Conversaciones sobre Giorgio Scerbanenco, Duca Lamberti y José Revueltas

27 mayo, 2018

La novela negra en los entretelones de este torrencial escrito, asoma sus particularidades en tanto Juan Galván Paulin, el poeta, ensayista y narrador mexicano, emprende con su continuado discurso, a rajatabla, como para no perder tiempo en estaciones inútiles, como también para no dejarle respiro al lector, en su alocución por compartir su idea sobre las andanzas del médico convertido en detective privado: Duca Lamberti, protagonista de las novelas: Venus privada; Traidores a todos; Muerte en la escuela; y Los milaneses matan en sábado, de Giorgio Scerbanenco, considerado uno de los maestros del género en Italia, para, desde su nicho interpretativo, resaltar conductas, sonsacar reflexiones y escarbar en la “posibilidad del bien”, sin dejar de lado las “banalidades del mal” –Hanna Arendt dixit- de los pobladores de dicha narrativa.


Giorgio Scerbanenco

Para Aída, siempre.

… hay una soledad, esta, la del ser, que se desempeña en la media noche, y su escenario, siempre su atmósfera, son los callejones, el latido de la angustia al encender un cigarrillo al cobijo de escaleras oscuras donde, acaso para el sobresalto, cruje la madera de sus peldaños o resuenan los pasos de los propios fantasmas, del miedo; ahí su paradoja: nos acompaña todo aquello que nos ha dolido desde la infancia; y sí -ahora la ausencia vuelta sombra que quisiéramos abrazar y entonces cobijarnos bajo la taciturna luz de un farol o en un parque a oscuras-, es ahí, cubo de escaleras ominoso, donde solemos pensar en Ella, y es sendero, bosque, ciudad en la que reverbera acompañando el solo de una trompeta o de un sax en blues tanta evocación, tanta impotencia fracturado aquello que se había erigido el sentido de la vida; entonces sí, al echar a andar por esas callejuelas nítidas hasta la fiebre o neblinosas, a lo lejos el silbato espectral de un tren, la campanilla del tranvía en la memoria, empieza la verdadera tortura, la de la conciencia; más allá de Sartre, pero siempre de la mano de Camus, me quedo con la desolación del hombre en la desolación de la novela negra… se camina por toda calle con la huella de los amores antiguos, y con éste, el único, con su respiración sobre la nuca y su silueta ahí, un poco más adelante, inalcanzable; el anhelo torna bilis, lucidez, ese túnel de los andenes para las reflexiones, el dolor, el pitido del subterráneo haciéndose eco como la progresión de los días, esa marisma que es el grueso de la gente apurada, inmerso él, ahí, el personaje en el anonimato, inmersos todos… esa soledad que huele a gas quemado en una cocina es el goteo del tiempo, una estampa y hasta un daguerrotipo, un cinetismo que dota a la lectura de evocaciones, sí, en un departamento humilde en Milán, huele también al humo de cigarrillos Nacionales, sedimentado, rancia la atmósfera donde los olores se hacen viejos como la acedia, esa melancolía particular de ese médico a quien le han retirado la licencia, que viene de tres años de incubar el resentimiento en la cárcel a la que fue confinado por practicar una forma de homicidio piadoso, su primer gesto de una voluntad justiciera ante el destino, un rictus de libertad que, como todo acto más allá de los preceptos, amenaza la buena mala conciencia: Duca Lamberti… el héroe de Giorgio Scerbanenco hará de su enojo, de su miseria y su particular ostracismo una rabia, un resentimiento contra todo aquello que signifique el abuso a la dignidad humana; hará de su soledad el encuentro profundo, y sin concesiones de ninguna naturaleza con el otro, un encuentro vital, cálido a su manera o terrible e impunemente babilónico, sin más clemencia que la que el propio culpable pueda acreditarse para sí mismo (porque sí, porque todo castigo o sanción que ideamos para el otro es disfrute de nuestra venganza, proyección del ejercicio de nuestro odio en su disfraz de lo conveniente)… con esta condición, las cualidades del derrotado social, de aquel que ha hecho de la esperanza un archipiélago imposible para sus naufragios, el personaje de la novela negra desciende a la cosmogónica raíz de la mitología a la que pertenece -a su fatalidad-; esa, la del Dios a quien le ha sido solicitada su presencia para derrotar la oscuridad cósmica, aquella con la que el Aingra Mainyu del mazdeísmo ha contaminado luciferinamente la creación luminosa; esa mitología, la del Indra poderoso castigado por haber defendido a los propios dioses -la configuración misma del cosmos-, de la consunción y de la posterior muerte a la que los condenaba el monstruo tricéfalo, ese brahmán encargado de distribuir la fuerza vital con la que se alimentaban, ese que entregaba más sangre sacrificial a los Asura (los dioses oscuros, los agazapados tras sus títulos e instituciones) que a los Deva (sobre quienes pesa el sentido justo de toda existencia), esa suerte de juez que carga sobre sí -y ejerce-  el orden del universo a través de la creación del precepto que expresa y cumple cada ritual y cada liturgia, pero que en “los tres pecados de Indra” (Dumezil,  El destino del guerrero) se comprende casi como el que da origen, en una acción que se revela celeste y, por tanto, teofánica, a la corrupción en el ejercicio del poder que sólo puede conducir a la muerte: una acción que en el ámbito de lo humano se expresa la transgresión de la ley bajo el cobijo de toda tolerancia infamante… por ello el protagonista de la novela negra es un hombre caído, uno al que la fatalidad va a cobijar con la gracia de lo aciago convertida en fervor, con éste intentará re-establecer el orden, a pesar de sí mismo, o porque en él se revela toda simbólica, sin importar si hay filiación confesional o no, de lo mesiánico, no de lo sacrificial como fórmula dolorista o beatífica, sino en tanto resonancia de la tarea cósmica de la restitución por medio del gesto heroico proyectado al ámbito de una ética ineludible, aunque siempre tentada en lo moral como guiño corruptible por esa debilidad y esa vacilación humanas, esa suerte de duda última ante la muerte, una seducción mefistofélica, un ejercicio fáustico, una arrogancia siempre fallida y siempre bienvenida en la sobreestimación de lo que suponemos justo, como esa que exhibe Frodo, el personaje de Tolkien, al final de El señor de los anillos, esa no conquista del Graal de la que participa cada caballero artúrico para hacernos saber de esa condena simbólica de caminar en la aventura para alcanzarnos a nosotros mismos y poder actualizar el Bien; esa raíz mitológica a la que acude el protagonista de la novela negra, esa fatalidad como absoluto en todo orden existencial es la de restaurar la ley para su sociedad -para su propia conciencia personal de la posibilidad del Bien, que es la de todo hombre-, como ese Indra que después de salvar a la creación, a los dioses, es castigado con la pérdida de su fuerza, de su vigor y furor guerreros y sexuales, de su propia facultad fecundadora, causal activa de la dinámica del ciclo de la renovación de la vida y de la muerte con el que asegura la permanencia misma del ser humano; un castigo que se desplaza sociológicamente y encuentra actualización en el detective o el agente aciagamente derrotado, o incluso en el criminal producto de la marginación, en aquellos que están en el límite de cualquier condición y en quienes se expresa, paradójicamente, como contenido del imaginario que confronta a las leyes y las tradiciones, una moral incorruptible; eso, una incorruptibilidad que emerge intocada de las cloacas mismas, de las callejuelas y tugurios del laberinto de la condición humana, en el amor mismo a las Diosas de los antros como reconocimiento y servicio a su condición sagrada, no de su debilidad sino de su fuerza deletérea y fértil; aquí “rescatar doncellas” no es un gesto de suficiencia masculina, es un acto que rememora el servicio -la queste– a la Dueña en su potencia de preservadora de la vida y dadora de la muerte en todas sus formas… una fatalidad: la de encarar lo justo en la carcoma misma de las decadencias sociales, sus lepras, tan aplaudidas en su parafernalia de éxito y progreso, en la literalidad banal pero homicida del “bien colectivo” en su prisión hedonista…

el personaje de la novela negra se destaca mediocre en el concierto del “triunfo social”; en el amor es un solitario resabiado, condenado a recordarla, a ella, que le ha sido raptada; es un adicto marginal contenido su furor por una derrota de la que deberá liberarse tarde o temprano mediante el acto único y original -si cabe-, que no Sartre sino Jankélévitch menciona como esa forma aparentemente insignificante que es lo aventuroso para cada sujeto… así, el marginal de la novela negra, los personajes obscenamente entrañables de Onetti, los hobbits de la Tierra Media (metáforas del hombre común y cotidiano de nuestra época), el Duca Lamberti de Scerbanenco, emergen (aquí excluyo a los personajes de Tolkien) del dédalo de sus cuartos desconchados, de las habitaciones agrias de los hoteles baratos, de las calles mismas de una ciudad que los castiga, para recuperar del hombre y en el hombre lo que éste ha perdido en su deambular ignorante de sí mismo: la dignidad…

la rabia y la lucha de Duca Lamberti se da precisamente contra una de las formas más arteras, taimadas, solapadas y cobardes de la prepotencia; la lucha de Duca Lamberti es contra esa forma de la insuficiencia masculina, impotencia enmascarada en el alarde seductor y dominador; la lucha de Duca Lamberti es contra la concupiscencia, en lo que ésta tiene de negación de lo humano al convertir al otro en objeto de uso; para el personaje de Scerbanenco el proxeneta es el demonio a derrotar; a éste opone -incluso a las justificaciones sociológicas, traducidas implicaciones psicológicas, políticas y de flujo de mercados- la utopía de una ética en la que se debate la redención de la dignidad humana: Los milaneses matan en sábado,¹ Venus privada² son, para empezar, dos ejemplos de una batalla, aunque perdida desde el principio dado ese atributo de monstruo multicéfalo de la trata de blancas; y Duca Lamberti lo hace en el marco de unos valores que hoy parecen caducos -habrá quienes, dado lo “políticamente correcto”, los consideren hasta ridículos-, en esa etapa que es el inicio del último tercio del siglo XX, los años sesenta, un periodo de transición, la contracultura, el imaginario rebelde, el rock, el mesianismo social, las espiritualidades orientales en el supermercado, pero con el hombre desasido de sí mismo en el terror subterráneo de la guerra fría, la mercadotecnia sexual como placebo de la “revolución de las conciencias y de las costumbres”; lo hace Lamberti en el marco de unos valores a los que hoy llamamos, condenándolos, prejuicios (deberíamos preguntarnos hasta qué punto considerarlos así es producto de un imaginario falaz y acrítico, simulador, hipócrita en su tolerancia en tanto doble moral, un simulacro de la condición humana entendida desde ¿lo razonable?; sí, los juicios emitidos por el personaje o por el narrador en la obra de Scerbanenco pecan de excesivos, ofenden hoy a una suerte de liberalidad acogida a las identidades no vividas, a experiencias visitadas virtualmente, acaso; sí, parecen radicales, exageradas o recalcitrantes, pero más allá de ello, y en lo que al asunto criminal se refiere, son más que apropiados para delimitar una frágil frontera -siempre imaginaria- entre el Bien y el Mal encarnados como esa realidad de la acción humana dolosa, esa que se debate en una sevicia cotidiana, en un “mirar siempre para otro lado”; en nuestras idiosincrasias estamos acostumbrados a condenar y a redimir a la prostituta -sujeto del mal por antonomasia-, y lo hacemos desde el pietismo y la actitud caritativa, desde la suficiencia que nos otorga el perdonar; hoy la llamamos “sexoservidora” en el afán de desplazar la connotación pecadora y la de culpa, pero al hacerlo se le despoja también de su ontología más profunda, la de la Diosa subordinada en el interior de las cosmovisiones de Occidente; pero qué pasa con ese otro: “Entonces tú eres Salvatore Carasanto y tienes veintidós años y eres el chulo más terrible que haya aparecido en esta capital moral de Italia (…) Has llevado a la prostitución a decenas de chicas. Tú suministras a todas las casas de citas de Milán (…) tú vives seduciendo, corrompiendo y empujando a la prostitución a las chicas valiéndote de esa cara tan frágil que tienes de amante italiano /…/ Es el individuo más abyecto que existe en esta ciudad, y cuando voy a arrestarlo a casa para traerlo aquí se me pone como una virgen violada y me dice: ‘Ah, me mato, me mato’, pues mátate, de verdad asqueroso, que no eres otra cosa.” (Los milaneses… pp 53-52) …con Duca Lamberti, Scerbanenco, sin aspavientos críticos o aleccionadores, sin los edulcorantes de las ciencias sociales, crudo como el lenguaje del arrabal y fuerte como el tabaco imposible de los cigarrillos Nazionale, denuncia y, mediante la ficción, hace un levísimo rasguño -¿qué otra cosa si no ante una realidad cuya escala es tan sórdida, tan universal?- al daño moral de esa impudicia social que beneficia a tantos, menos a las víctimas del negocio -¿la cultura?- de la prostitución… no son números ni teorías, y más que la descripción de las acciones, lo que nos da en estos juicios que son sus novelas; Scerbanenco narra de la condición humana la levadura de sus emociones, no sólo su lastre psicológico o psicologista, sino la violencia constante que solemos ejercer sobre el desamparo (sí, la honda atmósfera existencial de Dostoievski contiene como en un cosmos la conciencia del hombre moderno y sus dubitaciones… de qué habrían conversado el doctor Díaz-Grey, Larsen <Onetti> y Duca Lamberti?)… y en su tarea, en su desolación, en ese sufrimiento funesto que es la forma en que habita su ética, en su tortura cotidiana por el incumplimiento al Bien, Duca Lamberti es acompañado por una figura extraordinaria, una belleza magnífica también en su tribulación: Livia Ussaro; ella hurgará a su vez en el crimen desde la íntima implicación de lo femenino, más allá de los supuestos de un pensamiento masculino que, hoy por hoy, sigue asumiendo poseer todas las respuestas, así como el origen de éstas y la dirección que toman sus derivaciones: me hago eco aquí de las palabras de Danann Galván Huicochea cuando menciona que “una cierta forma del feminismo no es otra cosa que patriarcalismo posmoderno”… setenta cicatrices en el rostro; huellas inamovibles de los cortes perfectamente sádicos y “correctivos” causados por un proxeneta cuando Livia Ussaro, no por curiosidad sociológica sino también desde esa condición de la dignidad de cara al bien colectivo, ayudaba a Lamberti a esclarecer, usemos el término de moda, y no en su acepción periodística para el consumo de las buenas malas conciencias, feminicidios; Livia Ussaro, mítica ella también pues en su rostro marcado por esa crueldad banalizada de quien hace daño por sistema y costumbre y sin otra intención que el beneficio propio subordinado a terceros, ese que se ocupa para amedrentar, exhibe tatuajes para una epifanía del sacrificio: rostro donde su belleza tajada espejea en su fractura la obscenidad de toda concupiscencia; las cicatrices del rostro de Livia Ussaro poseen la paradoja de una belleza más allá de una inmediatez de la carne y del tiempo… una socióloga que no puede quedarse en el cubículo, en la tarea de la academia, en el vociferante y consignatario discurso teórico; mítica mujer de Duca Lamberti; el misterio en sí misma al no cancelar siquiera la posibilidad de amar a ese hombre taciturno, extraño, agrio a veces que hoy muchas -para alivio de sus fantasías e identidades militantes no vividas- calificarían de “macho” y retrógrado… indómita, indócil, femenina en tanto fuerza telúrica y vital -paredro-, siempre devastadora y peligrosa en sus decisiones irrevocables, en la acción emprendida para ser ella misma en todo momento; Scerbanenco no creó con ella una simple auxiliar, una figura decorativa, una mujer fatal en su cliché erotizante, tampoco una damisela en peligro; y aunque de Livia Ussaro puede decirse lo que en su momento se dijo de Ava Gardner, su elegancia es el de una felinidad auténtica, un encanto -su peligro y su amenaza- que viene de su inteligencia y de su cuerpo y de su pasión, de ese incondicionado, indefinible y siempre inobjetable, de lo femenino, de su propio inefable… una socióloga que hizo en sí misma, a la manera de las autodisecciones de Da Vinci, la exploración de los móviles de la prostitución -de ese imaginario de la culpa, del pecado y su punición- para constatar cómo en su ejercicio se descarna el sentimiento, hacerse indiferente la carne pero, sobre todo, cómo es que en su apología se ha invertido todo tipo de recursos y a ésta se le presenta con los rostros de Jano: el culpígeno y pecaminoso para, entonces, con esa incitativa, en una antítesis liberadora para las pulsiones, acceder a sus “productos” como si estos fueran el reducto, último y precario, de la engañosa “libertad sexual”, impuesta, además, para y por su consumo (nunca como hoy la sexualidad se ha convertido en un ejercicio neurótico de la miseria existencial, cuando supone y se convence en su pobreza, casi en una subestimación, no en su condición ritual, que es también fundamento y consigna de una ontología)…

Lo scrittore calibro 9

al momento de la publicación de las novelas de Scerbanenco en las que el protagonista es Duca Lamberti, la figura de Livia Ussaro debió ser más inquietante: o bien se le consideró completamente excéntrica y hasta exótica o, bien, pudo convertirse no en estereotipo (de eso se encarga Hollywood), sino en un paradigma con la peligrosidad de la Grecó, la medieval Dueña de la Corte de Amor y con la sensualidad de la Loren, si es que estas novelas hubieran sido leídas por una mayoría de mujeres y no se consideraran como -la academia y la crítica dictan- “subproductos literarios de evasión”… hay en Scerbanenco, al menos en las novelas del ciclo Duca Lamberti, una huella, un rastro de transición de imaginarios, de mentalidad y cosmovisión que se enjuician a sí mismos al expresar, sin ese recato melindroso y gazmoño de los oportunistas e inquisidores de “lo correcto”, sus prejuicios, los contenidos con los que, por ejemplo, se comprendían -se siguen comprendiendo- esos conceptos victorianos de lo masculino y lo femenino, incluso al manifestar una ferocidad, esa que proviene del, y propicia, odio a toda forma de homosexualidad; este ciclo puede ser, también, si se quiere, un documento sociológico pero, sobre todo, un enjuiciamiento a la corrupción de una sociedad -las nuestras- que miran a otro lado cuando se hace escarnio o se veja la condición humana, aquella que se despliega en su eterno desamparo; por ello Duca Lamberti, y ese eco comprensivo y tolerante, resonancia de su propia agonía ética, que es Livia Ussaro, se coloca justo en el lugar del héroe que, a pesar del castigo o de los impedimentos impuestos por quienes detentan el poder o la autoridad -sean dioses o jueces o abogados-, deberá restaurar un orden para que la vida, en su frágil equilibrio moral, siga su curso… si se quisiera descalificar de manera crítica la obra de Scerbanenco basados en los prejuicios sociales y morales que expresan sus personajes, antes debería tomarse en cuenta que, queriéndolo o no, sus novelas policiacas del ciclo Lamberti son también un cuadro costumbrista -pienso en Vasco Pratolini-, y no únicamente del Milán de los años 60, sino de esa decadencia del pensamiento de Occidente, la que se gesta y alimenta de su buena mala conciencia, que se expresa como apologética censura a los prejuicios pero al mismo tiempo nos entrega hoy un imaginario vacío de valores, de contenido, un algo poco más que indiferencia, indolencia, hacia lo humano; crítica que en realidad sólo es una retórica alambicada, un existencialismo, en el mejor de los casos, de cafetería, una “espiritualidad” entrenada en los gimnasios… sí, la de Duca Lamberti sigue siendo nuestra angustia ante la imposibilidad de una justicia verdadera; por ello en sus acciones Duca Lamberti es justiciero, es decir, vindicativo; una lucha que siempre exige la anulación del otro; pero quien la lleva a cabo no puede quedar impune de sus actos, siempre deberá perder de sí quizá lo más valioso, sea su integridad física, sus anhelos amorosos, acaso el alma; siempre queda, de un modo o de otro, derrotado… condenado a la marginación, al ámbito más terrible de uno mismo, la soledad… por ello Livia Ussaro es tan significativa en el conjunto de las constantes y de los clichés de la novela negra contradiciéndolos, prolongándolos hacia otras posibilidades: es compañera, sombra y conciencia de Duca Lamberti, no, como dije antes, una simple decoración, complemento erótico para condimentar la anécdota, o un guiño alegórico para no dejar fuera y sin papel a la mujer; tampoco es una heroína a la usanza vacilante y tramposamente tendenciosa de un imaginario feminista contemporáneo, que traslada, en el afán equívoco de las reivindicaciones -o rencoroso-, una musculada e iracunda imagen para significar lo que se asume una “igualdad de géneros” (?)