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Consejos de un vicioso. Charla magistral del XI Congreso Latinoamericano y II Congreso Nacional de Lecto-Escritura

1 agosto, 2011

Alguien ha dicho que el oficio del escritor es el mejor del mundo, aunque existan otros más antiguos. O quizás no. La necesidad de contar, y oír contar, se inicia en ese momento mágico en que alguien no se da abasto con la percepción directa de la realidad que lo circunda, y vaga con su mente mas allá de los límites reales de su mundo, donde termina lo visible y comienza la incierta oscuridad llena de la inquietud por lo desconocido, de las sombras apenas dibujadas de la incertidumbre. Y ese alguien que piensa imaginando, necesita representar en el lenguaje no sólo lo que imagina, también la propia realidad que lo circunda. A su vez, alguien escucha, e imagina la representación de las palabras que escucha.


Imaginemos al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito ─como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca─ dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?

En la medida en que el conocimiento del mundo se ha expandido hasta la saciedad, y disponemos de imágenes del todo y de todo, podemos preguntarnos: ¿la necesidad de contar y oír contar se extingue? ¿Llegaremos a prescindir de la imaginación en nuestras vidas? ¿La imagen sustituirá a la imaginación? El resplandor de las pálidas hogueras de los aparatos de televisión aleja cada vez más las fronteras de la oscuridad, deshaciendo sus criaturas. Ahora tenemos una representación del todo, o casi todo en las pantallas de la televisión, de las computadoras, de las pizarras portátiles, de los teléfonos celulares. Las guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, los crímenes, ocurren dentro de nuestras casas, o podemos saber de ellas con sólo pulsar una tecla cuando vamos por la calle. Son sucesos domésticos, pertenecen a una épica a domicilio. La contemporaneidad es instantánea, no como antes, donde los sucesos se contaban siempre en pasado, hasta la remotidad del tiempo, y ocurrían en la irrealidad del pasado: las coronaciones de los reyes de España se celebraban con fiestas callejeras en las provincias de Centroamérica, en los siglos de la colonia, lejos de las noticias, ya cuando esos reyes habían enloquecido o habían muerto.

Hay otras preguntas abiertas aún en estos inicios del siglo veintiuno: ¿Cómo vamos a leer? ¿O es que vamos a dejar de leer? Muchos son los que temen que, como nunca, la tecnología digital está cambiando radicalmente las expresiones de la cultura, empezando por la cultura de leer libros, y puede llegar a abolirla.

Eso significaría, nada menos, que la desaparición de ese acto mágico que empezó hace milenios a la luz de las hogueras, cuando alguien transmite a otro lo que imagina, y que del relato oral pasó al relato escrito, para crear ese juego de correspondencias visibles e invisibles entre el escritor y el lector, un proceso que va de la mente a la mente, una cadena de imágenes pasando continuamente por el filtro de las palabras. El escritor imagina, y el lector también imagina. Existe una correspondencia de imágenes entre escritor y lector, aunque no una identidad, porque hay tantos escenarios y rostros como lectores.

En la mente del autor que concibe, hay un sólo tipo, un solo modelo, aunque complejo, de composición de escenas y personajes cuando imagina. El filtro de las palabras deberá probar ser lo suficientemente eficaz para que la escritura recoja si no todas, la mayor parte de sus ideas imaginativas. Entre la mente que imagina y la palabra que copia, se produce entonces un trámite de fidelidades. Pero de allí en adelante, entre lectores, el modelo se dispersa en copias disímiles, correspondientes pero no idénticas.

Hay que imaginar la imagen, esa es la más espléndida de las tareas del lector. Sólo la literatura es capaz de esa riqueza de diversidad, de repartir un rostro, una escena, un escenario para cada quien con prodigalidad. La belleza que depara la lectura es siempre hipotética. De allí que muchas veces terminemos decepcionados con las películas basadas en obras literarias. Es que estamos enfrentando las imágenes de un lector en particular, que es el director de cine, con las nuestras, y nunca habrá coincidencias posibles. La imagen expuesta choca contra nuestra imagen, y se destruyen.

