Conversaciones con el expresionismo abstracto de Ramiro Lacayo-Deshón

1 junio, 2014

La más reciente exposición de Ramiro Lacayo Deshón, “Conversación con el Expresionismo Abstracto”, inaugurada el 12 de diciembre de 2013 en el nuevo Centro de Arte Fundación Ortiz Gurdian / BANPRO de Managua, constituye un hito no sólo en la carrera del artista, sino del arte nicaragüense. La serie nace como consecuencia de la indagación personal: resumen de la evolución lógica del artista y de su compromiso ético y artístico ante la realidad.


ConversacionesconelExpresionismo-Portada
Conversaciones con el Expresionismo Abstracto de Ramiro Lacayo Deshón.   
Dar click en imagen para abrir archivo PDF en inglés.

Estas reflexiones, basadas en el ensayo que acompaña la serie “Conversaciones con el expresionismo abstracto” de Ramiro Lacayo-Deshon, lejos de ser un hilar lineal, es un constante ir y venir donde introduzco referencias históricas que, considero, pueden ayudar a arrojar luz a la riquísima  madeja que constituyen estas conversaciones. Siendo así, me gustaría comenzar esta reflexión con un paralelo histórico.

Hace ya más de un siglo, entre 1908 y 1912, Henri Matisse se dedicó con ahínco  a una de sus obras más paradigmáticas: “La conversation”. El cuadro, a primera vista un simple retrato intimista de pareja resulta sintomático por varios motivos. En primera instancia, porque el doble retrato deviene símbolo de la pareja al tiempo que el cuadro se erige resumen de la intensa lucha interna que experimentaba Matisse, escindido entre la vida conyugal y su pasión por la pintura. La contraposición entre los hieráticos personajes es crucial. Matisse, erguido a la izquierda del cuadro y vestido con su habitual pijama de rayas –ese que usaba tanto en la alcoba y como a diario en su taller- sostiene la mirada de su esposa Amélie que sentada en una silla se funde en el penetrante azul. Interpuesta entre los dos, como barrera insuperable, aparece la ornada verja de la ventana donde se deja ver, estilizada. la palabra “Non” y tras de sí, el alegre jardín que asoma, apenas, como una quimera.

Amén del testimonio personal que encierra el retrato, esta conversación -lo mismo que la serie de Lacayo que hoy nos ocupa- constituye una tesis sobre la pintura y los derroteros del arte moderno encarnados a partir de la posición de Matisse frente al arte.

En este sentido, la composición del cuadro establece dos claros focos tensionales: El primero, ubicado en primer plano, es el que se desgaja de la relación tensional entre las dos figuras. Mientras que el segundo, al fondo del cuadro y conformado por el paisaje que soma a través de la ventana  que implica una cita sopesada a la tradición de la pintura y la etapa fauvista de Matisse, resume el momento de cambio que vive el artista. La ventana, además, implica otra cita que no debe ser  soslayada: la noción del cuadro como ventana abierta puesta al uso desde el alto Gótico y asociada al sentido de mimesis en tanto paradigma estético.

La composición del cuadro basada en estos dos campos debe ser asumida como un eje temporal marcado por dos tiempos. Atrás, el paisaje, encarna el pasado, la tradición pictórica figurativa y, en contraposición,  en primer plano, el futuro del arte para el artista.

En este sentido, “La Conversation”, producida en uno de los momentos de mayor intensidad creativa de Matisse, resume el camino evolutivo del artista en ese momento en que abandona la pincelada espontánea del fauvismo para adentrarse, en la aventura abstracta. marcada por superficies de color puro,  y formas abiertas, cada vez más simples y planas.

No es casual que la figura de Matisse sea crucial para el expresionismo abstracto americano. El rey del fauvismo, obsesiona a los jóvenes artistas por  su manera única de traducir los sentimientos a través del uso del color, configurador de formas y planos espaciales.

Matisse, lo mismo que Monet, deviene figura crucial para la nueva escuela. A ambos los aúna el sentido de espacialidad en la que el cuadro es entendido como espacio abierto y, como bien calificara Greenberg, el empleo de una fuerza centrífuga liberadora que sustituye la fuerza centrípeta que había dominado hasta entonces en el arte occidental. Esta fuerza centrípeta liberadora, la fuerza emotiva intrínseca del color y el valor del vacío, aunada a telas cada vez de mayor formato, mostró a los pintores abstractos americanos -entonces en plena búsqueda- la vía hacia la expansión absoluta del cuadro.

Ahora bien, si me permiten, me adentraré en un somero recuento con respecto al panorama de postguerra.

