Descripción de la desdicha. W.G. Sebald, 1944–2001.

1 diciembre, 2007

II Parte. Un repaso por las obras de Sebald y un poema de Adiós.


En Del natural, un poema rudimentario (1988), Sebald se anticipa a su próximas obras ––la negación de un idilio de la naturaleza–– y, en éste su primer gran lance, las tres historias apasionadas se oyen un poco anacrónicas, la del pintor Grünewald, la del investigador Steller y la del poeta que regresa a sus orígenes, como muchos años después Jaques Austerlitz, desde las estaciones de trenes, regresa a sus orígenes y a su verdadero nombre. La historia de la naturaleza se transforma en Sebald en la historia de la locura de los seres humanos y, al final, en la Historia tout court. En ninguna parte de su obra la coincidencia entre la astrología y los caminos de los hombres se vuelve más transparente como en la última parte del poema tríptico: La noche oscura se despliega y hace una incursión, un estudio previo a Il ritorno in patria, uno de los capítulos de Vértigo, cuya culminación será Los anillos de Saturno. “¿Hasta donde retroceder para encontrar el comienzo?” Se pregunta el poeta en busca de su génesis. “Cuando el Día de la Ascensión/ del cuarenta y cuatro vine al mundo, / mi madre lo tomó al principio como un buen presagio, sin saber/ que el frío planeta Saturno regía la constelación/ del momento y que, sobre las montañas,/ estaba ya la tempestad” (…) me llevó pronto a imaginarme una catástrofe silenciosa que ocurre/ sin que el espectador la perciba”.
    Su madre había aprendido a conocer el terror, cuando con Georg Winfried Sebald en el vientre presenció, el 29 de agosto de 1943, el bombardeo y el incendio de la ciudad de Nuremberg. Cincuenta años después, su hijo, el escritor, contemplaba en el Museo de Historia del Arte “un cuadro de Altdorfer,/ que representa a la mujer de Lot/ y a sus hijas. En el horizonte, / un terrible incendio/ devora una gran ciudad. / El humo asciende del lugar,/ las llamas se alzan al cielo/ y, en el reflejo rojo sangre. /se ven oscuras / fachadas de las casas”. Cuando vio ese cuadro por primera vez le pareció como si ya lo hubiera visto alguna vez “y poco después, / al atravesar El Puente de la Paz,/ casi perdí la razón”
El cuadro de Altdorfer es un jeroglífico. En efecto, cuando desciframos un texto de Sebald emerge una complejidad tan complicada que despierta temor: une mise en abyme. Su método condensa el esplendor sublime de la naturaleza con, al mismo tiempo, la barbarie inhumana más voraz: la procreación y la destrucción, el antes y el después de la conflagración genocida del siglo XX. Sebald fija en su escritura en los signos de una pintura medieval,  lleva el tiempo presente al tiempo pasado, al caótico ir y venir de la culpa asesina, la historia natural de la destrucción. Sin el recuerdo de su madre frente a la ciudad de Nuremberg en llamas y los bombardeos incesantes, Sebald no habría escrito diez años después Luftkrieg und Literatur ( Guerra aérea y Literatura), la historia natural de la destrucción. El escritor W. G. Sebald nació bajo el signo de esa destrucción  ––¿quién no perdería la razón ante tal certeza? Del natural es una materia sin trama: el poema del intercambio mortal entre origen y exterminio.


