statue church amor cupid
Photo by Skitterphoto on Pexels.com

Ficción: Del amor

25 noviembre, 2023

Para Rita N.

Nunca aprendí a bailar. Sin embargo, en la fiesta de bienvenida a los nuevos estudiantes de Ingeniería bailé como un loco. Me solía suceder cada vez que me pasaba de tragos, me creía el rey del guaguancó hasta el punto de que en cierta ocasión estuve dando volteretas al igual que un acróbata del circo de los hermanos Rodríguez. En la fiesta de los nuevos bailé solo, bailé con una secretaria que llamaban Doble fea, bailé con un compañero de estudios que estaba tan borracho como yo, bailé en el trencito que se formó allá por la madrugada. Y cuando vislumbré entre la bruma de mi embriaguez y las primeras luces del amanecer a una criatura encantadora, sobria y apartada del grupo, con mi pose de sarnoso seductor me acerqué a ella y la invité a bailar. Como surgida de una ensoñación, la chica  se levantó y se me quedó mirando: temiendo que me rechazara estuve a punto de salir corriendo como un infeliz perro con la cola entre las piernas. Ya se sabe, el orgullo herido y demás monsergas. Pero al descubrir su dulce sonrisa supe que estaba perdido. Todo en ella era dulce, incluyendo su nombre. Se llamaba Dulce María, aunque eso lo sabría días después. 

Bailamos un bolero, y al sentir su cuerpo tibio y delicado que exhalaba un aroma sutil y al mismo tiempo salvaje como de frutas fermentadas, mi corazón se puso a resonar al igual que un condenado tambor. Sus senos pequeños, que se dibujaban nítidos bajo la blusa de seda azul cielo lavado, se agitaban inquietos. Me hicieron recordar los preciosos versos que el rey Salomón dedicara a su amada. Estuve a punto de piropearla con aquella idiotez de manual, pero la fiesta estaba llegando a su final y mi tartamudez de beodo no me ayudaba. La chica se despidió con cortesía y no se me ocurrió ningún truco barato para retenerla. Mientras se alejaba comencé a desearla, aunque a decir verdad enamoramientos repentinos como aquel me sucedían a cada rato.

Por aquella época era yo un tonto de capirote. Creyendo que lo que me sucedía era muy importante me había dado por llevar un diario. Por suerte al año siguiente, después de que a una novia curiosa y muy celosa se le ocurrió la mala idea de leerlo sin mi consentimiento, tomé la genial determinación de incinerarlo. El domingo anterior la chica y yo habíamos ido de paseo a un río y luego de un baño en un pozo helado nos internamos entre la maleza donde nos dedicamos a masturbarnos mutuamente. Recuerdo que los rayos del sol caían como chorros de candela sobre nuestra piel. Ese día escribí en el diario: «Domingo 23. Tarde de sol», lo que desató la furia de Juanita Banana (la llamo así pues de momento olvidé su nombre, ella me llamaba Juancito Cambur) y hasta allí llegó nuestro romance. 

Si acaso escribí acerca de la madrugada cuando conocí a Dulce María, lo olvidé. De lo que sí estoy seguro es que pasé la tarde de ese día durmiendo la resaca y tuve un sueño con ella. Un sueño que me dejó muy impresionado pues apenas la había visto aquella única y memorable vez. Ella estaba sentada en el banco de un parque a la sombra de un árbol cargado de naranjas ataviada con el traje de una virgen flamenca que había visto hacía poco en una enciclopedia de arte. Con su teta izquierda amamantaba a un dragón recién nacido al tiempo que la derecha, erguida y altanera, mostraba su pezón nacarado que concentraba mi atención como si estuviera imantado. Me acerqué con lentitud para verla de cerca, ella se volteó y con un leve gesto de sus ojos color cielo me indicó que me alejara. Me quedé pensando si los dragones eran pájaros o reptiles. En cualquier caso era extraño para mí que ese pequeño dragón se alimentara de leche. Sin duda lo que me había atraído, al borde de la fascinación, en aquella chica apenas vislumbrada entre la bruma de mi borrachera al amanecer, eran sus maravillosas tetas. Desde que me conozco, son las tetas de la hembra de mi especie lo primero que contemplo antes incluso de mirarla a los ojos. Mil años después encontraría en La casa de las bellas durmientes, novela del escritor japonés Yasunari Kawabata, el mayor y más exquisito elogio de los senos femeninos:

“¿Por qué, entre todos los animales, en el largo curso de la creación, sólo los pechos de la hembra humana habían llegado a ser hermosos? ¿No era para gloria de la raza humana que los pechos femeninos hubieran adquirido semejante belleza?

