
Daniel Mordzinski: “No me gusta nada verme en fotos”
2 diciembre, 2024
La siguiente entrevista se realizó durante una sesión fotográfica en la más reciente edición del festival Centroamérica Cuenta, celebrada en Ciudad de Panamá.
La siguiente es una entrevista corta, no por eso menos profunda. Hace algunos meses, el gran fotógrafo que es Daniel Mordzinski, buscó retratarme en el casco viejo de Ciudad de Panamá. No entrarédaniel en detalles, pero esa noche disté de tener reflejos felinos, y casi me rompo la crisma después de un resbalón desde una altura respetable. Mi pena fue doble en aquel momento: caerse siempre es vergonzoso, y más delante de un gran artista que buscaba congelarme en una instantánea.
Por fortuna no hubo algo que lamentar. El incidente no escaló a mayores, pero un comentario del tocayo quedó retumbándome en la cabeza. “¡Pibe, nunca se me ha caído un escritor! Bueno, una vez casi me pasó algo así con Sergio Pitol”.
El episodio, como dije, no pasó desapercibido y, de vuelta a nuestros oficios, logró pactar el siguiente cuestionario.
—Has dicho lo siguiente: “El 99% de las fotos que hago no me las pide nadie, yo las hago porque las necesito”. ¿Qué significa necesitar una foto?
—Suele decirse que el trabajo de los fotógrafos se entiende a través de sus fotografías, como les sucede a los pintores con sus cuadros o a los arquitectos con sus edificios. Creo, sin embargo, que en mi caso la pasión por las letras -la misma que explica que lleve casi medio siglo retratando escritores- me lleva a afirmar que necesitar una fotografía, es necesitar la literatura, pues lectura y escritura, son hermanas siamesas: las dos caras de las mismas palabras. Decidí ser retratista de escritores porque me gusta leer, y porque mi historia de amor con las imágenes es inseparable de mi pasión por las letras.
—¿Le has tomado foto a un escritor cuya obra no te interese?
—Sí. Y se nota en las imágenes.
—Dices que nunca te has intimidado por un escritor al que estás por tomarle una foto. ¿Ni siquiera con Borges te pasó?
—Lo que intento explicar, pensando en los jóvenes fotógrafos que nos lean, es que dejarse intimidar por un retratado nunca produce buenos resultados. En ese sentido, el periodismo ha sido para mí una buena escuela contra el pudor y la timidez. Dicho esto, en 1978, cuando retraté a Jorge Luis Borges con 18 años, me sentía un “flan” que temblaba de emoción, inseguridad y pudor.
—¿Podrías contarnos la anécdota de ese momento?
—¿Por qué quiere fotografiarme, joven?, me pregunta el poeta ciego.
—Por admiración y curiosidad, respondo. Me gustan los cuentos que escribe.
—¿Qué le gusta de mis cuentitos?
Escucho paralizado la pregunta de Borges, y recuerdo haber leído que, en sus 20 años de profesor en la Facultad de Filosofía y Letras, nunca interrogó a sus estudiantes, pues prefería conversar con ellos. “Hablemos y hablen”, les decía.
—¿Recuerda alguno de mis cuentos?, insiste Borges.
Me quedo en silencio, patitieso, pensando si, finalmente, aceptará que lo retrate. Mientras, recorro con la mirada el lugar de nuestro encuentro: la bella sala de la Biblioteca Nacional de la calle México con escaleras en caracol, arañas, tinteros, relojes.
—Funes el memorioso, respondo intentando salir del paso. Me gusta la historia del joven que, tras tener un accidente, lo recuerda todo.
Al tiempo que intento explicarle con humildad y sencillez mis argumentos, noto que Borges los celebra, no por su brillo ni su originalidad, sino posiblemente, para hacerme sentir cómodo: esa mañana comprendí que más allá del talento del artista, la humildad es un rasgo importante del creador. Fue una epifanía, uno de esos días que sientes que tu vida cambiará para siempre.
—¿Se te ha velado alguna foto de un escritor al que nunca volviste a retratar?
—Si por velado entiendes pérdida, diría que miles y miles… Me refiero al oscuro episodio de la destrucción de mis archivos hace ya 11 años. Como decía Lampedusa en El Gatopardo, “sólo hay que tenerle miedo a la estupidez humana”. Nunca superaré la destrucción de mi memoria fotográfica.
—¿Cuántos libros lees al mes?
—No los cuento, pero siempre leo dos a la vez. Tampoco sé a cuántos escritores he retratado. Hay algo de mercenario en la aritmética de contar la literatura o de resumirla a un número. No me he pasado la vida intentando traducir mis sentimientos en letras para reducirlos a una simple contabilidad.
—¿Dejarías de leer o de fotografiar?
—Mi pasión lectora termina irremediablemente transformada en escritura. No puedo abandonar a ninguna de las dos, porque van de la mano, en tándem: renunciar a una sería renunciar a ambas.
—¿Eres fotogénico?
– ¡Nooo! ¡Qué horror! No me gusta nada verme en fotos. Las acepto siempre, claro. ¡Faltaría más! Me he pasado la vida robando tiempo a los otros… Aunque no me guste, no puedo negarme a una foto o a un selfie.
—En Panamá me prometiste contar la anécdota de cuando Sergio Pitol casi se te cae.
Siempre cumplo mis promesas:
En la primavera del 2006, Sergio Pitol me llama para compartirme que, tras recibir en Madrid, el Premio Cervantes, viajaría a París, y proponía que almorzáramos juntos.
—Reserva un buen restaurante, tenemos mucho que celebrar, me dijo Sergio por teléfono.
Se lo escuchaba feliz, aunque sentí preocupación al oír su voz y las largas pausas que hacía. Unos días después pasé a recogerlo por su hotel frente al Museo d’Orsay. Caminamos por la Rue de Grenelle hasta “La Petite Chaise”, restaurante que reivindica ser el más antiguo de París. Almorzamos rico. Me contó detalles de la ceremonia del Premio Cervantes, y yo le comenté que me había emocionado el homenaje que le había dedicado a sus maestros. Hablamos también de las consecuencias de su accidente cerebrovascular, sus lagunas, y su manera lenta de hablar, que yo había sentido por teléfono. Fue entonces que Sergio me compartió esta increíble historia: Prolífico traductor, viajero y diplomático, Pitol se había olvidado de todos los idiomas extranjeros que hablaba, pues ellos estaban alojados en el hemisferio izquierdo del cerebro, que su accidente cerebrovascular había afectado. Comimos delicioso y tras el café, Sergio me pidió acompañarlo a una entrevista. En el Café Le Select, el mismo que le gustaba a Gabo, me presentó a la periodista que lo iba a entrevistar. Lo hizo con estas palabras:
“Conocí a Daniel en la FIL de Guadalajara, hace muchísimos años, en el carrito de las maletas del hotel, me hizo unas fotos divertidas, junto a Jorge Herralde y Lali. Cuando me pidió que diera un pasito para atrás, no vi el escalón y me caí”.
Interrumpí para precisar que más que una caída, había sido un tropezón mínimo, puse mi mano sobre el hombro de Sergio, al tiempo que decía:
—Sergio, ¿no podrías haber olvidado este episodio también? parece que los tropezones de la vida se conservan en el hemisferio derecho del cerebro.
Nos reímos los tres.
—¿Alguna foto que le hayas hecho a tus viejos? ¿Ha sido fotografiarlos más complicado que a un escritor laureado?
—El acto de retratar, siempre es más hondo y hermoso cuando hay afectos de por medio. Y en mi caso, es más complicado también. Tal vez porque no querés defraudar a tus seres queridos. Mi papá estuvo internado los últimos años de su vida en una clínica, mi mamá lo visitaba de lunes a domingo, sin excepción. El momento del reencuentro con mi papá en la clínica siempre es un momento emotivo y áspero a la vez: se mezcla la culpa de estar lejos con la aprehensión de que esta vez tampoco me reconozca. En una de mis visitas, le llevé a mi papá, la que fuera mi primera cámara fotográfica: una Kodak Fiesta que esa misma mañana había recuperado por casualidad. Mi papá estaba sentado merendando. En la esquina opuesta de la mesa, una señora observaba la escena como ausente.
—Hola Papi, ¿cómo estás? —lo saludé con un beso en la frente, mientras posaba mi primera cámara de fotos entre sus manos.
Una neblina de lágrimas inundó la mirada de mi papá, tomó un sorbo de su café, y mirándome a los ojos, comentó:
—¡Estás en Buenos Aires, Daniel! ¡Qué alegría verte!
Una “cajita de plástico”, la vieja Kodak Fiesta de mis primeras fotografías, había logrado el milagro de vencer el olvido.
Escritor, editor y periodista venezolano. En la actualidad dicta clases de cine y literatura en la Universidad de Houston y dirige la revista Carátula. La novela La vida alegre (Alfaguara, 2020) es su libro más reciente. Su Twitter/X: @dcenteno1