Ficción: De ser posible, una nueva vida (fragmento)

25 noviembre, 2022

En una entrada de su diario, en marzo de 1884, el conde Lev Tolstói le atribuye su buen estado moral a la incomparable valía del legado de Confucio y sobre todo de Lao-tsé: «Debo organizarme un círculo de lectura: Epicteto, Marco Aurelio, Lao-tsé, Buda, Pascal, el Evangelio. Sería necesario para todo el mundo…». En un apunte de ese mismo año, asegura haber leído de más en más profundidad y algo mejor a Confucio y se aviene a decir que sin él y sin Lao-tsé el Evangelio no estaría completo, al igual que sin el Evangelio Confucio no sería nada. Tal como se lo había anunciado a los suyos en los años previos a su precipitada huida, cuando se subió a un tren de tercera repleto de corrientes de aire (en su maletín llevaba algunas camisas, un gorro, algunos calcetines y un ejemplar de Los hermanos Karamázov), afiebrado, enfermo de neumonía, a los 82 años de su crudo letargo invernal, para terminar alojado en la pieza y acostado en el lecho del jefe de la estación del nudo ferroviario del villorrio de Astápovo. En aquel villorio, donde su corazón no demoró en sumirse en la gracia del sueño eterno, apenas siete años antes de los acontecimientos de la revolución. Lev Tolstói, tal como fue su expreso deseo de nada de mármoles ni lápida, había escogido como lugar de reposo un simple  y no muy alto montículo de tierra comprimida en forma de rectángulo, enteramente cubierto de hierba, a la sombra de los árboles (abedules) remecidos por el viento, que recordaba haber plantado él mismo de niño en mitad del bosque, cuando jugaba con su hermano a buscar la ramita verde que contenía el secreto de la felicidad. Ese túmulo sin cruz, sin losa, sin nombre, sin presunción ninguna tenía el carácter de predicación testamentaria de un hombre en la cima de la gloria (para más orgullosamente desdeñada) de vuelta al anonimato de la nada… a la evolución del espíritu por mediación de los preceptos acuñados por los humanos desde los siglos de los siglos, Amén. También Oleg participaba de la cofradía de los adeptos del magnetismo espiritual de la filosofía ética y secular de Confucio, al punto de haber llegado a retener un número elevado de sus epigramas, sobre todo aquellos que se atribuía como hechos a su medida: «Un caballero siempre se resiente por su incompetencia, no por su anonimato».

 En busca de cosas nuevas, se volcó a sorber de otras fuentes orientales, como los Upanishad y el taoísmo, con el que no terminó de congeniar debido a su negación de la lucha, a su iluso objetivo de la longevidad en plenitud como sucedáneo de la inmortalidad y al esotérico tabú dietético contra la ingesta de cereales de grano, como trigo, arroz, cebada, por ser, según el Tao, gusanos que roían los intestinos hasta ocasionar la muerte.  La precipitación de su frenética e insaciable curiosidad por saberes y culturas de lo más disimiles lo impelían, dijo mamá, a indagar en importantes disciplinas, crítica, teoría, arte, aparte de la historia y antropología y de las ideas filosóficas desde la antigüedad hasta nuestros días, en las que se consideraba muy versado. 

Por largas temporadas había perseverado encerrado en su buhardilla tras su ideal de una vida plena de saberes hasta que la incipiente luz plomiza del amanecer hacía su aparición, alternando los pensamientos y agudezas de Marco Aurelio con el teatro de Shakespeare, en particular Macbeth, Julio César, Antonio y Cleopatra y El Timón de Atenas, por todo lo que estas tragedias contribuían al conocimiento de las contradicciones del alma humana y los crímenes que anidaban en el pecho de los déspotas, con el pesimismo flemático de Pascal (aun en el trono más alto del mundo sólo estamos sentados sobre nuestro culo) y las sentencias concernientes a los méritos y deméritos, más estos que aquellos, de la condición humana individual y societaria que Michel de Montaigne, el morador de la torre de la colina de Dordoña, consagraría su vida entera a colectar, meditar y tallar en las vigas circulares de su biblioteca en el castillo del Périgord, situado en la región de la Nueva Aquitania, al sudoeste de Francia.  

Con anterioridad, me ilustró mamá, Oleg se había enfrascado en las Meditaciones metafísicas del señor Descartes, padre indiscutido de la filosofía moderna, obra por él calificada como la gran paradoja de la reflexividad como sustrato axiomático de la conciencia que se piensa a sí misma en la convicción inquebrantable, aquí se detuvo a tomar aire, de poseer las condiciones adecuadas para sistematizar las representaciones y las cosas del todo separadas de nuestro modo de conocimiento, de manera incontestablemente clara y coherente, y sin intervención de ninguna otra autoridad.  En esa misma época, mamá había pasado meses leyendo a Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, quien había invertido su vejez en escribir una recopilación publicada póstumamente de miles y miles de páginas con el propósito de poner al descubierto las intimidades de la corte del rey Luis XIV. En sus memorias, el duque describía con la mayor franqueza el tipo de persona que había que ser para caerle bien al rey Sol: “Los elogios, o mejor la adoración, le agradan tanto que cualquier tonto es bienvenido y entre más servil sea, más deleitable. Eso es lo que les da a sus ministros tanto poder. Ellos tienen numerosas oportunidades para halagar su petulancia, especialmente sugiriendo que es la fuente de todas sus ideas y que todo se los enseñó él… La falsedad, las miradas de admiración y servilismo combinadas con una actitud subalterna y obsequiosa y, sobre todo, la apariencia de ser nada sin él, son los únicos medios para satisfacerlo”. 

En opinión de mamá, que podía ser de una alarmante y ruda franqueza, a partir del cultivo de esa mezcolanza de textos y culturas dispares, Oleg enunciaba frases simplonas, aseverativas, concisas, compactas, puede que en ocasiones sugestivas y atrayentes, pero que a su modo de ver achataban, empobrecían el entramado de la complejidad de la mutua relación entre pensamiento y mundo sensible que  era lo que constituía su infinita y problemática, a más de esplendorosa riqueza. 

Parecía que a mamá Oleg no terminara de simpatizarle, supuse pasado un tiempo. Oh, no, no era eso, objetó cuando se lo comenté años después, había algo en él, algo entre sublime  y un tanto ridículo por exagerado, que no terminaba de convencerla… A veces la erudición puede ser un sucedáneo de la impotencia creadora. Y no creía que a ella le faltara razón cuando le daba por preguntarse si los altibajos de sus especulaciones, en su opinión bastante frías y displicentes, tanto como su lasitud y reticencia, pese a su solemne y porfiada entrega al conocimiento, a bajar al ruedo y exponerse como escritor, se debían a que sus ambiciones corrían muy por delante de sus potestades. Tal vez Oleg no ignorara que hay umbrales que ansiamos franquear, pero bueno… que no está en nosotros poderlo hacer. ¡Mejor aceptarlo y dejar estar las cosas tal como están! En una ocasión, hacía el final de la beca, cuando preparábamos nuestro viaje de vuelta, mamá me reveló cuánto había llegado a envidiar la capacidad de ensimismamiento e impasibilidad, independientemente de lo que pudiesen aportarle, con que Oleg había acopiado un asombroso e inútil fárrago de chapuzas  mezcladas con saberes inocuos, con todo y lo superfluos, como de hecho lo eran. Por otra parte, tarde o temprano acabarían también para él por no tener valor ni sentido.  

