Cuento: Una noche más
4 abril, 2022
Yo no debía bajar por esa calle camino a mi apartamento del barrio El Benque esa tarde. Digo tarde, pero en realidad ya casi era de noche. No sé por qué lo hice, lo de bajar por esa calle, que es la Segunda, si siempre lo hacía por la Primera, y no sé tampoco por qué me dirigía a mi apartamento, si por lo general, a la salida del trabajo lo que hacía era decidir si tomarme un café o un par de cervezas, y esas dos cosas sólo podían suceder más allá, por Guamilito. Pero ahí bajaba yo, por la Segunda Calle Suroeste, quizá viendo hacia abajo o distraído en pensamientos alejados de la circunstancia de ese momento, porque no vi venir a la chica que me preguntó, en una mezcla difícil de inglés y español, por el bus que debía estar ahí, en esa estación, a esa hora, para salir rumbo a El Salvador. Observé hacia mi derecha el portón de la estación cerrado, imaginé que serían pasadas las seis de la tarde, luego vi el rostro de la chica, que me pareció hermoso, a pesar de estar enmarcado por un cabello suelto y algo desarreglado. Dirigí la mirada de nuevo hacia el interior de la estación de buses e identifiqué a un guardia. “Auto-bús El Salvadour”, había dicho la chica, así que le trasladé la pregunta al guardia, quien me dijo que el último había salido a las cinco de la tarde y que el próximo saldría a las cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Como pude, con señas, palabras en español y en un inglés que no aprendí en mis años de colegio, le di a entender a la chica la situación y al ver su cara de contrariedad pensé que no había comprendido nada pero no se trataba de eso sino que le preocupaba estar corta de dinero, no contaba con quedarse durmiendo una noche en San Pedro Sula y eso, al parecer, era un problema que afectaba su presupuesto y cambiaba drásticamente sus planes de mochilera en el “Tercer Mundo”.
Recuerdo la sensación de su beso en mi boca al amanecer de la mañana siguiente, afuera del edificio de mi apartamento, luego de señalarle en el croquis que le había dibujado en un papel la dirección que debía tomar para llegar a la estación de buses. Recuerdo también el King de pescado que pidió para llevar en un Burger King del Centro la noche anterior, las dos cervezas que nos tomamos en Carnitas Pedroza cuyo pago quise que saliera de mi bolsillo, su fragmentada historia como maestra de escuela en una pequeña ciudad holandesa, las continuas alusiones a alguien que la esperaba en El Salvador, el vaso con agua fría que le puse en la mesita al lado del colchón que le preparé para que durmiera en la otra habitación de mi apartamento en la segunda planta del edificio donde funcionaba Muebles Herrera. Recuerdo su evidente nerviosismo inicial, cuando le propuse quedarse a pasar la noche en mi apartamento y no sé si recuerdo o sólo imagino el momento en que, al menos dos horas después de darnos las buenas noches, abrió la puerta de mi habitación y se metió en mi cama, desnuda y con un leve temblor, para agradecerme, así, sin palabras, todo lo que estaba haciendo por ella. Apenas pude, en la semipenumbra, sólo transgredida por la luz de un farol que se filtraba entre las cortinas de la ventana de la habitación, apreciar su cuerpo que imaginaba blanco y de buenas proporciones debajo de aquella ropa estrafalaria de mochilera europea; apenas pude, también, memorizar el tacto de aquella piel suave que mis manos recorrieron nerviosamente pues no tardaron mucho sus movimientos, primero para quitarme el bóxer, luego para practicarme una delicada y breve felación y por último para colocarme un preservativo que traía consigo, en hacerme acabar con ella encima, bamboleándose, con sus pechos en mis manos ávidas y sus manos hacia atrás en su cintura. No logro recordar o imaginar el momento en que ella salió de la habitación para volver a la suya, tan sólo que se quedó un rato a mi lado, su cabeza sobre mi pecho agitado en una imagen idílica, mi mano derecha acariciando su espalda y sus nalgas, mientras el aire del ventilador minimizaba el calor de nuestros cuerpos.
Recuerdo tan sólo el beso al amanecer de la mañana siguiente. Y eso fue todo.
Pero eso no debía ser todo.
Aquello ocurrió en diciembre de 2002, cuando todavía en los diciembres hacía algo de frío en esta ciudad abominablemente calurosa. Entonces, yo trabajaba en una librería y ganaba un sueldo para morirse de hambre, pero aun así había decidido mudarme de la casa de un familiar en la colonia Montefresco, en donde casi no pagaba nada, al apartamento del barrio El Benque, cuyo alquiler compartía con un amigo que alternaba unas largas temporadas ahí, específicamente en un colchón de la otra habitación, con las estancias cortas en la casa de su suegra, donde compartía hogar con su mujer y su hijo de cinco años. Lo importante era que el amigo pagaba puntualmente su mitad del alquiler e incluso se hacía cargo a veces de la mitad que me correspondía, mientras llegaba el momento en que pudiera compensarlo.
Ocurrió, decía, en diciembre de 2002 y lo más probable es que esa tarde bajara por esa calle para acortar el camino hacia mi apartamento, quizá sin dinero para el café o las cervezas, y dispuesto a aprovechar el trance melancólico encerrado en mi cuarto escribiendo algún poema.
Han pasado muchos años desde entonces y si he vuelto a recordar aquel episodio con la chica holandesa es sólo porque en una página web española leí hace menos de un año una noticia sobre el escritor, también holandés, Cees Nooteboom refiriéndose a un libro de viajes que publicaría pronto. Lo particular de este nuevo libro de viajes de Nooteboom reside en que no se trata de viajes hechos por él sino por otros, lo cual le ha permitido, decían en la nota, unir la realidad, a través de los relatos de sus entrevistados, y la ficción, a partir de su propia imaginación. La casualidad ha permitido que yo leyera esa noticia y que en ella encontrara, además, entre otras, la referencia a una de las historias del libro, que recoge el testimonio de una maestra de escuela holandesa que en unas vacaciones decidió hacer, sola, un viaje por los lugares más atractivos y baratos para el turismo en Centroamérica. El viaje de la maestra de escuela empezó en Guatemala, desde cuya capital se movió a Tikal y a Antigua; de ahí se trasladó en bus a Copán para conocer las ruinas mayas, y luego a San Pedro Sula sólo para llegar a Utila. La ruta seguía de San Pedro Sula a San Salvador, donde la esperó un amigo, con quien fue a Granada, Nicaragua y finalmente a una playa de Puntarenas, Costa Rica, de nombre Montezuma, antes de volver a Ámsterdam. Ahí en Costa Rica se había producido el incidente de la chica que había motivado el texto del escritor, según se explicaba en la nota periodística.
Al leer aquella noticia reaccioné, obviamente, sorprendido, pues me remitía inevitablemente a mi curiosa y efímera historia con una turista holandesa en San Pedro Sula, así que me propuse conseguir el libro lo más pronto posible para confirmar mi sospecha.
Sonja, el nombre de la chica citado por Nooteboom, no me sonaba de nada, a pesar de que ella me lo había dejado anotado en un papelito junto a su dirección postal la madrugada de aquella mañana en que nos despedimos. Probablemente era ficticio. El caso es que ella le había contado al escritor las peripecias de su viaje centroamericano, que había terminado mal en Costa Rica, después de un episodio sexual en el que ella y Erick, el amigo que la esperaba en San Salvador, habían intercambiado parejas con dos jóvenes costarricenses.
A pesar del acuerdo inicial entre los cuatro jóvenes y del satisfactorio resultado para cada uno, el asunto había motivado en Erick, al siguiente día, un comportamiento al principio extraño y luego peligroso. Había iniciado con un silencio inusual del muchacho, al despertar solos en la habitación del hotel luego de que la pareja de ticos se largara en algún momento de la madrugada sin despedirse; después, con la inexplicable decisión de dejarla sola en el hotel durante todo el día, hasta que volvió a eso de las ocho de la noche, algo ebrio, para proponerle que fueran a meterse al mar un rato, pues quería bajar el efecto del alcohol; ahí, con el agua algo fría hasta la cintura, él había empezado a abrazarla con una fuerza excesiva y con demasiada insistencia, por lo que ella había optado por salir del agua y dejar que a él le bajase lo suficiente el efecto del alcohol, pero el asunto no acabó ahí pues Erick se tiró junto a ella en la arena e insistió con lo de los abrazos.
Un empleado del hotel dijo después haberlos visto, desde una terraza a unos cincuenta metros de distancia, revolcándose en la playa, pero no le dio importancia porque era frecuente ver en esos ajetreos a los inquilinos, que invertían la mayor parte de su estancia en sesiones de alcohol y sexo; cuando se escucharon los primeros gritos recordó a la pareja y se asomó de nuevo a la playa pero no alcanzó a ver nada; fue, sin embargo, a buscar a su compañero de turno para pedirle cerciorarse de que todo estaba bien, pero esto no procedió pues en ese momento le pidieron que acudiera al bar para atender un requerimiento de su jefe.
A Sonja la encontraron inconsciente, desnuda, salvajemente golpeada y violada en la playa a la mañana siguiente. Las olas del mar llegaban hasta sus pies para retraerse luego, temerosas de tocarla. Los primeros auxilios se los brindaron en una ambulancia de la Cruz Roja, que la llevó a un centro de atención público de Montezuma; ahí le recomendaron reposo y cuidados permanentes, de lo que se encargaron en el hotel durante los días siguientes.
En cuanto despertó se mostró dispuesta a declarar ante las autoridades pertinentes sobre lo que había ocurrido. En esa declaración aparecía Erick pero sólo al principio, pues el forcejeo que tuvo con él se vio pronto disipado por un golpe con una tabla que Erick había recibido en la cabeza por parte de un hombre en la playa; este hombre, de unos cuarenta años, y otro más joven que lo acompañaba, atacaron sin piedad con la tabla y a patadas a su compañero, y cuando ella intentó intervenir la habían recibido también con un puñetazo en el rostro, al que le siguieron otros, en el abdomen y la espalda, hasta que se desmayó; de lo que vino luego sólo era capaz de recordar imágenes rotas, fragmentadas, que nada tenían que ver con aquella playa, con aquellas vacaciones baratas en cinco países centroamericanos, y que se confundían con el recuerdo de Erick, cuyo cuerpo encontraron a la mañana siguiente, pero en el hueco que había entre unas rocas unos cuatrocientos metros más arriba, en la misma playa.
El relato de la chica escrito por Nooteboom, sin embargo, no terminaba con aquella tragedia sino con otra imagen imperecedera de su viaje a Centroamérica: “Durante mis días de convalecencia en la habitación del hotel, no sé por qué, volví a recordar a aquel chico que me auxilió en Honduras. Quizá todo habría sido diferente si me hubiese quedado con él al menos una noche más”, cita Nooteboom del testimonio de la chica.
No sé si se llamaba Sonja, no sé si en realidad la chica del relato es la misma que yo conocí aquella noche fría de diciembre de 2002, pero sí sé que la ficción es muchas veces mejor que la realidad. Con esa certeza he vivido la mayor parte de mi vida y eso es algo que no pienso cambiar ahora.
*Este cuento fue publicado originalmente en el libro Teoría de la noche (Mimalapalabra, 2020).
San Luis, Santa Bárbara, Honduras, 1980.
Es profesor de literatura en UNAH-VS desde 2012. Ha publicado varios libros en distintos géneros, entre ellos Habrá silencio en nuestras bocas frías y Teoría de la noche, ambos de cuento; los artículos de Café & Literatura; y las novelas Ficción hereje para lectores castos, Los días y los muertos (Premio Centroamericano y del Caribe de Novela “Roberto Castillo” 2015), Tercera persona y Las noches en La Casa del Sol Naciente.