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De guapos de tiempos idos

1 agosto, 2012

La amistad entre creadores literarios, de algún modo, acarrea como consecuencia un festín de anécdotas, Sergio Ramírez rememora algunas de ellas relacionadas con su amigo, el enorme Carlos Fuentes de La región más transparente. La prosa de Ramírez y su eficaz narrativa nos conducen ineludiblemente al homenaje póstumo, pero además a algunos guiños personales de la atractiva figura del narrador mexicano, autor, además, de Aura y La muerte de Artemio Cruz. En esta remembranza de Sergio aparecen escritores de la talla de Fuentes, menciono a Álvaro Mutis, José Saramago, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, J. M. Coetzee, Susan Sontag, entre otros, en una envidiable cofradía que reunía a lo más granado de la literatura mundial, nada mejor que la pluma de Sergio Ramírez, coloquial, sencilla y sentida, para recordarnos a Carlos Fuentes, mexicano irrepetible de nuestro tiempo.


1. EL ESPÍRITU DE LA LIBERTAD

Carlos Fuentes vino la última vez a Nicaragua en enero de 1988, cuando se estaba al borde del desenlace del drama que significó la guerra civil de casi una década, sandinistas versus contras; acompañado de su amigo el novelista William Styron, ya muerto también, laureado con el premio Pulitzer por su novela El lamento de Portnoy, y autor además de La escogencia de Sofía, de la que se hizo una película con Meryl Streep, dirigida por Alan Pakula. Era cuando se daban más intensamente las negociaciones de paz entre los presidentes centroamericanos que llevarían a la firma de los acuerdos de Esquipulas. El periodista Stephen Talbot recuerda esa visita:

“Fueron en jeep a la sierra plagada de contras al norte de Matagalpa. En un helicóptero soviético sobrevolaron campos recién irrigados; cruzaron una y otra vez un lago en una embarcación tan desvencijada y oxidada como The African Queen; visitaron cooperativas agrícolas en lucha y una fábrica de calzado baldada por la escasez; hablaron con los heridos en tristes salas de hospital. Y todas las noches comieron, bebieron, fumaron puros y hablaron durante horas con los dirigentes sandinistas Daniel Ortega, Sergio Ramírez, Tomás Borge, Ernesto Cardenal y Jaime Wheelock. En el rostro de sabueso de Styron se empezaba a notar el cansancio, pero Fuentes tenía el aspecto floreciente de un corredor de maratón”.

En una de esas conversaciones acerca de las posibilidades que tenía la contra de derrotar a los sandinistas, recuerda Talbot, Tomás Borge dijo decididamente que algo así era imposible porque los contras van a contrapelo de la historia. Fuentes interrumpió para preguntar:

-¿Y cuál fue la experiencia de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973? ¿No se demostró que la izquierda puede ser derrotada?

-No, -respondió Borge, cortante-. Ellos no armaron al pueblo, por eso perdieron.

Después se discutió sobre el tema de los partidos de oposición. Borge dijo que su opinión personal era que ningún partido de oposición podía llegar a ganar a los sandinistas en las urnas.

-Ahora no, -asintió Fuentes-, pero en el futuro, ¿por qué no?

-Sólo si son antiimperialistas y revolucionarios, -proclamó Borge-, si un partido reaccionario ganara, yo dejaría de creer en las leyes del desarrollo político.

-Yo no estaría tan seguro de esas leyes, advirtió Fuentes.

2. EL QUE SABÍA COMO NO CAER

En marzo de 1998 se celebró el setenta aniversario del nacimiento de Fuentes, y los cuarenta años de la aparición de su novela La región más transparente. El Colegio Nacional de México había organizado un encuentro internacional de escritores, La Geografía de la novela, un gran escenario en el que debuté entre figuras como José Saramago, J.M. Coetzee, Gabriel García Márquez, Susan Sontag, Edna O´Brien, y el propio Fuentes. Sólo uno de ellos era para entonces premio Nobel, García Márquez.

De paso, fue cuando conocí  a Saramago. Don José aparecía esos días en todos los periódicos mexicanos hablando con dignidad y valentía sobre Chiapas, porque aún se hablaba de Chiapas y del subcomandante Marcos. Nos encontramos en el acto presidido por Cuauhtémoc Cárdenas, Jefe de Gobierno del Distrito Federal, quien había proclamado a la capital como ciudad de refugio para los escritores perseguidos, una iniciativa del Parlamento Internacional de Escritores que presidía Wole Soyinka, entidad ahora fenecida.

