Caminos inversos

1 agosto, 2023

Me voy a España, a tu terruño. Ahora que ya no estás, tengo que irme, abuelo, y es curioso que hoy siga tus pasos de forma inversa. Me aferro a no temblar y a no titubear tal como me enseñaste, pero los ecos de tus palabras se me escapan mientras espero la hora de partir.

Miro la playa por última vez, pero no la reconozco: esa ya no es la arena que pisé los primeros años de mi vida. Los colosales bancos de sargazo la han tintado de un color parecido a la sangre seca y el Caribe huele a podredumbre, a tumbas abiertas. Aquí ya se han habituado al olor. Yo no quiero acostumbrarme.

El gobierno y la policía quieren convencerme de que mis familiares y amigos pueden desaparecer de la faz de la tierra sin previo aviso, como si fuera parte de la vida. Algunos se lo creen y viven así, no se complican la existencia. Rehúso vivir con esa consigna a la espalda.

Por eso me voy, abuelo. Por eso.

De camino al aeropuerto nos encontramos con una de esas refriegas a pistoletazos, cuernos de chivo y camionetones blindados bloqueando la calzada. Agáchense, dice el taxista. Se orilla al arcén, acciona el freno de mano y también se ovilla en su asiento con las manos entrelazadas a la nuca. Lo hace con una tranquilidad pasmosa, como siguiendo un protocolo, un simulacro muchas veces llevado al pie de la letra. Abuelo, me niego a adoptar esa parsimonia emparentada con la muerte. El tableteo de aquellas armas va menguando ante el aullido de sirenas y rechinidos de neumáticos. Ni un solo grito allá afuera. Mi madre solo comenta ante todo aquello: Ojalá lleguemos a tiempo a tu vuelo, mijo, no queda mucho. El taxista atisba por el parabrisas, dice un lacónico Ya está y se incorpora al carril. Al avanzar, un tremor metálico bajo las llantas me saca del espeso letargo: es el clac-clac-clac de los casquillos regados sobre el pavimento.

Llegamos a tiempo y documento la maleta sin mayores complicaciones. Entonces mi mamá saca de su bolsa un bolillo pal susto y me lo tiende; siempre los carga para sobresaltos así. Aún huele al horno donde los hace, y sin pensarlo, le doy una mordida. La ansiedad pasa a cada bocado que degluto, el pan se asienta en el estómago rugiente, lo estabiliza, respiro… ya está, abuelo, ya está.

Me llamas cuando aterrices, mijo.

Sí, mamá, te lo prometo.

Reviso mis bolsillos antes de pasar el control de seguridad: pasaporte, un boleto de ida y unos miles de pesos transmutados en cientos de euros. Solo con ese desigual cambio de moneda ya me siento más pobre e inseguro. Pero es raro, con el boleto de ida me ocurre lo contrario; tal es mi aplomo que ignoré los comentarios de que me iban a regresar, a meter en el calabozo y cosas así. Estuve a punto de responder que el supuesto riesgo era preferible a que mi foto apareciera en los diarios con la leyenda de DESAPARECIDO, ¿LO HA VISTO USTED? AGRADECEMOS INFORMACIÓN. Ser una sombra sin cuerpo ni lápida, una especie de gas vagando en lugares donde no llega nuestra imaginación. Un amago eterno de que un día el desaparecido llamará a la puerta y se reunirá con los suyos. Esa no sería vida para los míos, ni para nadie, abuelo, lo sabes bien.

No tiembles. No titubees, chamaco, así me decías, abuelo, y con ese mantra bajo del avión en Barajas. Es mi turno y el agente revisa mi pasaporte. Espero sus preguntas: el billete de vuelta dónde está, alguna carta de recomendación sellada por la Policía Nacional si es tan amable, si no es así, oferta de trabajo o un extracto de cuenta bancaria (con muchos más euros de los que llevo conmigo), por favor.

Pero el agente sella mi pasaporte, dice un automático Que tenga un buen día, y es todo. Yo mismo me pregunto, ¿es todo? Pues sí, abuelo, es todo. No titubeo, no tiemblo, agarro mi maleta, sonrío al agente y sigo mi camino hacia la salida. Advierto que en otra fila de llegadas sí que hay oficiales revisando equipajes con diligencia, escaneando papeles y haciendo preguntas específicas a los pasajeros sobre sus motivos de viaje. El sol de aquella mañana relumbra en las puertas automáticas que se abren a mi paso. Respiro.