Estuve tentado de salir ahí mismo en busca de aquella preciosa criatura con rostro de muñeca japonesa, decirle que mi más caro anhelo era rozar con mis labios sus pezones nacarados, besarlos con ardor, chuparlos hasta hacerlos sangrar. La idiotez no tiene límites y la resaca no me ayudaba a idear un mejor plan para acercarme a la virgen flamenca de mis sueños. Aunque no puedo recordar todo lo que sucedió aquella tarde de finales de enero, por fortuna no soy Funes, el memorioso, lo más probable es que continuara acorazado entre las cobijas, buscando alivio manual a mis sueños de seductor. Varios días después, cuando ya el olvido providencial comenzaba a hacer su labor de zapa, la encontré por casualidad en el cafetín de la Facultad. La reconocí al rompe y me fui acercando a ella con precaución temiendo que no se acordara de mí. Se adelantó a mi saludo con su vocecita suave y sedosa que tantas veces en el futuro me erizaría la piel como si me estuviera acariciando la espalda con lentitud.

—Dichosos los ojos. ¿Qué es de tu vida, bailarín?

  A partir de aquel momento nos hicimos amigos, en otras palabras ella me abrió las puertas de su corazón y al mismo tiempo sofrenó mis impulsos de macho cabrío, pésimo seductor. Confirmé mi intuición de que era una de las alumnas nuevas y me ofrecí para darle clases de Análisis matemático, oferta que rechazó con una enigmática sonrisa. Quise presumir hablándole de mis logros al inicio de éste, mi segundo año, al haber obtenido las mejores calificaciones en Mecánica racional, una asignatura criminal dictada por un sádico profesor español de apellido Bendito. Ella se limitó a sonreír, pensé que me estaba perdonando la vida. Con el tiempo comprendí que lo que más le molestaba era la pedantería, además su talento no requería de mi ayuda. Estuve tentado de contarle el sueño con el dragón, pero me contuve al pensar que no me iba a creer, yo también comenzaba a sospechar que aquel era un sueño inventado. Y para cerrar este primer capítulo, así como quien no quiere la cosa me lanzó un balde de agua fría: me dijo que tenía novio. Y acto seguido, como si al nombrarlo lo hubiera convocado, en realidad lo estaba aguardando, el susodicho apareció como el duende de la lámpara. Grandulón, estudiante de Economía, manos toscas, mirada de pocos amigos, alpinista. En ese instante le deseé al afortunado tipejo lo peor: «¡Ojalá, maldito, te despeñes en tu próxima excursión».

Con la delicadeza y el candor que siempre la caracterizaron, Dulce María me hizo aterrizar, pero al mismo tiempo intuía en su dulce sonrisa —todo en ella era dulce—, subrayada por los coquetos hoyuelos que se le formaban en las mejillas teñidas de arrebol, intuía, digo, que la amistad que me ofrecía con manifiesta sinceridad debería conservarla como un tesoro. Quién sabe si aquel sentimiento sólo comparable con el amor, aunque sin sus tormentos, no sería más que la antesala de un romance. Debería armarme con un arsenal de paciencia, y precisamente por aquellos días de mi primera juventud no era la paciencia el atributo del cual pudiera jactarme o sentirme orgulloso. Así que en beneficio de mi salud mental renuncié al loco sueño de chupar los pezones nacarados de mi nueva amiga. Por cierto, nacarados era una palabra que demostraba mi predilección por el romanticismo alemán. Sin embargo, en mis planes no estaba el suicidio. No hay que tomarse al pie de la letra la lectura de Las penas del joven Werther.

Lo que sucedió en los próximos cuatro años mientras llegaba el ansiado día de mi graduación pudiera ser el tema perfecto para una novela de mil páginas. Asunto que no estoy en condiciones de abordar y que a ninguno de ustedes —o de vosotros, queridos lectores de la península ibérica— le interesa y a mí tampoco. Pues si acaso lo hiciera, no me agradaría escuchar los reproches de mi amigo Denis Diderot cuando nos encontremos allá en la quinta paila del infierno. Sin embargo, no puedo dejar de lado a Dulce María. Ella me acompañó a su manera durante aquella lejana época de mi educación sentimental. Casi sin darnos cuenta nos convertimos en cómplices. Ella me contaba sus cuitas y yo de vez en cuando la buscaba para llorar con mi mejilla apoyada en su hombro. Me aconsejaba en asuntos banales como la manera de vestirme, la elección de una camisa, colores que iban con mi piel de muerto recién salido de la tumba. Se ofreció como manicura, pedicura y peluquera. Me enseñó a maquillar mi rostro con unos leves toques de compacto. Yo, feliz de tenerla cerca, le seguía la corriente. Su cercanía me producía una dulce excitación que me obligaba a disimular el deseo que me impelía a lanzarme sobre ella, rasgarle la blusa y chupar sus pezones nacarados. Lo que más me fascinaba de Dulce María, qué chica más dulce, era el aroma que despedía su cuerpo de hembra joven: aroma que con el paso de los años identificaría con el Sun, Moon & Stars que utilizaba Seo Yoo Hyun, una actriz porno coreana que conocí en el Segafredo, un café de Shimokitazawa en Tokio-ga, la ciudad de mis amores. Seo Yoo Hyun fue mi amante durante los gélidos meses del invierno nuclear. Y me contó que una superstición coreana afirma que si una mujer no tiene olor en sus partes íntimas es porque en su interior se esconde un terrible demonio. Ahora que lo pienso, quizá Seo Yoo Hyun era una diablesa vestida de mujer, que para disimularlo enchumbaba su cuquita coreana con Sun, Moon & Stars. Esa es otra historia, señor de pelo largo y ojos de miel.

Tiempo al tiempo, decía mi padre, don Felipe. 

El romance de mi amiga con el alpinista —no sé por qué los llaman así, alpinistas, siendo que no trepan al igual que tortugas ninjas las vertiginosas laderas de los Alpes sino las no menos peligrosas de la Cordillera de los Andes— llegó muy pronto a su final. Me enteré cuando la chica más dulce de la Fac de Ing andaba de novia con un compañero de estudios, un tipo refinado y un tanto afeminado que se las daba de sabrosón. A Norberto no sé cuántos lo había conocido hacía un tiempo y me caía mal, muy mal. Dulce María, con sus modales de Santa Rita de Casia se empeñó en acercarnos como si se dispusiera en secreto a armar un trío. No sé cómo hizo, lo cierto fue que lo logró —me refiero a un acercamiento mínimo, no al trío, ¡zape!—. En una ocasión salimos de paseo al Valle de los indios muertos en compañía de una pandilla de amigos de Norberto, y a decir verdad la pasamos muy bien. Nos bañamos en un bonito pozo de aguas cristalinas, compartimos una tortilla aderezada con hongos alucinógenos, bebimos leche de cabra, danzamos como payasos bajo la luna llena. Yo andaba de amores con Sagrario Molina, una chica estudiante de Arquitectura que había conocido hacía un mes, y durante la noche, embutidos en nuestros respectivos sacos de dormir nos besábamos como esquimales. Afuera el frío arreciaba y el viento amarillo que descendía desde el cercano glacial aullaba al igual que una manada de lobos. En la carpa de al lado, mi amiga Dulce María, la más dulce de mis amigas, y su prometido armaron una fiesta que me mantuvo en vilo hasta la alta madrugada. A mi lado Sagrario dormía el sueño de los justos al tiempo que los gemidos de Dulce María atormentaban mi conciencia. Por suerte para el vil Norberto, en aquella noche de pesadilla no dispuse de un hacha. De haberla tenido, le hubiera tasajeado el cuello. Una horrible granizada nos hizo salir pitando al tercer día. Respiré aliviado y me dije a mí mismo, como el cuervo de Poe: never more.

