. Oírlos sí. Cierra los ojos de rato en rato, deja que la aplasten. Y cuando vuelve a abrirlos él sigue ahí, bañado de lágrimas o de lo que a ella le parecen lágrimas y quizá sólo sea sudor. Sudor propio y ajeno. Sudor de cientos de personas que muy lejos unos de otros, en vidas abismalmente diferentes, sintieron cosas parecidas al escuchar esa música que ahora suena. Y la canción termina y todos se vuelven locos y empiezan a empujarse. La masa humana la aleja de él, lo ve cada vez menos cerca, en tres o cuatro segundos se acentúa la distancia que los separa, hace un momento nada, ahora tres o cuatro metros. Forcejea, intenta acercarse. Se escabulle. Empuja. Pero es imposible volver.

yo

            Si se conocieran, si llegaran a hablar, si esa noche se vieran a los ojos por primera vez, nunca más en la vida volverían a separarse. Habría peleas y discusiones, alejamientos de uno o dos días, discordias pasajeras y días sin entendimiento, pero en general serían muy felices juntos. Más felices de lo que creen posible y más felices de lo que yo mismo creo posible. Luego de unos meses ella se embarazaría y a ese niño le brindarían un amor infinito. Y un año después ella volvería a embarazarse y a ese segundo niño le brindarían el mismo tipo de amor. Crecerían los cuatro y los años serían dichosos y se prometerían no repetir jamás los abandonos de sus padres y la aventura que para ella es la vida sería una aventura común. Y siempre les hablarían a sus niños del lugar en el que se conocieron y también les harían escuchar los discos de la banda una y otra vez, si llegaran a hablar en ese concierto al que no le queda más de media hora, si él se diera cuenta que ella no deja de mirarlo, si ella pudiera resistir las fuerzas que la mueven a pesar suyo, los desplazamientos a los que la somete la avalancha. Nunca volverán a encontrarse si no es entonces. Unos años después ni siquiera seguirán viviendo en la misma ciudad. Nunca volverán a encontrarse y basta que él gire la cabeza y vea su mirada y sienta lo que ella está sintiendo, esa cercanía inexplicable, esa conexión entre sus vidas gemelas y paralelas. La banda empieza a improvisar, en el concierto. En este cuarto que alquilo para encerrarme a escribir, ahora mismo, también los escucho. Pero pronto será hora de partir, porque alguien me espera en el café que está del otro lado de la calle. Apagaré el equipo, haré que la música cese, y también apagaré la computadora. Cerraré con llave y bajaré las gradas apresurado. Son cuatro pisos de un edificio viejo. Alguien me espera en una mesita del café que está del otro lado de la calle. Saldré y cruzaré esa calle. Y ella me verá entrar y sonreirá. Y yo también sonreiré y nos abrazaremos. ¿Hasta cuándo la querré? ¿Hasta cuándo me querrá? Quizá le cuente del nuevo cuento que estaba escribiendo, uno nuevo después de tanto tiempo, un nuevo cuento que dejé en suspenso, porque el amor es difícil de escribir y porque casi siempre se mancha demasiado rápido o demasiado lento, o quizá prefiera no decirle nada y hablemos de cualquier otra cosa. Del clima o de los atentados más recientes o de la consistencia de los croissant que pediremos. Apago el equipo de música, apago la computadora. Cierro con llave y salgo.

él

            Son las dos de la mañana y camina. No quiere tomar un bus, no quiere bajar al metro. Así alarga el concierto, de esa manera lo prolonga por la ciudad. En la primera cabina telefónica que ve no piensa nada. En la sexta ya está decidido a llamar. Lo despertará, le contará dónde acaba de estar. Mete dos monedas y marca. Unos segundos más tarde escucha su voz rasposa. No se anima a decir nada, cuelga poco después.

            Otro sitio recurrente: cuando arreglaban el asunto de la herencia y descubrió que su hermano lo estaba estafando. Las discusiones y peleas y los puñetes en la cara y las patadas en el suelo y el llanto. Las disculpas recurrentes no sirvieron de nada. Cuatro meses después él se fue del país, sin nada de lo que le correspondía. Podría llevar una vida acomodada ahora. Pero vive como pobre. A propósito. Es una vida prestada que se merece. Es una vida prestada más justa para su forma de ser. Desde la muerte de su padre, además, ya no tiene a quién decepcionar.

