Corredoiras
1 abril, 2021
Hace años ya estos escritos aguardaban un hilo, algo que les diera concierto. Cómo unirlos, por qué, en qué orden. La cronología tendría aquí poco cronos y demasiado logos. La razón se esmera y devana ardides para dar un espejismo de continuidad o coherencia a lo existido.
La casa centenaria en que vivimos es la última del camino. Es de piedras enormes colocadas una sobre otra con los brazos de unos que no son mis antepasados, o tal vez sí. No se puede acceder en carro, hay que dejarlo arriba y bajar por el sendero de cabras hacia el río, meterse a la izquierda y ahí, debajo de un manto de tejas, está la casa agazapada.
No hay tendido eléctrico. Tenemos un par de placas solares e internet móvil, pero cuesta pescar señal entre las montañas. Cuando urge mandar mensajes, meu home amarra el mini router portátil a la punta de una caña de bambú de siete metros, sale al patio y lo empieza a blandir por el aire hasta que desde dentro grito “ahí, ahí”, cuando marca al menos tres palitos de cobertura.
En Pontevedra, es esto. Lejos de Madrid, demasiado lejos de Europa. Tal como mis encuentros, decidí dejar el orden de estos textos al azar. Hice así: les improvisé un título, los escribí en papelitos y los eché a rifa. En el orden que salieron, así quedaron dispuestos en el libro. El título de cada texto fue pensado al final, y así me pareció después preciso que quedaran: al final de cada texto, el que sería el título, si título fuera.
Casi todo lo que aquí se cuenta sucedió un verano haciendo caminatas por el monte gallego, andando por trochas escarpadas y efímeras, porque el resto del año son quebradas por las que bajan torrentes. De ahí el título de estos textos compilados al azar, senderos que los gallegos llaman:
Corredoiras
Cinco de la tarde. Agosto. Calor ibérico. No por gusto en esta ocasión, sino por necesidad, voy andando al pueblo. Que pase alguien y me lleve, pienso, cuando a cinco kilómetros por hora el que pasa es Marcial como de puntillas en su viejísimo Seat Panda y ofrece acercarme al pueblo. Le digo: “Es usted un ángel que me manda el Cielo” y me mira desconfiado.
Los ancianitos sabios no abundan por aquí; los dulces, menos. La mayoría de las viejas y viejos gallegos llevan el ceño siempre arrugado, con una mirada como si acabaran de despertar de una pesadilla. Pero Marcial es el abuelo de una gran familia excepcional en la que todos tienen la sonrisa fácil o, por lo menos, no imposible.
Hablamos del clima y después, cuando pasamos cerca de un cruceiro a cuyos pies, como una ofrenda, hay una montaña de basura reciente, hablamos de las borracheras itinerantes de los jóvenes, que van dejando un rastro de botellas, vasos, colillas y cosas peores (condones, pero no se mencionaron). La juventud está perdida, esto sí se dijo, puede que él, puede que yo.
Los viernes y sábados, en la cola del supermercado, se ve a los chiquillos comprando litros de ron barato, cigarrillos y coca cola. Ahí están con sus caras afelpadas, sus dientes sanos y completos, su pelo aún con brillo, comprando todos aquellos litros de alcohol que serán procesados por sus jóvenes hígados. Después los envases y botellas quedan ahí, a la orilla de un río, en el umbral de una ermita o, como estos, a los pies de un calvario.
Disgustado, Marcial dice que aquí cada uno hace lo que quiere, que no hay ley ni orden. “Falta autoridad”, dictamina. Eran los días previos a unas elecciones que dieron una victoria aplastante a la derecha.
Aplastante en este caso: 90%. De política este señor y yo no vamos a hablar ni a balazos. No quiere él y no quiero yo. Sé que él, como muchos viejos por ahí, echa de menos al General. Y él sabe, a puro olfato, que yo no.
Me quedé pensando en esos jóvenes adolescentes, tan sin opciones y tan sin límites. De qué sirve que no haya límites si no hay opciones.
Le digo a Marcial que los chavales me dan algo de lástima. Tampoco a esto responde. Hoy no va a tocar sonrisa ni de Marcial. Que falta autoridad, repite y quizás en este punto hubiéramos podido llegar a un acuerdo. Pero suspirando dice: “Esto ya pasa de democracia”.
Los límites de la democracia
En mi próxima vida quiero ser síndrome de down. Pepiño camina todas las tardes a paso filosofal desde la puerta de su casa hasta la salida del pueblo, y vuelta. Son escasos cuatro kilómetros pero a él le cunden toda la tarde. Va con un palo que levanta para saludar; saluda y es saludado como un político, aunque a veces está de mal humor y no saluda a nadie. Sólo hace lo que le nace.
Parece un bebé enorme vestido de campesino, pero de cerca se evidencia su edad, mínimo unos cuarenta, con sus canas y arrugas. Va siempre duchadito, peinadito y planchadito, cual muñeco de su mamá.
Ella, antes de que algo le hiciera clac en una rodilla, alguna vez salía a andar con él. Rara vez, en realidad, solo cuando la caída de la tarde es de una belleza tan apabullante que hasta el alma más embrutecida cede doblegada, sin saberlo, ante esa carallada de la poesía.
Recortados hijo y madre contra el cielo nacarado del atardecer, son como dos señoras obesas y piramidales. Tienen la misma estatura, la misma forma de andar y, curioso, a veces parecen verse en la madre los mismos rasgos del síndrome del hijo.
Un día me acoplé al paseo solitario de Pepiño. Así porque sí, por ver qué soltaba por esa boca. Cuánto le incomodé. Enmudeció. No veía el momento de deshacerse de mí; al pobre no se le pasó por la mente la opción de cancelar la caminata o la treta de fingir cancelarla hasta que yo me alejara. Nada, aguantó en silencio la cruz de mi compañía.
Poesía era la tarde. Literatura sería este paseo, contado por él.
Pepiño al atardecer
Llevo semanas pasando frente a su huerta florida; me ven, nos vemos; un par de veces nos hemos dicho adiós con un gesto. Me paro a admirar su alquequenje, a reventar de frutos.
—¿Quieres llevar para plantar? ¡Coge ahí una planta, Francisco Javier! —le ordena a gritos a su marido sin darme tiempo a responder.
Alabo su huerta pero ella niega vehemente. “Veo la huerta y me deprimo”, dice. Qué va a estar cuidada su huerta, se queja, si ella y su marido tienen que estar yendo y viniendo de Bilbao. Así no se puede cuidar una huerta.
—¿Quieres calabacines? ¡Coge calabacines, Francisco Javier! —ordena. Después se gira de nuevo hacia mí y me explica que tienen que estar yendo a Bilbao porque su nuera dejó a su hijo. Se fue de la casa. Abandonó el hogar. Lo dejó solo.
—¿Con los niños? —pregunto. Es lo único que podría haberme sorprendido.
—No hay niños, gracias a Dios.
Una mala mujer, su nuera, me dice. Su hijo es trabajador a más no poder, estaban ahorrando para comprarse un piso (el actual es de alquiler) y la mujer esta fue cogiendo poco a poco todo el dinero.
Cuando se vinieron a dar cuenta, ¡se había fumado todos los ahorros! Dejó a su hijo con una mano adelante y otra atrás.
—Mi hijo venga de trabajar y ahorrar, y ella se lo gastó todo… en un amante —dice y calla enmudecida por el poderío de esa palabra. Un amante.
En ese preciso momento se acerca el marido con todas las hortalizas y frutas que me piensan regalar, e interviene:
—Cuando llegamos a Bilbao, mi hijo tenía unos cuernos que no pasaba por el marco de la puerta —dice y no me pregunten si bromea o no.
Tiene unos sesenta y pico años y lleva un crucifijo de oro macizo en un pecho peludo y macizo también. Es un hombre de mirada despierta y alegre, lo cual no es usual por aquí. A lo mejor muchos años de vida bilbaína (antes de jubilarse venían al pueblo solo en verano) le ha dado esos ramalazos mundanos.
Su mujer suspira resignada y es como que se apartara del micrófono para dárselo a su marido, que se lanza a contar el cuento enriquecido.
El hijo es enfermero y trabaja mucho. Su nuera y el amante, un menda de mucho cuidado, astuto y calculador, se dieron la vidorra mientras el otro (el padre le llamó “el otro”) hacía guardias y dobles jornadas. El amante consiguió que ella le comprara desde ropa y aparatos electrónicos de lujo, hasta un viaje a París; ahora se sabe porque ella confesó todo. Confesó todo porque no tuvo más remedio, una cosa llevó a la otra: un día regresó llorando a casa, llorando porque la dejó el amante, la dejó el amante porque habían llegado a su fin los ahorros, cuáles ahorros, los tuyos.
El padre del cornudo se recrea en el cuento, se adivina un deje de ironía en toda la narración. La madre suspira, incómoda, y cae en cuenta de que le están revelando todo a una completa desconocida.
—Bueno, pues eso lo plantas y ya verás —dice, tratando de desviar el tema, refiriéndose al alquequenje—, eso te aguanta hasta las heladas.
—¡Menos mal no han tenido hijos! —sigue el padre a lo suyo—. Con el gato ya llega.
Es por el gato que ellos tienen que estar yendo a Bilbao. Alguien tiene que hacerse cargo de darle de comer, dice y hace el gesto típico de frotar dedos indicando “cuesta dinero”. No será para tanto, el alimento de un gato, estoy pensando, cuando él exclama:
—¡Medio kilo de atún al día! Tú haz cuentas.
—El gato, es el problema —dice la mujer y apoya la barbilla en el azadón esperando, ahora sí, que su marido remate el cuento.
El hijo, al menos, se dejó el gato, un gato gigante que requiere muchos cuidados y que hay que estar controlando. La nuera lo estaba engordando poco a poco, pero bien; el gato ya casi no se puede mover. A ver si esta vez ganan el récord Guinness. Años, llevaba la nuera en ello. El récord anda como en veinte kilos. Los dos anteriores gatos se le murieron jóvenes, al llegar a los dieciocho.
El gato más gordo del mundo
La verdad ¿a quién le importa? La verdad importa poco o nada y aún así, narrar lo inverosímil solo es perdonado si es estrictamente cierto, como esto:
Se acercan las elecciones a alcalde. Son casi un paripé porque ya se sabe lo que va a pasar, si bien este casi es intocable. Será elegido por enésima vez el hijo del antiguo alcalde, uno que estuvo en el cargo desde antes de la democracia, con espíritu vitalicio y que un día, a mitad de faena, dijo que se sentía mal, dejó en el cargo a su hijo y se retiró a su casa.
Ahora, oigan esto: el candidato de la derechilla taimada, es decir el socialista, se llama Modesto; el candidato de la derechona asumida se llama Perfecto y es el hijo del otrora alcalde perpetuo, que resulta que se llama Fidel.
Y no digo más.
Perfecto, Modesto y Perpetuo
Costa Rica, 1970
Es escritora y guionista. Su obra ha sido bien recibida por la crítica y público. Para este año tiene contemplado publicar la novela de no-ficción Eloísa vertical. Entre sus trabajos más conocidos se pueden contar Largo domingo cubano, Maybe Managua (Premio Nacional de Novela en 2018 en Costa Rica), Tiembla, memoria y Dulcinea herstoria. Actualmente está en la producción de un podcast de audio, narrado por ella misma, cargado de mucho humor y memoria. Sigue a la autora en twitter: @CataBotellas
Fotografía: Eugenio García-Chinchilla.