… Livia Ussaro tiene su propio lugar, y no por la desgracia acontecida, no por la compasión que pudieran suscitarnos las setenta cicatrices, sino porque Scerbanenco, desde el abismo propio de su personaje, desde la oscuridad de la tribulación existencial de Duca Lamberti, desde la ontología profundamente vívida de este médico en desgracia por voluntad propia, pudo elaborar su personaje femenino, voluntariosa ella misma (no como la simple complementación femenino-masculino, sino como una individualidad que desde su elección decide acompañar y comprometerse con la aventura de Duca); un paredro a la manera en que la fenomenología de la religión comprende los atributos de las Diosas y de los Dioses: son los mismos, sólo que unos se expresan en Femenino y otros en Masculino, una forma de la dualidad donde no existen subordinaciones, de aquí la incomprensión de nuestras idiosincrasias… Raymond Chandler dijo que el cadáver en la novela policíaca no debe ser su pretexto, sino el motivo que llega al cadáver es el pretexto para la novela, su asunto; en el ciclo Lamberti son las implicaciones de la prostitución, ese imaginario derivado de la censura bíblica -esa tentación y pulsión en las que sostenemos el frágil equilibrio de una sexualidad delimitada por todo tipo de diques, hasta en su exceso-, su origen en la condena judeocristiana, su dimensión incluso como perversión (o redención) enmascarada de bien colectivo, lo que hace de la ética de Duca Lamberti una inquisición a nuestros convencionalismos en su aceptación o en nuestro rechazo: el motivo de la novela… así, la Némesis de Lamberti es el proxeneta; acabar con él, aprehenderlo, desarticular su acción y, sobre todo, castigar su conducta, su comportamiento parecen presentarse como esa manera de tomar revancha sobre sí mismo por haber practicado la eutanasia -una ambigüedad axiológica y de emociones ante el misterio escandaloso de la vida y de la muerte; un dolor ante ¿la arrogancia o la piedad o el miedo a encarar el propio dolor a través del otro?-; pues si bien en el ciclo Lamberti todo parece indicarnos que sí, que su acto fue en el bien del otro, quizá un dejo, un atisbo de culpa lo lleva a entender -tomando como referencia su propio acto ambiguo en la conciencia como bien o como transgresión- el lugar social y humano que ocupa el proxeneta; pues si Duca Lamberti liberó a una anciana de su doloroso cáncer terminal interpretando sus súplicas mudas (haciéndose eco de un dilema ético, moral, religioso y legal de la acción clínica -reverberación del mito luciferino- y de su conciencia sobre la vida y la muerte inscrita en nuestro imaginario; dilema que, de no banalizarse en su ejercicio, puede dar de nueva cuenta dimensión humana al sentido de la existencia) con un acto de compasión y amor y no sólo de fría racionalidad médica; entonces, desde las motivaciones que lo condujeron a ese acto para liberar a otro del sufrimiento, asume al proxeneta como su antagonista, como aquel que sí se vale de su prepotencia e impunidad en todo sentido para cancelar la existencia y ensordecer y enmudecer la libertad y la dignidad de las mujeres y de los hombres y de los infantes que seduce y regentea, esclaviza… extraña pareja de opuestos, la eutanasia como caridad y piedad en sus más originarias acepciones, encarando a la más torva de las degradaciones a que un ser humano puede someter a otro: la prostitución; dice Duca Lamberti a través del narrador:

“Despreciables, sí: los proxenetas, unos flojos sin honor ni dignidad, ni valentía, ni tampoco memoria” (Los milaneses… p125); sí, sentimos suaves, demasiado condescendientes estas palabras, los adjetivos, pero los mismos se van cargando de un significado cada vez mayor cuando son desplazados y transferidos, en una suerte de sinestesia y prosopopeya hacia bolígrafos con los que Duca Lamberti toma notas y que hacen conjunción con el estado de ánimo y la ira que le provocan la presencia del proxeneta en turno en su oficina; en tanto reflejo, los objetos son el sujeto despojado de su humanidad, aunque este cumpla cabalmente con el estereotipo (quizá precisamente por ello) del seductor cinematográfico: “… un jovencito con chaqueta de terciopelo verde olivo y debajo un jersey amarillo de cuello alto; el pelo era de un negro