Es ese puente hecho de palabras, que se tiende entre el escritor y el lector, el que no puede ser dinamitado por la tecnología digital, porque es un puente para el paso de la imaginación, que es consustancial a los seres humanos que no pueden existir sin imaginar. No puede vaciarse la mente de invenciones, de mitos, de sueños, de exageraciones, de comicidades. Y los libros han sido siempre el más fiel instrumento de la imaginación, de los embustes. ¿Quién es el embustero más grande? Ulises, el navegante. La Odisea no es sino una cadena de asombrosas mentiras.

Esos temores contemporáneos acerca de la desaparición de la lectura, y de su instrumento privilegiado que son los libros, se me parece mucho al que deben haber sentido los monjes medioevales que en el encierro de los conventos se dedicaban a copiar los libros a mano, cuando oyeron que más allá de los muros corrían voces proclamando el invento de una máquina portentosa que era capaz de fabricar en pocos días los libros que a ellos les tomaban años. La invención de la imprenta revolucionó al mundo como nunca antes. La lectura se volvió un asunto masivo, y por tanto, vulgar y subversivo. Y antes de revolucionar las sociedades, revolucionó las mentes, cambió el modo de actuar del cerebro humano, su fisiología.

Pero ninguna otra revolución tecnológica ha modificado los sistemas de vida como la revolución digital. La imprenta nunca pudo ser tan totalizadora como la cibernética. En un solo puño electrónico está hoy todo, y del mismo sistema único van a depender cada vez más nuestras vidas. Comunicarse de voz, por imagen o por escrito, escribir cartas y escribir libros, oír música, ver películas, comprar y vender, pagar cuentas y prestar dinero, reservar boletos de espectáculos y boletos de avión, buscar datos y obtener información,  asistir a clases, presentar exámenes, opinar y votar, son algunos de los pocos indicios de lo que un día será el todo que regirá de manera implacable nuestros destinos. Ya los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, en proceso de deportación, llevan un grillete electrónico el tobillo, y un gran cerebro digital vigila sus pasos. Nadie puede escaparse del ojo invisible del Big Brother, el profético personaje de la novela 1984 de George Orwell.

Ya no cuesta adaptarse al futuro. Alguien salió a ver con asombro un día el paso novedoso de los trenes, que hacían huir a galope tendido a los caballos ante su fragor, o se asomó a la ventana a contemplar en el cielo lejano la dilatada estela de un avión a propulsión. Hoy las novedades son tantas que cuesta asombrarse, y el futuro queda rápidamente atrás cada día, como materia del viejo pasado. Mis nietos no me creen cuando las digo que una vez la televisión fue en blanco y negro, y que los teléfonos celulares y los juegos electrónicos no han existido desde siempre.

En el siglo diecinueve, una misma generación fue capaz de presenciar unos pocos adelantos, la máquina de vapor, el ferrocarril, el telégrafo, el cable submarino. En el siglo veinte, mi propia generación pasó del telégrafo en clave Morse al Internet, pero ha podido ver, entretanto, el teléfono de manivela, el teléfono de discado y el teléfono digital, el avión de hélice y el avión a chorro, el cine tridimensional, la radio, la televisión en blanco y negro y la televisión a colores, la máquina de escribir mecánica, la máquina de escribir eléctrica y la computadora, las redes sociales y las videocomunicaciones. Todo en apenas medio siglo. Y el libro electrónico.

Pronto dejaremos de asombrarnos de que en lugar de los libros de papel, el instrumento de lectura esté siendo ya una pizarra electrónica que se puede llevar en el bolsillo. Todos los libros que uno quieran en la palma de la mano. Para un vicioso de los libros como yo,  evitarse salir de la librería cargado con bolsas que luego no haya uno donde colocar, y que siempre reclaman un lugar en los estantes ya agobiados de la biblioteca, que ya no dan para más, supondría una ventaja asombrosa, tanto como la otra, de no tener que ir en busca de los pesados diccionarios mientras se está escribiendo, o de un tomo de enciclopedia, porque toda la información está en línea, al pulso de una tecla. Una información, además, que en lugar de envejecer en un anaquel, siempre se renueva.

Y para mayor ventaja, ahora se trata de libros que no serán capaces de molestarnos recordándonos con su presencia que ya tenemos demasiados, y que no avanzamos más que lentamente en cumplir con leerlos. Entramos en ese sueño terrible de los estantes vacíos, o de los estantes desaparecidos por inútiles. Todo estará guardado en nuestro bolsillo, en las entrañas del libro que no tiene páginas, sólo memoria.

Pero desde ahora, tengo nostalgia por los libros de papel. Y fidelidad a su peso en mi mano. Estoy dispuesto a defenderlos, como un caballero andante de los viejos tiempos. Porque su desaparición mutila mi vida, y la manera en que entiendo la cultura. Libros reales que han andando conmigo por el mundo entre penas y exilios, comprados de segunda mano en viejas librerías, o nuevos,  sus cuadernillos vírgenes, cuando aún se imprimían aquellos libros sin refilar que era necesario rasgar con un abrecartas. Libros cada uno con su volumen y con su aroma, de pastas duras o suaves, su olor a tinta en mis narices, la tersura de sus páginas en mis tacto, la intimidad que ganamos entre ellos y yo desde hace tiempo siempre viva.

Libros de tersa textura impresos en el viejo papel que nos deparan los bosques silenciosos, libros que abrimos y olemos por primera vez con esa sensualidad que sólo ellos nos regalan. Libros que producen entre nuestros dedos el mismo rumor familiar cuando pasamos sus páginas. ¿Van a desaparecer un día los libros reales, y nos quedarán solamente los libros virtuales? Es probable, aunque yo auguro una convivencia de largo plazo entre ambos.

Voy a contarles una anécdota. Cuando escribí mi novela Castigo Divino entre 1985 y 1988, usé por primera vez una computadora IBM, con un procesador de palabras que se llamaba Lotus Simphony, y todo se grababa en unos floppies. Necesité unas veinte de ellos para toda la novela. Guardo esos floppies como un recuerdo arqueológico nada más, porque no existe hoy en día ningún aparato que sea capaz de leerlos. La novela quedó atrapada en una memoria inútil porque es una memoria muerta, y si no fuera porque fue impresa en papel, habría desaparecido para siempre. 

El mundo virtual es, entonces, un mundo precario, de una sustancia ilusoria. Apagamos la computadora, y todo se extingue, desaparece, regresa a la nada de donde vino; mientras tanto lo que está registrado de manera material, en caracteres que sobreviven gracias al papel y a la tinta, son imperecederos, en la medida en que no los consumo el moho, las polillas o el fuego. Son parte del mundo real, como los dibujos rupestres grabados en lo hondo de las cuevas, o la escritura en tablillas de arcilla de los sumerios. Existen, podemos tocarlos, no son un espejismo de los sentidos.

Pero, de todos modos, no hay que asustarse tanto. Los instrumentos y las formas de leer han cambiado constantemente a lo largo de la historia de la humanidad, y en esto ha influido siempre la tecnología. Lo que empezó a representarse por medio de signos reproducía el lenguaje oral, y cuando se desarrolló la escritura, las palabras no tenían en los rollos de papiro o de pergamino separaciones entre ellas, y se siguieron escribiendo encadenadas en las páginas de los libros medioevales, porque estaban destinadas a ser leídos en voz alta, un lector para un solo oyente, o para toda una audiencia. Cuenta San Agustín que una vez encontró a San Ambrosio leyendo en silencio, concentrado, y fue algo que le llamó la atención, ver a alguien que leía para sí. Fue al desarrollarse la lectura individual, como acto solitario, cuando las palabras comenzaron a ser separadas en la escritura, y se crearon los signos ortográficos. La lectura pasó a ser entonces un acto privado, introspectivo, en lugar de un acto público, con sus seductoras excepciones, como la de los lectores de las fábricas de tabaco en Cuba, que aún leen novelas desde un pupitre a los obreros mientras trabajan.

Leer el día de hoy un libro a solas, como San Ambrosio, impone un acto de profunda concentración, ir sobre un texto del principio hasta el final. Cuando se lee en Internet en busca de información, alegan quienes ven próxima la desaparición del acto profundo de leer, se busca en la página que uno tiene frente a los ojos de manera superficial, escaneando el texto sin ir línea por línea, lo que se llama el procedimiento en efe, leyendo las primeras líneas de arriba, luego de manera vertical, y volviendo a las líneas del centro. Y una vez que se localiza el dato, todo lo demás ha quedado sobrando. Ese método de leer, se alega, no tarda ya en trasladarse a la página de los libros impresos.

Pero siempre ha habido diversas maneras de leer, dependiendo de lo que uno pretenda. También, en tiempos de los pesados tomos de las enciclopedias, cuando uno iba en busca de un dato preciso, leía de la misma manera. Nadie se lee los tomos de una enciclopedia de la A a la Z, ni tampoco un diccionario. Y la forma de leer un libro que transmite conocimientos científicos, es absolutamente diferente de la forma de leer un libro de ficción, cuando se lee imaginando, y uno se mete dentro del libro en busca de ese alimento imprescindible que es la imaginación.

Cuenta Rubén Darío en su autobiografía que en un viejo armario de la casa de su tía Bernarda Sarmiento en León, donde pasó su infancia de huérfano, encontró en un viejo armario los primeros libros que llegaron a sus manos. Tenía diez años de edad. “Eran un Quijote”, dice, “las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia; los Oficios, de Cicerón; la Corina, de Madame Staël; un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica de ya no recuerdo qué autor, la Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”.

Voy a elegir uno de los libros de esa ardua mezcla, Las mil y una noches, que tanto encantó e influyó a Rubén desde el principio de su vida de escritor, para insistir en la insustituible presencia de la imaginación en el alma humana.

En ese universo estrafalario, lleno de potentes milagros, de grandes pícaros y hábiles mentirosos que es Las mil y una noches, tan fascinante como la propia Scheherazada es el anónimo narrador que va por las calles y las plazas de los mercados contando sus historias, que son las mismas que ella alguna vez ha oído de labios de las criadas de su casa, y con las que divierte al despechado y vengativo sultán Sahriyar cada noche para poder ganarse un día más de vida. Si nos fijamos bien, los dos, el cuentero callejero y Scheherazada, se ganan literalmente la vida contando cuentos. Ellos son el doble narrador contando lo mismo, bajo la necesidad de sobrevivir. La necesidad es el efrit de ambos,  el genio de la botella que les concede el poder de urdir las mentiras más colosales.

El narrador anónimo de los mercados de Damasco, Bagdad, El Cairo, de Bassora, de Laor, es como Scheherazada un personaje heroico. Levanta cada día su magro escenario entre toldos y tenderetes y su oficio, peor que el de los encantadores de cobras con su flauta, o el de los faquires que se acuestan sobre un lecho de clavos, es atraer la atención de la multitud que transa y regatea entre olores de cuero y especias, de aceites rancios y de orinales, fatigados los ojos por el humo de las cocinas. Aquel desarrapado de chancletas de madera y sucio turbante está solo en el mundo.

Su invención, o lo que ha recogido por los caminos, en las tabernas, en los callejones, en otros mercados, tiene que ser muy bueno, asombroso, divertido, para que la gente deje lo que está haciendo y se acerque a escucharlo; y no sólo, tiene que lograr que todos abran la boca de admiración ante sus palabras, perderlos en el asombro. Debe, además, lograr gestos eficaces, saber mímicas, imitar voces, pasearse frente al público, agitado, o pensativo. Debe, sobre todo, provocar la risa y el llanto que mojan por igual de lágrimas los ojos. Si tiene éxito, si sabe el oficio, en el plato de estaño que tiene a sus pies caerán con tañidos consoladores las monedas de su sustento. Llegó solo y se va solo. Ni siquiera debe cargar la cesta de mimbre donde duermen la cobra y la flauta del encantador de serpientes. Su lengua es la cobra y la flauta.

Pero ésta no es sólo una relación de dos, entre el cuentista andariego y Scheherazada que se salva cada noche porque es una narradora prodigiosa. Es una relación de tres, con el sultán Shariyar, y de cuatro, con la princesa Doniazada. Como parte de su ardid, Scheherazada se las ingenia desde la primera noche para introducir a su hermana menor junto al lecho del sultán, y es Doniazada la que está preparada para pedirle a Scheherazada que empiece a contar y después, cada noche, que siga contando, para retrasar así la hora de su muerte.

Son ellos dos, uno que oye maravillado, y otra que incita a contar, quienes nos representan a todos nosotros, que somos los que nos congregamos alrededor del narrador en el zoco, y los que leemos. Somos el público, somos Doniazada, somos el sultán Sahriyar.  Somos los lectores, somos junto con el sultán, el juez terrible. El juicio del sultán Sahriyar, nuestro juicio, puede ser catastrófico para el narrador, porque si falla en engañar bien, Scheherazada pierde la cabeza bajo la cimitarra, el narrador anónimo de los zocos pierde su pan, y ambos pierden nuestro propio crédito de lectores, porque queremos ser encantados, que quiere decir engañados de verdad. A fondo y sin falsas mentiras. Es la única manera de quedarnos a vivir dentro del reino de la imaginación, que está en las páginas del libro.

Las decenas de historias con que el narrador ambulante de los mercados entretiene a su público, y Scheherazada entretiene al sultán,  son una fabricación popular. Es la gente común la que ha creado esos símiles de maravilla, poder y grandeza para ellos mismos; de esa multitud oscura de derviches, zaoríes, o sajurines como decimos en Nicaragua, arrieros, beduinos, barberos, orfebres, tenderos, mozos de cordel, cocineros, parte el narrador anónimo de los mercados. Y no hay tiempo de cambiar las raídas túnicas y las chancletas de madera por las más ricas vestimentas y adornos, más que a través de la mentira. «Pícaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota», como anota Jorge Luis Borges.

Es la invención la que hace posible tener, para el que adolece y desea. Tener, al sólo invocar un nombre mágico o cerrar los ojos. Tener palacios que entran con sus almenas entre las nubes y cuevas de interminables galerías donde esperan vasijas repletas de bambas de oro y cofres colmados de joyas, desposar princesas, convertirse en sultán, volar por los aires, disfrutar de un harén, sentarse a una mesa en la que nunca se agotan los manjares. Necesidad y deseo son los extremos del arco que tensa la pasión y dispara la flecha de la imaginación. El poder, como gran imposible, se logra descifrando el lenguaje del asno humilde que carga la leña, sometiendo al genio encerrado en la botella en que arde la vela, frotando la humilde lámpara de aceite que atosiga con el humo. Pero quizás el deseo puede aquí más que la necesidad. La necesidad hace que uno trabaje, robe, o mendigue. El deseo crea siempre la imaginación.

Más allá de eso, hay que tener en cuenta que las mentiras deben ser verosímiles. Apenas el sultán Sahriyar percibiera que le están contando una mala mentira, Scheherazada no amanece viva y el lector cierra el libro, desengañado. La única manera de acabar con los libros de ficción, sería si siempre estuvieran llenos de mentiras pobres y mal contadas.

La imprescindible imaginación estará siempre allí, cualquiera que sea la manera en que leamos. No importa que no haya historias nuevas que contar, que no haya tramas que inventar. Las tragedias, las novelas, los romances, los corridos, los tangos, los boleros, nos están contando siempre lo mismo. La trama anda siempre por caminos trillados. Los temas de la narración están allí desde el origen: amor, odio, engaño, venganza, celos, abandono. Orgullo, poder, locura, vanidad, fatuidad, impostura. Lo cómico y lo risible. Ambición, muerte.

La condición humana que no cambia nunca, bajo ningún reinado, bajo ninguna era, bajo ninguna ideología, como escribió Voltaire. O quizás todos esos temas podamos reducirlos a sólo tres, a fin de cuentas, como las anota en el título de uno de sus libros de cuento Horacio Quiroga: amor, locura y muerte. O solamente dos, el amor y la muerte como cree García Márquez. O cuatro, como creo yo: el amor, la locura, la muerte, y el poder. Uno lee a Esquilo, y en sus tragedias están siempre presentes las luchas sordas y sanguinarias por el poder, y lee a Shakespeare y las intrigas por el poder vuelven a repetirse, el engaño, las conspiraciones, las trampas, el asesinato. El poder, que es tantas veces una forma de locura.

Si en Las mil y una noches el deseo crea la imaginación, en un libro como La Odisea, que también narra aventuras y engaños y está lleno de suplantaciones y exageraciones, el temor, contrario del deseo, crea la imaginación.

Los peligros que tiene que vencer Ulises en su viaje de retorno a Ítaca son revestidos por la imaginación gracias a la necesidad. Son los peligros que afrontan los navegantes, peligros reales e imaginados ante la necesidad de llegar. Son la historia del riesgo: tempestades, fieras marinas, acantilados, rocas erizadas entre las espumas que hierven, desgobierno de las naves, naufragios. Y lo desconocido. El mito, la invención, son la exaltación de lo real, al mismo tiempo que su explicación más esplendorosa, y también las huellas revueltas de la ansiedad que va y viene sobre las arenas de lo desconocido.

El mundo conocido tiene entonces límites muy reducidos y los seguirá teniendo por milenios hasta la era de los navegantes portugueses en el siglo quince. Más allá, sólo se abre la incertidumbre, el temor, que termina creando el mito. No existen entonces imágenes de lo desconocido, hay que inventarlas a imagen y semejanza de lo conocido.

Ésa sigue siendo una necesidad inextinguible, y está en la razón misma del oficio de inventar, una vez que el mito original queda atrás, como un relámpago lejano que culebrea mostrando su ramaje encendido. De aquel relámpago sobrevive la historia, sobreviven la saga, la narración. Es la herencia del relámpago. Siempre habrá que novelar la realidad, desconcertarla, agitar el velo, darle una calidad engañosa.

Homero, el ciego ambulante, cantaba en atrios y plazas historias relacionadas con acontecimientos ocurridos siglos atrás, que han ido a dar a las páginas de La Odisea. Igual que el narrador anónimo de los zocos, sus historias eran insólitas; a alguno habrán irritado por sus exageraciones y su obsequiosa familiaridad con los dioses. Pero al final resultaban creíbles, porque lejos de ser mentiras retóricas, tenían vida propia.

Increíble, dice uno mismo cuando le cuentan algo nuevo e insólito: me resisto a creerlo. Pero con esta afirmación de incredulidad, uno solamente confiesa que ya ha caído en la trampa. Y quien cuenta, conoce las trampas de la verosimilitud. Yo estuve allí, no me lo han contado, afirma el mentiroso, para que no quede ninguna duda de su afirmación.

Y para que no quede duda de su propia existencia como narrador, y de la verosimilitud de las mentiras que cuenta, Homero se introduce en el relato, que es una de las formas más tradicionales de mentir con aplomo, como luego lo hará Cervantes en El Quijote. Cuando Ulises el náufrago, que no descubre su identidad, ha sido conducido ya por la princesa Nausícaa al palacio de su padre Alsínoo, rey de los feacios, el soberano manda a un heraldo que traiga a su presencia a Demódoco, el poeta ciego, para festejar al visitante.

Demódoco se sabe todas las historias ─incluidas las de la Ilíada, por supuesto─ y recibe todas las alabanzas por su maestría en el arte de cantar ─que se funde en el arte de contar─. Homero ciego, se manda comparecer a sí mismo para entrar en el relato. Demódoco es Homero. Y como pobre juglar, desventurado de la fortuna, hace, además, por qué no, que le regalen bien, con viandas exquisitas y con vino, y se imagina amado de los dioses.

Igual que el narrador anónimo de los zocos, el ciego errante y pobre sueña ─y sólo puede lograrlo con su propia mentira─ en verse llamado al palacio del rey, en sentarse a su mesa. Homero invita a Demódoco. Y es lo que soñaban los campesinos, los pastores de cabras y ovejas, los porquerizos, los soldados, los marineros, los otros juglares ciegos, tullidos y menesterosos que compusieron las historias de La Odisea. Harún Al-Rashid, el comendador de los creyentes, un personaje favorito en Las mil y una noches, va aún más lejos: suele ceder su trono por un día, con todo su poder de premiar y castigar, a algún desarrapado recogido al azar en las calles de Bagdad.

La Odisea es siempre un libro de disfraces, de identidades supuestas, de apariencias engañosas: disfrazarse de mortales es un juego grato a los ociosos dioses del Olimpo que Atenea, la de los ojos de lechuza, prefiere a todos. Y entre los mortales, Ulises es el rey del disfraz, el maestro de los ardides, el gran mentiroso, el más excelso de los engañadores. Es su ingenio el que siempre lo salva en los peores momentos, y bien se jacta de ello, como Scheherazada, que gracias a su capacidad de mentir disipa cada noche el hastío asesino del sultán Schariar. Tan bueno para mentir es Ulises como Homero, que es su creador. Homero ha inventado al más grande de los mentirosos, su alter ego, y su cómplice de invenciones.

Inventa los comedores de loto, el florido manjar que envenena con el olvido y los sueños; los cíclopes, una raza pastoril de antropófagos que aún sobrevive de un mundo anterior ya olvidado, y el ardid para cegar el ojo único de Polifemo, otro ciego más en el camino; la isla flotante de Eolo, deidad que guarda o desata los vientos, y se los entrega todos a Ulises encerrados en un pellejo de buey, cuidado si los desatan; Circe, que se aburre pronto de sus amantes para convertirlos, tristes e inútiles, en cerdos. Y en fin, las sirenas que proclaman la perdición de los navegantes con sus cantos funerales; Escila y Caribdis, las dos fauces dentadas y espumosas de la muerte que engullen velámenes, jarcias y marineros; las vacas sagradas de Apolo que los compañeros de viaje de Ulises, irreverentes y temerarios, terminan destazando y comiéndose, igual que curiosos desatan los vientos de Eolo encerrados en el pellejo de buey, pese a todas las advertencias, para su perdición final.

Y el ciego Homero ya domina desde entonces ese arte sin el que ninguna lectura vale la pena, el arte de la risa. La mejor puerta para entrar en la lectura, es la puerta de la risa, que quita los pesos didácticos, y aparta las sombras del aburrimiento. Lo sabía Homero, y la sabía Cervantes, que escribió el libro más risible de todos los tiempos, El Quijote.

En La Odisea se nos cuenta cómo la diosa Afrodita se enreda en amores clandestinos con el dios Ares a espaldas de su marido, el dios Hefestos. Son los cuernos que le ponen a un dios, y por tanto, se trata de cuernos descomunales; y aunque sucede en los cielos del Olimpo, es una trama mundana y graciosa, llena de engaños y ardides. Es la historia de un herrero cojo de ambos pies por defecto de nacimiento ─Hefestos es el menos perfecto de los dioses─ cuya bella mujer lo engaña con un mancebo de buen ver, en su propio lecho, apenas él se ausenta. Apolo ─un entremetido que no debía hablar mucho porque tiene su propia historia de cuernos─ presencia una de esas veces el engaño y le va con el cuento al pobre cojo, quien dominando su sagrada cólera se las ingenia para fabricar en su yunque, a golpe de martillo, «unos hilos inquebrantables para que permanecieran firmes donde los dejara», que luego teje, como una sutil tela de araña, por todo el aposento matrimonial donde deberá atrapar a los desprevenidos amantes en el lecho mancillado. Apolo, que se ha convertido en oficioso espía del cojo, va a avisarle apenas aquellos se han metido otra vez desnudos en la cama sin percatarse de la trampa.

Los amantes no pueden moverse. Comprenden que no tienen medio de escapar y sin mejor recurso se quedan dormidos. Y al marido engañado, no bastándole con su triunfo, sale a llamar a grandes voces a sus parientes los dioses para que acudan a presenciar aquella escena ridícula, sin pensar en su propio ridículo.

Un coro de risas se alza entonces entre los bienaventurados dioses al ver el artificio en que han caído los amantes. Lo que ha hecho Hefestos es ingenioso y risible. Y él, en medio de su despecho, y a pesar del dolor de los celos, es seguro que al ver reír a sus pares también ríe para sí, orgulloso además de su obra de engaño. El humor sólo es verdadero, cuando uno es capaz de reírse de uno mismo.

