Erick Blandón
Erick Blandón

Romanos 6:23

3 junio, 2019

La mañana que llevaban el cuerpo sin vida del muchacho echando espuma por la boca un jardinero dijo que al parecer se había tragado unas pastillas de esas grandes como las que se usan para matar gorgojos en los depósitos de frijoles. Alguien hizo notar que su madre, al acomodarse con sus pequeñas hijas en el asiento trasero del vehículo de los paramédicos se movía como sonámbula sin decir palabras ni derramar lágrimas. “No es fácil ver morir a un hijo en plena mocedad”, suspiró una vecina con acento peninsular.


La mañana que llevaban el cuerpo sin vida del muchacho echando espuma por la boca un jardinero dijo que al parecer se había tragado unas pastillas de esas grandes como las que se usan para matar gorgojos en los depósitos de frijoles. Alguien hizo notar que su madre, al acomodarse con sus pequeñas hijas en el asiento trasero del vehículo de los paramédicos se movía como sonámbula sin decir palabras ni derramar lágrimas. “No es fácil ver morir a un hijo en plena mocedad”, suspiró una vecina con acento peninsular. “Esa mujer ha de estar destrozada por dentro”, añadió otra. “Sobre todo porque el cipote se tragó las pastillas en la madrugada después de gritonearse con ella”, el retintín vidrioso de cada una de las palabras dichas por la cocinera de la casa de enfrente atragantó a los curiosos que a duras penas pudieron articular con gestos su líbranos Señor. El grupo se fue dispersando mientras se alejaba el van de los forenses llevando el cadáver. El hermano del templo se quedó solo parado en la acera viendo al suelo por un largo rato. El sereno del profesor Mc Duffie volvió a su esquina y desde allí contempló la desolación de aquél, que después de cruzar unas palabras con un agente entró a la casa precintada para salir casi de inmediato con un maletín en la mano, escrutó los cuatro puntos cardinales como quien busca un claro entre los nublados del día, al fin se fue cabizbajo por el mismo rumbo que se había ido el van. Más tarde se supo que el jovencito iba a ser enterrado en el pueblo donde viven sus abuelos para lo cual los conmovidos vecinos organizaron una colecta de dinero que estuvo a cargo del sereno. La mujer regresó con las hijas al cabo de tres meses, apenas si salía para barrer la cuneta y hasta dejó de acudir al culto y cantar sus loas en voz alta. Mantenía la casa a puerta cerrada, aunque las niñas iban y venían a los patios de la cuadra a jugar con otras de su edad. Del hermano del templo nadie volvió a saber nada. La calle extrañaría los gritos y andanzas del muchacho, en tanto la gente trataba de poner en claro lo que había ocurrido.

El profesor Mc Duffie no fue ajeno a las especulaciones y también se puso a atar cabos auxiliado por el murmullo de los correveidiles que le llegaba de afuera gracias al buen servicio del sereno, pero esta vez no lo movía su afición a desenmarañar los hilos de las urdimbres policiacas. Sentado en su poltrona de hacer la siesta detrás de la celosía y con la mirada perdida en el penacho de una palmera real puso a trabajar su imaginación sobre lo que pudo haber pasado siguiendo al pie de la letra la recomendación hecha por su nieto cuando conjeturó un final para la tragedia que él no pudo ver venir y que quizá se habría podido evitar si no hubiera antepuesto al altruismo el celo por su privacidad familiar. Para dar con el error fatal en el que pudo incurrir el pequeño, a lo mejor intentando corregir un hecho imposible de enmendar, necesitaba revisar en su memoria algunos fotogramas claves que le permitieran extraer la hipótesis del móvil. Así reconstruyó las conversaciones de la tarde en que de manera inesperada recibió la visita de la mujer que invocaba auxilio en nombre del Verbo. Evocó con exactitud el sonido de los pasos que ascendían por las gradas del portal y la suave pero resuelta voz que lo distrajo de su atenta lectura mientras se refrescaba en el porche con la brisa norte que sopla del lago.

─Buenas tardes, perdone que lo moleste profesor Mc Duffie, yo necesito hablar con usté.

Apartó su vista del libro y vio, parada frente a él, a la vecina que vivía en la tercera casa de la acera opuesta a su predio y de quien apenas sabía que era una joven, viuda, madre de las tres criaturas menores de trece años, que con frecuencia jugaban a la pelota en la esquina con los otros críos de Las azucenas, donde de muchas maneras era visible su incompleta pertenencia a la comunidad formada en su mayoría por medianos hacendados, tecnócratas o profesionales especializados, en cuyos amplios chalés el cuido y confort eran notorios. El modelo de casa donde ella vivía era el más modesto, sin verjas ni cercas, y con la parte exterior cubierta por una grama ansiosa de riego.