El fin de la segunda guerra mundial significó un cambio radical en la historia de la humanidad. El número de muertos, resultado del extendido conflicto bélico (1939-1945), alcanzó la devastadora cifra de más de 50 millones de personas. Ciudades enteras fueron arrasadas, más de 5 millones de personas exterminadas en campos de concentración nazi y el número de desplazados como consecuencia de las nuevas fronteras rebasó los 30 millones personas. A ello debe sumarse el horror latente que significó para la humanidad la existencia de uno de los regímenes más atroces que el mundo haya conocido (el fascismo) y las diferencias irreconciliables entre los dos súper potencias resultantes del conflicto (Estados Unidos y la Unión Soviética) que marcará el nacimiento de la nueva era, perfilada por un mundo bipolar (Capitalismo vs Socialismo) y la sombra de la guerra fría.

En el campo artístico, si bien Europa –y en específico París- había fungido como centro hegemónico de las vanguardias artísticas durante las tres primeras décadas del siglo XX, tras los estragos de la guerra, la capital del arte contemporáneo se desplaza a Nueva York donde la influencia de artistas e intelectuales europeos de primera línea que migran se hace sentir. Baste mencionar en este sentido a Breton, Chagall, Dalí, Gleizes, Grosz, Ernst, Léger, Lipchitz,  Masson, Mondrian y Tanguy, entre otros tantos.

En la escena local, domina una pesada atmósfera de introspección consecuencia de la decepción que genera el mundo de la postguerra y que contrasta con la intensidad política de la década precedente. Recordemos que es el realismo social lo que había primado como corriente dominante en el arte norteamericano durante los años 30.

La nueva escuela que comienza a trabajar de manera individual pronto se nuclea en Nueva York. Marcados por la anomia colectiva que obliga a la búsqueda de nuevas vías de expresión, el grupo de pintores empuja los límites del arte. Asimiladas las lecciones de Matisse, Picasso, Miró y movimientos cruciales como el surrealismo, el cubismo y el fauvismo, la escuela de Nueva York enarbola como nuevos principios del arte:

– la espontaneidad e improvisación sobre la perfección,
– el proceso sobre la obra terminada,
– lo individual frente a lo social,
– la gran escala frente a formatos intimistas, y, por sobre todo,
– la exploración en la psique individual como reflejo de fuentes internas de valor universal.

En este último punto, resulta fundamental la figura de Carl Jung quien en contraposición al inconsciente freudiano basado en la experiencia personal y la libido, propone el término de inconsciente colectivo para describir la existencia de un sustrato común inherente a todos los seres humanos.

Tras cruzar correspondencia durante un año, Jung y Freud emprenden viaje a Estados Unidos en 1909, invitados a impartir una serie de lecturas en la Clark University. Este, sería el único viaje de Freud a los Estados Unidos. No así para Jung que regresaría en varias ocasiones. La amistad que fructifica entre colegas pronto comienza a deteriorarse debido a las discrepancias entre ambos psicoanalistas.

Para Jung, el enfoque de Freud centrado en la sexualidad como fuerza motivadora resultaba reduccionista y su visión del subconsciente se limitaba al aspecto negativo y traumático.

Jung propone la subdivisión del inconsciente en dos capas: el inconsciente individual y el inconsciente colectivo. En el segundo, estriba al aporte crucial de Jung que será vital para el expresionismo abstracto americano.

El inconsciente colectivo es el nivel más profundo de la psique, conformado por la acumulación de estructuras psíquicas heredadas y experiencias arquetípicas.Para Jung el inconsciente colectivo es entonces un dato universal del que está dotado todo humano desde su nacimiento. Esta “capa-arquetipo” debe ser entendida como una suerte de “librería universal” del conocimiento humano: “la tan trascendental sabiduría que guía a la humanidad.”

Los estudios de Jung, quien entre 1909 y 1937, visita en varias ocasiones los Estados Unidos, fueron cruciales para los expresionistas abstractos americanos que buscaban  liberarse de toda atadura social, política, e incluso artística.

Si bien, el contacto de las teorías freudianas del inconsciente habían abierto al surrealismo las vías de exploración del automatismo psíquico puro, los estudios de Jung arrojan nueva luz, guiando la mirada de los expresionistas abstractos hacia los mitos autóctonos locales considerados ahora, por primera vez, como repositorios de verdades universales.

El arte indígena americano ofrecía así un nuevo camino ante la imposibilidad del modernismo de concretarse en utopía social. A la decepción de un presente marcado por la tenaz lucha entre sistemas, la guerra fría y la cacería de brujas, se imponía como única alternativa plausible los valores ontológicos de comunión universal, el poder evocador y la espiritualidad depositaria de las culturas nativas del continente americano, significando esta la brecha tan esperada por los expresionistas americanos en su búsqueda de nuevos asideros, al tiempo que una contribución enteramente americana –en el sentido continental- al mundo del arte.

Muchos se dirán, sin embargo, que la vanguardia histórica había ya adelantado este aporte desde los acercamientos al mundo primitivo de los postimpresionistas, en específico, Gauguin o más tarde el interés en las máscaras africanas y de Oceanía por Picasso o la exploración surrealista en el inconsciente. Sin embargo, la diferencia es sustancial. Los acercamientos de Gauguin y Picasso a las culturas primitivas es meramente externo. Impelidos por la necesidad de renovar la forma caduca del arte occidental, los artistas de la vanguardia histórica miran a otras fuentes pero la asimilación es meramente formal, una suerte de fascinación estética del ojo occidental.

En lo que respecta al surrealismo, hay también diferencias cruciales en lo que se refiere al acercamiento al mito y las culturas aborígenes.  Permítaseme retrasar esta diferencia a través de las emblemáticas figuras de André Breton y Wolfgang Paalen.

En su ensayo “Farewell au surréalism”, publicado en 1942, Paalen expone su ruptura con el surrealismo por entender que éste tiende a poetizar la realidad y, por ende, conduce al oscurantismo.

Tras el estallido de la guerra en 1939 y respondiendo a una invitación de Diego Rivera y Frida Kahlo, Paalen abandona Paris y se muda a México para estudiar las ruinas precolombinas del noroeste mexicano. Inspirado en el relativismo del antropólogo americano Franz Boas, Paalen recorre Alaska y Columbia Británica siguiendo la costa oeste de los Estados Unidos hasta llegar a México y se apasiona por las conexiones culturales subyacentes capaces de traer comunión y entendimiento entre culturas diversas.

La impronta de Paalen, fundador y editor de la revista DYN[1] es fundamental en los jóvenes pintores de Nueva York. Publicada en México entre 1942 y 1944 -durante los mismos años que Breton publica en Nueva York la revista VVV-, DYN irradia nuevas perspectivas en torno al arte moderno y las culturas aborígenes.

El doble número (4-5) de diciembre de 1943, dedicado al arte amerindio deviene una suerte de documento programático de la nueva consciencia estética. El número constituye un llamado a la integración de las formas y conceptos indígenas en el arte moderno. En su ensayo “Totem Art” aparecido en dicho número, Paalen expone:

Ahora ha devenido posible entender por qué es necesaria una osmosis universal, por qué este es el momento de integrar el enorme tesoro de formas amerindias dentro la conciencia del arte moderno (….) Para una ciencia ya universal, pero, por definición, incapaz de hacer justicia a nuestras necesidades emocionales, hay que añadir como complemento, un arte universal: estos dos ayudarán a la configuración de la nueva e indispensable conciencia mundial[2].

Es justo esta perspectiva revolucionaria de acercamiento al otro la que lleva a la separación definitiva de Paalen con Breton y el surrealismo.

La fascinación que las culturas mal denominadas primitivas o salvajes –términos que enfatizan el enfoque eurocentrista hacia estas culturas- provoca en los surrealistas una perspectiva distorsionada, que hace de estas culturas un mero instrumento hacia la liberación de la razón en pos de la creación poética elevada que alimenta al surrealismo. Paalen, difiere radicalmente de esta visión exótica, proponiendo una integración efectiva de estas culturas en el cauce del arte moderno. Si me detengo en este aspecto, además de por la incidencia fundamental que tiene en el expresionismo abstracto americano y la serie de Lacayo que nos ocupa,  es porque creo que la figura de Paalen y Frans Boanz deben ser rescatadas en América Latina y estudiadas con ahínco por el alcance medular de estos estudiosos para el arte de nuestros países.

Hay otras dos figuras a las también me referiré por encarnar ambos cambios de paradigma esenciales para el arte del momento. Son ellos las dos voces críticas que hacia mediados de los años cuarenta y durante los cincuenta marcan el sentir de la escena crítica neoyorkina: Clement Greenberg y Harold Rosenberg.

Mientras Greenberg ve en el expresionismo abstracto americano una continuidad evolutiva del arte moderno –consecuencia lógica de la exhausta Escuela de Paris, para Rosenberg asistimos a una ruptura fundamental con el arte moderno desarrollado hasta el momento.

