Centroamérica cuenta 2014. Termómetro literario: ¿Qué cuenta Centroamérica?

1 agosto, 2014

Una serie de cuestionamientos duros, a la vez críticos, expuestos con el afán de reconocer límites y alcances de la tradición literaria centroamericana, son presentados por Erick Aguirre como una práctica rigurosa de su quehacer escritural en los encuentros sobre narrativa del itsmo, organizados por Sergio Ramírez anualmente desde hace dos años, justo para “compartir una identidad común pero incomunicada” donde las preguntas vuelan como palomas recién liberadas: ¿De qué escribimos? ¿Cuáles son nuestros ámbitos y temas? ¿Nos concentramos en nuestras realidades o miramos hacia el mundo? ¿Estamos realmente en el buen camino como novelistas, o buscamos mejor algún atajo? ¿Estamos dialogando, o bien, confrontándonos con nuestra propia tradición literaria? para desde ahí abrir paso a la discusión.


Aunque de cierta forma lo había expuesto ya en un artículo, durante el foro Centroamérica cuenta del año pasado (2013) traté de compartir con más detalle ciertas ideas que, sobre nuestra condición general como escritores en una región como Centroamérica, me motivó la lectura de un libro de la argentina Beatriz Sarlo sobre la obra de Jorge Luis Borges (Borges, un escritor en las orillas. Seix Barral, 2005).

Sarlo dice que no existe un escritor más argentino que Borges, aunque su fama de escritor universal efectivamente pese más ahora. Y lo demuestra analizando sus obras primerizas, en donde se interrogó constantemente sobre las formas de la literatura Argentina para acabar reinventándola y luego crear, él mismo, una nueva literatura, auténtica y original.

Pero Sarlo concluye que los espléndidos resultados de esa operación borgiana no dependen solamente de la representación de las realidades de su entorno nacional, regional o latinoamericano, sino también del alejamiento radical de cualquier tipo de prejuicio o fanatismo nacional. Precisamente esa reinvención de la tradición literaria nacional lo habilitó para elegir y recorrer sin prejuicios las literaturas extranjeras y hacerlas parte, integralmente, de la suya.

Esa conclusión nos lleva a la formulación de una pregunta que sigue hasta ahora sin obtener respuestas taxativas: ¿cómo se puede escribir literatura desde la periferia? Yo creo que ese dilema, que según Sarlo enfrentó Borges, es el mismo que ha enfrentado modernamente el escritor centroamericano, y el latinoamericano en general, desde Rubén Darío hasta Miguel Ángel Asturias, y desde Asturias hasta los más contemporáneos.

Deberíamos escribir siempre, creo yo, como ante una bifurcación de caminos; vacilando y oscilando ante una ubicación definitiva; en un estado de suspensión dubitativa que probablemente nos haga inmunes a la intolerancia; algo que (al igual que, según dice Sarlo de los argentinos) los escritores centroamericanos hemos tardado algún tiempo en descubrir.

Reconozcámoslo: aunque en muchos casos insistamos en la búsqueda de identidades o en el acercamiento a lo nacional, en realidad, como escritores no somos de ninguna parte. Escribimos perturbados por esa tensión que también perturbó a Darío, a Borges, a Asturias: la que nos produce conocer la compleja mezcla de nuestras raíces, por una parte, y por otra la búsqueda afanosa de un estatus de “universalidad” para nuestra literatura.

Creo que hay que enfrentar el hecho de que escribimos, y siempre escribiremos, entre los límites de ese universalismo anhelado y nuestros arraigos profundamente nacionales; y también aceptar que esa contradictoria perturbación continuará operando en la dinámica de nuestros textos durante mucho tiempo.

Por eso me ha interesado algo en lo que insiste Sergio Ramírez, y que junto con él vienen diciendo muchos otros escritores centroamericanos a lo largo de varias décadas; algo que ahora parece ser la principal reflexión motivadora de estos estimulantes encuentros de Centroamérica cuenta: los centroamericanos en general, pero los escritores en particular, compartimos una identidad común pero incomunicada, y eso constituye, en efecto, una contradicción.

Pero, ¿será en realidad perniciosa para nuestras literaturas esa contradicción? Yo he leído y reflexionado sobre algunas novelas de Horacio Castellanos, Carlos Cortés, Marco Antonio Flores, Daniel Orellana o Américo Ochoa; pero ha sido más bien por asunto de papeles de trabajo o investigaciones académicas. Y me pregunto: ¿les interesarán a ellos, o en general a los lectores de Guatemala, El Salvador o Costa Rica, las novelas que se escriben en Nicaragua?

Todo esto redunda en las preguntas con las que se han convocado casi todas las mesas de estos encuentros: ¿de qué escribimos?, ¿cuáles son nuestros ámbitos y temas?, ¿nos concentramos en nuestras realidades o miramos hacia el mundo?

En mi caso, luego de escribir y publicar una primera novela que intenta indagar y reflexionar acerca de la historia y la permanente tragedia de una ciudad como Managua, y acerca del drama que por consecuencia han padecido y padecen sus habitantes (que es además el drama y la tragedia en general de la sociedad nicaragüense); escribí y publiqué otra novela, una novela que también intenta indagar y revisar un período histórico crucial –y probablemente excepcional– de Nicaragua; desde la perspectiva individual de algunos de sus protagonistas prototípicos.