Oleg siempre había querido una vida nueva y que con esa nueva vida el sentimiento amoroso llegara a imperar en su corazón. Después de algunos sonados descalabros sentimentales, su hora de toparse con el amor había terminado atrapándolo (atropellándolo, pregonaba él), su búsqueda, sus vueltas y revueltas, no habían sido en vano. No obstante, no sentía mortificación alguna por haberse alejado tanto como para no visitarlas o negarse a ser visitado por sus dos guardianas y protectoras medio hermanas, que, desde la muerte de su madre, cuando era poco más que un adolescente, habían sido sus devotas hadas madrinas. En su deseo de una vida distinta se había propuesto hablar el francés con el mismo arte que el inglés y que su propia lengua, a menudo  sacaba a colación el ejemplo del legendario Jakob Ostrowski abuelo materno de su medio hermana y madrina Ruth, un físico judío ruso nihilista de pura cepa, víctima de la brutalidad con que fueron acosados y privados de derechos los judíos por partida triple, durante la Rusia de los zares, durante el estalinismo y el Reich de Mil Años como lo proclamaron los nazis, que no pasó de los 12 años, sin exceptuar el largo cautiverio de Babilonia y los 430 años de esclavitud del pueblo de Israel en Egipto. De él corría la leyenda de que después de años de destierro en el norte de Siberia, cercano a la álgida soledad de la noche ártica cavando una mina de plomo, al ser al fin liberado, volvió de a pie a su ciudad natal, el puerto de Odesa al sudoeste de Ucrania, llamado la Perla del Mar Negro, por su confort y comodidades, por su elegante y majestuoso estilo mediterráneo, por su cosmopolitismo donde todo huele y respira Europa, escribió en sus cartas el poeta Pushkin, otro exiliado en la gran ciudad del noreste de Rusia. Después de un sinnúmero de penalidades, de ahí saltó a  Bulgaria, a Constanza, en Rumania (el más remoto confín del mundo conocido,  sobre las riberas nevadas de la hostil, mustia, estéril, sin árboles, ni verdor, costa del Pontos, donde Publio Ovidio Nasón, considerado el más excelso poeta vivo del Imperio romano, habiendo caído en desgracia, víctima de la ira del príncipe César Augusto, resentido por el deje irónico, sarcástico, rebelde a más de blasfemo, el único medio de expresión para los poetas en tiempos de poder absoluto, le fue ordenado a comparecer en Roma, donde, desbordando de dolor, recibió la condena sin apelación de destierro en la disolución de los límites del Imperio en las costas de fin del mundo  del Mar Negro) hasta llegar a Constantinopla, para por fin del otro lado de sus confines,  otorgarse un corto y bien ganado remanso de paz en Salónica y Esmirna, antes de abordar un esquife pesquero, costear el Mediterráneo, subir al canal de la Mancha y radicarse en un pobre suburbio del Sur de Londres. Abominando de su antigua identidad y de los dogmas que con su juventud se habían llevado su fuerte apego a la vida, suplió el ruso ucraniano por la cadencia, el laconismo, la sonoridad tartamudeante de la dicción anglosajona. Con algo más que un gemido de fosas nasales dilatadas plegó su exuberante personalidad a la circunspección del temperamento anglosajón, al que a toda costa deseaba asimilarse. Dio en leer a Swift, Pope, Dryden, Milton, al doctor Samuel Johnson, que consideraba como los más apropiados a esos fines, y por añadidura, páginas y páginas de Dickens, de las hermanas Brontë y del diácono anglicano Lewis Carroll.  Resuelto a apropiarse de todos los automatismos e inveterados hábitos británicos, fumaba en pipa, usaba chaquetas de tweed, aun si seguía apegado al olor y el sabor ahumado del té oloong o té azul endulzado con confitura de grosellas, desayunaba tocino refrito, huevos, pan de centeno, salchichas, embutidos y té con crema, que en realidad no le agradaba. Con todo y su prurito de asimilación, transcurridas más de dos décadas bastaba que abriera la boca para que los ingleses supieran y se lo hicieran saber con imperturbable desdén que detrás de él se hallaba, por muchos desesperados intentos que hiciera por enterrarla, la historia de un maldito forastero escapado de su remota tierra oriental, alguien que por la mayor buena voluntad que hubiera querido mimetizarse, era ajeno a la idiosincrasia insular y por tanto carecía de las condiciones adecuadas para encajar orgánica y sin conflicto con ella. El fondo de ese afán de aclimatación obedecía, por un lado, a la necesidad de exorcizar los desvaríos de su heroísmo juvenil, el terror a los imbatibles pillajes y linchamientos (a punta de vidrios rotos, heridas de sables, de lanzas, fuetes, porras, manoplas, golpes, patadas, bastonazos y destrucción de sus bienes más queridos) de los pogromos sufridos en el callejón sin salida del locus natal de todos los de su ascendencia y del que, a riesgo de perder miserablemente la vida, había logrado escapar salvando un estreñido resto de vida. Por el otro, según comentaban algunos, al deseo de conjurar el desaliento de una vida plagada de amarguras, el abandono de su mujer, la muerte de su hija por hambre e hipotermia, de tantos compañeros liquidados mucho antes de la edad y de tantos otros como él resquebrajados por la inútil proeza de tratar de sobrellevar el desposeimiento del exilio restañando las grietas y fisuras del fiasco sistemático de su precedente vida. Se negaba a quedar atrapado en su pasado. En fin, ansiaba … ¿Qué? Ansiaba sin importar el sacrificio un hogar estable adonde acabar sus días. De ser preciso, ser una cifra más, apenas un dígito entre los que eran legión…