El extraño hecho del amor

La prosa de Sebald es una de las más claras en la literatura alemana de los últimos veinte años; jamás rebuscada ni excesiva, sobria, irónica y misteriosa. Vértigo es un libro sin género; quizá sea una novela o, más bien, ensayos de crítica literaria, la crónica de una locura compartida o un reportaje sobre Viena y Venecia. Sus personajes Beyle alias Stendhal, Franz Kafka, Giacomo Casanova, Ernst Herbeck son, en su vertiginoso delirio, autoretratos del autor. La escritura es una suerte de patria chica (Heimat) móvil, un contrapeso, un puente de letras entre la desdicha y el consuelo. El título de Vértigo en alemán Schwindel. Gefühle (“Vértigo. Sentimientos”) encierra una clave. La palabra Schwindel quiere decir vértigo y, al mismo tiempo, simulación. Vértigo es la crónica de varias simulaciones. El primer capítulo: “Beyle o el extraño hecho del amor” descubre la farsa amorosa de Stendhal, su tratado “Del amor” revela a un acróbata de la simulación. Vértigo es una  solapada novela de amor o una novela sobre el amor. Sebald prepara el terreno con la cacería de amor de Stendhal, destinada desde siempre al fracaso; con la teoría del amor incorpóreo del doctor Franz Kafka, cuyo emisario, el cazador Gracchus, persigue al narrador en cada una de sus estaciones. El amor en Sebald es como la patria chica (Heimat): llegó tarde y ha sido desfigurado y traicionado más de una vez. En Stendhal y en Kafka ha sido débil, indeciso, enemigo de de sí mismo, fácil a la adulación; en Casanova y Herbeck, incierto, hipócrita, dudoso, inestable.
     Las acrobacias literarias de Sebald son el elemento vivaz de la historia, la sal que da variedad a cada tema, el diálogo entre las culturas: las coincidencias de nombres y lugares, libros e imágenes, las biografías de Stendhal, Herbeck, Casanova, Hölderlin, Robert Walzer, Ludwig II se entrelazan y confunden con las de Kafka, Grillparzer, Thomas Mann, Franz Werfel Peter Weiss, Ingerborg Bachamnn. La dispersión de la literatura alemana desaparece gracias a un lector como W.G. Sebald, la asamblea de fragmentos es la unidad de su literatura.


Kaddisch para Henry Selwyn, Paul Bereyter y Ambros Adelwarth

Los emigrados es el kaddisch (la oración fúnebre de los judíos) para sus personajes, la novela de las personas anónimas, todos son judíos y conservan una relación singular con la historia de los años treinta. Los emigrados son la memoria europea y el fin de la cultura judeo–germana. Sebald encontró alguna vez a sus personajes y pasó años escuchando sus historias, visitando sus lugares, conservando sus recuerdos. La primera edición de libro incluyó fotografías borrosas, boletas de calificaciones escolares, tarjetas de visita, recados escritos en facturas de tiendas, cartas de menús, fragmentos de periódicos y boletos de trenes. Todos esos testimonios acreditaron la presencia de los emigrados, sus verdades cotidianas e increíbles. Nunca llegamos a saber quién es W. G. Sebald, el narrador. En alguna parte cuenta que su padre, después de la desaparición del imperio austro-húngaro, emigró de Galicia rumbo a Baviera y ahí se estableció, en la región de Allgäu. 
     En Los emigrados desaparecen los grandes nombres de la literatura como Stendhal o Kafka y surgen los fugitivos y los exiliados. Uno de los rasgos en verdad desoladores de estas  historias es la pérdida de la vida diaria, de los parientes y amigos, de los gustos, las ideas y el idioma materno. Al comienzo del libro encontramos la fotografía de un cementerio, cuyas lápidas revelan nombres que no alcanzamos a leer. Mientras menos claras sus letras, más enigmáticas sus señales.
        Los emigrados es también una novela de viajes. El narrador y las personas que encuentra ––ya sea por accidente o por que le interesan––  se trasladan y atraviesan el mundo. Todos poseen una gran capacidad de observación, un sentido de los detalles más significativos, de los paisajes y los objetos, de los usos y las costumbres de su época. Al principio nos encontramos en Hingham, al norte de Inglaterra, en casa del médico Henry Selwyn, un caballero distinguido, con un sentido del deber y de la puntualidad pasados de moda, quien poco a poco empieza a contar su vida. El Dr. Paul Bereyter, un maestro de escuela primaria, a quien el Tercer Reich le prohibió dar clases, porque su madre era mitad judía; a principios de 1934, Paul emigró a Francia y se dedicó con cierto éxito a dar clases privadas de alemán. En esos meses recibió dos cartas donde le informaban de los primeros pogroms en su pueblo y, de modo incomprensible para sus amigos, regresó en 1939 a Alemania, “quizá porque siempre, escribió Sebald, se sintió alemán”.
       La noche del 30 de diciembre de 1984, Paul Bereyter ––maestro de primaria del narrador–– puso fin a su vida tendiéndose en la vía del tren a las afueras de S., “allí donde la vía férrea sale del bosquecillo de sauces ––escribió Sebald–– describiendo una gran curva para ganar campo abierto”.  Max Ferber, el tercer emigrado, es un pintor judío, a quien Sebald encontró en los ruinosos barrios industriales de Manchester, donde vive desde 1942 muy cerca de ––por misterioso que suene–– un  gran jefe de la tribú Masai.
       La historia más increíble y milagrosa de Los emigrados es la de Ambros Adelwarth, “Majordomus y “Butler” en casa de la familia Solomon, los banqueros neoyorkinos, eterno acompañante y quizá amante del excéntrico Cosmo Solomon, el hijo único. Ambros Adelwarth, el mayordomo, nos llevó a conocer el barrio judío de Manhattan y del Bronx, el Japón imperial, la ciudad del Cairo durante la época de las colonia inglesa, los centros deportivos de invierno en Canada y, unos años después, ataviado con túnica y turbante, disfrazado de opulento comerciante árabe, les enseñó a sus lectores Constantinopla o Jerusalén. W.G. Sebald es un narrador culto, cortés y discreto, un verdadero “gentleman”. Nunca le faltó el respeto a sus personajes, se mantuvo  siempre a distancia y, sobre todo y ante todo, los dejó hablar.  
       Los personajes de Los emigrados, Los anillos de saturno o Austerlitz son melancólicos profesionales, pero casi todos evitaron o han evitado el abismo. Sebald, solitario y además solidario, conoció, como todos los alemanes de su generación, los usos y abusos del olvido, de la memoria prohibida. En este sentido, es un médico de la memoria. Su honor es cuidar las heridas, verdaderas heridas. Así como el médico debe actuar sin atarse a las teorías médicas, porque su paciente está enfermo, Sebald escribió impulsado por sus historias, para restaurar la memoria de los emigrados y los fugitivos.