Desde una crítica eminentemente formalista, el acercamiento de Greenberg concibe al expresionismo abstracto americano como síntesis y superación del elemento narrativo. Rosenberg, por el contrario, se centra en una perspectiva esencialista, donde la subjetividad y lo existencial actúan como rasgos vitales, poniendo el acento en lo procesual. Es asociado a esta perspectiva que aparece el término de “Action Painting”, acuñado por el propio Rosenberg. El cuadro, dejará de ser una ventana, -otra vez Matisse- convirtiéndose –cito a Rosenberg – en “arena para la acción”, el acto creativo deviene “acontecimiento” y la obra resultante, apenas una “reminiscencia”. No es casual que los movimientos que siguen al expresionismo abstracto americano (arte conceptual, arte povera, performancehappeningbody-art, arte tierra) sean deudores de esta noción procesual enunciada por Rosenberg.

Como mismo Matisse, Lacayo titula esta serie conversaciones por el sentido de alteridad y diálogo implícito en estas obras. Sin embargo, no es hasta la segunda mitad del siglo XX que se registra un cambio de época fundamental: asistimos a lo que es dado en llamarse cultura de la intertextualidad. El término, introducido por Julia Kristeva y retomado por Roland Barthes barre con la extendida pretensión de un original incontaminado –y por ende con la pretensión del original- por considerarse todos los textos (toda creación) como un mosaico de citas donde el texto resultante deviene entretexto de otro texto por venir y así sucesivamente.

Justo en este enclave de la cultura del intertexto y la cultura del remix se sitúa la serie “Conversaciones con el Expresionismo Abstracto”, de Ramiro Lacayo. Lacayo se apoya en el último movimiento vanguardista, bisagra del nuevo cambio de paradigma cultural, para hacer una pertinente revisión de los derroteros del arte. Su interés, en primera instancia, es encontrar respuestas a sí mismo como creador y reivindicar –por qué no- la pertinencia de la escuela de Nueva York como escuela americana –en el sentido continental-  como legado plausible y punto de referencia obligada.

Ramiro Lacayo-Deshon nació en Managua, en 1952. El mismo año que Harold Rosenberg publicaba en Art News su histórico artículo “The American Action Painters”. Es una década también vital para el arte nicaragüense, guiado por la figura preclara de Rodrigo Peñalba (1908-1979), quien en 1948 regresa de Europa y toma la dirección de la Escuela de Bellas Artes (1939). La expresividad de Peñalba, unida a sus ideas sobre la interpretación subjetiva del paisaje así como la expresión de la identidad nacional a través de la pintura cambiaron del curso del arte nicaragüense abriendo la brecha al arte moderno en el país.

Para Lacayo el expresionismo Abstracto americano, en sus dos vertientes, el Action Painting y el Color-Field tiene una empatía fundamental con nuestra época. Cito a Lacayo:

“Pienso que sufro, que sufrimos, las mismas crisis existenciales, la misma desintegración de la realidad y las angustias e incertidumbres que ellos, a pesar de las distancias en el tiempo y geografía.[3]

Durante la década de los años 90, Lacayo produjo en silencio. Tras la decepción del curso que tomó la Revolución sandinista, había en el artista una necesidad imperiosa de reevaluar toda tradición. Esta angustia existencial lo lleva, como mismo a los pintores de la Escuela de Nueva York en su momento, “a pintar desde cero”. Permítaseme una cita a Barnett Newman, al respecto que ilustra el sentir de la época:

“En 1940, algunos de nosotros nos despertamos para encontrarnos sin esperanza –para encontrar que la pintura no existía realmente (…) El despertar tenía la exaltación de una revolución. Fue ese despertar que inspiró la aspiración –el alto propósito- algo bien diferente que la ambición-  a empezar desde cero, a pintar como si la pintura nunca hubiera existido antes.”

Es similar empatía la que motiva la serie que ahora nos ocupa. Amparado como método de trabajo en la intertextualidad en tanto rasgo distintivo de nuestra época, Lacayo se entrega a una conversación tan visceral como la de Matisse. En ella, a través de un complejo y sucesivo proceso de deconstrucciones, reconstrucciones y creaciones que puede ser rastreado a través del carné de viaje que celosamente mantiene el artista durante todo este período,  Lacayo se entrega al diálogo desnudo con el último movimiento de vanguardia -implicando ello una revisión de todos los valores de la tradición modernista- al tiempo que a una revaloración implícita de la propia tradición pictórica nicaragüense. El “non” del antes y después en la ventana del cuadro de Matisse parece guiar el acto de renuncia que implica desdoblarse una y otra vez en estas conversaciones.