Pero lo que quería contar es que esas festividades culminaron con una fiesta en el Salón México, sucedáneo del de la muy famosa película del Indio Fernández, Salón México, con Marga López y Miguel Inclán, fotografiada por Gabriel Figueroa, un clásico del año 1948. El mismo que visitaba Aaron Copland, quien en 1936 le dedicó una composición sinfónica en un solo movimiento, Salón México. El nuevo Salón México lo regentaba la actriz María Rojo, la de la película Danzón filmada en 1991 bajo la dirección de María Novaro, y aquella fue, en verdad una fiesta de danzones, y cuando la orquesta tocó el danzón Almendra, Carlos sacó a bailar a Silvia su mujer, pero al bajar hacia la pista resbaló sin que llegara nunca a tocar el piso con el cuerpo porque se alzó con elástica agilidad juvenil para recuperar el equilibrio, no en balde Talbot le concedía las energías de un atleta corredor de maratón. Y a la pista se fue con Silvia, a bailar aquel danzón de manera impecable.

3. LA GENEROSIDAD SIN LÍMITES

En abril de 1988, viajé a Madrid para el lanzamiento de mi novela Castigo Divino, publicada por la editorial Mondadori. Carlos se hallaba allá porque iba a recibir el Premio Cervantes de ese año en Alcalá de Henares. La mañana en que debíamos salir temprano para estar presentes en la ceremonia, cuando bajé a desayunar al comedor del hotel Palace me encontré en el diario El País con un artículo de plana entera que Carlos dedicaba a mi novela, y me sentí, por supuesto, abrumado por sus juicios generosos. Él la conocía porque para entonces dictaba un seminario sobre cultura hispanoamericana en la Mason University en Washington, que sería el origen de su libro El espejo enterrado, y Carlos Tünnerman, embajador para entonces en Estados Unidos, le había hecho llegar copia del original que ya estaba en manos de la editorial en España. Algo muy característico suyo, empujar hacia adelante a los escritores más jóvenes, como lo haría luego con sus compatriotas mexicanos Jorge Volpi e Ignacio Padilla, de la generación del crack, o con el chileno Carlos Franz, o los argentinos Silvia Iparraguirre, César Aira y Ricardo Piglia. No temía al relevo generacional, lo alentaba.

4HUSOS HORARIOS

La mañana del viernes 20 de febrero de 1998 golpearon a la puerta de mi dormitorio en mi casa de Colonial Los Robles. Lo llaman de España, es don Carlos Fuentes, me dijeron. La sensación de irrealidad comenzó en ese instante. Se había hecho público que Fuentes era el presidente del jurado del Premio Alfaguara. Levanté el auricular, él empezó por preguntarme qué horas eran en Managua, y yo ya sabía que no me estaba llamando para comparar los husos horarios entre Madrid y Managua.

Mi novela Margarita está linda la mar había ganado el Premio junto a Caracol Beach del cubano Eliseo Alberto (Lichi), muerto en México el año pasado (2011). Un Premio doble, no dividido. “Sólo que”, me dijo Fuentes, “el jurado recomendaba cambiar el nombre de la mía, a la que había titulado Fin de fiesta, por el de Margarita...” Y acepté allí mismo sin pensarlo dos veces, no estaba para dobles pensamientos.

Antes de colgar, Fuentes me advirtió que la noticia no se daría sino una hora después en una conferencia de prensa en Casa de América, con lo que debería quedarme callado hasta entonces, solo en la casa porque Tulita mi mujer habia salido temprano, y amedrentado por la advertencia me la tomé al pie de la letra y no me atreví a alzar el teléfono ni para llamar a mis propios hijos; y a Tulita imposible, siempre se ha negado a llevar un teléfono celular porque no quiere que nadie la controle, y ese Nadie, como en la historia de Ulises con el cíclope Polifemo, soy yo. Entonces, en la soledad de mi estudio, frente a la computadora apagada, y mirando por la ventana el capulín donde alborotaban como siempre los güises, me sentí en medio del vacío absoluto, un vacío feliz, hasta que llamaron otra vez de Madrid, otra vez Fuentes para conectarme a micrófono abierto con los periodistas congregados en la conferencia de prensa.

5. DE GUAPOS DE TIEMPOS IDOS

En el año 2008 se cumplieron los ochenta años de Carlos Fuentes y los cincuenta de la aparición de La región más transparente, y ahora las celebraciones duraron todo el mes de noviembre. Llegó desde Sudáfrica Nadine Gordimer, Premio Nobel de Literatura, llegaron Juan Goytisolo, Tomás Eloy Martínez, ya muerto, y estuvo Carlos Monsiváis, ya muerto, y por supuesto Gabriel García Márquez, desde luego que el coronel Aureliano Buendía era compadre de Artemio Cruz, según consta en las páginas de Cien años de soledad.

Las celebraciones maratónicas, siempre estamos hablando de un atleta incansable, se desarrollaron en la ciudad de México y culminaron en Guadalajara con motivo de la Feria Internacional del Libro, y en el acto de homenaje que se le rindió allí me tocó leer lo que luego ahora voy otra vez a leerles, y como en esos recuerdos se habla de Carlos, pero también mucho de Gabo, cuando terminé de leer, Gabo dijo desde el lugar donde estaba sentado en la tarima: “-¡Ésa es la más gloriosa calumnia que me han levantado…!”

Entonces, ahora les leo: 

Una noche de hace tiempo en casa de José María Pérez Gay en la colonia Roma la conversación en espiral alrededor de la mesa de la cena se prolongaba en busca del amanecer, en todos los labios había risas, inspiración en todos los cerebros, y ahora Fuentes sostenía que los libros verdaderos de cabecera son aquellos de los que uno puede recitar la primera línea, y yo me acordé de que vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo, y me atajó Héctor Aguilar Camín: “porque acá, no aquí, vivía mi padre”, y entonces Fuentes citó con el aplomo de sir Lawrence Olivier en las tablas del Old Vic: “It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness”, y siguió adelante con todo el párrafo inicial de Historia de dos ciudades, aquel libro donde las parcas revolucionarias, hediondas a vino, tejen el destino de los decapitados por la reluciente guillotina, la cabeza que cae en la canasta, y luego siguió con toda la página, a ver quién se le atravesaba con Dickens, “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, se oyó recitar a Gabo, y un coro respondió: La Vorágine, José Eustasio Rivera, y Gabo, con su voz bien acentuada de crupier de feria que reparte los números de la lotería, agregó que mejor memoria había que tener para la letra de los boleros, y con precisión ahora de relojero suizo que no equivoca ni bielas ni contrapesos melódicos entonó “Tú, que llenas todo de alegría y juventud y ves fantasmas en la noche de trasluz, vete de mí”, y miró a todos desafiante en busca de alguien que adivinara el nombre del compositor, pero calló el coro, -los compositores, -dijo Fuentes-, porque son dos, Homero y Virgilio Espósito. Y Álvaro Mutis, su mano que alisaba la melena blanca, y que siempre hablaba de guapos de tiempos idos, -te acordás, Carlos, que cuando te presenté a Gabito que acababa de llegar desde Nueva York con Mercedes, bien apaleados en un tren cogido en Nuevo Laredo, de aquellos mismos viejos trenes del norte que en tiempos de Pancho Villa jadeaban cargados de soldados y soldaderas, me dijiste: “me parece raro este tipo”, -y estalló Álvaro  en carcajadas capaces de espantar el sueño de los vecinos de los otros pisos en la alta madrugada-, y que de aquel barrio quieto iban a interrumpir el imponente y profundo silencio, y Chema Pérez Gay, al que yo recordaba de pelo largo hasta los hombros en nuestros días de Berlín, citó otra vez a Heimito von Doderer, y entonces Álvaro, llamando cariñosamente Jaimito a Heimito, expresó con otra carcajada la opinión de que se necesitaba el aliento de un atleta de pentatlón para subir Las escaleras de Strudlhof,  la novela más célebre y más ardua de Jaimito, y preguntó Fuentes cómo Álvaro y yo nos habíamos conocido, y fue que Álvaro me visitó en Managua en los años de la revolución para cobrar al gobierno en nombre de la Paramount, de la que era agente, la deuda por unas películas pasadas por el Sistema Sandinista de Televisión, le dije simplemente que no teníamos dólares, no había dólares ni para las medicinas, no se preocupó, y más bien terminamos hablando de la zarina Alexandra Fiódorovna, presa en la fortaleza de Ekaterimburgo y ejecutada por los bolcheviques con su esposo el zar Nikolái Aleksándrovich y toda su familia, drama que Álvaro contaba con sentimiento de poeta, porque era monárquico confeso, y de esa plática salió convertido en un confeso monárquico sandinista, y me preguntó Álvaro con vozarrón de ventarrón como había conocido yo a Fuentes, y conté que lo conocí, pero no nos conocimos, en el año de 1971.
“-¿Cómo es eso?, -preguntó Gabo, alzando las espesas cejas de matorral.

-Fue que en Viena asistí al estreno de Todos los gatos son pardos, la pieza de teatro de Fuentes, con María Casares en el escenario.

-No, el estreno de El tuerto es rey, -terció Fuentes.

-Bueno, lo que sea, -Fuentes estaba en un palco lateral cercano al escenario con sus padres, ellos sentados y él de pie, los brazos cruzados en el pecho, repitiendo los parlamentos con movimientos de los labios como si fuera el director de escena o al menos el apuntador, en el palco había también una mujer muy bella, una aparición o un falso recuerdo.

-Era Silvia, Silvia Lemus, mi mujer, -dijo Fuentes-, y abajo en la platea yo me hallaba sentado al lado de Carlos Monsiváis, veníamos los dos de un congreso de juventudes en Salzburgo donde conocimos a Don Helder Cámara y a Bruno Kreisky, y Monsiváis me prometió una entrevista al día siguiente con Fuentes pero nada se pudo y luego se fueron los dos a Venecia a presenciar la filmación que hacía Luchino Visconti de Muerte en Venecia, ya se sabe, con aquel Dirk Bogarde bajo el sol de la playa del Lido maquillado por el barbero, en sus ojos la última visión del bello ángel de la muerte que era Bjorn Andresen en el papel de Tadzio, pero quién iba a decirlo, pasarían años, hasta los años de la revolución, cuando por fin nos encontramos en Managua, la historia de una amistad mucho más vieja que la que marca un primer encuentro porque la verdad es que nos conocimos en 1963, o en 1964, a mis veinte años, cuando yo iba las primeras veces a México desde Managua como un ruso de las estepas llega a Petersburgo con los ojos abiertos de asombro en una novela de Gogol, y tras bajar las escaleras de la librería El Sótano cercana al Caballito, entre Juárez y Reforma, donde los libros se exhibían sobre tablas sin cepillar como en una feria de remate, me hallé con el breve tomo de Aura publicado por la editorial ERA, que leí esa noche en mi habitación del hotel Regis, uno que derribó el terremoto de 1985, desvelado y deslumbrado, y salí al día siguiente en busca del número 815 de la calle Donceles, un patio muy oscuro, unas escaleras ruinosas, una dirección que no existía, como un día busqué en Buenos Aires el número 8 de la calle Corrientes, segundo piso, ascensor, que tampoco existía, y propuso Fuentes de pronto a los de la mesa que cada quien dijera cual era su poema preferido de Rubén Darío, y Gabo, que estaba con la barba en la mano meditabundo, dijo que el poema más grande que se había escrito en lengua castellana era Lo fatal, y entonces yo recité “…Y la carne que tienta con sus verdes racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”, y Gabo me corrigió: “con sus frescos racimos”, y hubo una discusión de si eran frescos o verdes racimos, y fue Chema Pérez Gay a la biblioteca por el libro correspondiente y Gabo tenía razón, frescos racimos, “…y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos”, y me miró Héctor Aguilar Camín con desconsuelo, un nicaragüense no debería nunca equivocarse al citar a Rubén Darío, si lo aprenden desde que van a la escuela de párvulos, y yo dije entonces que no sólo los escolares, también recitan a Rubén Darío en las cantinas,  y le atribuyen poesías ajenas, de manera que los bohemios piensan que El brindis del bohemio, que tanto le gusta a Carlos Monsiváis, por mi madre, bohemios, era obra de Rubén Darío, pero quien verdaderamente lo escribió es Guillermo Aguirre y Fierro, “que nació en San Luis Potosí, y  ese poema pertenece a su libro Sonrisas y lágrimas, año 1942”, dijo Fuentes.