Los anillos de Saturno ––¿una nueva estética de la resistencia?

Los anillos de Saturno, Una peregrinación inglesa,  la otra novela, resume y explica su trama en el epígrafe de Joseph Conrad ––la cita de una carta a Marguerite Poradowska–– que precede a la novela: “Hay que perdonar a esas almas infelices que han elegido hacer la peregrinación a pie, y que caminan por la ribera mirando sin comprender el horror de la lucha y la profunda desesperación de los vencidos”. Pero la  peregrinación de Sebald no es un recorrido por la tierra baldía del Apocalipsis.  Al final, el peregrinaje de Sebald tiene un punto de llegada: sus santos y rebeldes seculares: Thomas Browne y Joseph Conrad, Edward FitzGerald y Roger Casement, que se negaron a incluir en su arte la devastación. Es su recorrido por el Hades ––por los infiernos–– y el tercer volumen de su estética de la resistencia, como llamaba Peter Weiss a su propio proyecto literario.
      Los anillos de Saturno son, sin duda, un homenaje al quinto emigrado, Michael Hamburger, el poeta y traductor de Hölderlin y Paul Celan, entre al inglés ––entre muchos otros––, que vive desde hace casi cuarenta años en Inglaterra. Aquí,  Max Sebald se encuentra consigo mismo: “¿Cómo es que uno se ve a sí mismo en otra persona y cuando no es a sí mismo ve entonces a su predecesor? No mucho más extraño es que yo haya franqueado la aduana inglesa por primera vez treinta y tres años más tarde que Michael, que ahora mismo piense en abandonar mi profesión docente como él ha hecho, que él se atormente con la escritura en Sufolk y yo en Norfolk, que ambos dudemos del sentido de nuestro trabajo y que ambos padezcamos de una alergia al alcohol. Pero lo que no me puedo explicar es por qué ya en mi primera visita en casa de Michael  tuve la impresión de vivir o haber vivido en su casa y de haberlo hecho todo como él”.
        Sí: los héroes de Sebald son melancólicos muy diestros, pero se obstinan con el abismo oscuro de su desdicha. El vacío permanece. Sin embargo, quien como Sebald dibuje sus  siluetas de modo tan intenso, tiene también la idea de un mundo más humano. La utopía consiste en la lucha maníaca por darles forma a los seres exterminados, darle espacio a los desconocidos, arrancarles sus historias anónimas, sus significados. En efecto, la melancolía sebaldiana es una categoría de la resistencia, no tiene nada que ver ––como escribió en el prólogo de su primer ensayo–– con la idolatría de la muerte.