Este punto de partida coincide, además, con otro cambio histórico fundamental para nuestros países. Me refiero a la segunda ola del neobarroco, intrínsecamente asociada con la intertextualidad y la carnavalización. Si bien la primera oleada del neobarroco en América Latina que rescata la noción de la expresión americana alimentada del criollismo y el mestizaje, el segundo hito del espíritu neobarroco, localizado hacia los años noventa de la pasada centuria y heredero de los estudios posestructuralistas, busca superar el esencialismo que tipificó a esa primera marea donde el barroco actuaba como ethos o identidad. Este nuevo resurgir del espíritu barroco, como bien apunta Cristo Rafael Figueroa Sánchez, se caracteriza por:

(…) la carnavalización de experiencias históricas, las heterogeneidades textuales, el pluriculturalismo sin discurso unificador, las representaciones fractales, etc.; y la invisibilidad del sujeto que subyace detrás del simulacro de sí mismo.[4]

“Conversaciones con el Expresionismo abstracto”, localizado en ese puente radical que abre la segunda ola neobarroca, pone en tela de juicio los valores ideológicos de la primera ola. De este modo, la serie de Lacayo implica no sólo una conversación con los protagonistas de la Escuela de Nueva York, sino que estos devienen pretexto y guía para una conversación con los paradigmas de la identidad y del arte nicaragüense.

El “non”, como decía, entraña también una reevaluación de la propia trayectoria del artista y de la historia del arte en la que se inscribe su propuesta, esa del arte nicaragüense, marcado por una predominancia de la tradición figurativa – y dentro de ésta del paisaje- así como la tendencia hacia los colores oscuros. En este sentido, Lacayo apunta refiriéndose al contexto local:

En los años 60 y 70 se desarrolló una pintura de protesta ante la opresión de la dictadura y esto se convirtió en una estética de la pobreza, del dolor.

Para mí el color siempre fue importante. Encontrar fuerza en la policromía y el ansía existencial en el trazo.  Poco a poco el público ha ido entendiendo que la pintura “seria” no es necesariamente la más oscura y que el arte no es una demostración de habilidades para reproducir, sino la capacidad de crear y expresar. En Nicaragua es bastante difícil conseguir la aprobación ya que los pintores más “populares” son de un abstraccionismo sombrío o de un naturalismo deslumbrante pero poco creativo[5].

En este contexto, el expresionismo americano funciona como una suerte de caballo de Troya. Las conversaciones de Lacayo introducen polémicas medulares en torno a la identidad. Desde el punto de vista formal, la puesta al uso del expresionismo abstracto americano implica una revisión y cuestionamiento de esos “abstraccionismos sombríos” y los “naturalismos deslumbrantes” que apuntaba lacayo como predominancia en la historia del arte nicaragüense. La serie, como punto de arranque, supone una cita –un entretexto- al grupo Praxis, cuya irrupción en 1963 significó es una revolución sin precedentes asumida justamente desde un lenguaje abstraccionista –más asociado al informalismo europeo y en específico con la pintura matérica, que les llega de la mano de Alejandro Aróstegui, fundador del grupo, quien había realizado estudios en Estados Unidos y Europa[6]

En 1972, sobreviene el terremoto de Managua. Praxis, que había abierto la puerta hacia la abstracción, se desintegra un año más tarde. En la mayoría de  sus exponentes, se registra un regreso a lo figurativo. El terremoto trae consigo otro giro vital, también presente en la serie de Lacayo. Como bien expresa la doctora María Dolores Torres:

En la pintura nicaragüense pos-terremoto, concretamente a partir de 1974, se opera la creación de un segundo mito, o más bien la restauración arqueológica del discurso mítico a través de la recuperación de temas relacionados con el mundo prehispánico(…)[7]

Este giro impone un engranaje vital con el expresionismo abstracto americano. Por primera vez Nicaragua –lo mismo que en su momento la Escuela de Nueva York- busca definirse no a partir de la tradición europea, sino en sus propias raíces autóctonas y el sentido subyacente tras sus creaciones. Nicaragua también busca crear desde cero. Jorge Eduardo Arellano en su ensayo Pintura y escultura en Nicaragua, publicado en 1975, explica magistralmente este giro en el arte nicaragüense:

Ante la experiencia de ver destruidas una vez más las bases materiales y espirituales del país, un buen número de pintores decidieron afianzarse en el pasado, es decir, en la realidad milenaria que constituye la fuente precolombina de nuestra cultura mestiza. En el fondo, pues, buscaban esencialmente la identidad de su propia existencia, aniquilada o cuestionada por dicha catástrofe. De ahí, que en ese momento, para los referidos, el futuro, radicaba en el pasado[8].

