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Catalina Pónor (cuento)

27 noviembre, 2014

Carolina Fonseca

Presentamos un cuento de Carolina Fonseca, escritora venezolana residente en Panamá, ganadora de la tercera versión del Premio “Diplomado en Creación Literaria” de la Universidad Tecnológica de Panamá, con su libro de cuentos A veces sucede, que será publicado a inicios del próximo año.


Carolina Fonseca

Él no sabe que va a leer ese libro; que una tarde cualquiera entrará, como es su costumbre, en la librería que frecuenta, y después de pasar un par de horas deambulando entre los estantes o sentado hojeando lo que llama su atención, se va a decidir por esa novela; una novela cuyo título no le dirá mucho, al menos no le dirá nada de la manera en que esa lectura va a trastornarlo, a redefinir lo que ama. Por no saber, tomará el libro, lo hojeará, lo acariciará, leerá en la página cincuenta y siete: Catalina permanece absorta en los movimientos de la llama, toda Catalina en ese fuego que produce sombras que no existen para ella, como no existo yo que me voy consumiendo mientras miro su cuerpo encendido por el reflejo; un cuerpo desnudo en el que bailan las sombras…, y cerrará los ojos para verla por un instante ahí, acostada, atenta a la llama temblorosa, ausente a la respiración de él; sólo un instante, porque al siguiente los abrirá y sabrá -al menos- que va a devolver el resto de los libros al librero, que va a sacar la cartera, que va a preguntar cuánto debe y va a pagar sin dudarlo aunque sea un libro usado y viejo, pagará el precio que le pidan sin pensar en las páginas gastadas por el tacto; y sabrá también que le espera una noche de lectura. Sabrá poco aun entonces. No tendrá idea de que esas pocas líneas, esa imagen en la penumbra, lo habrán impactado de esa forma tan definitiva; sólo sentirá una vaga inquietud, como una prisa por llegar y encerrarse a leer. Una prisa que le impedirá ver el paisaje de vuelta a su casa: una montaña imponente que no se mueve desde hace años, al menos de lejos, porque de cerca son kilómetros de bosque en los que uno se puede perder para no ser encontrado jamás, como si se tratara de un océano; esa tarde no pensará en ese misterio que lo atrae. Sólo querrá llegar de una buena vez. Y llegará. Y Ana estará en su casa, esperándolo, como otros días, para contarle sobre lo ingratas que son algunas plantas o sobre los problemas de presupuesto del Departamento de Historia que preside, y él la escuchará como quien oye llover mientras se come algo rápido, más por seguir una costumbre que porque sienta hambre. Luego le dirá cualquier cosa y correrá escaleras arriba para encerrarse en su estudio; un espacio que siente más cercano a él que nada, un espacio que lo acoge siempre. Entonces, seguirá el ritual de sus lecturas: se servirá un brandy, se quitará los zapatos, prenderá la lámpara de mesa, y se sentará en su sofá mullido, cómodo, y será consciente de esa comodidad; montará los pies en la mesa de centro, acercará la copa arropándola con los dedos y meciéndola suavemente para sentir el aroma, tomará un trago dejándose impregnar por el licor, y abrirá el libro anticipando el viaje a esa otra dimensión que lo acecha codificada en signos; una dimensión en la que se dispone a perderse. Y se perderá. Y mientras va entrando la noche en su estudio, él irá entrando en el mundo de Catalina Pónor a través de la mirada de Javier, un hombre agotado de amor y de deseo; y esa mirada que en un principio sentirá ajena, línea a línea le irá revelando, descubriendo, el placer doloroso de ese amor. Y emergerá en su estudio horas después con un desasosiego nuevo, y se irá a la cama, y una vez allí atraerá a su mujer para borrar las visiones de Javier que no lo dejan dormir, y Ana se abrirá para él y le dirá en sus gestos suaves, en la dulzura de su voz, en su manera de cubrirlo, de abrazarlo, le dirá que lo ama, que lo ha amado siempre, que lo amará hasta la muerte, y él no sabrá qué decirle esta vez; y en silencio le hará un amor