¡Pero Oleg no es un perseguido y siempre puede volver!, rebatí de improviso.  Cierto, pero ya ha hecho otra vida aquí con Herminia. En cambio, ella mantiene intacta su lengua nativa y los nexos con su tradición. En cierto modo se asumía como puente entre lo de allá y lo de acá, para lo cual hacía uso de un exquisito talante especulativo, del cual Oleg adolecía. Después de haber fallado en sus intentos de conciliar sus estudios de historia, sociología, antropología, mitología y literatura comparada en la Universidad de California, en Santa Barbara, durante unas vacaciones recorriendo a dedo los campos de maíz del Medio Oeste, consideró que era hora de volver a casa. Gracias a una providencial casualidad recibió de manos de un amigo de una amiga de sus hermanas, la segunda edición del poemario de Herminia recién salido de la imprenta en Caracas. Apenas leído, deslumbrado, perplejo, resolvió escribirle, precisaba participarle el alto aprecio que le inspiraba su poesía. La espontaneidad y viveza de sus comentarios no cayeron en el vacío. Se cartearon con regularidad a lo largo de un año y seis meses. Estuvieron de acuerdo, después de incontables debates y tensiones, en que la literatura no era una esencia, sino la aplicación continuada  de una expresión calma y sincera de la vida, sorteando hechizos y sombras, palabras más, palabras menos, respecto al contacto inestable del devenir de los cuerpos sólidos y desnudos con las palabras y los signos sometidos a la ley de gravedad del lenguaje, esa que con inequívoca precisión cargaba de sentido y sonido los altos vuelos del espíritu para traerlos de vuelta al resonante fango del planeta que ocupamos. En fin, que el arte era un poderoso principio creador de la vida y de las formas en la medida en que era parte de ellas, con sus botes y rebotes de quimeras y delirios, con su provisión de fuerzas transpersonales por acumulación de vidas, que mientras no se las fabricasen y falseasen no habría daño ni perjuicio. Su intercambio epistolar, decía mamá, trataba sobre esa clase de divagaciones sin normas ni reglas especiales, sin excesivas expectativas, aparte de ocasionales juegos de ingenio, retruécanos, chispazos de humor cáustico, comicidad. Una forma de abrir sus corazones, desmedidos y extraños, pero sin duda atraídos por lo contiguos en el afecto que se fueron haciendo, y ante lo que ambos, como era de esperarse, terminaron floreciendo cada vez más en su afecto.

