Crónica: Invasión luminosa

2 agosto, 2021

Según David –fundador del Museo Popular de Siloé y quien ofrece visitas guiadas para contar la historia de los barrios que componen esta comuna– la estrella de Siloé es una huella lejana de la de Belén: “El profesor Alberto Marulanda Palacios”, comentó, su brazo haciendo un barrido por encima de las casas, “fue uno de los primeros en notar que todo esto parecía un pesebre natural”. Especialmente en las noches: a principios de los sesenta, en la parte alta del cerro donde la invasión se había esparcido, aún no existía servicio de energía. Entonces se alumbraba con lámparas de petróleo y con velas. Y desde la parte baja de la ciudad, desde el valle del Cauca, se podía ver el montón de lucecitas cayendo en picada como una frondosa cortina de plancton luminoso. Recordemos que un pesebre es una composición plástica del nacimiento del Niño Jesús. En él se instalan los personajes que participaron en la escena bíblica: los Reyes Magos que van al encuentro del Mesías atraídos por la luz; José, María y las bestias cuyo calor corporal mantiene con vida al niño adorado. Un pesebre, como todo acto creativo, impone su propia escala al mundo común. De ahí que sea normal –imprescindible, incluso– que las figuras que lo constituyen difieran en sus tamaños, formas y materiales. El niño puede ser un bebé de juguete protegido por sus diminutos padres de porcelana. A falta de burro, se puede poner un caballo o una cebra o un perro. El río puede ser de aluminio. Y hay quienes incluyen en su pesebre a dos Josés o dos Marías, dependiendo de lo que haya a mano. Por esa arquitectura improvisada, también adquiría sentido la metáfora del profesor Marulanda. Siloé era un pesebre en tanto creación espontánea y comunitaria. Un proyecto en continuo proyecto, que todavía no acaba. Desde su fundación, que se remonta a principios del siglo xx cuando había ahí una mina de carbón que atrajo a las personas, la gente ha comenzado sus casas con distintos materiales: cartón, guadua, bahareque, y si la situación lo permite, se compra ladrillo, cemento, y se mejora. Lo normal es dejar las varillas estructurales al aire libre, expuestas como una promesa de lo que vendrá, del próximo piso en el que se acomodará otra capa de la familia. Pero las casas, a veces, se derrumban o son destruidas por las fuerzas estatales que todavía reclaman ciertos territorios de Siloé. Las casas, según la época, se vacían: sus muros marcados por el abandono de los proyectiles. Entonces la comuna se reconstruye, impone su tiempo y sus formas al resto de la ciudad. No en vano, vista desde allá abajo, parece un cuerpo sin ombligo, hecho de queloides heterogéneos. Huellas deflactadas por el viento.

Un pesebre, sin embargo, no está completo sin una estrella que anuncie la llegada del Salvador. Algunos la pintan sobre la tela de fondo, mientras que otros compran o se atreven a crear sus propias estrellas: icopor dorado, mangueras de luz, un bombillo. Por su parte, el profesor Marulanda convenció de su fantasía a algunos padres de familia de los colegios en los que trabajaba adentro de la comuna: a Siloé le hacía falta un lucero. Durante diez años, entonces, reunió esfuerzos y capitales para construir lo que sería un pentágono de guadua. Su idea era instalarlo en la parte más alta de un tanque de Empresas Municipales de Cali, que en ese momento abastecía de agua a las casas que habían brotado, como un moho tornasol, en las sinuosidades de la montaña. Pero el gerente de Emcali, el doctor Julio Mendoza Durán, se negó a prestar su tanque. A lo que los emisarios de Marulanda contestaron que igual la iban a poner, pues el tanque estaba en su tierra y ya con eso les pertenecía; que lo de pedirle permiso había sido una mera formalidad. Según David, la mano pesada del Estado solo ha servido para deteriorar casi cualquier iniciativa comunitaria. Y quizás habrá sido por oportunismo político que Mendoza Durán recapacitó y mandó llamar a los locos esos que le habían ido con el cuento de la estrella. Les dijo que no solo iba a prestar el tanque, sino que iba a mandar a construir una estructura de metal y la iba a alimentar con el tendido público. De esa manera, la estrella se convertiría en uno de los principales atractivos del alumbrado navideño de Cali, y por lo tanto, el gerente ordenó que el 7 de diciembre de 1973, Día de las Velitas, estuviera funcionando. Pero la luz viaja en Colombia a una velocidad distinta que en el resto del universo. Y esta no se haría en Siloé, como saliendo de una sutura que se abre, sino hasta el 23 de diciembre. Respecto a la inauguración, el Diario de Occidente comenta que fue “un espectáculo visible desde cualquier lugar de la ciudad y aun de algunas regiones vallecaucanas, pues fue ubicado en una colina estratégicamente escogida para tal efecto”. Pero no hay que olvidar que la luz viaja tanto en línea recta como en todas las direcciones posibles. La luz parte de un foco. Por lo tanto, si nosotros podemos verla, es porque ella nos ha encontrado primero. Es la estrella, junto con las masas que han sido atraídas por su gravedad –un sinfín de ventanas, cuencas–, la que nos mira desde el cerro. Y nos convoca, nos desborda como toda huella, porque nos hace ver lo que falta. Aquello que por condescendencia se ha pretendido obviar: una luz en el pico del cerro.

Aunque hay quienes ven un estigma en lugar de luz. John, líder social del sector de la estrella, me dijo que algunas personas prefieren no mencionar que viven en dicha zona, la más alta y fresca de todo Siloé. Esto para evitar que les cierren las puertas de un trabajo o para ahorrarse miradas temerosas. De ahí que él, acompañado de otros muchachos y un instagrammer llamado el Traveler, se estén organizando para ofrecer recorridos turísticos por la comuna. Estos, a diferencia de algunos que ya existen, se harían a pie y no mediados por la asepsia del teleférico que une a Siloé con el sistema de buses que atraviesa la ciudad. “La idea es que la gente se suba para que vea cómo se ve todo desde acá arriba, desde mi sector”, comentó mientras le arreglaba el techo de la casa a una vecina, junto con otros muchachos. Y si bien es cierto que la palabra “turismo” suele levantar suspicacias, también lo es que una caminata por la comuna es suficiente para desarmar el teatro de sombras. Y para zanjar cualquier duda al respecto, John ha incluido en su recorrido una parada en un mirador desde el cual se puede ver la ciudad, todo Si- loé. Se sube por la carretera que lleva a Mónaco –un barrio vecino, de antiguas haciendas–, y por la que se puede salir al Pacífico: más adelante, el Ejército custodia la que ha sido ruta de escape para determinados grupos armados. El m-19 –la extinta guerrilla urbana– fue uno de ellos. David expone en el Museo Popular de Siloé los objetos que sobrevivieron a los bombardeos en el campamento del m-19, instalado entre las casas.

Luego de agarrar por un camino destapado que colinda con lo que solía ser la mansión de Chupeta –difunto narcotraficante que se consagró en las portadas de los periódicos con una cara prestada–, se llega al mirador: una llanura en que la gente acostumbra elevar cometa. Pero aquella tarde estaba sola. Desde que la pusieron, la estrella ha hecho parte del alumbrado público de Cali. Por lo tanto, cuando la ciudad se enciende para alejar la oscuridad, también lo hace su farol: a partir de 2007, cuando la convirtieron en una estrella de dieciséis puntas y veinte metros de altura, se ha iluminado durante las 365 noches del año. Vista desde atrás, desde el mirador –perspectiva que, dependiendo de la marea social, está prohibida o no para los extraños–, se puede hacer una verdadera genealogía material de las formas. La huella se mezcla con otras pisadas lumínicas. La estrella de Siloé es la más grande, imponente, mas no la única. La acompañan los astros de otras constelaciones: las luces de las casas, de los carros, de los buses, de los centros comerciales. Entonces se invierten los valores y las fronteras se difuminan. El cielo está en la tierra y la tierra está en el cielo: las estrellas son el reflejo lejano de otra, a veces extinta, en el espacio-tiempo.

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Cali, Colombia, 1992. Es profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana de Bogotá. Se ha desempeñado como docente de Español y Literatura. En 2015 obtuvo el primer lugar en el I Concurso de Cuento del Instituto Caro y Cuervo. En 2016 su novela inédita Lo que el abrazo abarca fue finalista en el Concurso de Novela Corta de la Pontificia Universidad Javeriana. En 2017 un jurado conformado por los escritores Melba Escobar, Juan Gabriel Vásquez y Juan Esteban Constaín lo escogió como ganador del Concurso de Cuento para Jóvenes Escritores Andrés Caicedo. En ese mismo año recibió el Premio de Novela Nuevas Voces Emecé Idartes. Ha colaborado con El Malpensante y Papel de Colgadura, de la Universidad Icesi.