–Ninguna molestia, señora, pase, tome asiento por favor –respondió señalándole una mecedora al tiempo que con cuidado colocaba en la mesa de centro un inmenso volumen en el que destacaba en letras rojas el nombre de Marcel Proust y una reproducción full color de La Loge de Renoir en la cubierta con la dama dejando ver su esclava de oro al tiempo que, distraída, sostiene sobre el pasamanos sus impertinentes dorados y en su rostro se dibuja una leve indiferencia como si no le importara la mirada de la gente que la observa desde el patio de butacas mientras a su lado el caballero, tomándolos con el índice y el pulgar de la mano izquierda para que a la vista del público quede expuesta la preciosa mancuernilla de su blanco puño, enfoca sus gemelos hacia los balcones de más arriba; de manera que se podía no leerlo y por la ilustración adivinar que el libro estudia el chismorreo entre aristócratas y trepadores.

La mujer se sentó en el borde de la silla, y haló la parte baja de su ancha y larga enagua a la que echó un vistazo para asegurarse de que le cubría hasta los tobillos. Luego se tomó las dos manos y las puso contra su pecho, haciendo descansar los codos en los brazos de la silla.

–No sé si usté sabe que yo enviudé hace un año y medio, y que vivo gracias a la ayuda de mis suegros, y que ahora, por la bondad de mi iglesia que me hizo un préstamo, he puesto un pequeño cibercafé, no pago casa porque al morir mi marido me convertí en propietaria. Vestía con sencillez y sin preocupación por la moda o el acicalado del cabello y la cara, procuraba evitar el contacto visual, así que viéndose los pies hizo una breve pausa y aspiró antes de terminar de presentarse. Su vocabulario revelaba una escolaridad precaria, pero su educación no carecía de las normas básicas de urbanidad.

–Desde que le abrí las puertas de mi corazón al Verbo yo vivo en la gracia del Señor mi Dios y el pecado se alejó de mí.

Para el profesor Mc Duffie, un humanista librepensador, jubilado de Columbia College, ella era casi una desconocida, sabía que no profesaba la religión católica, porque según el sereno, sus niños no participaban de las celebraciones organizadas por las familias devotas, en las que se regalan juguetes y golosinas a los pequeños, como en los rezos de la Purísima, la Novena del Niño, o la Fiesta de Reyes. Era, vamos, lo que, en estos tiempos de corrección política, la Iglesia de Roma ha dado en llamar “hermanos separados”. Llevaba una vida sobria y casi no se le miraba salir, como no fuera con sus hijos los domingos temprano, camino del culto. A veces, a su casa venían grupos pequeños de personas para hacer oración o lecturas del Antiguo Testamento; y había sido vista en uno de los templos que proliferan en los caseríos de las afueras del valle, donde instalan varios de esos aparatos cuadrafónicos a decibeles despiadados que perforan los oídos del mismo Dios de los cielos. El profesor Mc Duffie, que descreía de las doctrinas que sujetan al individuo a una única verdad, había tenido que padecer, aunque sin altoparlantes, la infatigable entrega de la vecina a la causa de la salvación del alma; pues la oía cantar himnos matutinos, elevando la voz arriba de las azoteas, sin compasión por la cuadratura o la armonía de los tonos.

Es cierto que la destemplada solista alteraba los oídos de los moradores de la mitad de la cuadra; pero sus alabanzas los impulsaba a sacudirse la modorra y a salir con sus herramientas de jardín para esperar que cesara el ritual del canto, cruzándose miradas y alzando las cejas en señal de fastidio resignado, mientras cortaban las flores viejas del jazminero, o con un machete desramaban las adelfas o reunían las hojas secas que después depositaban en la carretilla. El profesor Mc Duffie simulando no enterarse pasaba la podadora por el césped, como si pretendiera disuadir, con el rugido del motor a gasolina, el férvido ejercicio de la viuda. Pero esa tarde vio y oyó a la mujer proclamar su credo con las enseñanzas bíblicas citadas a ciegas, sin mucho rigor textual y mezclándolas a veces con desperdigados fragmentos de discursos no cristianos y con un dejo que evidenciaba su origen rural. Se mantuvo sereno en su silla mostrándose atento a las palabras de la visitante, aunque empezaba a sospechar que aquella charla no tendría un largo recorrido; porque se vería forzado a echar mano del razonamiento falso con que solía defender su agnosticismo sin herir a quienes se le acercaban en plan proselitista, diciéndoles que podía entender las opciones religiosas de los demás, pero que él seguiría siendo fiel a la doctrina católica en la que había crecido y que nada ni nadie lo movería de esa roca. Sin embargo, pronto se dio cuenta de su error porque ella había ido a visitarlo por otras razones muy diferentes.