Sus hermanas cuidaron, protegieron y colmaron a Oleg de todo el afecto que necesitaba para reparar e ir dejando atrás el dolor de la agonía y muerte de una madre que apenas pudo conocer. Mientras duró esta segunda y para ellas no del todo comprensible convalecencia, temerosas del peligro que amenazaba su integridad física y mental, no se apartaron de su cabecera, y se les ocurrió insistir ante su padre, un hombre a menudo indiferente y receloso, adinerado transportista y tratante de ganado dos veces viudo, diestro y práctico en la administración de sus negocios, para que hiciera viajar a su único hermano al viejo continente, de preferencia a las  legendarias ciudades de su  primera juventud, Londres, París, Roma, Florencia, por las que sentía especial afición, al enclave republicano de Ginebra, a Stuttgart, donde tiempo atrás había permanecido un año y a todas luces se había sentido inmejorablemente vivo y feliz. Sus hermanas consideraron que un cambio de horizontes y coordenadas culturales lo ayudarían a embridar la nociva abulia que estaba padeciendo, además estaban convencidas que la emotiva acogida de ese carteo trasatlántico se debía al efecto benéfico de su influjo y así se lo comunicaron a su padre. Este, al enterarse del  provecho que podría sacarle su problemático hijo a un cambio de ambiente, y a él liberarse un tiempo de su carga, no vaciló en hacerlo viajar a sus expensas, proporcionándole justo lo requerido para el viaje. Espantadas ante la tacañería del padre, sus medio hermanas se confabularon para aumentar el monto de las remesas. En verdad, lo que su padre más ambicionaba era olvidarse del mundo y de todos disfrutando de una mujer sin más atributo que su juventud, a quien ya había encontrado y por la que, pese a los muchos y jóvenes rivales, se sentía correspondido. Ahora todo lo que le apetecía era deleitarse de la compañía de su joven amiga durante los años, sumaran lo que sumaran, que le quedaban de vida. Oleg podía irse al fin del mundo si ese era su propósito. Pero a nadie, ni a su padre ni a sus fraternas medio hermanas, jamás les pasó ni de lejos por la cabeza que se reinventaría de un modo tan peculiar, menos que menos que su obstinarse en una segunda vida nueva y diferente lo separaría de raíz de su país y de su entorno familiar. 

Lo primero que hizo fue registrarse en un hotelito diagonal a la Plaza de la Contraescarpa, tumbarse vestido en la cama, mirando el friso de yeso del cielo raso con las manos cruzadas detrás de la nuca y recitar por centésima vez un mantra del poeta Dylan Thomas, al que siempre acudía como guía auspicioso de su salida, mejor dicho, de su entrada al mundo: “Cuando uno quema sus puentes, qué hermoso es el fuego que hace… Cuando uno quema sus puentes, qué hermoso es el fuego que hace…”. En la vigilia de la quinta noche mientras se debatía entre el dilema de buscarla bajo el impulso del deseo o salir huyendo… entre el anhelo de su presencia y el pánico a perder el control de lo que tenía de más suyo (su lastimosa vulnerabilidad y su abyecto orgullo en el mero centro del pecho), en el preciso momento en que comprendió que ese campo de fuerzas lo embestía desde muy adentro, jalando del hilo de su ya no más aguardar todavía saltó de la cama. Salió de la habitación con abrigo, guantes y bufanda decidido a ir al apartamento de Herminia en la Rue Popincourt, 44 m2., Metro Saint Ambroise, el último, el más habitable, más acogedor y con menos muebles y enseres deteriorados, el único con ropa de cama que olía a limpio, que además no desdecía de cierto confort en comparación con los tres primeros domicilios, cada uno más sombrío y menos hospitalario que el otro, sin contar con las condiciones más o menos míseras de vida de la covacha de la pensión del 31 de la rue de Calais. Corría el crudo mes de enero, se cubrió se alzó el cuello del abrigo, bajó las empinadas escaleras agarrado del pasamanos, salió a la calle, al voltear la esquina entró a un bar. Temblando sobre sus dos piernas, consumió varias copas de vino tinto, necesitaba cargarse de calor y energías. En el fondo se escuchaban jolgorios, palmadas, largos gritos disonantes de los parroquianos bebidos lanzando los dardos. Había bebido sin duda, pero estaba confiado y sobrio. “Cuando uno quema sus puentes, qué hermoso es el fuego que hace…” “Cuando uno quema sus puentes, qué hermoso es el fuego que hace…”