            Al día siguiente no vuelve a la pizzería. Se la pasa caminando por la ciudad, recordando segundo a segundo el concierto. En algún momento, por la tarde, entra a ver un show. Son cabinas aisladas, nadie puede molestarlo. La mujer no lo ve. Se desnuda lentamente pero no sabe para quién. Se contorsiona, se mueve, se echa en el suelo y abre sus piernas. Él intenta descubrir cómo se llama la mujer. Sólo viéndola. Quizá Verónica. Quizá Mariela. Quizá Ximena o Karen o Jazmín.

ella

            No piensa en su madre ni en las adicciones de su madre. No piensa en los rasgos imposibles de su padre. No piensa en sus veinte años perpetuos ni en la maravillosa sensación de libertad de todo el tiempo. Piensa en el desconocido del concierto. Piensa en él mientras se toma un jugo de frutas en una plaza a la que va a veces después del trabajo. Piensa en él por última vez antes de olvidarlo para siempre. Está sola y le gusta. Parece triste pero no lo está. Es huérfana. Es fuerte. Nada le detendrá nunca. Y sorbe del jugo y hay aventura en el sabor que se le impregna en la boca, en el olor punzante, en el ruido de una tarde que se acaba. Mira a los demás, a las familias y a las parejas y a los niños de las parejas, y piensa por última vez en su vida en el desconocido del concierto, en lo que cerca que se sintió de él, en la necesidad que tuvo de abrazarlo. La marea humana le impidió regresar y cada vez lo vio más lejos y él nunca se volteó y ésta será la última vez en su vida que piense en él. Sus gestos se le borrarán o se le confundirán con los de otros desconocidos, ya no sabrá reconocerlo si se lo encuentra. Le da un último sorbo al jugo y bota el vaso de plástico en un basurero que está a más o menos un metro. El vaso golpea en el borde y cae dentro. Ella se queda quieta durante algunos segundos, ya sin pensar en nada, con la mente completamente en blanco, colgada, o quizá pensando nada más en el vaso golpeando el borde del basurero, y luego se levanta y comienza a caminar.

él

            No puede dormir. Se mueve en la cama, se acomoda de una forma y luego de otra. Ninguna funciona. Desiste y enciende la televisión. No está seguro si regresará a la pizzería, no está seguro si regresará a las cabinas de las mujeres que se quitan la ropa al otro lado de vidrios donde extraños las observan con lujuria o asco, no está seguro si algún día regresará a su ciudad. Se echa de una forma y luego de otra y cambia de canales hasta llegar a un partido de fútbol. Un jugador diminuto se desmarca por la punta y hace un centro perfecto que uno de sus compañeros conecta con un cabezazo poderoso. Piensa en las vidas de los jugadores, en la complejidad y en la simpleza de esas vidas. Piensa en la voz de su hermano, al otro lado del mundo, y en el concierto en el que le hubiera gustado tenerlo al lado. Piensa que tiene hambre pero que le da flojera ir a prepararse algo. Piensa en el pasado y en su manía de volver una y otra vez a determinados momentos. Piensa en los momentos del presente que se le quedarán grabados y a los que volverá en el futuro y piensa que ninguno de esos momentos tendrá la fuerza o la convicción necesarias para sobrevivir. Con esos pensamientos y con el rumor del partido de fondo se va adormeciendo poco a poco. Después de diez minutos, al fin, se queda profundamente dormido.

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Cochabamba, Bolivia, 1981.
Ha publicado el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. En el 2007 como uno de los 39 escritores menores de 39 años más representativos del continente para participar del evento Bogotá39. Textos suyos han sido incluidos en diversas antologías de literatura latinoamericana publicadas en Bolivia, Colombia, Estados Unidos, México, Perú y Venezuela, entre ellas la presentada por la prestigiosa revista norteamericana Zoetrope:All-Story, de Francis Ford Coppola. Ha merecido en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra y en 2008 el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana.