Cómo concibo el ensayo de crítica literaria y los caminos que me llevaron allí

1 junio, 2010

Los nombres de Américo Castro, Raymundo Lida, Stephen Gilman, Juan Marichal, poco o nada podrán decir a las nuevas generaciones de escritores y lectores, salvo a quienes se hallan cerca del mundo académico. Sin embargo, grave falta es, pues ellos, y otros cuantos más, forjaron el “brave new world”, en que se criaron y crearon las generaciones literarias de la América Hispana desde, al menos, la década de 1940. Del legado vivo de este valiente mundo nuevo nos habla aquí Arturo Echavarría, en estas palabras en honor a Carlos Fuentes, con motivo de su 80 aniversario.


De las muchas conversaciones que sostuve con Raimundo Lida sobre la literatura y sobre el oficio del crítico literario, una suscitó en mí una impresión que nunca se ha borrado en mi memoria y cuyo justo valor sólo pude aquilatar años después. En el contexto de aquella conversación, ahora muy lejana, la propuesta que enunció Lida me pareció atinada y relativamente sencilla; fue después que pude apreciar su complejidad y que sentí la necesidad de reconsiderarla y de adecuar su sentido a las tareas que ahora tenía a la mano. En el curso de la conversación, luego de advertir Lida “que no nos podíamos quedar con Wellek y Warren”, aludiendo al famoso tratado Theory of Literature, me instó a que indagara en torno a nuevos modos de hacer crítica literaria. En lo que a él se refería, no vislumbraba ninguna alternativa de reciente elaboración que de momento le satisficiera. Luego añadió lo siguiente: el texto crítico debiera funcionar como un espejo que refleje el texto literario, y el texto literario, a su vez, como un espacio escrito que reflejara el comentario crítico. Esa relación especular, el reflejo recíproco, apuntaba, entre otras cosas, a algo que tanto él como yo entendíamos que era fundamental en lo relativo al modo de ser del comentario crítico. Se refería a la primacía de la obra literaria, del texto mismo, sobre toda consideración, metodológica o práctica, que sirviera de instrumento a aquel que se disponía a comentarla.Con los años surgieron otras interrogantes. Entre ellas, la importancia de la ubicación del crítico respecto del texto artístico. ¿Era el comentarista un mero observador neutro, en cierto modo atemporal y por ello operando al margen de la historia? ¿Era el texto literario, por otra parte, una manifestación de índole lingüista, fija e inamovible, una suerte de isla en medio de un río que fluye en torno suyo? ¿Qué relación había entre aquellas manifestaciones, producto del crítico y del escritor, con el mundo que nos tocaba vivir?

Enumero estas tres preguntas, pero podría enumerar muchas otras que no es posible atender aquí. Antes de proseguir, acaso sería preciso aclarar algo relacionado con lo que podríamos llamar la constitución misma del crítico. Estoy cada día más convencido de que, en la época actual, el crítico literario no sólo es hijo de los tiempos, sino que es hijo, sobre todo, de las universidades.

Llegué al mundo de la literatura relativamente tarde. Mi formación universitaria en John Hopkins había sido en las ciencias biológicas y la bioquímica, en eso que llaman las “ciencias duras”. Cuando a mediados de los años 50 decidí que aquel no era mi mundo y pasé al de los estudios literarios predominaba en esa rama lo que se denomina el “New Criticism”. Esta “nueva crítica”, como es sabido, se fundamenta, entre otras cosas, en la noción de que el texto literario es un constructo verbal autónomo, sin relación alguna con el mundo “externo”. El  modo de abordar la obra literaria consiste, desde un punto de vista crítico, en una práctica que se llama en inglés el “close reading”,  por decirlo de algún modo en español: la lectura detenida y minuciosa. De esa lectura atenta se deriva también una suerte de “experiencia” cuya raíz está en el texto mismo y que es efecto de su interacción con el lector. Los orígenes de este modo de ver la literatura se remontan a T.S. Eliot y sus más famosos expositores son I.A. Richards, William Empson y F.R. Leavis en Inglaterra, y Allen Tate, John Crowe Ransom, R.P. Blackmur y René Wellek en Estados Unidos. También se hacían sentir en aquellas aulas, rezagos de la fenomenología de la Escuela de Ginebra de Georges Poulet, quien había enseñado durante un par de años en John Hopkins, y la presencia, aún viva literalmente, de la estilística alemana encarnada en Baltimore nada menos que en la imponente figura de Leo Spitzer. Spitzer se había jubilado pero seguía acudiendo a la universidad, vestido con una suerte de levita negra y cuello duro, y como dijo Dámaso Alonso – no sé si con un espíritu de benevolencia—con su “melena de sabio internacional”. Aún mantenía su oficina en el recinto universitario y, además, daba conferencias. Tuve la suerte de poder asistir a la última que dictó, semanas antes de su muerte, sobre la Aspasia de Leopardi, donde primó un riguroso análisis lingüístico. 