La historia natural de la destrucción                                        

Durante el otoño de 1997, W. G. Sebald ocupó la cátedra de literatura y poética de la Universidad de Zürich. En la primera lectura narró la descripción que hizo el crítico Carl Seelig sobre una excursión al campo ––en el verano de 1943–– con el escritor Robert Walzer, por ese entonces paciente en un manicomio. La excursión tuvo lugar precisamente el día en que los Aliados bombardearon la ciudad de Hamburgo, y casi la borraron del mapa. Los recuerdos de Seelig ––que nada tenían que ver con ese encuentro fortuito–– le abrieron a Sebald una perspectiva desde la cual contemplar el horror de esos años. “A pesar del intenso trabajo para superar nuestro pasado más reciente” escribió Sebald durante su cátedra de Zürich, “los alemanes somos un pueblo sin tradición y ciego ante la historia”. Sebald habló entonces de la incapacidad de toda una generación de autores alemanes para escribir sobre lo que habían contemplado y vivido: la destrucción aérea de Alemania.
      Las 40.000 víctimas de los bombardeos de Hamburgo, en julio de 1943, son junto con las de Dresde, Tokio, Hiroshima y Nagasaki, la aniquilación masiva más alta desde la invención de las armas. Borraron de un solo soplo mortal la vida en esas ciudades. En la guerra del fuego, en la guerra nuclear, no corrió demasiada sangre ­––escribió Friedrich. Los médicos de Hamburgo informaron que en el huracán de fuego que arrasó la ciudad, cientos de  personas fueron encontradas desnudas en las calles, “ Su piel tenía un tono marrón, el pelo se mantenía, los poros de la cara estaban húmedos y con una  especie de costras. Los que salían  del sótano a la calle ––afirma Friedrich–– se detenían después de unos pasos y se lanzaban al suelo protegiéndose con el brazo para no respirar el aire caliente.
       En 1943, los bombardeos dejaron en Alemania 400 millones de metros cúbicos de escombros, 43 millones correspondían a Hamburgo, pero la ciudad no quedó irreconocible, como quedaron destruidas Colonia, Düren, Núremberg, Kassel y Wurzburg. En la noche del 18 de agosto de 1944, la ciudad de Bremen sufrió el ataque más encarnizado de la guerra, el bombardeo 132 con tormentas de fuego: en 34 minutos se arrojaron 68 minas, 10.800 bombas de fósforo y 108.000 incendiarias de racimo. En ese día 49.000 personas se quedaron sin techo, 1.054 murieron. Las cuarenta y cinco mil toneladas de bombas sobre Berlín le dieron el esto a los alemanes.
         Sin embargo, Sebald señaló también cómo esa herida seguía abierta en la siguiente generación, sólo Heinrich Böll, Hans Erich Nossak y Alexander Kluge lograron consignar el caos y la ruina. Ningún escritor daba noticia de los bombardeos que acabaron con Alemania, los últimos cálculos revelan un total de 300,000 mil muertos. “Nuestra propia culpa”, escribió Sebald, “nos impidió darnos cuenta de la destrucción de nuestras ciudades; después de el terror que sembramos en Europa era imposible levantar la vista y contemplar nuestra propia devastación”. A principios de la posguerra, ¿cómo describir la catástrofe de un país, cuyo sistema político había preparado y llevado a cabo la Solución Final ( Endlösung ), el exterminio de 6 millones de judíos.
    A principios de 1942, las fuerzas aéreas norteamericanas no disponían de muchas bombas incendiarias. Fieser las tuvo listas a principios de abril de ese año. Sin embargo, cuando los norteamericanos empezaron a bombardear Alemania en agosto de 1942 junto con los británicos, las bombas incendiarias se sustituyeron por bombas altamente explosivas, los bombardeos nocturnos, por los diurnos`y los bombardeos de zonas, por los de alta precisión. Actualmente, no existe todavía en Alemania o en Gran Bretaña un museo dedicado a los bombardeos sistemáticos sobre la población civil alemana en sus hogares, ni tampoco un sitio que nos permita juzgar esos bombardeos como crímenes de guerra condenados por las leyes humanitarias internacionales.    
     Freman Dyson, uno de los físicos más importantes del siglo XX, fue contratado en su juventud como empleado civil en la oficina del mariscal Harris. Dyson trabajaba de analista de operaciones cuando dieron la orden de bombardear Hamburgo y provocar la tormenta de fuego en la ciudad. Tuvo acceso a toda la información sobre el ataque aéreo y sobre los demás ataques a las zonas residenciales que el Alto Mando ocultó al pueblo británico. Dyson vivió ese terror en silencio: “Permanecí en mi oficina hasta el final, calculando con todo detalle la forma más económica posible de asesinar a otras 100.000 personas. Después de la guerra entendí que yo era igual a los asesinos burócratas que trabajaron con la máquina de la muerte de Adolf Eichmann. La única diferencia es que ellos terminaron ahorcados o en la cárcel, mientras que yo salí libre”.
     El eco de Sebald con su cátedra en Zürich fue también excepcional, los medios de comunicación alemanes se lanzaron a recuperar la memoria de la guerra, el historiador Jörg Friederich escribió El incendio ( Der Brand ), una obra  sobre la guerra aérea en Alemania.