La serie de Lacayo se apoya en el paisaje, tema preferido por el artista, central para los expresionistas americanos, pero también, podríamos decir, tema por excelencia de la pintura nicaragüense. Hay un sentido estratégico en la puesta al uso del género paisajista en estas conversaciones. Como mismo los cubistas echaron mano a la naturaleza muerta por ser un tema archiconocido dentro de la historia del arte lo cual les permitía avanzar problemáticas formales enteramente nuevas usando el tema como asidero o repertorio común, en la presente serie de Lacayo el paisaje actúa como sustrato aglutinador que afianza el diálogo con la tradición pictórica nicaragüense. Este diálogo, estará guiado por varias constantes que son, en definitiva, puntos neurálgicos sobre los que se erige la presente serie:

-la abstracción,
-la fuerza del gesto,
-la estridencia del color
-y la presencia de lo autóctono, pero aquí ya liberado de toda pretensión narrativa.

Ahora bien, el paisaje en esta serie encuentra ecos fundamentales en la subjetividad del arte planteada por Kandinsky –otro referente vital para la escuela neoyorquina.

En su histórico ensayo “Punto y línea sobre el plano”, Kandinsky expone dos modos de abordar los fenómenos circundantes: exterioridad e interioridad, y para la comprensión de la diferente naturaleza de ambos, apunta:

La calle puede ser observada a través del cristal de una ventana, de modo que sus ruidos nos lleguen amortiguados, los movimientos se vuelvan fantasmales y toda ella, pese a la transparencia del vidrio rígido y frío, aparezca como un ser latente, «del otro lado».

O se puede abrir la puerta: se sale del aislamiento, se profundiza en el «ser —de— afuera», se toma parte y sus pulsaciones son vividas con sentido pleno. En su permanente cambio, los tonos y velocidades de los ruidos envuelven al hombre, ascienden vertiginosamente y caen de pronto paralizados. Los movimientos también lo envuelven en un juego de rayas y líneas verticales y horizontales que, por el movimiento mismo, tienden hacia diversas direcciones —manchas cromáticas que se unen y separan en tonalidades ya graves, ya agudas.[9]

Lacayo, sin duda, prefiere el bullicio de la calle a la contemplación pasiva desde el vano de la ventana. Detengámonos ahora en algunos de los trípticos que componen esta serie por considerar cada uno de ellos relevante en diferente sentido. Son ellos “Conversaciones con Helen Frankenthaler”, “Conversaciones con Adolph Gottlieb”, “Conversaciones con Barnett Newman” y “Conversaciones con Robert Motherwell”.

En el primero de estos trípticos, a mi juicio uno de los más logrados, domina el halo espontáneo  y la atmósfera acuosa tan típica de  Frankenthaler, se compone de una cadena interna de intertextos que supone una revisión de la historia del paisaje en la historia occidental. No es casual que Lacayo lo haga con Frankenthaler, cuya obra a su vez implica la cita a Cézanne.

El primero de los cuadros que compone el tríptico se inspira en “Mountains and Sea”, obra medular de la artista realizada en 1952. “Mountains and Sea” significó la inclusión definitiva de  Frankenthaler en el expresionismo abstracto americano. Marcada por colores pasteles y un trazo sutil, la obra es a su vez deudora de la serie “Monte Sainte-Victoire”, de Cézanne.

Para Helen Frankenthaler, esta serie de Cézanne deviene vital porque representa, de un lado, la trasposición de técnicas. Como mismo Frankenthaler, Cézanne comienza a trabajar el óleo como si fuera acuarela. Pero por sobre todo, es la obsesión por un tema –el paisaje- que evoluciona paulatinamente, liberándose, cada vez más, de la estructura externa para convertirse en un paisaje interior. Asistimos, como bien apunta Frankenthaler –término también pertinente para enfrentar esta serie de Lacayo: a la “memoria abstracta del paisaje”. Estamos de nuevo frente al paisaje interno del que hablara Kandinsky.  Y tal es el punto de comunión entre los tres artistas que dialogan a través de la segunda obra que conforma este tríptico: Cézanne, Frankenthaler y Lacayo. En el tercero, esta liberación y reflexión emotiva en torno a al paisaje, lleva a Lacayo a un viaje en tiempo hasta encontrar a Turner, maestro indiscutible de la acuarela y, sin lugar a dudas, uno de los precursores del arte abstracto. Turner, además, resume la noción de color y movimiento que para Lacayo son los signos indiscutibles de la identidad caribeña.

En las conversaciones con Gottlieb, Lacayo se imbuye del espíritu que caracteriza al estilo maduro del artista neoyorquino donde la referencia al paisaje es también fundamental. Las pinturas no pueden considerarse enteramente abstractas, estando dominadas por el imponente sentido de espacialidad y una suerte de metalenguaje personal que guarda estrecha relación con el inconsciente colectivo de Jung.

Para Gottlieb es crucial el influjo del paisaje desértico de la costa oeste americana y la energía que se desprende del sol. Gottlieb está interesado en la búsqueda de una simbología universal que deviene arquetipo a través de la simbiosis simbólica que combina las formas esenciales de las poblaciones indígenas americanas y de la antigua civilización mesopotámica. Pero para Gottlieb –lo mismo que para Lacayo- los nuevos signos deben ser enteramente nuevos, de modo que la empatía resultante no derive de la identificación con un referente sino de la forma misma.

Lacayo, quien encuentra en la serie “Burst” de Gottlieb el punto de comunión con este artista, interesado en un acercamiento similar al símbolo en la obra pictórica:

En mi pintura abstracta puede ser que existan evocaciones al inconsciente jungiano pero son involuntarias. Tienen más peso aspectos como el color, la fuerza de la pincelada y cierto automatismo corregido. Creo que estoy expresando más las emociones o efectos que las cosas tienen sobre mí y no hay tanto uso de símbolos. Más bien la eliminación de símbolos reconocibles.[10]

En el tríptico resultante de esta conversación confluyen de manera orgánica los universos de Gottlieb y Lacayo encarnado el primero a partir del círculo  y la espacialidad en tanto arquetipos universales que dialogan con el impacto gestual del brochazo negro en primer plano, identificable con el estilo de Lacayo y la alusión a la escritura pictográfica tan cara a Gottlieb.

En el caso de Lacayo, el arquetipo de Jung –ese inconsciente universal al que hacíamos referencia al comienzo de la conferencia- se sintetiza a partir del color. En este tríptico, resuelto en gamas de amarillos y azules intensos, transpira la herencia prehispánica de Nicaragua, en especial, a través de su cerámica. Como bien afirma Lacayo:

La presencia de lo prehispánico en mi obra está muchas veces sugerido en el color que me llega por sobre todo a través de la cerámica. Pero no hay un interés por hacerlo explícito. En mis conversaciones, todo el bagaje cultural que me conforma se manifiesta de manera orgánica.[11]

En el caso de Conversaciones con Barnett Newman, para quien también es fundamental el arquetipo Jungiano estrechamente ligado al inconsciente colectivo, hay una comunión que no se establece a partir de lo formal, sino del peso del inconsciente y sentido mítico de la obra.

La obra de Newman, cuyo estilo se define hacia 1948, se caracteriza por lo que el artista denomina el “zip” y que podría ser resumido como el campo energético que se genera de la tensión entre las bandas estrechas de color contrastante dispuestas sobre el color del fondo dominante. Esta unidad tensional garantiza la totalidad de lo sublime-metafísico tan caro a su obra. Dicha tensión está también asociada a la contraposición de bandas limpias o espacios netamente decantados y la explosión de bandas marcadas por el cepillado de pintura.

El tríptico que nace de la conversación con Newman funciona como pieza única, siendo crucial en el mismo el sentido evolutivo de la línea. El tríptico está impregnado de un sentido cinematográfico, como si el ojo de Lacayo –cineasta consagrado- hubiera percibido la obra en una secuencia donde cada cuadro funciona como un fotograma que se integra en el tiempo cargándose de movimiento.

Sin duda, Lacayo se ha impregnado de la relación tensional que caracteriza a la obra de Newman y cuyo sentido de progresión se hace más evidente en series como “The Station of the Cross” (1958-1966), compuesta por catorce obras pintadas en el transcurso de ocho años que revisitan en viacrucis de Cristo. En esta serie lo sublime es encarado a través del tiempo: las obras son concebidas en estricto carácter secuencial. La serie es síntesis del concepto de sublime que guía a Newman donde lo metafísico es el puente para capturar el sentido de la tragedia, el misterio de la vida y la muerte.