Pero fue la práctica enunciada por el “New Criticism” la me impresionó de modo muy especial. Aún estoy persuadido de la importancia de considerar el texto literario en sí como orbe de lenguaje y la necesidad de una lectura minuciosa (“close reading”) como fundamentos de la gestión crítica.  Con los años, en cambio,  y ya abundaré un poco sobre ello, me fui persuadiendo de que la noción de un texto rigurosamente autónomo, al margen de la historia, la filosofía y los entornos culturales, era poco sostenible. En la mayoría de los casos, los significados posibles de una obra están vinculados o responden a esas circunstancias. No creo que sea posible considerar estas disciplinas y circunstancias como meramente periféricas o impertinentes.

De Baltimore pasé a Cambridge (Mass.). El panorama en Harvard era distinto y, ciertamente, muy diverso. Los tres maestros (Lida, Gilman y Marichal) que dirigían los estudios de postgrado no compartían una visión común del fenómeno literario y, por tanto, tenían nociones distintas de lo que era la gestión que habría de realizar el crítico. Dije distintas, pero los alumnos nunca percibimos que las posturas a las que aludo en lo tocante a la práctica crítica fueran fundamentalmente incompatibles. Lida, discípulo de Amado Alonso, tenía una sólida formación lingüística y filosófica (redactó estudios sobre Santayana y la teoría del lenguaje en Bergson); había entrado, también, en contacto con la estilística derivada de Charles Bally y la escuela alemana, uno de cuyos parangones era  justamente Spitzer. Creía, además, que todo comentario crítico debía responder a un análisis extremadamente riguroso y que el árbitro final de las propuestas del estudioso tenía que ser el texto mismo. Por otro lado, Stephen Gilman, uno de los discípulos más distinguidos de Américo Castro, entendía que el pleno significado del texto literario dependía en gran medida del mundo histórico, social y conceptual que lo rodeaba. Pero esta postura, que no respondía ni a un biografismo simple ni a un historicismo rudimentario, no impedía el que Gilman estuviera al tanto y se interesara por manifestaciones afines a otras posturas teóricas, como era la obra de Käthe Hamburguer [Der Logik der Dicthung, 1957], que versaba, antes del auge del estructuralismo y la narratología, sobre la teoría de los géneros literarios  y la teoría de la narrativa. Por último, Juan Marichal se interesaba por la historia de las ideas y su relación con la obra literaria.  Si tuviera que destacar una impresión que, de modo general, resumiera lo que experimenté durante esos primeros años en Cambridge (Mass.),  privilegiaría la libertad que aquellos maestros me otorgaron para que fuera yo quien escogiera el modo más apropiado para acercarme a un texto literario.  Es de destacar, también, el llamado a estar atento a los peligros del dogmatismo y la rigidez teórica. Ambas posturas podrían menoscabar el oficio del crítico literario.

Luego me trasladé a París, donde se estaban gestando ideas nuevas respecto de la teoría y la práctica de la literatura, y, además, porque la ciudad se había convertido en la sede privilegiada de la entonces nueva narrativa hispanoamericana. Llegué a París en el 1967 y me mantuve allí y en sus alrededores hasta mediados de 1968, año en que me trasladé a Ginebra. Experimenté de primera mano el mayo de 1968 y también experimenté de cerca el auge del estructuralismo francés. Eran los tiempos del estrellato de Foucault, los formalistas rusos en crítica literaria, el de Roland Barthes y el nombre de Gennette empezaba a sonar. Critique et verité de Barthesse había  publicado hacía relativamente poco y aún reverberaban en la ciudad los vítores y las anatemas de uno y otro bando. También estaba muy activo el grupo Tel Quel, muy adepto a las polémicas, las adhesiones y las excomuniones [recuerdo vivamente la sonada diatriba contra Jean-Pierre Faye]. Severo Sarduy, con quien había trabado amistad y quien acababa de publicar Ecrit en dansant, se sentía muy a gusto entre ellos. Logré asistir al seminario sobre Sarrazine de Balzac (el que culminó en el  conocido estudio S/Z) que Barthes dictaba en l’Ecole Pratique des Hautes Etudes. En esos momentos, Barthes era un suerte de astro solar. En la sala de la École Pratique había de todo: desde los recién venidos del trópico (yo) hasta escritores ya muy reconocidos. Dos filas más allá de donde me sentaba se divisaba la calva –valga la cacofonía—de Italo Calvino.

En un principio todo aquello me cautivó. La noción de que el estudio de la literatura pudiera reducirse a esquemas claramente delineados, donde el significado (“meaning”) del texto literario no provenía de una condición “inmanente”, escurridiza y difícil de definir, si no que se generaba  –la idea originaria, ya se sabe, venía de lejos, de la lingüística de Saussure–  por una serie de oposiciones dentro de un sistema bien establecido, me pareció de veras estimulante. Algo de aquello dialogaba con viejos rezagos que tenían su origen en mi formación en las ciencias naturales. Y también,  algunos aspectos de esas nuevas teorías relativas a la crítica, se acomodaban sin gran dificultad con cosas que ya conocía. A veces, la nouvelle critique francesa no me parecía tan nouvelle como la proclaman algunos de los colegas franceses. Ciertas nociones fundamentales me recordaban al New Criticism, del que algo había aprendido tantos años antes, en una geografía ciertamente muy distante del 6º arrondissement. Por ejemplo: la importancia de la autonomía del texto literario; la noción del poema o del relato como una manifestación estrictamente verbal/lingüística.

A la larga, cuando me adentré progresivamente en aquel pensamiento brillante y seductor, algunas dudas comenzaron a inquietarme. Lo primero, curiosamente, la concepción de la crítica como una “ciencia de la literatura”. Ya sabemos lo ocurrido, sobre todo en las décadas más recientes, en torno a esa noción aplicada a actividades que en rigor pertenecen al campo de las artes, y lo relativo que ahora se considera la noción misma de “ciencias humanas”. Lo segundo, y acaso lo de mayor peso, la preponderancia, siempre en aumento, de la metodología por sobre la materia objeto de estudio y, sobre todo, el desdén por el “contenido”. El estructuralismo, como ha declarado Terry Eagleton (Theory of Literature), es un método analítico y no valorativo; digo  no valorativo en el sentido de que no se interesa por indagar lo que hay de valioso, desde un punto de vista literario, en el texto que está bajo examen. Sé que exagero en algo, pero se podría decir que los procedimientos analíticos de este recurso crítico se pueden aplicar sin menoscabo, digamos, a Ana Karénina y a Blanca Nieves. Es posible, por medio de este tipo de examen, establecer el sistema de relaciones internas formales de estos dos textos, el modo en que interactúan y generan significado, pero esta suerte de análisis no está diseñado para darnos una idea razonable del abismo estético que los separa. Por último, la rigidez que se hace sentir en la metodología a la que aludo comenzó a pesar en mí de modo negativo.

Con todo, existen nociones que siguen siendo extremadamente útiles mucho después de que los metodologías han dejado de tener preeminencia y las capillas han cerrado sus puertas a los feligreses. La concepción de la literatura como sistema, me parece, es de verdadera  importancia. Como también es útil la noción de la obra literaria como fenómeno verbal que es susceptible de un análisis en el que predomina el carácter auto-reflexivo del texto. Añado: de algunos textos, no de todos.

Y esto me lleva a lo que quizá sea el centro –nada inefable, por cierto-  del curso de estas reflexiones. Lo que he aprendido en el transcurso de estas incursiones es que cada autor, y muchas veces, cada obra, pide un acercamiento afín a su propia naturaleza. Es decir, que no hay un método único, mucho menos fundamentado en pretensiones científicas, que pueda aplicarse indiscriminadamente a un corpus literario. Que eso que llamamos “valor literario”, es decir, el que haya obras maestras, obras mediocres y otras que no pasan de ser panfletos o balbuceos ineptos, depende en gran medida de algo que es difícil de definir y que, subjetivo o no, existe. Ese “algo”  está relacionado con la intuición, o si se quiere, con la sensibilidad literaria del crítico o del lector avisado; también a un largo entrenamiento y a lecturas variadas y cuantiosas. Asimismo aprendí, con Gennete y la Kristeva, algo que quizá es, o debería ser,  un consabido. Aludo al hecho de que no es posible leer un autor o un corpus literario aisladamente. La noción de una obra como fenómeno totalmente aislado no responde a lo que podríamos llamar una realidad literaria. Todo texto es, en rigor, una red de textos, es decir se genera y se recibe mediando una serie de transformaciones intertextuales. Pero es de advertir que la serie de obras que componen la red intertextual en rigor no tienen que pertenecer únicamente a eso que llamamos “literatura”: la filosofía, la historia, la psicología, y hasta los eventos cotidianos, entre otros, forman parte también de ese entramado. Por último, al considerar un texto literario se precisa considerar quién escribe, para quién escribe, desde dónde escribe y desde dónde, a su vez,  escribe el crítico que redacta estas mismas páginas. Esta última propuesta está emparentada con una de Edward Said (The World, the Text and the Critic) que cada día me parece más pertinente, la noción de “worldliness” (aquello que está “enraizado en el mundo”/“enraizado en la circunstancias”/ en el sentido literal del término, mundano)

Cuando me acerqué a la obra de Borges, a la que he dedicado buena parte de mi vida, lo hice como con Rubén Darío, con Carpentier, con Carlos Fuentes, con García Márquez,  dejando que la obra, por decirlo así, me hablara. Muchas veces me hablaba y yo, a mi vez, preguntaba.  Ese diálogo, que en tantas ocasiones en lo relativo a Borges desembocaba en incertidumbres cuando no en un total desvarío, paulatinamente me  permitió vislumbrar que el corpus borgiano articulaba una visión coherente en torno a la naturaleza del lenguaje, de sus posibilidades y límites. Esta concepción de la naturaleza del lenguaje, a su vez, fundamenta un modo de entender la literatura de tal modo que es lícito pensar, me parece, que Borges esboza una “teoría” de la literatura. La preocupación por la naturaleza de la literatura y, sobre todo de su piedra de toque, la naturaleza del lenguaje, remiten a varios filósofos europeos, algunos asociados a los empiristas ingleses, y a otros del ámbito centroeuropeo de entreguerras, sobre todo, el filósofo y crítico del lenguaje Fritz Mauthner, cuya obra Borges había leído y “abrumado de notas”. Se precisaba, pues, leer a Borges tomando como punto de referencia una serie de consideraciones especulativas y teóricas, que él había ido articulando en su propia obra. En el proceso de elaborar ese estudio, no apelé directamente a ninguna de las escuelas que conocía. De mis años de aprendizaje, tomé lo que estimaba útil y dejé de lado lo que entendía que era inoperante. Pero habría que aclarar que el estudio que, revisado y ampliado. se transformó en libro constituía una visión de la obra que sería preciso calificar de auto-referencial.

Continué estudiando a Borges pero algo me decía que el examen de la obra desde un punto de vista exclusivamente auto-referencial no era del todo satisfactorio. Quedaban muchas incógnitas aún por atender. Para esa época unos pocos estudiosos, entre ellos D. Balderston, señalaron la importancia de los referentes históricos en los relatos del argentino, circunstancia que se había estado desatendiendo en los trabajos publicados hasta la fecha. Hacía tiempo que venía sospechando que esa dimensión, que algunos críticos llaman “material”, tenía un importancia nada desdeñable. Una vez puesto en práctica este acercamiento, se logró sacar a la luz aspectos recónditos de los relatos que, en ocasiones, facilitaban lecturas alternas y generaban nuevos significados. Los análisis publicados en  El arte de la jardinería china en Borges y otros estudios (2006) dan testimonio de este tipo de acercamiento a la obra literaria.

Mi apreciación actual es que un recurso no invalida el otro, sino que  se complementan. Pero lo cierto es que el acercamiento al estudio de un texto literario que toma en consideración los contextos históricos y culturales de la obra y del autor, me apasiona ahora de manera especial. Algo nos dice ese acercamiento de los caminos misteriosos por los cuales el texto literario entra en contacto con eso que llamamos “realidad”. Esos dos textos de que hablé al principio que se deberían reflejar mutuamente, como había sugerido hace ya tanto años Raimundo Lida, el texto crítico y el literario, están emplazados, además de en una larga tradición inserta en el orbe de la literatura, en una serie de circunstancias que pertenecen al mundo. Y ello merece nuestra atención.  Porque si en rigor la literatura, salvo en contadísimas ocasiones, no cambia el mundo, la literatura ciertamente cambia el modo de percibir el mundo.

Ciudad de México, Museo Franz Meyer.

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Profesor Emérito de Literatura de la Universidad de Puerto Rico (Río Piedras), se desempeñó como catedrático de Literatura Comparada y Literatura Hispanoamericana en esa universidad hasta su jubilación. Fue Presidente de la Junta de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico de 1986-1989 y director de la revista La Torre de 1986-1995. Se ha desempeñado también como profesor invitado en las universidades de Yale, Brown, Michigan State, Pennsylvania State, OFINES (Madrid), la Universidad de Málaga, la de Rabat y el Colegio de España en Salamanca. Fue Director del curso Corrientes actuales de la narrativa hispanoamericana en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (Santander). En 1981-2 fue nombrado “Visiting Scholar” y “Fellow” del Committee on Latin American Studies en la Universidad de Harvard.

Durante el año lectivo 2002-2003 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid le otorgó la Cátedra Dámaso Alonso y la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades lo distinguió, en 2003, como Humanista del Año. Fue asesor científico del Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Leipzig (Alemania) y lo es en la actualidad del de Estudios e Investigaciones Centroamericanas y del Caribe de la Universidad Jules Verne (Amiens, Francia), Fue Presidente de la Sección de Literatura del Ateneo Puertorriqueño del 2000-2010. Es académico de número de la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico, académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española y académico correspondiente de la Real Academia Española (Madrid).

En el 2010 se le otorgó, junto a Luce López-Baralt, la Cátedra Julio Cortazar de Literatura Latinoamericana (Universidad de Guadalajara, México) y en 2012 la Cátedra Carlos Fuentes (Universidad Veracruzana). La Feria Internacional del Libro de Puerto Rico le otorgó el Gran Premio Feria en 2011.

Egresado de la Johns Hopkins University (B.A., M.A.), obtuvo un segundo máster y el grado de Doctor en Filosofía (Ph.D.) con especialidad en Lenguas y Literaturas Románicas de la Harvard University.

Ha publicado múltiples estudios sobre Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, entre otros, y un largo ensayo sobre la novela puertorriqueña contemporánea.

Editó los estudios presentados en honor de Pedro Salinas, Primer centenario del nacimiento de Pedro Salinas (1994) y Visiones de ultramar. Cómo se percibe la literatura puertorriqueña en el extranjero (Editorial Lea-Ateneo, 2009). Además, dos extensos estudios sobre Jorge Luis Borges aparecieron hace unos años bajo el sello editorial de Iberoamericana-Vervuert Verlag (Madrid-Francfort): Lengua y literatura de Borges (nueva edición, 2006; 1ra. edición, Col. Letras e Ideas, Ariel, 1983) y El arte de la jardinería china en Borges y otros estudios (2006). Sus aportaciones más recientes a ese campo de estudios son un extenso ensayo (“On Brodie’s Report”) que forma parte del Cambridge Companion to Borges, Edwin Williamson, ed., Cambridge University Press (en prensa), “Borges y la espiritualidad judía en tiempos de crisis: la cábala y el hasidismo transpuestos” en Borges y la fe. Hildescheim-Zurich, New York: Olms (en prensa) y “Borges, Henry James and the Europeans” en MLN (125:5, 1126-1139; December, 2010). Ha publicado varios cuentos en las revistas Caribán y en Sin Nombre, y el relato “La isla en el horizonte” recibió la Mención de Honor del Concurso de Cuento de EL Nuevo Día (2011).

Su novela Como el aire de abril apareció en 1994 en la Editorial de la Universidad de Puerto Rico.