Abuelo, ya estoy aquí, en tu tierra.

Dejo mi maleta en la pensión y me lanzo a dar vueltas sin rumbo fijo por Madrid. Aprendo la dinámica del metro, me dejo deslumbrar por la urbe, mirando con indiferencia a las gitanas que quieren leer mi suerte en el Retiro y que me lanzan maldiciones cuando entienden que no les voy a dar una moneda. Me hace gracia encontrar un altar de muertos en el Museo de Antropología. A juzgar por lo poco que he visto, aquí no se han enterado muy bien de que mi ciudad (todo mi país) es un altar gigantesco rebosante de ofrendas, de calaveras, de velas que se apagan. Todo lo ven por las series de televisión que romantizan las balas que a mí sí me han pasado de cerca. Los envidio. Aunque la guerra no es desconocida para tus compatriotas, el tiempo se ha encargado de ir lavando las heridas, ha desdibujado la alargada sombra del generalísimo que tanto odiabas, abuelo.

En el Instituto Cervantes me encuentro inesperadamente a Ramón. Hay un espectacular que lo presenta en la entrada.

Recuerdo tus historias, abuelo, de cómo llegaste a México cuando terminó la Guerra Civil y la dictadura franquista cerró las fronteras. Si la ocasión se presentaba me contabas con detalles cómo habías logrado escapar en un barco junto a otros refugiados, y cómo entre ellos conociste a Ramón. Te caía bien este señor. Decías que escribía cosas muy buenas, que era un hombre muy ingenioso y como tú, odiaba al generalísimo y el teatro que se había montado.

Y ahí estaba Ramón el exiliado, escritor que llegó a México a publicar y a fundar una editorial, a dejar una huella. Es tu mismo Ramón, abuelo, sus fotos están expuestas junto a toda su obra en el pequeño museo del Instituto. En una de ellas apareces a su lado, jovencísimo, casi niño, con una camisa y un corbatín que, aunque desgastados, te dan un toque innegable de elegancia. Eres el mismo, aunque al final lucías calva, gafas y arrugas, pero la media sonrisa tan enigmática que te conocí cuando nos contabas sobre tus inicios en México, ahí estaba plasmada en el adolescente de la foto. Absorto en la imagen, respingo cuando una guía se acerca y me pregunta si quiero saber más de Ramón. Le digo que sí y la escucho o aparento escuchar porque tu imagen en aquel barco junto al ilustre escritor es lo único que me llevo de ese sitio.

Abuelo, lo sabías bien: una guerra que no es guerra, nuestra gente desapareciendo, el sargazo que se acumula y su podredumbre, todo eso ha creado a los nuevos exploradores de este siglo, nos empuja a cruzar el Atlántico a una aventura que no queremos, a futuros mejores que no deberíamos necesitar (pero los necesitamos, para qué hacernos tarugos). Por más que le busquemos, esa es la realidad.

Paso por el Santiago Bernabéu y miro en uno de sus accesos un poster de Hugo Sánchez haciendo el gol de su vida en ese mismo estadio. Yo era muy pequeño cuando pasó, pero recuerdo cómo te habías emocionado, abuelo; no eras madridista, pero Hugol te encandilaba. Mientras yo hui de una guerra él se enroló voluntariamente en una, decías. Le gritaban indio pata rajada, lo bañaban en cerveza y abucheos. Pero nunca se achantó, nunca vaciló, y la España que lo vilipendió terminó ovacionándole «torero, torero». Lo que nadie se atrevía a hacer en su época él lo consiguió, decías. Sí, abuelo, él lo consiguió en estas mismas calles que ahora camino, él ganó sus batallas.

Todavía pensando en Hugo, no me percato que la poderosa inercia de un torrente de personas me empuja por Callao. Hay una manifestación de latinoamericanos en Sol. Gritan consignas, exigen, cantan, bailan al son de caracolas y tamborcitos. Con sus pancartas llenas de banderas de México, Perú, Bolivia, Honduras y otras más, así me entero de que, derivado de ecos de nuestro gobierno, España tiene que pedir perdón a los pueblos indígenas conquistados y sometidos cinco siglos atrás, y por ende a los países que conformaron el imperio más grande de su época. El rey, la Moncloa, las infantas, Raphael y Julio Iglesias, todos estaban obligados a arrodillarse y a pedir perdón. Caigo en la cuenta de que es doce de octubre; vaya forma de iniciar el periplo, abuelo.