Austerlitz

Nueve meses antes de su muerte ––en marzo de 2001–– Sebald publicó Austerlitz, su última novela. En la estación de trenes de Amberes, el narrador W.G. Sebald encuentra a Jaques Austerlitz, cuyas verdadera obsesión era la historia de la construcción de fortalezas, estaciones de trenes, palacios de justicia, cámaras de tortura, bolsas de valores, óperas, campos de trabajo manicomios, así como las semejanzas y la familiaridad entre estas construcciones: las huellas del dolor suscitadas por un mundo falso.
    La historia de Jaques Austerlitz es la del hijo de una actriz judía de Praga, que llega a Inglaterra en un transporte para niños judíos rescatados del exterminio nazi, y es educado por una pareja de predicadores calvinistas, alumno talentoso en un internado, científico brillante en la universidad, en la madurez de su vida recuerda su origen olvidado y se dedica a buscarlo en Praga, Theresienstadt y París. 
   Sebald llamaba siempre a Walter Benjamín en su ayuda ––su admirado teórico y santo patrono de los coleccionistas–– porque en el fondo no es un narrador sino un metafísico de la historia, un virtuoso de los ficheros ––del disco duro diríamos ahora––, un imitador de voces, un taquígrafo de la memoria, un conversador encarnado y un archivista. Su método es el de sus héroes: está convencido que tenemos una cita permanente con el pasado, por esa razón fotografía, investiga y recompone sus temas en el sentido de una esperanza: la resurrección del pasado. En el taller de la escritura de Sebald  todos trabajan para ese fin. Las borrosas fotografías enigmáticas que acompañan el texto, las preparadas incursiones en la historia de las construcciones y edificios, los planos de elevación de las fortalezas y los planos de los campos de concentración y, sobre todo y ante todo, el alemán que escribe con un tono y una sintaxis de principios del siglo XX, garantizan la resurrección del pasado.      
      Al contrario de sus otras novelas ––por llamarlas de algún modo–– en Austerlitz, el narrador en primera persona y su protagonista son sólo al parecer dos personas autónomas, porque Austerlitz piensa y habla como si fuera el doble (Doppelgänger) del narrador, y ambos hablan, sienten y piensan como todos los narradores en primera persona, en todas las obras de Sebald. ¿Es posible escribir un informe en torno a los padres deportados a los campos de exterminio de acuerdo al modelo del amigo de Austerlitz en la escuela: una colección de insectos, ostras y minerales?¿Es posible regresar a los campos de concentración y exterminio con la curiosidad de un anticuario? El coleccionista reúne las fotografías de las calles empedradas de Praga y las escaleras, los antiguos relojes y las mariposas disecadas como si algo inextricable las uniera, como si emitieran “el gemido de la desesperación”, como si todas esas mismas imágenes tuvieran una memoria y nos recordaran a cada uno de nosotros.
      Según la teoría de las correspondencias, todos los ausentes están presentes, los mismos judíos de Theresienstadt de quienes se decía que no fueron asesinados, sino reunidos en compactos grupos en los sótanos y en los techos de sus casas. En el Museo de las cosas perdidas, el genocidio tiene un lugar no muy lejos de las puntas de los cuernos de ciervo. Los muertos, sugiere el guardián del museo,  no están muertos, sino se deslizan a través de espacios entrelazados de acuerdo a una nueva estereometría ––espacios iluminados que serían idénticos con la estrategia narrativa de Sebald.  A la entrada del museo de las cosas perdidas está grabada en piedra imán una frase: “sólo por aquellos que no tienen esperanza nos está dada la esperanza”.


Por Hans Magnus Enzensberger (poeta y ensayista alemán, nacido en 1929. Premio Príncipe de Asturias 2002 y autor entre otros poemarios de Defensa de los Lobos, o El Hundimiento del Titanic

El que más cerca estaba de nosotros,
parecía haber llegado de muy lejos
a la patria terrible.
Aquí muy pocas cosas lo retenían.                                         

Más bien nada sino una búsqueda de vestigios
con una varita mágica de palabras
que temblaba en su mano.
Sobre incendios  y cementerios
la fue siguiendo
hasta la locura vertiginosa
en la campiña de Suffolk.
Is this the promis´d land?

Temprano irrumpió la oscuridad
pero él siguió adelante,
con paso tenaz
imperturbable entre tanta pesadilla.
Por tres líneas sabemos
que el polvo le fue leve:
Así me deslicé en silencio
apenas rozando un ala
alejándome de la tierra.

Comparte en: