Carta de Joel Flores dedicada a su mentor Antonio Gala.

1 agosto, 2011

Querido Antonio,

La última vez que te vi prometí escribirte pronto, darte noticias de mí, de mi partida España – México y, sobre todo, te prometí terminar el libro que me valió entrar a tu casa, la Fundación Antonio Gala. Recuerdo que fue en junio, hace dos años, te marchabas pronto a Málaga y nos dimos cuenta pocos residentes porque uno de los conserjes nos avisó “se va Antonio, salgan a despedirse”. Siempre has sido así, tan visto en los medios de comunicación y tan escurridizo a la hora de decir adiós a tus amigos.

A veces, aún estando en México, pensaba que era por tu edad. Lo decías mucho en cada reunión que celebrabas en tu casa, “no me gustan las despedidas”. Luis incluso llegó a contarme, a escondidas tuyas, que jamás te despediste de Terenci Moix, tu querido Terenci, tu amigo escritor de sangre y alma. ¿Por qué habrías hacerlo de nosotros, a quienes nos decías tus nietos?

Recuerdo que nos regocijábamos con ésas y otras historias sobre ti. Que Osama Bin Laden pagó la traducción al árabe del Manuscrito Carmesí. Que Fidel Castro mandó poner cámaras en aquel hotel cubano donde te hospedaste porque desconfiaba de ti. Que no naciste en 1936, sino en 1934. Te veíamos como una leyenda aún viva, que caminaba por los pasillos de la Fundación, alguien muy débil pero a la vez intocable, alguien quebradizo pero a la vez recio. Un andaluz.

Me gusta recordarte así, siempre así, tú firme y con tu bastón. Tú caminando de la sala al comedor, del comedor al estudio de pintura, del estudio de pintura a la biblioteca. Por eso ahora que leo esto en La Tronera, por eso ahora que el cáncer también tiene tu nombre, no sé si cerrar los párpados y pasarme la mano por la cara, o escribir.

Prometí mandarte el libro, así como prometí escribirte, llamar, darte noticias de mi México, de mis proyectos literarios, de mi vida. Y jamás lo hice. Siento vergüenza ante este ordenador. Siento vergüenza de que mis manos se muevan y se muevan mientras escribo esto, porque he dejado pasar tanto el tiempo y no he tenido ni la más mínima intención de preguntar por ti. ¿Qué te has hecho, sigues escribiendo novela, aún continúas con esa idea de hacer teatro y lees a Chejov, o estás metido en los relatos? Por qué jamás te conté, como un nieto, que me rompieron el corazón recién llegué a México, que nada me valió haber viajado a España porque en mi patria de nada sirve haber viajado a España y haber sido alumno de Antonio Gala. Por qué nunca te dije que he deseado con mi sangre y mi cuerpo mandar todo lo que he escrito a la mierda, porque simplemente lo que he escrito me parece que no tiene cabida en un mejor lugar.

Pasaron años que parecieron días, a veces cálidos, de mucho sol necio y rancio, otros muy parecidos a la lluvia de un invierno neblinoso, días duros, impenetrables. Y por más que me esforzaba en ver la salida sin mover un sólo dedo, no por comodidad, sino por miedo, jamás la encontraba. Y cada vez a la mente se me venía Córdoba, era como si recordara los días de una vida rota, desperdigada. No sabes cuánto duele dejar algo de ti en una casa, ciertos amigos, ciertos proyectos, todos literarios y de viajes, y después volver a tu país. Volver pensando que no eres el mismo. Dejar libros abiertos en aquel estudio, notas pegadas en una habitación que otro residente habitara el año que viene. Despertar y decir “ya no estoy allí”.

Quizá mi silencio fue un reproche, una mal gesto de mi parte que correspondió uno tuyo, uno noble y cariñoso: el haberme recibido con los brazos abiertos, el haberme dejado leer tus libros en la Fundación, el haberme indicado que un escritor es el que está allí, bajo el sentido de la permanencia, y jamás olvidar que uno vino al mundo porque tiene ciertas misiones que cumplir. Ciertas misiones que a veces, por más que duelan, son sólo de uno, dolores de uno mismo.

Pero nos faltó más tiempo, Antonio. Nos faltó hablar de verdad, decirte qué pienso de tus libros, de ti cada vez que salías en la tele, y nosotros te observábamos en la casa como si fueras el gran abuelo de los 15 residentes. Faltó que me hablaras de mis textos, tú y yo solos, sobre las cartas que te escribí y te escribí como anexos a mis borradores. Sobre el cuento, su dimensión, su huecos y transparencias. Y sobre quién tenía del todo la razón. El diario El País al decir que el cuento estaba muerto. O el ABCD, que aseguraba que estaba en boga.

A veces, cada vez que visitabas la Fundación, pensaba que por fin se lograría. Y por una u otra cosa terminabas con otro residente, y luego algún amigo o patrono de la fundación que iba a frecuentarte, o sino atendiendo a los de la tele, el periódico o entrevistas. Nos faltó tiempo Antonio y ahora que me entero de tu cáncer, el haberte prometido que regresaría pronto a Córdoba me calienta los nervios. ¿Por qué el tiempo corre mientras uno no ve la puerta que te lleva a recuperar los días perdidos? Tantas perdidas a tan corta edad me hacen suponer que uno termina convirtiéndose en los sueños que nunca se le concedieron, en las promesas que jamás cumplió.

Y las palabras que jamás te dije en persona han sido sólo eso. Recuerdos enmarañados en las manos como cabellos viejos que uno batalla al quitárselos del canto. No sabes cuánto me habría gustado preguntarte: ¿Por qué están tan desengrasados los mecanismos internos de la fundación? ¿Por qué no abrirles las puertas a editoriales para que de verdad se haga realidad el esfuerzo de los residentes? ¿Por qué no tienen gestores y promotores culturales para promocionar la obra de los becarios? ¿Por qué pasaste tan poco tiempo con nosotros? ¿Qué vale más para un escritor? ¿La fama o el talento? ¿La publicidad desbordada que los mass media le otorgan o el talento y la disciplina, la necedad de seguir allí?

Recuerdo la única vez que rompiste el silencio. Me encontraba sentado en una de las bancas del patio, esperando la hora de la comida, y gritaste mi nombre. Pensé que me ibas a regañar. “Estás escribiendo mal, eres un vago, o simplemente no me gusta tu idea de hacer una novela urdida por relatos”. Fue corto el tiempo entre los dos. “Me gustó tu libro, quiero que órdenes los relatos, rompas la temática y me lo mandes antes de junio”, me aseguraste. Y recuerdo tus ojos, azules del azul más azul. Y que te diste la vuelta y no volvimos a hablar en todo el día.

Lo que vino después fueron rachas de mala suerte que me han hecho considerar que un escritor no está hecho sólo por su obra, sino por momentos determinantes, sucesos y más sucesos que le dan forma a su futuro. Personas que determinan su trayectoria, consejos o asesorías que lo fraguan como artista. ¿Qué habría pasado si yo no me hubiera roto el pie antes de terminar ese libro de relatos? ¿Qué habría pasado si me hubiera armado de valor, y hubiera llevado ese compendio de hojas escritas, que buscaban formar un libro, a correos, con tu dirección en Málaga escrita en el destinatario?
Posiblemente ese libro ahora no fuera un manojo de hojas desperdigadas en el cuarto donde duermo. Un cúmulo de canicas que cada que trato de sujetarlas se me escapan de las manos.

Disculpa si me inclino tanto por el tiempo perdido. ¡Qué putada! Yo escribiéndote sobre de ello y tú lidiando con el cáncer. No cabe duda que cuando uno comienza a escribir se complica al hacer el yo a un lado.

No puedo parar de imaginarte. Posiblemente estés en Málaga, en tu finca de Málaga. Quizá te despiertas muy temprano, te pones tu poncho gris que tanto vestías en la Fundación cada mañana, y caminas al comedor, donde ya te tienen la comida y los diarios y tu agenda listas. Seguro Luis te está esperando para desayunar a tu lado. Te cuenta qué podrían hacer durante ese día, te recuerda lo que estás escribiendo y revisa esa diminuta libreta en la que sueles anotar tus proyectos literarios, borradores que en un futuro muy cercano se convertirán en una historia hecha con carne y hueso. Haces a un lado el plato de tu desayuno y prefieres irte al estudio, a leer las hojas que dejaste sobre la mesilla, porque tú jamás escribirás, nos aseguraste a tus nietos, en ordenador.  Lees en qué parte te quedaste la noche de ayer antes de haberte ido a la cama, y suspiras, suspiras como si desearas retener en tus pulmones todo el aire del mundo, el polvo estelar del universo, y te vuelcas, con más energía que nunca, con más vida que nunca, porque la vida es lo que más pasa por tu cabeza en esos momentos, sobre la escritura.

Y me consuela pensarte así, como me consuela pensar que quizá no hablamos como yo lo habría deseado, porque solíamos hacerlo a través de lo que escribíamos, porque establecimos un diálogo íntimo, sólo nuestro, que ni el mismo cáncer y la muerte podrán romper.

Te quiere siempre      

Joel Flores.
México, 13 de julio de 2011.

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Zacatecas, México, 1984.
Es pasante de la licenciatura en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha trabajado como corrector de estilo, docente para varias escuelas privadas y consejero editorial de varias revistas de circulación nacional. También ha impartido talleres literarios. Sus artículos, ensayos y cuentos se han publicado en distintos medios electrónicos e impresos, tanto de Brasil, España, Nicaragua y México.

Tres antologías han recogido su trabajo: Son de marzo (Universidad Autónoma de Guanajuato), Antología de Letras, Dramaturgia y guión cinematográfico, Jóvenes Creadores 2006-2007, (CONACULTA FONCA) y Sensational Gourmets, (Nostromo Editores).

Ha obtenido los reconocimientos: premio Estatal Artista Joven Nueva Generación 2004 y el Artista Joven 2010; las becas FECAZ 2004-2005 y 2009-2010, el FONCA para Jóvenes Creadores 2006-2007 y la residencia Antonio Gala para Jóvenes Artistas 2008-2009, en Córdoba, España; y el Premio Ensayo Científico XI Nacional y I Iberoamericano “Leamos la Ciencia para Todos 2006”.

Ha escrito dos libros, El amor nos dio cocodrilos (cuento), Plaza de Armas (relato). En la actualidad finaliza su primera novela y escribe en su blog Bunker84.blogspot.com