Una chica inmensa con la playera de la selección peruana invade mi espacio, me embarra sus lonjas preguntándome si soy de México, güey, y sin esperar mi respuesta me abraza y me entrega unos panfletos. Huele a sobaco, a restos de comida sin digerir. Un gordo bigotón vestido de charro me tiende una lista con una pluma para que rubrique las proclamas y exigencias de la «comunidad latina». Cometo mi primer error diciéndole a aquel paladín de los pueblos oprimidos que no estoy interesado en lo que sucedió hace cinco siglos, que nuestra realidad es otra, que España es otra y yo no soy mexica ni maya cruzoob. Tenemos que superar la Conquista, le digo. El charro me mira azorado. Me grita Entonces no eres de los nuestros, eres un hijueputa malinchista, un agachupinado que deja que sobajen a su país. Me empuja y hace señas a unos tipos vestidos de zapatistas con sombrerones, cananas cruzadas y rifles de plástico. El corro principal me rodea y me interroga con gritos señalándome como un infiltrado, alguien que quiere reventar su legítima manifestación. Que si soy un traidor doble racista (no sé qué significa esto), que para quién trabajo, si para Vox o Abascal; todo esto me suena a chino porque no trabajo para nadie aún. Mis razones de que acabo de llegar, de que solo quiero estar en paz, que tú, mi propio abuelo, fuiste español, nada de eso les conmueve. Me empujan como una pelota, estoy atrapado en un círculo infame que me empieza a escupir y a aventar cosas. Algo me golpea en la mejilla. Estoy aturdido, no entiendo nada, qué he hecho, abuelo. Intento salir de ahí, pero un pelirrojo lleno de tatuajes me corta el paso. Va vestido solo con un penacho de plumas de ganso y un taparrabos de cuero. En las manos lleva una lanza con punta de obsidiana, y sin decir agua va, con ella me da un piquete en el brazo. Suelto un Chingadamadre de puro reflejo. Sangro, y eso parece enardecerlo más. Me tira al piso con un grito de guerra y me pone la lanza sobre el cuello. Un cántico de «pu-to, pu-to, pu-to» se alza sobre nuestras cabezas. El rostro desencajado y pecoso del pelirrojo, los ojos tintados de sangre, su olor a alcohol, todo me dice que voy a morir ahí. Aprieta mi manzana de Adán y empiezo a ahogarme. Solo veo suelas de zapatos y huaraches atizándome por todo el cuerpo. Un olor a sargazo podrido me hiere la nariz. Los gritos de pu-to, pu-to, pu-to se van apagando en mi cabeza.

Abuelo, esta guerra la he perdido el primer día, y sin fusil. He fracasado sin comenzar siquiera. Te he fallado, les he fallado a todos.

Alguien interviene, de otra forma habría muerto en sacrificio. Ese alguien alza los brazos, grita con un claro acento español y rompe la armonía del cántico de puto-puto-puto que se acalla hasta quedar en murmullos, algunos de sorpresa. Es una chica. Sus rizos castaños se le derraman hasta la cintura. Lleva un vestido tan blanco que relumbra por el reflejo del sol y su blancura ondea sobre mí. Estoy tan aturdido que esa imagen solo me hace pensar que tu España, abuelo, se había corporeizado para defenderme y ponerse entre mis ejecutores y el suelo áspero y caliente de Sol bajo mi espalda. Quiero ponerme de pie, pero estoy tan pasmado como aquellos manifestantes.

Los sonidos del mundo se hacen nítidos de nuevo y las palabras de la chica resuenan con viva fuerza: «Dais vergüenza, dónde quedó la hermandad, la humanidad, no veis lo que hacéis». Sus aspavientos echan para atrás a la turba. Los zapatistas se aferran a sus rifles de mentira y los empuñan como crucifijos ante la muchacha. El pelirrojo amaga con la lanza para saltar sobre ella. Le grita Gachupina pendeja y otras cosas peores, pero su tono ya está contaminado de un miedo irracional que se ve que ni él mismo alcanza a comprender. Ella y yo hemos roto algo en esa plaza, y el pelirrojo, el charro y los zapatistas lo saben bien.

