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Carlos Fuentes

1 agosto, 2012

El inobjetable carisma de Carlos Fuentes permite la manifestación sin ambages de la expresión admirativa, de quienes, en algún momento de su vida, compartieron vivencias y alegrías, una de esas Alegrías de nombre Claribel, expresa, sin tintes de restricción, su afecto al escritor mexicano, dándonos testimonios, que son más bien frescos de familia y de amistades, de esos instantes que compartieron con otros infaltables de la literatura americana, he aquí una muestra de lo que siente Claribel Alegría por su amigo Carlos Fuentes.


A principios de los años sesentas, Gonzalo Rojas, gran poeta chileno, ya fallecido, organizó en Concepción, Chile, un encuentro de escritores al que tuve la suerte de ser invitada. Conocí allí personalmente a Carlos, a Alejo Carpentier y a otros grandes escritores latinoamericanos.

Carlos y yo nos hicimos amigos desde el comienzo. Era elegante, caballero, con bigote a lo mexicano, pero muy cuidado, cortés con las mujeres, con mucho sentido de humor y dicharachero.

Al día siguiente me propuso hacerle una pantomima en broma a Neruda. Él lo conocía personalmente, era su amigo. Yo, apenas lo había visto un par de veces.

Neruda estaba sentado a una mesa con muchos amigos. Carlos y yo nos instalamos frente a él. Carlos se arrodilló detrás de mí y empezó a gesticular con las manos. Yo, pese a mi voz femenina, imitaba bien la entonación de Neruda. Recuerdo que le recité: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche…”

A Neruda no pareció gustarle mucho la broma y sonrió sin ganas. Fue una velada deliciosa. También personifiqué a Rosita Alvírez. Carlos disparó tres tiros con una pistola de juguete y yo caí desmayada. Creo que fue la única vez que hice gala de mis dotes teatrales.

Dos días más tarde, ya para finalizar el Congreso, me acerqué muy tímidamente a Neruda con Veinte poemas de amor y una canción desesperada, le pedí que por favor me pusiera su firma al pie del poema diecisiete, que dice: “Me gusta cuando callas porque estás como ausente.”

Neruda, muy simpático, me dijo que con mucho gusto, pero que debiera haber escogido otro poema porque nunca me había visto callada.

Todos se echaron a reír y Carlos dijo, divertido, “se vengó, se vengó”. Regresé a Buenos Aires. Carlos pasó por allí dos días. Tenía que ver a algunos amigos, hacer algunas compras. Lo acompañé a hacer las compras y lo invitamos a cenar una noche. Todos, hasta los niños, estaban encantados con él. A pesar de ser joven, estaba lleno de anécdotas. Les dijo a mis hijos que era muy difícil ser hijo de diplomáticos, que cambiar de colegios y hacer nuevos amigos, era duro.

Después nos encontramos en México. Acababa de salir Aura, uno de los libros de Carlos que más me gustan.

Un libro lleno de misterio, desde el principio hasta el fin. Cada página destila misterio. Es uno de esos libros que me marcó y me sigue marcando. Mezcla de realidad, irrealidad, locura contagiosa de juventud y ancianidad encadenadas. Desde la primera página, el lector queda atrapado, se siente envuelto en la trama, no duda de nada, cito:

“…..Las fechas se te confundirán, porque ya la señora está hablando, con ese murmullo agudo, leve, ese chirreo de pájaro; le está hablando a Aura y tú escuchas atento a la comida, esa enumeración plana de quejas, dolores, sospechas de enfermedades, más quejas sobre el precio de las medicinas, la humedad de la casa. Quisieras intervenir en la conversación doméstica preguntando por el criado que recogió ayer tus cosas pero a quien nunca has visto, el que nunca sirve la mesa.

Miras rápidamente de la tía a la sobrina y de la sobrina a la tía, pero la señora Consuelo en ese instante, detiene todo movimiento y, al mismo tiempo, Aura deja el cuchillo sobre el plato y permanece inmóvil y tú recuerdas que, una fracción de segundo antes, Consuelo hizo lo mismo.

… SABES AL CERRAR DE NUEVO EL FOLIO, QUE POR ESO vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura encerrada como un espejo. Como un ícono más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.

… Acercarás tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el pelo largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin escuchar su queja aguda: le arrancarás la bata de tafeta, la abrazarás, la sentirás desnuda,  pequeña y perdida en tu abrazo sin fuerzas, no harás caso de su resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin pensar sin distinguir: tocarás esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te sorprenda, te obligue a apartar la cara. Buscar la rendija del muro por donde comienza a entrar la luz de luna, ese resquicio abierto por los ratones, ese ojo de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura, sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los labios sin carne que has estado besando, de las encías sin dientes que  se abren ante ti: verás bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo, flojo, rasgado, pequeño y antiguo, temblando ligeramente porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has regresado también.”

Creo que Aura es el menos mexicano de los libros de Fuentes. Es un libro universal que nos toca a todos a fondo, un libro, que se adentra en nuestro subconsciente y es difícil liberarse de él.