… Dialogaron al principio como si se tratara de una de sus tantas cartas con su puntuación prolija, con su sobrio sentido del orden y sus reglamentadas pausas, con gentil decoro de parte y parte. Herminia dijo que la noche de la víspera de ese encuentro notó al instante bajo el semblante curtido de Oleg, embotado por efecto de las vigilias insomnes, toda la nobleza y determinación que trasuntaba, a la par que su necesidad vital de llegar a ella como a la apacible fuente de ventura (nada de ardimientos de pasión) que sería, un, dos, tres, el tiro de partida de aquello que ansiaban ser el uno para el otro. Oleg tenía la firme convicción del poder del amor, creía que este, gracias a un albur del destino, lo había guardado −toda esa historia y esas palabras proferidas por mamá las atesoro intactas dentro de mí− a él para ella y a ella para él… En fin, comentó mamá, que bastaron unos pocos días de intensos trasnochos para saber que entre ellos corría una abundante ola, una detrás de otra, de empatía por relacionarse con los objetos y el mundo exterior. La convalecencia había sido prolongada, sin embargo, Oleg pronto sintió renacer en él los arrestos de querencia de un hombre sanado. 

¿Es él o no es, escritor o poeta, como Herminia?, quise saber. Lo era y no lo era en un sentido, repuso mamá. Quiero decir que lo era y no lo era en cierta medida. Por el momento y mientras más pasa el tiempo, solo una promesa. Después, no sé. Quizás, quién sabe… Tal vez, a lo mejor… habrá que esperar, me parece que se impone objetivos muy altos, nunca está satisfecho, le aterra, le quema la sensación de no estar a la altura, lo asaltan las dudas, la impotencia… Así no se va a ninguna parte, en mi opinión pretende demasiado. Además, por épocas lo abatía un inexplicable apocamiento. Se sumía en prolongados e insoportables silencios… Es un perfeccionista, esa manía con el francés, no la entiendo ni la entenderé nunca. Pero él nos habló en buen español, objeté. Por supuesto, suspiró mamá. A veces utiliza español y muchas más el francés, también su inglés es excelente, y en cuanto a cosas personales por lo general es de los que procuran sopesar sus palabras y poner a resguardo sus emociones. Quién quita que no sea un truco, dijo, detrás del que ocultar lo más propio de su ser. Al igual que yo, que tú, que ese abuelo o bisabuelo ruso trocado en inglés comedor de grasas y fritangas de su medio hermana Sachenka, lo mismo que Joseph Conrad, de origen aristócrata polaco rural, venido de tierra adentro y convertido por vocación inquebrantable en marino y en su siguiente vida en escritor, con todas las tribulaciones que la entrega, de las que tenía conciencia plena, a la escritura conllevaba, eligió para escribir el muy querido y connatural inglés, que prefirió al francés con el que también estaba familiarizado desde la infancia, pues al ser el francés una lengua tan perfectamente «cristalizada», su estructura le ofrecía menos margen de espontaneidad y libertad conceptual que el inglés. Esto me recuerda al poeta surrealista peruano llamado César Moro, quien, al igual que Beckett, infamado en Dublín como el ateo blasfemo y licencioso de París, a finales de los años treinta y durante la ocupación alemana se estableció en París y abrazó el francés, lo mismo que los rumanos Cioran, con buen dominio del alemán además del francés, y Ionesco, quienes decidieron abandonar su país y adoptar el francés para verter casi toda su obra. Pero, aun así, señaló, la elección de Oleg de una vida de dos turnos, cuatro, cinco horas de paciente trabajo artesanal y otro cuatro o cinco ansiados lapsos diarios de medulosos estudios, a mí entender se relacionaba con su inclinación a equilibrar sus poco expeditas relaciones con el mundo. En el fondo alguien demasiado tristón, demasiado cohibido por el temor a enfrentar las tensiones de la vida activa, alguien necesitado de apartarse, sin ley, sin meta, sin el fuerte puntal del lidiar con su real o supuesto fracaso, día tras día regodeándose, abismándose impertérrito en la oscuridad, o como un monje tibetano guardián de las últimas emanaciones de los confines imprecisos de la atmósfera terrestre. Pero, hija mía, no oso decir ni una sola palabra, callo porque sé que Herminia lo ama, murmuró, y él también a ella, además del sincero afecto y el bálsamo de la bien regulada cotidianidad que los cubre a ambos. Sin embargo, a veces pienso, y creo que no me equivoco, que a ella le gustaría descender del pedestal… Si a ver vamos, los pedestales son altares, púlpitos de hastío. 