– A mí me dijeron que usté tiene habitaciones que no ocupa –prosiguió, casi sin respirar y levantando un poco la vista, que fijó casi a la altura de la barbilla del profesor Mc Duffie− yo quería ver si estaría dispuesto a alquilar una de ellas. Es para un hermano del templo que, como yo, aceptó al Verbo; es técnico en computación, y un hombre que sabe que el error viene con la desobediencia de querer seguir un camino que no es el de las leyes de Dios.

– ¡Nosotros no alquilamos piezas, señora! La interrumpió algo sorprendido y con suma discreción.

–Vea…. Déjeme explicarle. El hermano de quien le hablo ha estado viviendo en mi pequeña casa desde hace unos dos meses; me ayuda a administrar el negocio, pero cuando mis suegros se dieron cuenta vinieron a decirme que como viuda yo no podía tener a un hombre extraño bajo mi techo, por el respeto a mis hijos, ¿comprende? Y a la memoria de mi esposo, claro… Pero también, por lo que pueda hablar la gente; porque usté debe saber que la Biblia nos dice que la lengua es como la chispa que incendia la pradera en el calor del verano. ¿Me entiende?

– Sí, sí, señora, perfectamente, dijo– aunque su atención se había descarrilado por la concurrencia azarosa del fragmento de la carta de Zedong a los pesimistas del partido con versículos del capítulo tres de la Epístola de Santiago, donde se da a la lengua un poder inflamatorio capaz de prender fuego y arrasar una foresta. La mujer no había parado de hablar, así que él puso a mecate corto su escarceo cuando en el recuerdo oyó llegar el tropel de los ecos de la revolución del 79, a la que solía atribuir la intersección de discursos irreconciliables como esa del maoísmo y el cristianismo que, con ardor angélico, refería la predicante.

– Es que los libros lo dicen clarito, el alma puede estar reluciente como el cristal, pero se halla rodeada por el cuerpo lleno de la suciedad que le pone el demonio.

Bajó de nuevo los ojos, abrió la palma de la mano izquierda sobre la que posó con énfasis el índice de su mano derecha y, casi al borde de la transportación, lo empezó a mover como si con el dedo se propusiera escribir lo que saliera de su boca. El profesor Mc Duffie seguía el movimiento febril de aquel dedo que parecía hacer brotar de las líneas de la mano los conjuros de la mujer contra la carne y la veía más que habitada por la dulzura del Evangelio, presa de una posesión histérica y en un giro más intenso comenzó a agitar la cabeza y a azotar con el índice el cuenco de la mano y con los ojos cerrados pronunció a martillazos la condenación de Isaías: “entrarán en la tranquilidad; descansarán en sus sitios todos los que andan con Dios, pero vos hija de la hechicera, engendrada por el adúltero y la fornicaria ¿de quién te has burlado? ¿Contra quién abriste lujuriosa la boca, y a quién relamiste con tu lengua de fuego?”

−Sí, sí, ya veo − la interrumpió alarmado−, pero como le digo, yo no tengo espacio disponible, porque los cuartos vacíos son los de mi hija y mis nietas, que viven en los Estados Unidos, y ellas vienen a verme en las vacaciones.

– Es que fíjese… Las cosas del Señor vienen de la forma en que una menos espera. Fue el pastor quien, al salir del culto, un domingo, me pidió que le diera alojamiento al hermano del templo, diciéndome que no tenía donde vivir; y me convenció haciéndome ver que me sería de gran utilidad, pues con él aprendería a usar las computadoras y el internet. ¿Me entiende? ¡Y cómo iba yo a negar el amparo a quien Dios había puesto en mi camino, más aún si me lo pedía el hermano predicador como un ayúdeme porque a usté yo la ayudé! ¿Ve usté? Hizo una breve pausa para enseguida volver sobre su objetivo.

− Perdone mi atrevimiento al venir de sopetón a su casa. Pero… ¿de verdad usté no podría alquilar el dormitorio del fondo, el del servicio? Su empleada no duerme aquí… ¿O sí?

− Bueno, es verdad, esa pieza está desocupada… A lo mejor… No sé… Déjeme consultar con Mayo, mi nieto, que dentro de poco regresa de la facultad. Con tal promesa el profesor Mc Duffie, buscaba salir rápido del incómodo impase en que se encontraba, apremiado por el morbo de volver al enorme volumen en cuyas páginas se encontraría de nuevo con la voz del cotilla adolescente que detrás de los decorados suntuosos por los que se pavonea una aristocracia inútil atisba con acidez irónica el sórdido mundo que se viene a pique como el de las castigadas ciudades de la llanura bíblica; pero la mujer se empeñaba en continuar.

−Hágame el favor… Sí… Es que él no debe seguir en mi casa. Yo soy muy limpia y él un hombre de bien, del templo, pues. Alzó a verlo para asegurarse de que seguía atento a sus palabras y sus gestos.

–Si le alquila, para no molestarlo a usté, podría entrar y salir por la puerta del patio.

El profesor Mc Duffie, que sin aparente alteración había visto y oído el frenesí de la mujer, se descuidó al percatarse del rumor familiar de su auto que se aproximaba a una velocidad muy baja. Se sintió aliviado y quedó observando cómo se estacionaba en la calle debajo de los frondosos laureles que sombreaban la entrada de la casa. Del automóvil salió un veinteañero muy ágil. Era Mayo, quien corriendo subió los cuatro escalones; pero se refrenó asombrado ante la inusual visita. Ella, al mirarlo, calló, se puso de pie en un santiamén y observó con nerviosismo al muchacho, como si se disculpara por la intromisión.

–Perdón, dijo, yo me iba ya.

El profesor Mc Duffie la acompañó a bajar los peldaños de la salida. Ella se despidió rogándole que le diera una respuesta tan pronto como le fuera posible. El joven puso su mochila sobre una de las cuatro mecedoras del porche, y se sentó en otra a esperar a que su abuelo le contara los misteriosos negocios que se traía con la señora, de la que ninguno de los dos sabía el nombre.

– La pobre, dijo, por samaritana se halla en problemas y nos pide que la ayudemos.

A Mayo le parecía inaudita la propuesta que vino a hacer la mujer.

– Lo que no me dijo, pero puedo intuirlo es que, al darle ese dinero para el negocio, los de su iglesia le pidieron algo en prenda; y adivino que esa debió ser la casa, porque saben que, al morir su marido, pasa al dominio de ella según estipula el seguro del banco que habilita la compra de estas propiedades.

–Eso ni dudarlo; y hasta es posible que el pastor metiera a ese hombre allí para recuperar su inversión.

El abuelo calló un instante en el que pareció atrapado por el pesar.

–Nunca se sabe. Lo cierto es que muchos se disfrazan de corderos para despojar a los incautos; y si vamos a ponernos de mal pensados, a lo mejor la pobre mujer termina perdiendo su patrimonio.

Casi al borde de la exasperación, el nieto saltó de la silla.

−No inventés, tata. Te veo venir. Para salvarla de la ruina le vas a ayudar a deshacerse del tipo albergándolo aquí.

Lo vio fijamente a los ojos y le habló entre dientes.

− ¿Cómo se te ocurre que vas a meter en la casa a un diablo que no conocés? ¿Te imaginás lo que va a decir mi mamá cuando lo sepa…?

− Sí. No cabe duda de que me reñiría por ofrecido.

Los dos entraron a la sala donde ocuparon un mismo sofá.

– Simplemente me conmueve ver a esa mujer abatida.

─La pregunta aquí es por qué vino a buscarnos a nosotros que no nos relacionamos con ella.

─En el fondo, su mayor temor es a no resistir la tentación que puede aflorar si sigue conviviendo con el hombre. No va a pedir auxilio a casa de sus conocidos para que no descubran su debilidad ante la urgencia de la carne.

El nieto hizo una mueca de disgusto.

− ¡Ah!… ¿No me digás que ahora nos vamos a dedicar a prevenir el pecado de los otros?

Al profesor Mc Duffie le hizo gracia el comentario.

–Yo sólo estoy haciendo lo que le prometí a ella, hablarlo con vos.

Los dos sonrieron y Mayo, tranquilizado, mostró una repentina compasión mezclada de cinismo.

−En todo caso, llegaríamos tarde a su rescate; pues si para recibir el préstamo tuvo que hipotecar su casa, eso significa que ya firmó su sentencia de desahucio; porque yo he visto ese cibercafé casi siempre cerrado y cuando abre, permanece vacío, va rumbo a la quiebra. ¡A quién se lo ocurre que en este sector hay clientes para un negocio así! Ese hombre está allí para acelerar la bancarrota.

− A mí también se me hace raro que viniera ella a hablar conmigo y no él. Como si no estuviera interesado en abandonar la casa.