Justo antes de mi grado, mi dulce amiga y el odioso Norberto se casaron. Ceremonia íntima con sus amigos hippies a la cual fui invitado. Me negué a oficiar de padrino. En algún momento del festín, en realidad una gran comilona, derroche de alcohol y marihuana y música de Bob Marley, Dulce María y yo estábamos solos en la cocina, tan cerca que sentía su aliento soplando sobre mi cuello, mi pene al igual que un péndulo golpeando mi pantalón. Pude haberme volteado ligeramente y besarla con pasión desesperada sabiendo que eso era lo que ella estaba deseando en aquel instante. Idiota de mí, no sé cómo hice para contenerme. Más de una vez habíamos estado en circunstancias parecidas y en todas dejé pasar la oportunidad. Y ahora, maldita sea, se iría a vivir con aquel idiota afeminado. 

Así las cosas, la bella Dulce María se entregó a la vida familiar. Aunque las puertas de su casa continuaban abiertas para mí, incluso un par de veces me invitaron a cenar, en aquel espacio ajeno me sentía como un forastero, a ojos del afortunado marido era yo un entrometido. Debo reconocer que la decisión de mi amiga me había desconcertado. ¿Se había casado por amor? ¿Qué es el amor? Como un eco a mi pregunta recordé que una vez Dulce María me habló así:

—Lo que sucede Quinto Lucio es que las personas como tú no están diseñadas para comprender lo que es el amor. Confunden un ángel con una gallina sólo porque ambos poseen plumas. Tengo la impresión, además, que su único interés está centrado en lo sexual, un impulso, tal vez un mandato común al resto de los animales, que pertenece al campo de las emociones, no necesariamente ligado a los sentimientos.

También recordaba una de las frases de su escritor favorito: “¿Qué haces con tanto empeño hurgando en un cuerpo ajeno?” ¿Debería entonces dedicarme a explorar mi propio cuerpo? Eso fue lo que hice, poco a poco me fui alejando de la tentación, quizá temía que si persistía en mi empeño baldío me estrellaría contra un muro de piedra. Tal vez exageraba, en el fondo deseaba que el universo actuara a mi favor, el día menos pensado ella llegaría arrastrándose a mis pies. Pendejadas, amigo mío. El mundo no funciona así. 

Así las cosas, fue pasando el tiempo. Dulce María se convirtió en madre de un varón, su único hijo. Le pusieron por nombre Enoch, un nombre raro. Cuando Enoch cumplió siete años una amiga de Dulce María me dijo que ese chico de cabello largo y ojos de miel era idéntico a mí. Y me prometió que guardaría el secreto. ¿Cuál secreto?, pregunté. «No te hagas el Willy May», respondió. Yo entendía lo que quería decir, sin embargo, carecía de argumentos para refutar su hipótesis. Por supuesto que no era hijo mío. Le dije que guardara el secreto, nada tenía que perder.

Siempre me han encantado los secretos. Dicen que secreto entre dos, sólo Dios. Pienso que el mejor secreto es aquel que no compartes con nadie. De niño, cuando a mis once años viví un tiempo con mis tías maternas Isabel y Dilia en un pueblo con forma de escopeta, enterré un tesoro en la huerta donde sembraban cebollas. El tesoro consistía en un cofre de latón un poco oxidado que en otro tiempo me había servido de alcancía, en su interior guardaba una ruma de billetes que yo mismo había dibujado con tinta en pequeños rectángulos de papel. Los billetes llevaban la marca de un sello hecho de caucho, con mis iniciales. En varias hojas tamaño carta hice un plano del tesoro, que incluía un mapa del poblado con un color aparte para nuestra casa, la casa misma con su patio interior y la huerta de las cebollas, y en una esquina una calavera indicaba el sitio donde se encontraba enterrado el tesoro. A veces sueño con el niño cándido y crédulo que fui y me compadezco del ser frío y a veces cínico y calculador en que me convertí. Pero no es tiempo para andar infligiéndome castigos que aún cuando me los merezca no debería andar desenterrándolos. El único tesoro que vale la pena rescatar es la amistad de oro con Dulce María.