Infinidad de altavoces y sirenas de la policía desgarran la pesada atmósfera y se agolpan en Sol. La chica me da la mano, apenas atino a tomarla, pero ella tironea y me levanta como si fuera un muñeco. Corro, aunque mis pies se mueven con la pura inercia. La manifestación se quiebra y sus integrantes se desbandan, algunos chocan con la policía. En toda aquella confusión alcanzamos una de las callejuelas adyacentes y nos escondemos tras unos contenedores de basura. Descubro mi rostro caliente y húmedo. Sangro. La chica saca algo de su bolso: un bolillo pal susto, pienso con el cerebro todavía embotado. Pero no, es un suéter.

Límpiate con eso, rápido, me dice, y su voz aún me parece lejana. Obedezco y me froto el suéter por la cara. Un aroma tenue se cuela por mis fosas nasales. Es el olor de su piel impregnado en la tela. Aquello me hace reaccionar.

¿Por qué me ayudas?, le pregunto, y siento mi boca como si la hubieran atiborrado de algodones. Mi voz también la escucho lejana. La chava me mira y descubro en sus ojos una determinación que me gusta casi en seguida, y responde con tranquilidad: Esos gilipollas te iban a matar. De su bolso saca una curita y me la pone donde el objeto me había golpeado. En el piquete del brazo me aplica otra. Hasta me había olvidado de las heridas. Reviso mi bolsillo y tiento mi pasaporte, aliviado. Hurgo en el otro y una punzada me atiza el estómago: mis euros, todo mi capital ha desaparecido.

*

¿De verdad eres de Cancún? ¿Cancún, el sueño de los turistas?
La chica me confirma que no tiene mucha idea de lo que pasa en mi ciudad. El Retiro empieza a refrescar y el sol se oculta en la infinidad de sus árboles.

Bueno, ese es uno de los cancunes, el más conocido. Hay otro del que huyo… y todo para encontrármelo aquí, respondo con un regusto amargo en la lengua. Ella hace un mohín que me hormiguea en el pecho. Eso es una tontería. Madrid vale que es así, pero yo soy de Cádiz y allí en el sur todo es diferente. Tuve que venir aquí porque estudio Letras, dice.

Le hablo de Ramón y se le ilumina la cara. Me cuenta que hace poco estudiaron a Ramón en la universidad. Su obra le parece interesante. Es verdad que fue un exiliado, pero de alguna forma ya lo era aquí en su país, dice. ¿Sabías que cuando llegó a Madrid a los diecisiete años pasó meses durmiendo en bancas del Retiro? Se lavaba en las fuentes y se iba a duchar al Ateneo, allí leía y escribía.

Niego con la cabeza. Esos detalles no los mencionaban en la exposición del Cervantes. Sin mis euros, pues mira lo que son las cosas, abuelo, voy a tener que plantearme una rutina parecida a la de tu amigo.

Nos decimos nuestros nombres. Ella sonríe y el hormigueo vuelve cuando dice que se llama Julia. Pero es una sensación bonita, abuelo. Su acento sureño me parece un bálsamo para todo lo que había pasado ese día. Mucho gusto, alcanzo a decir, pero en seguida me arrepiento de decirlo, como si nos presentáramos recién. Siento la cara caliente. La verdad, nunca he tenido suerte con las mujeres, lo sabes, abuelo. El gesto que hace contrayendo los labios regresa, empieza a serme familiar. No parece haber malicia en su gesto y eso me tranquiliza.

¿Y de qué Cancún huyes? Su pregunta, aunque la esperaba, la plantea de una forma directa, cruda. No tengo más remedio que responder igual: Del que desapareció a mi abuelo.

Julia vuelve a hacer ese mohín que le esculpe dos hoyuelos en las mejillas.

¿Lo asesinaron?

No sé si está muerto, pero he decidido tenerlo cerca de mí, llevarlo conmigo. Es mejor a que vague por ahí solo. A mi lado estará bien, supongo.

Julia me mira fijamente. No sé si entiende lo que le digo. No hay tristeza en sus ojos, ni siquiera un gesto de comprensión. Más bien es una sorpresa que intenta disimular. Solo dice: Es una buena razón para dejar todo atrás.

Las farolas se encienden, iluminando los árboles. Apenas pienso en lo que ha dicho: dejar todo atrás. Evito abandonarme a esa idea, es para mí un desgaste inútil. Tú decías que hay que aferrarse al presente con uñas y dientes. Sin dinero ese presente se tambalea, abuelo, pero prefiero pensar que Julia y sus mohínes hacen todo más interesante, más vivo.

Le empiezo a dar las gracias por su ayuda, trato de no tartamudear, y en esa concentración para no decir estupideces no me percato de que Julia ya no hace mohínes. Me está mirando fijamente. Se muerde el labio inferior. Su cara ha mutado en un instante, ahora crispada y enrojecida.