Como escritor, y como lector, me planteo la lectura como un acto de gozo. No temo afirmar que el primer deber de un libro de ficción es saber distraer, y aún las lágrimas que se vierten al leer dolores y desventuras, como en las novelas de Dickens, son parte de ese mismo gozo, la otra cara de la moneda de la risa. Lo digo porque al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro el aburrido propósito pedagógico. Un libro sólo es capaz de enseñar, si primero gusta. Si no gusta, sino encanta, sino hace reír, sino conmueve, sino entretiene, sino distrae, toda enseñanza, toda filosofía, cualquier moraleja, se volverá inútil, pues nadie llega a la última página de un libro aburrido; y cuando el lector abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para él, para ese lector.

Esto no depende del número de páginas que un libro tenga. Los siete tomos de la serie de Harry Potter no bajan de las 600 páginas cada uno, y he visto a mis propios nietos, cuando tenían doce o trece años de edad, entregarse a la tarea de la lectura de esos ladrillos tan voluminosos, que supongo no les resultaban aburridos, como a millones de niños y adolescentes en el mundo. La señora Rowling encontró una llave para abrir una puerta secreta.

Si un adolescente no tiene miedo del grosor de uno de los tomos de Harry Potter, ¿por qué habría de tener miedo del grosor del Quijote, que además de historias de magos, como  por ejemplo, el descenso del caballero de la triste figura a la cueva de Montesinos, y su encuentro con el mago Merlín, nos cuenta otras muchas fantasías descabelladas y risibles, aventuras y desventuras que hacen a este libro de los libros, la novela más divertida del mundo?

Imaginen lo que puede ocurrir en la mente de un niño de diez años que se encuentra en un viejo armario con Las mil y una noches, que tiene centenares de páginas, y con El Quijote, que también tiene centenares de páginas, y no se arredran en leerlos. Hacer que todas las bielas y resortes de la máquina de su imaginación se pongan en movimiento, como ocurrió con Rubén Darío.

El único vicio legítimo, el único que soy capaz de recomendar a los jóvenes, es el de leer, porque es la única droga cuyo hábito de consumo tiene un poder benéfico. Hay que crear adictos incurables de la lectura, porque sólo a través de la imaginación se gana el sentido de la aventura, del reto por lo desconocido, y se alcanzan mundos nuevos, se asciende a regiones ignoradas, como el propio don Quijote, con Sancho en ancas, subidos a Clavileño, que era un caballo de palo capaz de volar por los cielos con sólo manipular una clavija que tenía en la cabeza.

No hay que creer a quienes nos dicen que sólo debemos aceptar lecturas serias, porque entonces nunca vamos a ser lectores adictos. La lectura debe ser antes de nada, un gozo. Cuántos buenos lectores se han perdido por causa de las imposiciones escolares, que mandan leer por fuerza de los programas de estudio libros pesados e indigeribles. Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, porque lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea siempre en los libros.

Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación. Se perderá un amigo, consuelo de la soledad. “…Cervantes es buen amigo. Endulza mis instantes ásperos y reposa mi cabeza…”, dice Rubén, que supo lo que era la soledad, y supo a la vez lo que era el vicio irrefrenable de leer.

¿Cómo crearse ese vicio?  Estimulando las lecturas capaces de atraer, de seducir. Y yendo de lo simple a lo complejo, empezando por un cuento de los hermanos Grimm, luego yendo a uno Chejov, o de Rulfo, antes de llegar por fin a una novela de Faulkner, o al Ulises de Joyce, ya no se diga. O yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos del Quijote, a los cuentos más maravillosos de las Mil y una noches.

Pero por supuesto, para que un niño o un adolescente adquiera el vicio de la lectura, antes deben adquirirlo los padres y los maestros, con espíritu cómplice. lejos de la seriedad de quien encarga una tarea. Ser parte con ellos de la conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de iniciados. Abrirles una puerta al paraíso, donde espera la manzana dorada entre las frondas del árbol del bien y el mal.

(En este texto hay algunas citas del libro del autor, Mentiras Verdaderas, 2001)

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.