Diez años después de mi grado de Ingeniero, gracias a una generosa beca partí para Europa en un viaje de estudios que se prolongó por cuatro largos años. Regresé casado con Heidi Krueger, una exótica, sensual y bonita alemana que tenía un impresionante parecido con la polaca Hanna Schigulla, la actriz fetiche de Fassbinder. La había visto en El amor es más frío que la muerte y en Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Cuando conocí a Heidi Krueger me prendé de ella imaginando que era la Doppelgänger de la Schigulla. Ya instalados en mi país, Heidi se reveló como la hermana gemela de Freddy Krueger. Tres meses horribles bastaron para que decidiéramos de mutuo acuerdo separarnos y ella volvió volando al lugar de su querencia. Por casualidad aquel año murió el genial Fassbinder. Si ustedes me preguntan qué pitos toca una alemana en las regiones equinocciales del Nuevo Mundo, no sabría qué responderles. ¿Por qué no se lo preguntan a Alexander von Humboldt?

Muy pronto pude reanudar mi amistad con Dulce María, nos vimos en el Café Santa Rosa y me encontró pálido y un poco pasado de peso. No le agradó mi vestimenta, dijo que el verde era un color que no me convenía y que esas chaquetas de leñador no iban con el trópico. Ella estaba deslumbrante, a sus treinta y tres años lucía preciosa… iba a escribir virginal, qué idiotez. Me habló de lo orgullosa que se sentía con los progresos de Enoch en ajedrez. Estaba a punto de cumplir trece años y ya era el campeón de la ciudad y la región. Me invitó a una demostración que daría en la plaza del Soldado Desconocido el próximo domingo, jugaría una simultánea con veinte contrincantes. No mencionó a su marido, tampoco pregunté por él. Ojalá se lo hubiera tragado la tierra, pensé. Por supuesto, le dije, allá estaré. Recordé lo que me había contado su amiga chismosa y me mataba la curiosidad por conocer a Enoch.

Con la puntualidad que me caracteriza llegué a la plaza del Soldado Desconocido, y como era de esperar los preparativos para la competencia estaban crudos todavía. De la iglesia cercana salían algunas damas y muy pocos caballeros que habían asistido a la misa de diez. Me entretuve mirando las piernas de las chicas, los diversos tipos de zapatos, las faldas cortas, largas, verdes o acampanadas, el balanceo de las caderas al caminar, las vibraciones de las tetas con sus pezones amenazantes abriéndose paso en la mañana de sol. Temprano la lluvia amenazó con sabotear la demostración de Enoch, pero el astro rey se impuso y el dios Eolo, pastor de nubes, se encargó de despejar el cielo. Y ahí estaba yo, conteniendo el aliento mientras aguardaba la entrada en escena de mi “hijo” Enoch. 

Me mantuve alejado del grupo de curiosos que se arremolinaban en torno a las mesas de los competidores. Sin embargo, mi posición me permitía observar a Enoch desde diversos ángulos a medida que se desplazaba haciendo sus jugadas. Y en verdad, amigos míos, queridísimas lectoras, despiadados lectores, cada vez que tenía de frente al hijo de mi amada Dulce María, la sensación de haber viajado a mis trece años y pararme delante de un espejo me producía vértigo y estupor. Aunque no encontraba ninguna explicación plausible a semejante fenómeno, me prometí a mí mismo que guardaría el secreto. Ni siquiera a Dulce María se lo comentaré, me dije sabiendo que ella seguramente había sido la primera en notar aquel enigmático parecido. Aunque hubiera preferido no acercarme a Enoch ya su orgullosa madre me había pillado y no tuve manera de escapar. Lo felicité por su brillante actuación. Había ganado todas las partidas, aunque una chica pelirroja, pecosa y con una implacable cola de caballo, vestida como un hombrecito le dio pelea hasta el final. Enoch, muy ocupado con la gente que lo rodeaba, me dedicó un par de minutos. Dijo que su madre le hablaba con frecuencia de mí, y me invitó a jugar una partida. «Si quieres, pasa por casa», agregó en tono casual. Dulce María sonrió y yo también.

Un par de visitas casa de Dulce María y Enoch bastaron para saber que mi nivel de ajedrecista estaba por los suelos. Pude constatar también lo que ya sospechaba: Norberto, el villano de la partida, estaba fuera de juego, supongo que mi amiga Dulce le había dado jaque mate. A la entrada de un cine me encontré con la chismosa que me había guardado el secreto de mi presunta paternidad, me abordó y me preguntó si ya estaba enterado que el tal Norberto había abandonado a su mujer y vivía en concubinato con una cuaima —que así llaman en mi país a una serpiente venenosa de la selva tropical—, una actriz de teatro venida a menos. «¿Y eso a mí qué diablos me importa?», intenté defenderme. Defensa india de Dama: «Debería interesarte», ripostó la desgraciada.

Siempre sucede lo inesperado. Unos meses después sonó el timbre del diminuto apartamento tipo estudio donde me refugiaba después de un fracaso amoroso que me había dejado en la ruina. ¿Qué hacía la chica de mis sueños en aquel lugar? Sucedió entonces lo que siempre había deseado. Exageraría si digo que DulceMaría se arrojó a mis brazos al entrar. Tal vez dé igual pues pasamos toda esa tarde abrazados, besándonos y en algún momento nuestros cuerpos se fundieron en un único y unánime ser. Cuando la besaba tenía la impresión de que hubiera regresado a mi niñez y estuviera escondido bajo los árboles en la pequeña hacienda de mi abuelo Onofre, en Estapape, chupando una caña de azúcar. Todo en ella era dulce. A partir de aquel momento nos convertimos en amantes furtivos. Ella aún permanecía casada con el traidor Norberto, que andaba de la seca a la meca exhibiendo a su concubina. Yo me abstenía de preguntarle detalles de su vida familiar. 

El tiempo fue pasando a toda velocidad, se detenía cuando veía llegar a Dulce María a mi Studio —así habíamos bautizado aquel espacio dedicado al placer. Cantabamos a dúo la canción de los Beatles que tanto nos gustaba: Lovely Rita meter maid / May I inquire discreetly / When are you free to take some tee with me? / Rita! A ella le gustaba el té verde, recuerdo que para agasajarla compré una tetera preciosa. Disfrutaba de mi suerte sabiendo que el romance con aquella criatura hecha de viento, polvo de huesos y aroma de jazmín sería fugaz como el vuelo de una luciérnaga en la oscuridad. En escasas oportunidades se quedaba a pasar la noche. Dormía al igual que un ángel, se me hacía difícil escuchar su respiración: cuando la abrazaba, la sensación de estar abrazando una nube ligera era tal que me invadía una ráfaga de terror. 

El asunto aquel del parecido de Enoch conmigo no había dejado de intrigarme. Cada vez que lo veía podía constatar que, considerando el factor tiempo, éramos idénticos y me preguntaba qué demonios había sucedido de verdad. Una tarde mientras Dulce María salía de la ducha y se dirigía a la pequeña terraza a secarse el cabello con el viento que a esa hora subía desde el Lago decidí preguntarle cuál era el misterio que rodeaba aquel extraño parecido. No encontraba las palabras, hablé en un balbuceo:

—Dime querida qué pasa con Enoch

—¿A qué te refieres?

—Tú lo sabes.

—¿Al parecido contigo?

—Sí…

—¡Qué preguntas las tuyas! Se nota que no has aprendido nada sobre el amor.

Mérida, mi herida: 31 de enero de 2021

Comparte en:

Las Mesitas, Trujillo, 1947.
Es un profesor universitario, ensayista, fotógrafo, japonólogo y uno de los narradores más destacados de la literatura venezolana contemporánea. Tuvo proyección en el mundo de las letras en 1972, cuando un jurado integrado por Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés, le otorgó el primer premio de la revista “El cuento” de México. “Del amor” fue un relato que se mantuvo inédito hasta el momento de la publicación en esta revista.