brillante (…) el rostro aceitunado, los ojos negrísimos, de un negro que (…) daba la misma sensación de los zapatos negros cuando están brillantes”. (Los milaneses… p51), sí, para Duca Lamberti el proxeneta es un ser abyecto que utiliza su “encanto” para ejercerlo sobre las debilidades -basadas en anhelos y hasta en venganzas- de sus víctimas… José Revueltas tiene en su novel Los errores a el Muñeco; estereotipo que “pasteurizó” y también convirtió en modelo caricaturizado (el odiado rival en toda masculinidad) el cine mexicano de la Época de Oro asumiéndolo, acaso, como un villano a quien Marga López asesina en Salón México, por ejemplo, o caracterizado por un Víctor Junco cínico con aires de casanova; pero el Muñeco de Revueltas es algo más que un lugar común de la cinematografía o de la ficción, o de esa ciencia extraña, combinación de la psicología, la sociología y, en nuestro México, marioneta de la política y del poder, que es la criminalística; su condición es una que quiso denunciar con el materialismo dialéctico en su muy particular tono de la crápula devenida estética revueltiana (aquí uso la acertada definición de Evodio Escalante: literatura del Lado moridor), que da cuenta de una cierta condición (o carencia) de la masculinidad en nuestra idiosincrasia; ese Muñeco vividor y maltratador de mujeres lo entiende Revueltas el resultado de una tolerancia exagerada, de una devoción femenina con sesgos de entrega y cobijo maternales en su exceso, así como de una celebración masculina plagada de compensaciones y deseos soterrados; no quiero aquí extraviarme en las divagaciones sobre los orígenes de nuestro “desamparo existencial”, citadas hasta el cansancio en esa glosa amelcochada del extraordinario estudio de Samuel Ramos³ que es El laberinto de la soledad, o en ejercicios de psicología de tertulia: con el Muñeco Revueltas construye el modelo más objetivo a través del cual da cuenta de una actitud siempre engañosamente viril que enmascara cobardía pero, sobre todo, de esas insuficiencias existenciarias -que se alcanzan en una no ontología- que hacen al sujeto depender de otros para llevar a cabo lo que no puede hacer: vivir, “bastarse” a sí mismo, ocupar su lugar como individuo más allá de las manipulaciones y violencias que practica o ejerce en otros; en el discurso de Revueltas, el Muñeco es aquel incapaz de tomar una dirección y una acción personal y libre, no adocenada, frente a su realidad social, y que espera que otros decidan por él; el Muñeco no es Némesis de Revueltas, lo es de aquellos que han hipotecado su vida en manos de la comodidad que supone plegarse al sistema; es la figura en que se convierte quien abjura de su dignidad por obtener cualquier beneficio en el que pueda acomodar su mediocridad, su “pequeñez de espíritu”; el Muñeco es un hombre a quien incluso se disputan las mujeres -señal no de su capacidad sino de su invalidez-, luchan entre ellas y lo “defienden” de quien sea, con tal de ser “miradas” y “queridas”; quizá demasiado “primitivas” estas pasiones elementales, sin embargo en ellas están implicadas a querer o no también la gloria y la magnificencia, la gracia de la condición humana, en su desamparo, en su desahucio… el Muñeco es un hombre que nunca termina de emerger del útero materno, aunque suponga lo contrario, aunque haya asesinado a su madre “inocentemente” de niño… servido por las mujeres es, sí, un zángano en la precisa acepción del término popular en sus derivaciones y matices del imaginario colectivo… es en esta condición en la que el proxeneta de la obra de Scerbanenco y el Muñeco de Revueltas confluyen como figuras literarias con las que se denuncia y censura un proceder humano y se condena esa nuestra conciencia capaz de tolerar tal tumefacción social; no sólo eso, con nuestra indiferencia o nuestra actitud lapidadora, la alimentamos: se condena o se redime a la prostituta, pero el proxeneta y la crápula “empresarial”, de la que sólo es un operador, quedan intocados… sí, para Duca Lamberti como para el Gregorio de Los días terrenales, también de José Revueltas, es el hombre, la humanidad, quien está enfermo, y no serán la acción judicial ni los arrebatos de la “conciencia social” -hoy en su versión pauperizada de “redes