Yo era quien debía reventar esa manifestación, ¿sabes?, me suelta sin más.

Parece que no escucho bien. El jet lag o el zarandeo en Sol me ha dejado tarumba o es que la realidad se ha partido desde mi llegada aquí. Tu tierra me es enigmática, abuelo, y se pone más extraña conforme pasa el tiempo. Julia me mira desafiante, esperando una respuesta, una grosería, pero no sé qué responder. Un vientecillo transporta el olor de su piel hasta mí, el mismo que había sentido en su suéter. Ya sé lo que es, es aroma a bolillo recién salido del horno. Llegamos a la orilla del estanque. Julia apoya las manos en la baranda y echa la cabeza hacia atrás. Sus rizos parecen moverse a voluntad. Ella es la que ahora balbucea, la que trata de no derrumbarse junto a aquellas palabras desarticuladas que caen como escombros: Me gano unas perras con eso, ¿vale? Me ayuda a pagar el alquiler.

La atajo: ¿Cómo es que tú la ibas a reventar? ¿Eres de grupos de choque o algo así? Solo mencionar aquello hace que se me revuelva el estómago; un México que precisamente no quiero recordar me inmoviliza, me deja frío. Abuelo, ¿qué está pasando? Espero a que Julia hable, está rojísima y los ojos le brillan.

A ver, tomo fotos con el móvil, identifico a los cabecillas. Reporto y me coordino con otros para dar la orden, entonces entra un provocador profesional y cerramos la trampa para que los antidisturbios vayan a por los importantes.

La miro a los ojos, furibundo. Julia despega las manos de la baranda, da un pequeño paso hacia atrás.

Entonces por qué chingados me ayudaste, no entiendo nada.

Iba a dar la orden cuando te vi. Creí que te iban a matar, tuve miedo. Es una gilipollez todo.

Descubro su cara arrasada en lágrimas, está temblando incluso. La furia se me pasa al verla arrebolada, con sus rizos reflejando las últimas luces de la tarde.

Pero ya da igual. Estoy fuera.

Tengo unas ganas inmensas de abrazarla, de oprimirla fuerte. De repente me asalta un miedo atroz a perderla. Solo atino a preguntar: ¿Y cómo pagarás el alquiler? Sonríe, se limpia las lágrimas. Esa media sonrisa me recuerda a ti, abuelo.

Ya veré qué hago. Igual me abro una cuenta de Only Fans y subo fotos mías calentorras, las pagan bien.

Te puedo compartir mi banca de parque si quieres. No seré como Ramón, pero por algo se empieza.

Ella intenta reír, y sus intentos ya me parecen fabulosos. Saca un pañuelo del bolso, se suena la nariz. La miro, y creo que trato de sonreír, de parecerle una buena oportunidad o qué se yo, pero lo intento. No sé qué batalla es la mía, abuelo, pero si Julia está cerca, si tengo su aroma a bolillo recién horneado conmigo, creo que tengo más probabilidades de salir victorioso. Y mira, ya no sé si lo que busco es salir victorioso, dejémoslo en que Julia esté aquí. Ayúdame a no titubear una última vez abuelo, que mis siguientes palabras sean las que ella necesita para quedarse a mi lado, al menos hasta que me encuentre contigo otra vez, en la eternidad.

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Cancún, Quintana Roo, México, 1981.
Narrador, articulista. Maestría en Creación y Apreciación Literaria por el IEU Puebla. Consultor en el documental Entre dos mundos (2012), coproducción española con TV UNAM y con difusión de National Geographic. Articulista para la Revista Pioneros, publicación historiográfica de Quintana Roo (2011-2015). Su ensayo Un acercamiento al estudio y análisis de la joven literatura en Quintana Roo fue incluido en la Revista Temas Antropológicos de la UADY (2015). Ganador del Premio de Narrativa Breve del Certamen Jóvenes Creadores (Ávila, España, 2017). En México fue incluido en Sureste, antología de cuento contemporáneo de la península (Ficticia, 2017) y la revista Gaceta del Pensamiento le publicó una antología propia de cuento, El gato sobre el féretro (2018). Publicó en España su novela Terra incognita (Tandaia, 2019) sobre Gonzalo Guerrero, el mestizaje y la conquista de Yucatán. Es miembro del CAL, Centro Andaluz de las Letras.