Cuentos de Mercedes Abad

1 junio, 2009

Carátula tiene el privilegio de publicar La cámara, relato inédito de la escritora catalana Mercedes Abad y también Apropiación indebida número 2, incluido en su más reciente libro Media docena de robos y un par de mentiras (Alfaguara, 2009).


LA CÁMARA

Yo acababa de estrenar una cámara de vídeo digital que mis padres me habían regalado por mi cumpleaños, aunque siempre he pensado que fue la providencia en persona quien puso esa cámara en mis manos y quien me inspiró la ocurrencia de irme a pasear hacia el río filmándolo todo a mi paso. Los almendros en flor y las aguas torrenciales del río distan mucho de ser lo que más me gusta inmortalizar con mi cámara, pero después de todo un fin de semana soportando mis repentinas incursiones para filmarlas depilándose, diciendo sandeces dignas de figurar en una antología de la estupidez humana y quitándose las espinillas frente al espejo con la boca abierta y expresión de primate, mis hermanas decidieron abortar sin el menor recato mi inclinación artística por el retrato realista.
          A pesar de que estábamos a finales de febrero, hacía una mañana fría pero resplandeciente aquel domingo. Las nubes rechonchas y algodonosas que desfilaban por el cielo me tuvieron un rato entretenido, pero enseguida empecé a aburrirme. Por suerte, el lejano petardeo del motor de un coche no tardó en volver a levantarme el ánimo porque mi pericia siguiendo objetivos móviles dejaba aún mucho que desear y necesitaba adiestramiento.
          Reconocí el coche de los Bou en cuanto asomó los faros delanteros por la curva del antiguo molino, aunque a decir verdad tendría que haber sido ciego para no reconocerlo. Todo el pueblo sin excepción había comentado, no sin cierto irónico retintín, el hecho de que Matías Bou se hubiera comprado uno de esos enormes descapotables americanos de segunda mano, un modelo automático de principios de los sesenta destartaladamente lujoso y que resultaba una excentricidad en un pueblo donde todos se conocen y todos se entregan a sus quehaceres tratando de atisbar al mismo tiempo lo que hace el vecino, de modo que suelen precipitarse a comprar el último modelo (o el más caro) de cualquier cosa con tal de superar al prójimo y así poder mirar a alguien por encima del hombro.
A mí, toda la maledicencia en torno a los Bou me sacaba de quicio. Mi corazón estaba con ellos, por supuesto. En cuanto a las calumnias que profiere mi hermana mayor, según la cual estoy de parte de los Bou por mero afán de llevar la contraria al resto del mundo, no hace falta que insista en el escaso aprecio que me merecen. No sólo nunca juzgué a Bou por volverse a casar, al año justo de quedarse viudo, sino que creo que nadie en este mundo tiene derecho a juzgarlo. El problema es que en nuestro pueblo abundan las viudas, y el hecho de que Bou eligiera una mujer de la capital debió de ser considerado una afrenta al abultado censo de viudas casaderas.
Mi madre describía a la nueva señora Bou como una señora con ínfulas, que iba siempre más pintada que una puerta y se las daba de gran dama. Aunque en las ocasiones en que ambas se cruzaban por la calle, la única que parecía obstinarse en levantar la barbilla para dejar a la otra en situación de inferioridad manifiesta era mi madre.
          No sólo no condené a Bou, sino que su nueva boda lo ensalzó a mis ojos. Dijeran lo que dijesen de él, no podían negarle una apabullante dignidad. Nadie lo había oído quejarse jamás, ni siquiera en las peores épocas de la enfermedad de su primera mujer, cuando ella, perdido el juicio, se escapaba de casa, se desnudaba en la plaza o junto a la carretera y hacía gestos obscenos y trataba de seducir a los hombres del pueblo. Con una entereza y una paciencia admirables, sin que se le descompusiera el gesto ni la voz, Bou iba a por ella, la hacía cubrirse y se la llevaba a casa de la mano. Era un hombre digno, de los que afrontan la adversidad sin lloriquear todo el día sobre hombros ajenos. Puede que cuando se quedase solo por las noches el mundo se le desplomara encima con todo su inclemente peso, pero en público aguantaba el tipo. Yo incluso lo había visto sonreír en el bar en alguno de los escasos momentos de asueto que la enfermedad de su esposa le dejaba.
          ¿Cómo podían sus vecinos, después del infierno que había vivido, burlarse de él ahora que había conseguido rehacerse del golpe? La mezquindad de aquella gente me resultaba intolerable. ¿No les daba vergüenza ser tan asquerosamente miserables y ruines?
          Yo nunca seré así, me prometí a mí mismo. Y mientras con la cámara seguía al descapotable de color plateado que enfilaba airoso la sinuosa bajada, y a la señora Bou con el pelo alborotado por el viento, me di ánimos pensando en el día glorioso en que por fin podría largarme del pueblo y me alejaría con mis maletas por esa misma carretera. Por suerte, ese día no podía estar ya muy lejano, pues acababa de cumplir quince años y si quería proseguir mis estudios, tal y como efectivamente era mi intención, tendría que irme a vivir a la capital mal que les pesara a mis padres.
          Aunque yo estaba del otro lado del río, bastante lejos del bólido plateado, el zoom de la cámara me permitía acercarme bastante a los Bou. Por eso pude darme perfecta cuenta de que, a pesar del abrigo de pieles que llevaba, la mujer tenía cara de estar pasando un frío horroroso. Sin embargo, sonreía, con los labios muy pintados de carmín, y parecía casi guapa y lozana, con sus pieles y sus gafas de sol de estrella de cine. ¿Cómo podía esa mujer adaptarse a la vida estrecha y miserable de aquel pueblo de trescientos habitantes? ¿Cuánto tiempo tardaría en cansarse o en convertirse en una bruja amargada?
          Meses después aún andaría yo obsesionado por descubrir lo que la mujer le dijo a Bou justo cuando les faltaban dos curvas para llegar al puente de hierro. De hecho, he pasado una y otra vez las imágenes en la pantalla de mi ordenador tratando de leerle los labios para adivinar sus palabras. Cuando ella acaba de hablar, por toda respuesta él la mira durante un lapso, tal vez dos o tres segundos, con una mirada intensa y arrobada, una mirada pletórica de amor que, sin embargo, no resulta boba, sino terriblemente significativa. Una mirada de absoluto encandilamiento y embeleso, pero sin el menor asomo de cursilería. Después, mi película no deja lugar a demasiadas dudas: el coche, que está a punto de llegar a la penúltima curva antes del puente, en vez de aminorar la velocidad, da de improviso un brusco salto adelante, como si Bou se hubiera hecho un lío con los pedales y hubiera apretado el acelerador en lugar del freno. Su propio despiste hace que se lleve un susto y, al asustarse da un brusco golpe de volante que hace que el coche se salga de la carretera.
          Ni toda la pericia del mundo siguiendo objetivos móviles con una cámara de vídeo habría podido evitar que durante unos instantes perdiera a los Bou. Sólo alguien que hubiera podido prever el accidente en el punto y el momento exactos en que tuvo lugar, y que de antemano hubiera adivinado qué trayectoria seguiría el descapotable al salir disparado por los aires, y que además no se hubiera visto asaltado por un lógico instinto de correr a ayudar a la pareja, habría podido registrar todo el accidente con la cámara. Yo volví a recogerlos con mi cámara en cuanto comprendí que todo intento de socorro sería inútil. Tirarme al agua, que bajaba torrencial y arremolinada, sólo habría servido para ahogarme con ellos, y bastaba una mirada superficial a aquellos dos para comprender que, puestos a ahogarse, preferían hacerlo en la intimidad.
          Nunca olvidaré esa imagen de los Bou abrazados, sonriendo para nadie mientras se hundían, como si no pudieran imaginar nada más parecido a sus sueños que ese final. No la olvidaré porque la tengo grabada en una cinta de vídeo que miro vez tras vez y que de algún modo ha marcado mi juventud. Ahora sé que, aunque sigo sintiendo la misma náusea cuando oigo a mis hermanas contarse sus tontas historias de amor, hay amores que valen la pena porque hacen que uno sonría mientras se hunde. Añadiré también que recientemente he comprendido que prefiero no saber lo que la señora Bou le dice a su marido segundos antes de caer. Me parecería un sacrilegio llegar a inmiscuirme en eso porque, al fin y al cabo, es asunto suyo, ¿no creen?

APROPIACIÓN INDEBIDA NÚMERO 2

Hace muchos años –tantos que todo aquello parece pertenecer a una remota vida anterior de la que conservo sólo ciertos recuerdos vagos – establecí una curiosa relación con una mujer que cualquier persona habría descrito como diametralmente opuesta a mí. Aunque mi primer libro había sido publicado dos años atrás, por aquel entonces yo trabajaba en un organismo oficial, pues, manirrota como era (con el tiempo he aprendido a gestionar esta proclividad mía), los ingresos procedentes de la literatura no me alcanzaban para dar al gremio de la hostelería el decidido apoyo al que me parecía acreedor. Cada cual entiende a su manera la misericordia cristiana, y mi forma de ver el asunto consistía en premiar fervorosamente a los bares y los restaurantes por su importante y callada labor de promoción y salvaguarda de las relaciones humanas.

Fue en aquella época de vida disipada y épicas resacas cuando conocí a esa mujer (cuyo anonimato prefiero respetar por razones que el lector no tardará en descubrir). En honor a la verdad, fue ella quien se acercó a mí, aunque eso no sea tan extraordinario, pues la mayor parte de quienes trabajaban en aquella entidad sabían que yo había ganado un premio de literatura erótica, lo que me convertía en una criatura harto pintoresca que suscitaba no poca curiosidad. Digamos que yo cumplía la cuota de excentricidad que condecora siempre y sin excepción a cualquier comunidad, por convencional y conservadora que ésta sea. Supongo que muchos de mis compañeros de trabajo debían de atribuirme una vida infinitamente  más disipada de la que en realidad llevaba, pues en un lugar como aquel alguien como yo se convertía en una pantalla perfecta sobre la que proyectar fantasías. De ahí lo fácil que puede resultar convertirse en una leyenda. También descubrí, no sin estupor, que algunas personas experimentaban la curiosa necesidad de comunicarme que, pese a las apariencias, sus vidas distaban mucho de ser irreprochables. Se acercaban a mí y procuraban establecer cierta intimidad. Me contaban su vida, y estoy segura de que se sentían más libres de relatarme ciertos episodios. Creo incluso que llegué a desempeñar una sutil función en aquella microsociedad. Conmigo eran más traviesos, más desenvueltos, más picantes y menos envarados. Pocos mostraban un interés real en quién fuera yo realmente. Ya se habían forjado una idea de mí, y no estaban muy dispuestos a que viniera yo a echársela por tierra. Y, qué caray, yo no tenía la menor intención de desmontarles el tinglado. En primer lugar, muchos me resultaban simpáticos. Además, observarlos me parecía sumamente instructivo. Después de todo, yo no tenía demasiadas oportunidades de relacionarme con personas como ellos, pues mis amigos eran más bien aspirantes a artista, diletantes y colgados.

Entre todos ellos, H. fue la persona con quien más intimé, no sé exactamente cómo ni porqué. Ella parecía vivamente interesada en cultivar mi amistad, y acudía a mí una y otra vez con pretextos más o menos peregrinos. En mí había, no lo negaré, cierto gusto por la provocación, muy vivo aún a aquella tierna edad y más en aquel contexto. Supongo que trataba de escandalizar a H. y de algún modo me daba cuenta de que jamás lo conseguía. Al menos, no del todo. Yo estaba segura de que fingía escandalizarse, pero no lo estaba en absoluto. Tenía (y supongo que aún conserva) unos grandes ojos de lechuza, muy redondos, socarrones e inquietos, que de algún modo parecían poner en duda, si no desmentir del todo, su conservadurismo. Era el único rasgo que la traicionaba. En todo lo demás – la actitud, el porte, los vestidos discretos y respetables, cerrados siempre hasta el cuello, las medias de color carne, los honrados zapatones, la forma de hablar, sus cinco hijos, las convicciones políticas- era mi polo opuesto, mi antítesis, mi negativo espectral.
Las dos o tres veces que nos vimos fuera del trabajo, la arrastré por puras ansias de provocación a un tugurio bastante turbio donde se vendían drogas y que, sin embargo, tuve la sensación de que no le disgustaba. Quizá sentía algo parecido a lo que me ocurría a mí en el ambiente del organismo oficial: sabía que era una turista en aquel mundo, que no se quedaría allí mucho tiempo y que, por lo tanto, más valía abrir los ojos y saciar la curiosidad. Fue allí donde, un día, ella me confesó que era del Opus Dei y que iba cada mañana a misa. Yo me estremecí y mientras daba un largo trago a mi gin tonic me pregunté si no estaría excediéndome en mi curiosidad morbosa. ¿Qué hacía yo, que había renegado de los Testigos de Jehová y que sentía realmente alergia por todas las religiones, con una adepta del Opus? Aquella amistad no podía ser más que una abominación, no ya de la naturaleza, sino de la sociedad. ¿Qué hacíamos allí alimentando al monstruo? A punto estaba de largarme corriendo con la primera excusa que me cruzara por la cabeza cuando, de pronto, aquella madre de familia ejemplar, que bebía un agua sin gas mientras yo me emborrachaba, puso sobre la mesa una carpeta.
          – Yo también escribo –me dijo, con aquellos grandes ojos redondos  rebosantes de sorna-. Pero nunca he dejado que nadie lea mis textos.
          – ¿Ah, no? ¿Por qué?
          – Ya lo verás.
          – ¿Y por qué yo sí puedo leerlos?
          – Tú ganaste ese premio. Es posible que te gusten. No conozco a nadie más que pudiera apreciarlos. Si alguna vez quiero divorciarme, no tengo más que dejarlos al alcance de mi marido con mi firma a la vista. Léelos, por favor, y dime qué te parecen. Me gustaría saber por lo menos si son buenos o no.

Llena de curiosidad, en cuanto llegué a casa me zambullí en la lectura. Y lo que leía era tan extraordinario, tan truculento, tan descarado y tan demencial que me costaba creer que fuera el producto de la mente de H. Comprendí en el acto hasta qué punto cabales ciudadanos de aspecto intachable ocultan a veces abismos de perversidad. Allí, desde luego, casi nada faltaba: había incestos en casi cualquier modalidad, amores entre críos y mujeres maduras, señoras hincadas a cuatro patas en las frías baldosas de la cocina mientras las criadas les propinaban azotes en las nalgas el día de Navidad y el pavo se asaba en el horno, y que sé yo cuántas historias más. Lo más gracioso es que ningún argumento era exactamente original, pues lo que más parecía apasionar a H. era llevar a cabo versiones delirantes y pornográficas de historias conocidas, a veces apenas identificables después del tratamiento de choque a que las sometía. De Platero y yo, por ejemplo, había sacado una historia de bestialismo bastante repugnante incluso para un paladar como el mío, y en su versión del mito de la mandrágora una serie de mujeres copulaban con los cadáveres empalmados de dos pobres ahorcados.

Cuando volví a ver a H. en el trabajo le dije que teníamos que vernos y la cité en nuestro turbio tugurio. De hecho, creo que esa fue la última vez que estuvimos allí, pues tiempo después dejé de trabajar en el organismo oficial. Pese a que me empeñé a fondo para convencerla de que debía publicar todos aquellos cuentos, ella se negó.
          – Publícalos con seudónimo –sugerí-. Es un truco habitual.
Pero ni siquiera así dio H. su brazo a torcer. Publicar aquellos cuentos, aún con seudónimo, le habría parecido un acto de vanidad por su parte, puro exhibicionismo gratuito.
          – No necesito el dinero. Tengo una carrera que me satisface y una familia a la que adoro. No tengo veleidades. Sólo que de vez en cuando me vienen a la cabeza esas historias y escribirlas es una forma de no obsesionarme con ellas. Eso es todo. Ya está. No quiero publicarlas. Publícalas tú, si quieres.
          No la saqué de ahí. Insistió en que no tenía el menor interés en publicar nada de aquello. Que si no me hubiera conocido a mí quizá nadie las hubiera leído jamás. Insistió también en que me quedara una copia.
          – Dentro de un tiempo dejarás de trabajar en la Cámara y ya no nos veremos. Así te acordarás de mí cuando veas estos papeles.
         Sus palabras resultaron proféticas y la verdad es que ni siquiera por casualidad hemos vuelto a encontrarnos. Cuando ya nos despedíamos, aquella tarde le hice una pregunta:

– ¿Lo sabe el cura?
– ¿Qué quieres decir?
– Si te has confesado por escribir estas cosas.
– ¿Tú que crees? – Y sus ojos me lanzaron punzantes dardos de sorna.

Después de tantos años, es casi un homenaje a esa curiosa amistad con quien no he vuelto a toparme incluir en este libro aquel de entre sus cuentos que más me gustaría haber escrito y cuya protagonista muy bien podría ser yo. ¿Se inspiró en mí H. para escribir este cuento? Me estremezco de placer ante la simple idea, por descabellada que sea.
Debo advertir también que este es uno de los pocos relatos en los que H. abandonó su habitual truculencia y su morboso gusto por las versiones violentamente pornográficas de los clásicos literarios.

Comparte en:

Barcelona, España, 1961.
Estudió en esa ciudad en el Liceo Francés y Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma. Se estrenó como escritora con Ligeros libertinajes sabáticos (1986), un libro de cuentos que fue galardonado con el VIII Premio La Sonrisa Vertical y con el éxito de público y crítica. Desarrolla su faceta como periodista en diversos medios de comunicación y participa activamente en el mundo teatral, cinematográfico, radiofónico y literario de su entorno. Felicidades conyugales (1989), su segundo libro, recibió también una calurosa acogida.