Mamá, pregunté, explícate: ¿Oleg escribe o no escribe? Hizo silencio, después de unos instantes de tirante silencio, yo observé su cara, pensando en los años que habían pasado por ella. Respiró hondo. Intentando darle a su voz un dejo menos agrio, dijo: Escribe con método, piensa con método, se adscribe, imperfectamente, no hay nada perfecto, al arte combinatorio de Los ejercicios de estilo experimental del escritor y matemático fundador de la Escuela de Patafísica Raymond Queneau, con sus 20, 59, 99 formas distintas de contar con minúsculos cambios un simple episodio ocurrido en un autobús, etc., etc. En fin, redacciones de un mismo texto inspiradas, modeladas según propia confidencia (de Queneau) a partir de la audición en concierto de El arte de la fuga de Juan Sebastián Bach… Algo cercano a la poesía estudiadamente sistemática en sus armónicos de Lezama Lima… Pienso en: “Ah, que tú escapes en el instante/en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. Oleg tiene inteligencia, inclusive talento. Sin embargo, todo lo que comienza, trazos más trazos menos, no lo concluye, lo engaveta, lo posterga en esbozo. Con frecuencia se vanagloria de estar trabajando en una suerte de experimentos combinatorios ejecutados de acuerdo al método Bach-Queneau, pero que ni yo ni nadie hemos leído nunca. ¿Y Herminia? Tampoco. Tal vez solo desea darse satisfacción escribiendo con ingenio e ironía, sin facundia ni oropeles, como dice, debatiendo si es más conveniente poner una palabra al inicio, en mitad o al final de una frase, si usar este o aquel tiempo verbal, esto es, con sagacidad lúdica y coloquial, pero también como un modo de aumentar su comprensión, digna de respeto, si bien en mi opinión casi siempre se aproximaba demasiado tarde a todo lo que se proponía… y a partir de ahí dominar el tedio y la  sequedad tópica de los procedimientos de escritura, cómo llamarlos, ¿decadentes?, que intentaba superar. En fin, a veces imagino que no quiere arriesgarse a pifiar. Así, pues, mamá, ¿los unen ciertos intereses y afinidades? Entiendo que sí, además del afecto, no me cabe duda, y algunas otras cosas que ellos saben y nosotros no sabemos. Para mí que se apoyan el uno sobre el otro, para mí que entre ellos prevalece un vínculo anclado en la nostalgia de algo que se les escurre de las manos. De qué en particular… no sabría decirlo.

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Escritora venezolana, nacida en Italia (Rímini, 1940). Dio clases de Estética, Filosofía Contemporánea y Teoría del Arte y Estructuras Dramáticas, en las Escuelas de Filosofía y de Arte de la Universidad Central de Venezuela. Recibió el Premio Municipal de Ensayo en 1984, por Poesía y Modernidad, Baudelaire. En 1998, obtuvo el Premio Municipal de Novela por Historias de la marcha a pie, y con esta misma narración, fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. La Universidad de Los Andes le otorgó, en 2012, el Doctorado Honoris Causa en Letras. En 2018 le fue conferida la Orden di Cavaliere por el gobierno de Italia. Entre sus libros se celebran El desolvido, El lugar del escritor, Lluvia, Paleografías, La insubordinación de los márgenes y Vamos, venimos.