sociales”- lo que pueda redimirlo, sino una profunda transformación existencial o, como lo revela Los días terrenales, una metanoia por lo poético, a la manera en que lo señala José Lezama Lima en Paradiso; una que hunda sus raíces en el cumplimiento de lo que no hemos comprendido expresa la figura crística… ah, pero esa soledad retorna… no se ha ido nunca, siempre en el fondo blanco y negro del abismo de una despedida, aquí, en la memoria, en el despertar agrio de un hombre asilado en un departamento, en un cuarto de hotel, en su exilio de ella, en el interior de un mundo, una ciudad, una calle, de la que debe conquistar su silencio para hacerlo palabra, huella de su caminar, acaso esperanza, nunca un vagabundo aunque crean que lo es, aunque en sus pesadillas recorra los mismos territorios de esa derilección, de una ausencia que termina por colmarlo de sí mismo, la foto fija de un filme, una pareja en la niebla, ella es una sombra, quizá más sombra que nunca si no está, el anhelo es que esa sombra lo abrace, que él se abrase de ella y el tiempo sea entonces la atmósfera, el nervio, ese impulso en la duración del deseo con el que el alma, en la búsqueda, en el encuentro con la mujer, ese absoluto inefable en su misterio le de aliento para rehacer la dicha fracturada, el sentido del bien con una justicia que lo reivindique para sí mismo… entonces Duca Lamberti y Livia Ussaro con el rostro esgrafiado como óbolo a su valentía, como huella indeleble en el alma de ambos, se toman de la mano en la Plaza Leonardo Da Vinci una noche de niebla en el Milán de los años sesenta en una consonancia ética, con un amor que a nosotros se nos ha convertido en amnesia…


  • ¹ Akal, España, 2011
  • ² Akal, España, 2012
  • ³ Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México.
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Nació en la ciudad de México, octubre 9 de 1955. Poeta, narrador y ensayista. Cursó estudios en la UNAM: Sociología, Ingeniería Agrícola, Lengua y Literatura Hispánicas.

Obra publicada:
Poesía: Ritual en piedra. Desnudo peregrino de mi boca. La arena de sus huellas. Cuento: De biznagas y otros nombres. Fotografía del cementerio judío de Praga. Novela: Plúmbago Polanco. Ensayo: Me mato por una mujer traidora; La pintura de Abraham Ángel.
Obra inédita:
Poesía: Pavana para dos infantes. Mi cuerpo germina temblor entre tus labios. Novela: Dama León.

Maestro y conferencista especializado en fenomenología y simbólica del pensamiento religioso, en mitología y en las áreas del pensamiento místico judío, cristiano, del islam, así como en el taoísmo, el budismo Zen y el budismo vajrayana o tibetano; en literatura medieval caballeresca del ciclo artúrico; en literatura fantástica; y en literatura latinoamericana, en particular, entre otros, en las obras de José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, José Revueltas, Amparo Dávila, Esther Seligson y Gloria Gervitz; también en la obra de Yasunari Kawabata.
En el Distrito Federal es catedrático de las materias Mitología y Religiones Primitivas, Seminario del sistema poético de José Lezama Lima, Literatura del Ciclo Artúrico, Metodología de la Investigación, Didáctica de la Historia del Arte, Seminario de Literatura Fantástica para el Instituto de Cultura Superior (1989-2014).
Para el Instituto Cultural Helénico A.C. (2000-2014) catedrático en la maestría Humanismo y Cultura, en el Diplomado y Curso Religiones del Mundo, y la Experiencia Mística. Catedrático en la Escuela Mexicana de Escritores en la materia La Construcción del Imaginario y el Sentido de la Ficción (2013-2014).
Conferencista en diversos foros sobre los temas: Mito y Poesía; Literatura Fantástica: de Lovecraft a Bradbury; Los Poetas Malditos; La Figura de la Diosa en la Literatura Caballeresca; La División del Cosmos en Femenino-Masculino; El Mito y Jaime Sabines; El Mito y Juan Rulfo; La Función del Héroe y el Cuento de Hadas; La Diosa, el Héroe y el Villano, del Poema de Gilgamesh al Código da Vinci; Ciclo de Conferencias titulado De la Batalla de los Dioses a la Tragedia de Edipo, entre otros.
Actualmente, junto con la soprano Aída Rivera de la Cabada presenta en diversos foros el espectáculo Poesía y Canto con el ensamble del mismo nombre.