conocido, acompasado, seguro. Y él sabrá entonces que algo falta, irremediablemente. Y se quedará solo, respirando en la oscuridad de su cuarto hasta dormirse. Él no tiene manera de saber que a partir de esa noche, de esa inmersión, no volverá a ser el mismo; no sabe que bastarán unos pocos capítulos para desquiciarlo al punto que le será imposible acudir siquiera a refugiarse en su trabajo, dibujando planos en su oficina de arquitectura, porque a partir de esa noche no podrá, no querrá, dibujar otras líneas que no sean las del cuerpo de Catalina a la luz de aquella llama, un cuerpo cálido y despreocupado; un cuerpo inocente de este daño. Él no puede saber que todas las noches a partir de esa, no le interesará otra cosa que perderse en ese otro mundo del que cada vez querrá salir menos, para contemplarla a través de Javier, y sentir ese amor desesperado con que toco su piel inquieta con estas manos que no saben hacerle el amor sino una guerra extenuante, violenta, que sé que tengo perdida con esta mujer ardiente en mis manos muertas; ella se deja hacer lo que yo quiera porque ella quiere; solo por el placer, se deja; para luego ausentarse en cualquier cosa que atrape su atención desmesurada, hambrienta de estímulos, de hechizos que ya no puedo conjurar, yo, que soy un hombre sin fuerzas; pobre diablo atrapado en sus ausencias, en sus cambios, en la humedad de su piel, en este mareo, en esta náusea, en este odio que es todo lo que va quedando antes y después de Catalina… Leerá una y otra vez las mismas frases para saberlo todo sobre ella; a través de la mirada inquisitiva de Javier recorrerá los lugares en que ella ha estado, los libros que ha leído, la esperará impaciente y, sin darse cuenta, se sorprenderá llamándola en voz alta. Él no tendrá que leer mucho para saber que Catalina está condenada, que Catalina Pónor va a morir. Lo sabrá por la forma en que Javier mira su cuello, cómo se queda a su lado mientras ella duerme y mira el latido de ese cuello blanco -un latido que marca los segundos de este insomnio como un reloj perfecto, indiferente, frío-; lo sabrá también por la intensidad con que sus manos acarician ese cuello cuando aman, como si quisieran quebrarlo; lo sabrá sobre todo porque Javier se habrá instalado en él sin remedio. Entonces, él empezará a escribir al margen, entre las líneas, en cualquier espacio escribirá derivas, pequeños desvíos, descripciones innecesarias; pegará páginas enteras donde Catalina, Javier, se pierdan en digresiones, en largos rodeos, con la esperanza de no llegar a ese momento, a ese desenlace en que la vea morir; la triste imagen de ese cuello transparente quebrado; una imagen inevitable porque sabrá también que por más que lo dilate, está escrito, como ahora lo está que una tarde cualquiera, él entrará en la librería que frecuenta, y después de pasar un par de horas deambulando entre los estantes o sentado hojeando lo que llama su atención, se va a decidir por esa novela.

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Carolina Fonseca (Caracas, Venezuela, 1963). Reside en Panamá desde hace tres años. Obtiene el título de Abogado en la Universidad Católica Andrés Bello. Egresada del Diplomado Internacional de Creación Literaria de la Universidad Latina, y del Diplomado en Creación Literaria 2013, de la Universidad Tecnológica de Panamá, aparece en dos antologías recientes: Formación literaria en Panamá (2010-2011). Antología de narraciones (2012) y Los recién llegados (54 cuentistas inéditos escriben en Panamá: antología) (2013). Es autora del libro Dos voces 30 cuentos (Foro/taller Sagitario Ediciones, Panamá, 2013), junto con Dimitrios Gianareas. Ganadora de la tercera versión del Premio “Diplomado en Creación Literaria” de la Universidad Tecnológica de Panamá, con su libro de cuentos A veces sucede (que publicará la UTP en enero de 2015). Publicó también la antología Escenarios y provocaciones. Mujeres cuentistas de Panamá y México 1980-2014 (Foro/taller Sagitario Ediciones, Panamá, 2013), junto con la escritora mexicana Mónica Lavín.