− ¡Obvio! Es ella la que está apurada, pero no quiere que se vaya lejos; porque te apuesto que ya cayó en la tentación y ahora no puede con la culpa traidora.

–Bueno, no caigamos en especulaciones… ¿O acaso has construido un observatorio para ver lo que ocurre en las casas vecinas? Por cierto, cuando se apareció la señora en el porche, yo estaba entretenido con cierto narrador joven que queriendo averiguar la llegada de una dama a su palacete del Faubourg Saint Germain se distrajo reflexionando en el instante en que un insecto deposita en una lujuriosa orquídea la simiente transportada desde el seno de una flor lejana mientras en frente de sus ojos se desarrollaba un pas de deux entre un barón y un chalequero, circunstancia que luego le daría pie a todo un tratado sobre los encuentros furtivos, las espadas flamígeras y los ángeles descuidados que dejaron escapar a los sodomitas, incluso a los que al ver a un muchacho volvían la cabeza sin que por eso fueran convertidos en pilar de sal, como Edith, cuando Dios hizo perecer bajo una lluvia de azufre y fuego a los habitantes de la cuenca del Jordán.

Mayo rio con desparpajo oyendo a su abuelo irse por los cerros de Úbeda y aunque comprendió que las alusiones al fisgoneo no podían provenir de la desangelada novela negra, igual lo atrajo al juego de suposiciones para dar con el intríngulis que pudo haber llevado a la señora a solicitar un cuarto en alquiler.

− ¿Voyerista yo? Nada de eso, pero es imposible no oír el diapasón roto de la protestante cada vez que eleva la voz para cantar su himnario. Trato de no olvidar la lección de Holmes en “Silver Blaze” sobre el valor que debemos dar a la imaginación.

– ¡Ah! Vaya… Así que ahora nos vamos a poner a jugar a los detectives con la fórmula del denostado Conan Doyle. Mejor, es menos riesgoso que el voyerismo, un vicio que expone a quienes lo practican a ser alcanzados por el acero de las miradas de los vecinos que no tienen otra cosa que hacer que mirar a los otros patios.

El nieto echó la cabeza hacia atrás fingiendo un forzoso ejercicio de memoria, luego movió pausadamente la mano y se balanceó como un maestro de canto en clase de solfeo y al cabo de un rato, con los ojos cerrados, enunció la máxima de Sherlock Holmes que su abuelo solía repetir con indulgencia al advertir en su club de lectores que alguien no daba con la fórmula para solucionar un misterio: “See the value of imagination”.

Miró fijamente al viejo que sonreía, y silabeó:

– “We imagined what might have happened, acted upon the supposition, and find ourselves justified…”

El profesor Mc Duffie no podía ocultar su jovial complicidad.

– Vamos, vándalo, al grano, ¿qué se te está cruzando por la mente?

– Nada… Sólo descifro los silencios de nuestro alrededor.

– ¿De qué hablas?

Abrió los ojos con desmesura para causar un efecto de sorpresa y haciendo una pausa echó el brazo en la nuca del abuelo.

– Antes quiero saber si preferís oírla a ella alterar la tranquilidad de tus desayunos o comer con el piar melodioso de los guardabarrancos y cenzontles del monte.

– ¡Claro que prefiero a los pájaros, ¡cómo crees lo contrario! Pero…, a propósito, ¿no has notado que ella tiene varias semanas de no cantar? Era verdad, de un tiempo acá sus alabanzas mañaneras habían dejado de ser audibles y en el aire, a la hora del desayuno, nada más sonaba el trinar de los pájaros posados en las cumbres de los árboles.

− ¡Exacto!… El mismo tiempo que tiene el hermano del templo viviendo en su casa. Si se va el hombre, la viuda volverá a sobresaltarte con sus conciertos desafinados como los de la Chimoltrufia cuando canta canciones de amor al Botija.

–Vaya, no lo había visto desde ese ángulo.

Risueño, con segunda intención y en voz baja, como si evitara ser escuchado por alguien más, acercó sus labios al oído del abuelo.

−Es elemental… Mientras él viva allí, su voz desentonada no volverá a perturbarte; porque sus glorificaciones van a continuar como ahora, mi querido Watson, pero en susurros ahogados por la almohada y sólo audibles para el hermano del templo y, si se descuida, para el hijo adolescente que enfurecido le va a recordar la terrible condena del Apóstol de que la paga del pecado es la muerte.

Los alaridos de una bandada de chocoyos en viaje hacia el poniente sustrajeron al profesor de sus cavilaciones y así pudo ver la moneda de sangre que se hundía en la lividez del crepúsculo.

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