Cuento: La noche del mono

1 febrero, 2013

Samuel Rovinski, escritor costarricense y autor de una extensa obra teatral y narrativa, que cuenta además con una notable producción como guionista para cine y televisión, comparte con Carátula un cuento breve.


La cuchara se inclinó por el canto. Acomodó la masa gris de la lechada, y la pieza de mármol cayó suavemente de sus manos, engarzándose en el óvalo de la tina romana de la casa en construcción. Con un rápido movimiento de la cuchara, recogió el mortero sobrante de las orillas del mármol y lo vació en el balde. Pasó el trapo para secar el caldo lechoso acumulado en las juntas. Acarició la obra con una mirada luminosa y se irguió ágilmente, abandonado su figura de mono flaco en cuclillas. Tomó el mazo de hule y, con una serie de golpecitos cortos, afirmó la pieza.

—¡Mono, las once…!

Una ráfaga de gritos de los obreros, sacudió las paredes de la mansión. José María se irguió, sintiendo un malestar que le apretaba hasta los riñones. Orinó en un rincón.

—Mono, cochino…

Volvió el arco del chorro hacia la figura burlona de su compañero, recortada en el umbral, sin acertarle. Se rieron los dos, recogieron las herramientas y bajaron apresuradamente por la escalera, cortando por el piso de parqué, hasta salir al presuntuoso pórtico de columnas dóricas.

—Firmá aquí, mono. Con buena letra.

José María garabateó su firma en la planilla con grandes letras redondas, irregulares, azuzado por la impaciencia del maestro de obras. Contó el dinero, hizo memoria de las horas trabajadas, y asintió con una mueca aprobatoria.

—¿Cuándo es el casorio, mono? Ya me contaron. Si vos ponés la novia yo pongo el guaro.

José María terminó de lavarse con el agua de la pileta, se secó con un trapo que le pasó el  guarda, recogió su maletín y, haciéndole un guiño de complicidad, esperó a que estuvieran solos.

—Todo el atado por tres mil mangos, monito. ¿No? Bueno, dame veinte y quedamos en paz. Peor es nada.

La hilera de robles se mecía, crujiendo con el viento fresco del norte. La mansión había quedado silenciosa. Las montañas eran más azules y se dibujaban bajo el cielo almibarado. José María caminó hacia la calle, despidiéndose del guarda con un alegre silbido.

En el pequeño camión de carga, José María acomodó el atado de láminas usadas. Luego, se sentó junto al chofer para emprender el camino sinuoso hacia el valle de Santa Ana. Al llegar al cruce de caminos, el chofer frenó el camión y se bajó para ayudar a José María con el atado de láminas. Acto seguido, se subió al camión y se alejó rápidamente.

José María subió por el trillo empinado que se introduce, culebreando, en la colina chata de Río Oro. A pesar del peso del atado, parecía ansioso de integrarse a los escuálidos porós de flores rojas, plantados en los linderos de las pequeñas fincas.

Creció el sol, formando un manto rojo sobre los montes. Luego de unos minutos, José María soltó la carga para sentarse a descansar. Pero el ansia de llegar le dio nuevas fuerzas y continuó la marcha. El sudor corría entre la mata espesa de pelo negro de José María. Enfiló por el trillo transversal, que cortaba en dos la ladera salpicada de naranjales, y entró en su terreno, zigzagueando entre las piedras moteadas de líquenes. Dejó caer el atado junto al pozo, frente al rancho, y resopló aliviado. Se secó el sudor con un trapo, echó una mirada amorosa al rancho que venía construyendo en sus ratos libres, desde cinco meses atrás, y suspiró de satisfacción, pensando que esa tarde podría terminarlo. Arrancó una naranja de un árbol próximo y se sentó a pelarla sobre el atado.

Un ruido de ramas quebradas lo obligó a volver su mirada hacia la cerca de los vecinos. Una jovencita flacucha, de unos catorce años, flotando en un viejo vestido, venía hacia él, haciendo crujir las ramitas secas con sus pies descalzos.

—Mamá le manda su gallopinto, y dice que le debe mil quinientos colones de la semana.

José María le sonrió amigablemente y le pagó la deuda. La jovencita dejó a un lado la olla descascarada, llena de la masa blanquinegra de arroz y frijoles, y un paquete de tortillas envueltas en hojas de plátano, mientras José María examinaba su  cuerpo desgarbado: piernas como tallos, pecho plano y cara demacrada. Era la gracia de un grillo solitario. Nada que admirar. Pero sintió simpatía por ella, una indecible simpatía, mezclada de compasión.

—Le quedó muy linda su casa, don José María.

José María sintió un escalofrío de placer al oír su nombre, ya casi olvidado, y le contestó con disimulada humildad:

—Es un pobre rancho, nada más.

La joven dio una vuelta completa por el rancho y exclamó a su regreso:

—¡Qué va, don José María! Es muy grande, como para toda una familia.

José María se pasó la mano por el pelo, complacido, y le contestó:

—¿Te gustaría un rancho como el mío?

La joven bajó la mirada y sonrió tontamente. Dio vuelta y corrió hacia la cerca, haciendo flotar su vestido entre los naranjales.

Jacinto, el carpintero, su compañero de trabajo, apareció cuando José María terminaba de comer. Se sentó a su lado y sacó una botella de ron de la bolsa de manila. Bebieron un par de tragos. El calor en las entrañas animó la conversación.

—Y ahora, al brete…

Encaramados en el techo, fueron clavando las láminas que faltaban para terminar el techo.

—Listo, monito, ya casi acabamos tu rancho.

La brisa fresca trajo el aroma de los naranjales. Un manto de oro cayó sobre las estribaciones de los montes, allá por donde se adivina el mar plateado de Puntarenas. El techo crujió con el peso de los dos hombres Un clavo fue enderezado, una arandela se ajustó y la cresta de una lámina fue cuidadosamente acomodada. Le echaron un vistazo a los empalmes y traslapos. Satisfechos, bajaron.

—Casa, trabajo fijo, comida segura y picha caliente. Ahora sí, monito, ya podés traer mujer al rancho.

El cielo empezaba a teñirse de malva y naranja. En el crepúsculo de mayo, los abejones volaban alborotados. Algunos de ellos se estrellaban contra los vidrios de una ventana, exactamente contra la imagen reflejada de los dos hombres que se aseaban junto al brocal del pozo.

Bajaron al pueblo cuando las primeras sombras vespertinas daban un toque de tristeza al valle. Saludaron a los Brenes, a los Ramírez, a Felipe y Josefa y al gordo de la pulpería. Frente a la iglesia, sentados en un poyo, encontraron a sus amigos. Cuando se encendieron los faroles de las cuatro esquinas de la plaza, se fueron todos a la cantina La Curva del Camino.

Después de la segunda botella de ron, salieron las confidencias y crecieron los alardes. Chuy, el electricista, le soltó una puya sangrienta a José María:

—Idiay, mono, ¿con que ya tenés ranchito…? ¿Vos creés que alguna chola con muchas ganas, y tan fea como vos, querrá estrenarlo?

Un turbión de rabia veló los ojos de José María. Las carcajadas se apagaron de golpe. Hubo movimiento en las mesas. Los puños cerrados de José María presagiaban pelea. Chuy se asustó del alcance de su broma, pero estaba borracho y la inminencia de la pelea lo hizo soltar más la lengua.

—¿Ya se me ofendió el monito?… ¿No aguantás la verdad? ¿Acaso no sabés lo feo que sos? Pero, idiay, si sos hombre, vení…, vení para acá.

José María palpó la navaja en el bolsillo del pantalón. Chuy no era más que una gran jeta que le vomitaba hiel. No era un hombre frente a él. Era una cosa que le hacía daño. Sacó bruscamente la navaja, la desdobló de un tirón y se plantó frente a Chuy. Se hizo un silencio espeso en la cantina.

El electricista reculó unos pasos, dio media vuelta y salió corriendo entre las mesas para ganar la calle.

José María no hizo ninguna resistencia cuando Jacinto le quitó la navaja y lo llevo de regreso a la mesa. El cantinero suspiró de alivio. Los parroquianos reanudaron el barullo de la conversación animada por el licor.

Horas después, Jacinto y José María se despidieron en la encrucijada de los trillos. Antes de entrar a su rancho, José María levantó la mirada al cielo. Una a una, las estrellas fueron alumbrando el sentimiento. Todo su dolor se deshizo en un largo llanto, sordo, convulsivo. Por primera vez, miró el rancho con la indiferencia de cosa ajena.

Esa noche, José María durmió inquieto, atormentado por pesadillas y creyó que seguía dormido cuando se abrió la puerta del rancho y una figura extraña, un tallo frágil flotando en un vestido de mujer, se plantó en el centro de las estrellas.

José María extendió los brazos hacia la aparición, como en una súplica, y ella avanzó hasta colocarse junto al camastro. Cayó el vestido, deslizándose por el tallo de papiro, y la mujercita se metió bajo las mantas.

Cielo bañado de estrellas y luciérnagas. Noche de azahares y de silencio, apenas  quebrado por los grillos. 

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San José, Costa Rica, 1934.
Ejerció su profesión en ingeniería civil, pero se ha dedicado por entero a su labor literaria durante muchos años hasta la actualidad.

Ha ejercido la docencia universitaria y desempeñado importantes tareas oficiales relacionadas con la actividad cultural y diplomáticos.

Tuvo a su cargo la subgerencia del Sistema Nacional de Radio y Televisión de Costa Rica, la dirección del Instituto Centroamericano de Educación Audiovisual (icea) y la del Teatro Nacional de Costa Rica.

Su obra literaria ha sido reconocida y galardonada con el Premio Nacional «Aquileo J. Echeverría» en las ramas de teatro, cuento y novela.
Sus obras de teatro han sido representadas en numerosas ocasiones, tanto en Costa Rica como en el exterior. Entre sus títulos principales están Gobierno de alcoba (1967), El laberinto (1969), Las fisgonas de Paso Ancho (1971), Un modelo para Rosaura (1974), El martirio del pastor (1982), Gulliver dormido (1985), Génesis (2006).

No menos rica es su obra narrativa, en la que figuran obras como La hora de los vencidos (1963), La pagoda (1968), Ceremonia de casta (1976), Cuentos judíos de mi tierra (1982), Herencia de sombras (1993), El dulce sabor de la venganza (2000).

Selecciones de su narrativa y de su obra teatral se han traducido al inglés, al francés, al alemán y están recogidas en importantes recopilaciones antológicas. Ingresó en 1998 como miembro de número a la Academia Costarricense de la Lengua, con su discurso «La dramatización de lo inmediato», que fue respondido por el académico Daniel Gallegos.