“La conversación con Barnett Newman” debe es una conversación en el tiempo, marcada por Newman en un extremo y Lacayo en el otro. Haciendo uso del zip, Lacayo logra la efectiva integración de estilos y el paso de la angustia metáfisica de Newman a la angustia existencial que ocupa a Lacayo, centrada en el color y el movimiento.

En cierto modo, este tríptico asoma como sumun o alegoría del sentido inmanente de toda la serie que nos ocupa.

Newman aflora también en la conversación con Motherwell. No es casual. Ambos junto a Gottlieb, fueron de los artistas que más aportaron por sus escritos y disquisiciones en torno al cometido del nuevo arte.

Motherwell y Lacayo comparten un espíritu común. Ambos en los comienzo de sus carreras creyeron en el papel transformador del arte en el ámbito social. En ambos esta convicción se trasmutará en decepción.

Mientras la sociedad moderna esté dominada por el amor a la propiedad, escribió Robert Motherwell en 1944, el artista no tiene ninguna alternativa al formalismo.Mientras que no haya una revolución radical en los valores de la sociedad moderna, podemos buscar un arte altamente formal para continuar. . . . Los artistas modernos han tenido que sustituir otros valores sociales, con lo estrictamente estético.[12]

En “Conversaciones con Robert Motherwell” el negro y el blanco devienen protagonistas. Como mismo en Motherwell, el color está cargado de profunda carga simbólica. El brochazo intrépido acoge el estado emocional del artista. El simbolismo y el automatismo de herencia surrealista como principios creativos tan caros a Motherwell guían esta conversación en la que se transpira la agitación romántica de Delacroix, a quien Motherwell estudia con ahínco durante sus años de estancia en Grenoble entre 1938 y 1939.

La intertextualidad en la obra de Motherwell es un componente crucial. La cabal comprensión de su propuesta no es posible sin la referencia a sus propios ensayos y a las fuentes que alimentan la misma, entre las cuales ocupa lugar preferencial la literatura simbolista y especialmente las figuras de Mallarmé, James Joyce, Edgar Allan Poe y Octavio Paz.

En el tríptico resultante de la conversación de Lacayo y Motherwell se siente la presencia de la serie de 27 litografías realizadas por Motherwell y publicadas  bajo el título “Three Poems by Octavio Paz” (1987-1988).

La sinuosidad y el ímpetu del desgarrado trazo negro en contante tensión con el vasto espacio blanco salpicado por colores de infalible carga simbólica dominan la “Conversación con Robert Motherwell”, donde inequívoca, asoma la voz de Octavio Paz, quien a su vez dedicara una poesía a la obra de Motherwell.

Permítaseme una cita extensa al poema de Paz por considerarlo brújula no sólo en este tríptico sino de toda la conversación que nos propone Lacayo y con este intertexto, me aventuro pues a cerrar la conferencia por considerar que resume magistralmente la serie que nos propone ahora Lacayo:

caída en esta página,
isla
en el mar de las perplejidades.
La marea de los ocres,
su cresta verdeante,
su grito blanco,
el desmoronamiento del horizonte
Sobre metros y metros de tela desierta,
el sol,
la traza de sus pasos en el cuadro,
colores-actos,
los hachazos del negro,
la espiral del verde,
el árbol amarillo que da frutos de lumbre,
el azul
y sus pájaros al asalto del blanco,
espacio
martirizado por la idea,
por la pasión del tatuado.
Las líneas,
vehemencia y geometría,
cables de alta tensión:
la línea bisturí,
la línea fiel de la balanza,
la mirada-línea
que parte al mundo y lo reparte como un pan.
En un pedazo de tela,
lugar de la aparición,
el cuerpo a cuerpo:
la idea hecha acto. [13]

Comparte en:

Curadora y crítica de arte y reside en Miami. Fue investigadora y curadora del Centro de Desarrollo de las Artes Visuales y Profesora del Instituto Superior de Arte, ambos en La Habana. Es una apasionada del arte latinoamericano, el arte contemporáneo y las nuevas tecnologías.

Sus escritos más relevantes sobre prácticas artísticas se publican regularmente. Escribe sobre arte para publicaciones como Art Nexus, Pulso Arte, El Nuevo Herald, el Wynwood Art Magazine, Guía de Arte de Miami, Knight Arts, entre otros, su trabajo ha sido incluido en varias antologías de Arte Cubano Contemporáneo.

Miembro de la gestión y el equipo curatorial que estableció las bases del Salón de Arte Cubano Contemporáneo (Salón de Arte Cubano Contemporáneo), con sede en La Habana, Janet Batet también contribuyó como especialista en arte del Caribe para la primera Bienal de Montreal.