Pero después de publicarlas, y mientras intento escribir otras, no pocas veces me ha asaltado la pregunta de, a quién diablos, aparte de mis connacionales, y más aún de apenas aquellos a quienes particularmente afectaron sus vidas las circunstancias de ese violento periodo histórico, podría interesar leer mis novelas. ¿Estoy realmente en el buen camino como novelista?

En una nueva novela que acabo de terminar he descubierto que, pese al asalto constante de esa perturbadora pregunta, persisto en indagar sobre casi los mismos asuntos; aunque ahora buscando otros ámbitos y reflexionando al mismo tiempo acerca de la función misma de la literatura, específicamente la narrativa de ficción. Y no sé realmente si estoy en el camino correcto, o si he debido buscar mejor algún atajo.

La verdad no sé si a estas alturas es posible hablar de una literatura centroamericana. Sólo sería concebible si la asumiéramos como la literatura de una sola nación (así como hablamos de una literatura nicaragüense, o una literatura guatemalteca o mexicana o argentina, francesa o española). En todo caso concebir la literatura desde la idea de lo nacional, o peor aún, de los nacionalismos, nunca ha sido muy recomendable que digamos. Y aunque podamos o no hablar de una literatura centroamericana, de lo que sí podemos hablar es de escritores centroamericanos.

Podemos hablar de los centroamericanos que han formado parte de la “gran” tradición literaria latinoamericana (de la que es más fácil hablar), y de los nuevos escritores que recién se incorporan a ella o luchan por incorporarse a ella; los escritores actualmente activos, contemporáneos.

Pero si en un foro como Centroamérica cuenta nos preguntamos quiénes son esos escritores, y especialmente qué es lo que han escrito o están escribiendo, lo más probable es que cada uno de nosotros solo pueda hablar con propiedad de sus connacionales, pues son los más cercanos; aquellos de los que uno tiene referencias más directas; y eso que… quién sabe: a veces no conocemos ni leemos a otros escritores aunque vivan frente a nuestra casa.

Yo, por lo menos, no puedo hablar de muchos narradores contemporáneos, vivos, activos, de Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador o Guatemala; y eso que he publicado un libro de ensayos sobre narrativa centroamericana. Puedo hablar del Bolo Flores, de Franz Galich, de Carlos Cortés, de Castellanos Moya, de Jacinta Escudos, de Francisco Méndez; últimamente de Daniel Orellana; pero hasta ahí.

Y de sus preocupaciones tanto temáticas como estéticas podría extenderme unos cuantos minutos; aunque no estoy seguro si mis conclusiones serían las mismas a que podría llegar respecto a los nuevos narradores mexicanos, sudamericanos o caribeños; es decir, que aún deambulamos por un futuro gris, indefinido. El mismo futuro sin contornos precisos que, en Sevilla, poco antes de morir, Roberto Bolaño predijo para los escritores latinoamericanos nacidos después de 1960.

No sé si con la razón de su parte, pero Bolaño dijo allí (o se guardó el apunte en una libreta para publicarlo después) que los nuevos escritores latinoamericanos aún no reaccionamos frente al hecho de que, respecto a la “gran” tradición literaria latinoamericana, más precisamente respecto al “Boom” y sus epígonos, somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo.

¿Estamos dialogando, o bien, confrontándonos, con nuestra propia tradición literaria? ¿En realidad queremos huir de cualquier enfrentamiento con esa tradición? ¿En nuestro afán de ser únicos, auténticos, “universales”, “literariamente respetables y vendibles”, terminamos siendo demasiado excéntricos, indiferentes, exhibidores de una retórica literariamente erudita y de malabares estéticos y estructurales, pero finalmente vacíos de contenido?

Con excepciones, eso es lo que se especula ahora respecto a los nuevos narradores latinoamericanos en general. Y no puedo asegurar si pasa lo mismo entre nosotros, en este istmo delgado y, geográficamente, quizás providencial. Porque sigue siendo difícil leernos, conocernos, confrontarnos. Y eso es algo que tiene que ver con problemas de industria editorial, de desarrollo económico, de fragmentación y aislamientos geográficos y políticos, es cierto. Pero también, y sobre todo, es un asunto de actitud literaria, es decir: de verdad leernos, conocernos, criticarnos y confrontarnos.

Y esa actitud literaria, buena o mala, equivocada o no, apenas es visible, ya no digamos reconocible, entre los escritores centroamericanos contemporáneos. Yo, les confieso, apenas la vislumbro. No sé qué piensan ustedes.

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Managua, Nicaragua.1961.
Poeta, narrador, crítico y periodista. Es autor de los libros de poesía Pasado meridiano (1995), Conversación con las sombras (2000) y La vida que se ama (2011); este último ganador del Premio Internacional de Poesía “Rubén Darío” 2009, convocado por el Instituto Nicaragüense de Cultura. También ha publicado las novelas Un sol sobre Managua (1998, 2000, 2003), Con sangre de hermanos (2002, 2011), y los volúmenes de crítica Juez y parte (1999), La espuma sucia del río (2000), Subversión de la memoria (2005) y Las máscaras del texto (2006). Ha sido redactor y editor en los más importantes periódicos de Nicaragua. Ha ejercido la docencia como profesor de Géneros periodísticos y Escritura creativa en la Facultad de Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA), en la carrera de Filología y Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) y en la carrera de Periodismo de la Universidad Hispanoamericana de Managua (UHISPAM). Graduado de Filología y Comunicación por la UNAN-Managua, con Maestría en Literatura Hispanoamericana por la UCA. Miembro del consejo editorial de la Revista Virtual de Estudios Literarios Centroamericanos, Istmo; miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española.