Meses más tarde, Carlos y su primera mujer, Rita Macedo, nos visitaron en París. Tenían una hija llamada Cecilia, que era un poco menor que las mías. Rita era bella, era actriz, actuó nada menos que en un film de Luis Buñuel.

Julio Cortázar y su primera mujer, Aurora, acababan de regresar en ese tiempo de Cuba y venían enamorados de la Isla, de la Revolución, de Fidel, del Che. Carlos se entusiasmaba, pero señalaba algunas incongruencias, algunos peligros que acechaban. Era más circunspecto, más consecuente consigo mismo.

Rita traía siempre consigo una maquinita pequeña de coser y se encerraba en el cuarto de las niñas a hacerles vestiditos mientras nosotros nos encandilábamos en discusiones políticas y literarias.

Desde el triunfo de la revolución cubana, yo empecé a recordar, cada vez con más fuerza, los eventos del año 32 en El Salvador. Contaba apenas siete años, pero se me grabaron en la mente para siempre.

El entonces presidente de El Salvador, Maximiliano Hernández Martínez, ahogó un levantamiento popular, dirigido por Farabundo Martí, Luna y Zapata. Mandó a asesinar a 30,000 campesinos, con el pretexto de que eran comunistas. Los llevó engañados, a la Plaza de Izalco, prometiéndoles que si deponían sus machetes, serían perdonados. Los campesinos le creyeron y todos fueron asesinados.

“Unitos quedaron en Izalco”, le comentaba una joven india a mi madre. Los hombres que quedaron se vistieron de mujeres y huyeron. Nosotras ya no les hablábamos el nahuatl a nuestros hijos ni salíamos a vender artesanías. Nos daba miedo. Hubo un sismo en El Salvador. Los pueblecitos indígenas desaparecieron.

Crecí pensando que nada se podía hacer, que el gobierno de los Estados Unidos protegería siempre a los dictadores de turno: Ubico, Martínez, Carías, Somoza. Yo seguía escribiendo mi poesía, seguía mirándome al ombligo sin darle cabida a otras cosas más importantes.

Fue la revolución cubana la que me despertó. La Revolución Cubana y Carlos Fuentes. Él insistía en que le contara más cosas, me hacía preguntas, me decía que habían pasado más de treinta años y que nadie había escrito sobre esa matanza imperdonable. Siempre que estábamos juntos, Carlos me conminaba a que escribiera lo que vi, de lo que fui testigo, todo lo que recordaba.

Yo me resistía porque no tenía el oficio de narradora. Juan Ramón me había convencido (y con razón), que hay que tener oficio. Bud se ofreció para ayudarme. Él era periodista.

Empezamos a trabajar la novela. Fue un proceso difícil, a cuatro manos. Nos inventamos una historia de amor para hacer más ameno el relato. Carlos estaba feliz. Le enviamos el manuscrito de Cenizas de Izalco. Tanto él, como Julio, nos animaron a enviarla a Seix Barral, al concurso de Biblioteca Breve.

Te agradezco, Carlos, te agradezco de que casi nos obligaste a escribir la novela. Sin ti, estoy segura de que no la habríamos escrito. Me siento más liberada, más leve. Me siento que hice todo lo que pude, para contar la verdad.

Pasaron los años. Volví a ver a Carlos en varios sitios, siempre con el mismo cariño. Conocí a Silvia, su segunda esposa, bella también, inteligente y fina. Ella trabajaba en la televisión mexicana y creo que se conocieron en una entrevista que ella le hizo a él. Tuvieron dos maravillosos hijos, que murieron trágicamente.

Carlos y Silvia vinieron a Nicaragua. Los acompañaba Wiliam Styron. También se enamoraron de la revolución, de sus gentes, mas también Carlos tenía sus peros. Yo me impacientaba y él sonreía. Qué razón tenía. Carlos fue de los hombres más democráticos que me ha sido dado conocer. Sabía lo que significaba la palabra Democracia.

Su muerte me tomó de sorpresa. Siempre creí que me iba a sobrevivir. Se veía tan joven.

No importa, Carlos. Desde hace muchísimos años te instalaste en mi corazón y allí quedarás para siempre.

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Nicaragua, 1924-2018.
Fue alumna de Juan Ramón Jiménez durante tres años, mientras estudiaba en Estados Unidos.

Entre sus libros de poemas podemos destacar: Umbrales (1997); Luisa en el País de la Realidad (1997); Saudade (1999); Soltando Amarras (2002); Esto Soy (2004); Mitos y delitos (2008); entre muchos otros.

En 1966 publicó la novela Cenizas de Izalco, que escribió junto a su marido Darwin J. Flakoll, con la cual fueron finalistas del premio Biblioteca Breve, de la editorial Seix Barral.

En 1978 ganó el premio Casa de las Américas en Cuba.

Y en el año 2005, recibió el prestigioso premio Neustadt International Prize for Literature, de la Universidad de Oklahoma, como reconocimiento a su amplia carrera literaria.

El VII Festival Internacional de la Poesía de Granada le fue dedicado en homenaje y reconocimiento en vida a su carrera como escritora​ y del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2017.