-No, -dijo Gabo-, nació en El Paso, Texas, en 1915, -pero esa discusión quedó allí, y yo dije que esos bohemios nicaragüenses empedernidos también pensaban, orgullosos de ser colegas de Rubén Darío en la disipación y el vicio, que era suyo aquel otro poema sobre guapos que igual recitan los declamadores, “…conversaban unos criollos de guapos de tiempos idos, ayer hombres, hoy leyendas con temblor de aparecidos”.

-Parece de Borges, -dijo Gabo-, pero es de Luis Escagria, -dijo Fuentes-,  un poema gaucho que se llama Guapos. -Quién más en el mundo sabe quién escribió El brindis del bohemio, quién más conoce a un poeta que se llama Luis Escagria, carajo, -dijo Álvaro, y tras dejar estallar su carcajada hizo mutis por el foro para acostarse en un sofá, como siempre lo hacía, y los últimos ecos de las risas se escapaban, simbolizando al resolverse en nada la vida de los sueños. Y ya clareaba el día.

6. ÚLTIMO RETRATO

No me abraces tan fuerte que esos abrazos tuyos son como de oso y me vas a desquebrajar los huesos me dijo Carlos como todas las veces que nos encontrábamos, esa última en el vestíbulo del hotel Westin en Providence, Rhode Island, en abril de este año, y yo le respondí lo que siempre le respondía, son abrazos tipo correligionarios del PRI, capaces de sacarte la flema del pecho y dañarte los pulmones, y él, ya los años encima que nunca lo hicieron vacilar, siempre firme en su pedestal, la mirada traviesa bajo las cejas, la estampa de actor de cine nunca dispuesto a retirarse, la lejana picardía de la juventud cuando estaba en la lista de los latin lovers que todas las gringas llevaban en su libreta mientras bajaban del avión México D.F., según cuenta en su novela Diana, la cazadora solitaria, y estrellas de cine, Jean Seberg, la Juana de Arco de Otto Preminger, Shirley McLaine, la Irma la Dulce de Billy Wilder, atildado siempre, la corbata bien puesta, dispuesto a la risa a la menor provocación, la edad sólo presente en el timbre ya un tanto cascado de su voz cuando se ponía de pie frente al micrófono, como esa última vez en la John Carter Brown Library de la Universidad de Brown pronunciando su conferencia Mexican Times en un inglés elegante e impecable que siempre causó mi envidia, eso fue el martes 10 de abril de este mismo año. “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?”, dice Borges en su poema Límites, y fue al día siguiente miércoles 11 de abril cuando sin saberlo, nos despedimos a pocas semanas de su muerte, un almuerzo en el restaurante Capital Grille, número uno de la calle Union Station que a él tanto le gustaba, bifes como los de Buenos Aires pero a la gringa y las langostas más grandes del mundo que desbordan el plato con su caparazón y sus antenas, y el ojo que va a despedirse registra lo que de otra manera olvidaría, la corbata azul oscuro con un lampón rojo como dejado allí por la brocha de un pintor, llegamos de primeros y lo vi acercarse a través de la ventana del brazo de Silvia, en la mesa les esperábamos Arturo Echeverría y Luce López-Baralt, nuestros comunes y entrañables amigos puertorriqueños, un matrimonio de sabios, él sabio en Borges, ella sabia en San Juan de la Cruz;  y Tulita, y yo. Lloviznaba, y él, maestro de la puntualidad, se había atrasado, nunca olvidamos la vez en Washington que nos había invitado a un restaurante cercano a Dupont Circle y caminando a paso apresurado tras salir de la boca del metro lo divisamos de pie en la puerta consultando el reloj, como todo un caballero británico. Encuentro tras encuentro. Pero los relojes alguna vez se detienen.

Nos despedimos en la calle bajo la llovizna para encontrarnos la próxima vez en Mallorca, en agosto, cuando entregaríamos el Premio Formentor a Juan Goytisolo. Ya no habrá esa vez, pero en julio iremos a visitar su tumba en el cementerio de Montparnasse, muy cerca de la de Julio Cortázar, con unas flores de las que ofrecen allí cerca las floristerías del boulevard Montparnasse.

Ayer hombres, hoy leyendas con temblor de aparecidos.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.