Devastación invertebrada

25 noviembre, 2023

La vez que subestimé el poder de los gusanos carroñeros


Worms eat you up when dead
and worries eat you up alive. 

Proverbio Yiddish

Es un día completamente normal salvo por la mala noticia de que se te acaba de morir en las manos una preciosa boa constrictor de casi cuatro metros de largo y cerca de veinte kilos de peso, con la que no solo habías compartido morada durante los últimos quince años, sino, incluso, tú habitación. Por supuesto que estás desolado. Década y media de interacción cotidiana con cualquier ser vivo prueba ser más que suficiente para establecer un vínculo estrecho de cariño, no importa que el referido fuese de sangre fría y no tuviese patas.

Probablemente su deceso no fuera enteramente culpa tuya, te repites. Quizás el ofidio había contraído una neumonía fulminante durante el apagón que dejara la Ciudad de México a oscuras la semana pasada. Más de doce horas sin suministro eléctrico, te lamentas. Toda una noche invernal, si no gélida, definitivamente demasiado fría para una criatura tropical a la que se le había privado de la placa térmica que mantuviera su terrario a punto. Maldices a la Compañía Federal de Electricidad: encima de que los muy corruptos proveedores de la preciada energía cobraban tarifas exorbitantes, en ese año 2006 que corría hacían su trabajo con una eficacia calamitosa. Prometes que algún día te vengarás, pero ahora tienes veinte kilos escamosos de cadáver ante ti y debes resolver que sucederá con ellos antes de que comiencen a apestar.

Deshacerte del cuerpo está completamente fuera de la cuestión; por un lado, porque a partir de que el modesto museo viviente de fauna exótica que has ido amasando desde la infancia figura como un centro de conservación y reproducción zoológica abalado por el gobierno, la semarnat (Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales) te exige conservar a los ejemplares fenecidos para futuras revisiones ––so pretexto de poder demostrar que tal o cual individuo, en efecto, pereció y no fue comercializado de manera extraoficial––, por otro lado, y a pasear de las regulaciones cuestionables, la verdad es que se trataba de un animal demasiado especial como para terminar enterrado en el jardín cual hámster genérico. Así que bajas a la cocina, colocas el cuerpo de la enorme boa dentro de una bolsa de plástico, das un último vistazo a su tersa piel de vetas grises marmoleadas conforme niegas ligeramente con la cabeza y ensayas una forma personal de decirle adiós; anudas con fuerza para que el paquete quede completamente sellado y lo colocas dentro de la heladera entre las verduras congeladas y el vodka.

***

Yo había bautizado a aquella serpiente con el nombre de «Perro». No es que todos los especímenes de la colección poseyeran nombre propio, o bueno, sí varios, pero en su mayoría otorgados por mi madre ––La Güera Rodríguez (una pitón birmana albina), Dulcinea del Toboso (la pareja de color nominal de la serpiente rubia), Rita Levi-Montalcini (una falsa coralillo nombrada en honor de la científica italiana ganadora del Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1986, por la identificación del primer factor de crecimiento nervioso, y heroína indiscutible de mi, también científica, progenitora)–– o, en su defecto, determinados por el resto de integrantes de la parentela ––por ahí estaban Zamudio y Pereira (una pareja cantora de ranas pacman), las brujas (dos pitones arborícolas australianas que intimidaban de solo verlas), Carmelo caramelo (el camaleón pantera) y Lupe (la cocodrila endilgada a nuestra casa por los extraños vericuetos de la incautación de ejemplares en la aduana)––,[1] sin embargo, Perro gozaba de ciertos privilegios, pues había sido uno de los primeros reptiles que entraran en mi vida de manera permanente, y ya que las alergias de mi madre impedían terminantemente compartir los días de la familia con un canino de tipo convencional, el mote se antojaba como un humilde sustituto.

En realidad, se trataba de una hembra de su especie y me acompañaba desde mi cumpleaños número nueve. La había visto crecer desde cría, momento en el que apenas medía unos veinte centímetros y tenía el grueso de un lápiz, hasta su impresionante tamaño actual ––y supongo que de algún modo ella también me había visto crecer a mí––. Durante esa década y media que habíamos compartido la había alimentado con incontables ratas, conejos y el ocasional pollo, guardaba todas sus mudas de piel colgadas sobre la pared y había sido testigo de su maternidad en un par de ocasiones. No obstante, mi querida compañera de alcoba, ahora estaba en el congelador. Un bulto más dentro del refrigerador de la casa materna. Un sarcófago plástico, en forma de bolsa negra de basura tamaño extra grande, amontando entre otros organismos poco afortunados a dos grados bajo cero.

El problema era que el cadáver de Perro constituía un paquete demasiado voluminoso como para poder ser archivado dentro de un congelador convencional de manera prolongada. Una cosa era albergar los escuetos remanentes de una rana arborícola o de un gecko leopardo escondidos entre los botes de helado, y una muy distinta, que el contorno cristalizado de una serpiente de casi veinte kilos bloqueara toda la puerta del electrodoméstico. Ni hablar, había que actuar rápidamente. Mi madre, siempre tan bondadosa, me otorgó el plazo de una semana para resolver el asunto.

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Lo primero que hice fue marcarle a mi amigo y fiel compañero de vicio herpetológico, Jerónimo. Estimé que sus conocimientos básicos en el complicado arte de la taxidermia serían de gran ayuda. Mi colega recibió la noticia de la muerte de Perro con notable pesadumbre y me dijo que se daría una vuelta por casa en cuanto tuviera un rato libre. Jerónimo, al igual que yo por aquel entones, tenía veinticuatro años, estudiaba biología en la Facultad de Ciencias de la unam y también sufría de una fijación casi insana por las criaturas comúnmente denominadas como rastreras.

Hay que tomar en cuenta que las serpientes, a diferencia de los mamíferos y de las aves, no suelen disecarse. O como mínimo no es el procedimiento estándar que normalmente se sigue para preservar sus restos. Quizás esto se deba, en buena medida, a que su cuero se torna duro y áspero durante el rigor mortis, lo que ocasiona que rellenarlo uniformemente con estopa o algodón represente una labor ingrata y que el montaje casi siempre termine como un portento maltrecho que nada tiene que ver con la criatura original y que, en cambio, encarne una pieza kitsch más propia de un congal de esos en los que hay toro mecánico y bebidas adulteradas que meritoria del anaquel de un museo. Por lo cual, a menos que se pretenda guardar al organismo completo dentro de un frasco con formol ambarino, generalmente se opta por conservar tan solo la piel y el esqueleto. La primera estirada sobre un fieltro, y el segundo, fijo sobre una superficie rígida.

Jerónimo se ofreció para curtir la piel. Pero el asunto del esqueleto suponía un reto bastante mayor. Retirar los músculos y tejidos no sería tarea fácil.

En ocasiones anteriores, tratándose únicamente de cráneos o ejemplares pequeños, habíamos limpiado los huesos en turno con la técnica del hervido; que básicamente consiste en cocinar al occiso en agua a punto de ebullición durante largas horas hasta que las membranas ceden al calor y se desmenuzan dentro del caldo. Sin embargo, en el presente caso, dicho método se perfilaba como inoperante. Primero porque se requeriría de una olla pozolera de dimensiones descomunales para contener a la maciza víbora en su totalidad, y segundo, dado que serían necesarios varios días de cocción para comenzar a separar los huesos de su empaque. Tan solo imaginar el olor de semejante puchero fue suficiente para descartar la idea; mi madre de ninguna manera lo toleraría. Además de que acabaríamos con un rompecabezas casi imposible de resolver. Si las cuatrocientas vértebras, con sus respectivas costillas, se disgregaban, estaríamos ante un ensamblado que prometía varios dolores de cabeza.

Fue entonces que mi amigo trajo a cuenta a los derméstidos y que comenzaron mis infortunios con el corrosivo grupo de los gusanos carroñeros. 

***

La familia Dermestidea comprende unas mil especies de escarabajos pequeños, grisáceos y afelpados, cuyas larvas se manifiestan en forma de gusanos ocres, segmentados y pulposos.[2] Algunos representantes del grupo, significativamente el género Attgenus o escarabajos de la alfombra, son considerados como de relevancia económica, ya que constituyen plagas fulminantes que asaltan tapices, textiles, plumas, pieles y distintos tipos de derivados animales, causando pérdidas monetarias cuantiosas en la industria, así como daños irreparables en materiales históricos, colecciones de museos, legado antropológico y objetos personales. Se trata de una infestación de voracidad notable, inclusive más nociva que la respectiva ocasionada por las temidas polillas o carcomas. Sin ir más lejos, el investigador Walter Ciro Díaz lo resume de la siguiente manera en su revisión taxonómica del grupo para Perú: «Esta familia es la más importante entre todos los pequeños coleópteros que se alimentan de materia orgánica de origen animal […], ya que algunas especies causan serios daños a productos alimenticios, así como depósitos de cuero, pieles, carne y harina de pescado».

No obstante, otras especies (ignoradas por los amos del comercio global), son aprovechadas como recurso de gran utilidad ––en especial en relación con las ciencias forenses y algunas ramas de la biología––, al igual que prestan servicios ecológicos imprescindibles para el funcionamiento de los ecosistemas (pues participan como engranajes esenciales en la descomposición y recirculación de los nutrientes). Tal es el caso de Dermestes maculatus, también conocido como el escarabajo carroñero, que se alimenta exclusivamente de tejidos animales en descomposición.

En el medio silvestre se puede encontrar a estos coleópteros necrófagos en climas cálidos devorando los remanentes de todo tipo de fauna. Mientras que se trate de suculenta carroña, no son selectivos: escarabajos y gusanos se sientan a la mesa, junto a las larvas de las moscas y resto de comensales saprófitos, y comienza la vorágine. Se arremolinan en grandes números desmenuzando los restos zoológicos con sus infatigables mandíbulas quitinosas hasta que, literalmente, dejan solo los huesos. Puede ser que durante el clímax del festín se genere la sensación de que el cuerpo, más que salpicado por pequeños corpúsculos que lo roen con furia, estuviese completamente empanizado en el hervidero artrópodo. Una reacción en cadena fulminante, esa es la imagen apropiada: una fisión nuclear de digestión postmortem. Digamos que es el agente biológico que torna veraz aquel sonado lema: «polvo somos y en polvo nos convertiremos». De hecho, se estima que en regiones tropicales y subtropicales aproximadamente tres cuartas partes del cadáver de un espécimen dado llega a ser desmenuzado y degradado por insectos.

En el laboratorio se les emplea exactamente con tales fines. Los técnicos de diversos museos ––taxidermistas, taxónomos, naturalistas, cazadores, detectives forenses y artistas–– guardan colonias efervescentes de derméstidos para esqueletizar especímenes. Y su eficacia en dichos terrenos resulta invariablemente sobrecogedora: un par de días dentro del dermestario, o inclusive unas cuantas horas (dependiendo del tamaño de la colonia y del volumen del cadáver), son suficientes para dejar los huesos relucientes.

Si nunca antes se ha tenido oportunidad de atestiguar el frenesí derméstido con ojos propios, quizás cueste trabajo comprender su brío y poderío. La embestida es impactante a un grado extremo. Avasalladora. Inquietante como pesadilla de infancia. Corrosiva. Da la impresión de que, en vez de animalillos, lo que anega y hace desvanecer los tejidos fuese un potente reactivo. Ácido sulfhídrico mezclado con peróxido de hidrógeno. Sobre todo si el proceso se observa en cámara rápida, a la manera de un time-lapse de los pequeños coleópteros reduciendo la bestia en cuestión a cenizas. Entonces no sería exagerado declarar que estamos ante lo más parecido que existe en la naturaleza a la «Nada» de La historia sin fin.[3]

Pero me estoy adelantado. El punto es que fue Jerónimo quien me informó de la existencia de tales fierecillas invertebradas y quien me propuso que quizás serían la clave para el proyecto que teníamos entre manos.

***

Después de investigar un poco, llegamos a la conclusión de que no sería complicado mantener una colonia en casa. Los clásicos tutoriales del YouTube nos dieron la pauta. A fin de cuentas, la infraestructura requerida no estaba tan lejos de los criaderos de grillos y tenebrios que ya teníamos en funciones. Solo existía una complicación: ¿de dónde podríamos obtener un pie de cría?

No tuvimos que buscar mucho. El Instituto de Biología de la unam contaba con varios dermestarios activos. Sin duda se perfilaba como una opción más confiable que aquellos proveedores sospechosos que merodeaban en los intersticios de la red. Tras unos días de esmero en las relaciones publicas con los alumnos del instituto indicados, en combinación con una suma modesta de dinero, conseguimos hacernos con varios frascos repletos de escarabajos, pupas y larvas; bajo la promesa de que más adelante les devolveríamos un lote semejante.

––¿Pero sí tienen experiencia trabajando con estos insectos, verdad? ––nos preguntaron con una entonación que no escondía cierta advertencia.

––Desde luego ––contestamos confiadamente, como si en verdad no hubiese nada de que preocuparse (y pecando de esa ingenuidad tácita que pronostica desgracia).

––Conste ––eso ya no sé si lo dijeron o no, pero se antoja pensar que así fue como nos despedimos: reafirmando la catástrofe anunciada.

Dado que los derméstidos requerían de un ambiente oscuro, húmedo y cálido, dispusimos la pequeña colonia en construcción dentro de mi closet. Elegimos una pecera de vidrio del tamaño adecuado como para que, llegado el momento, fuese factible colocar el cadáver de Perro distribuido sobre un solo plano. De tal forma que su largo contorno trazara vueltas sobre sí mismo, pero sin superponerse en ningún momento. Colocamos varias capas de algodón a manera de sustrato y sobre ellas una esponja. Antes de liberar a los bichos fundacionales, adherimos una placa caliente, humedecimos el espacio con un atomizador de agua y cortamos un trozo de tabla a la medida para sellar el habitáculo.

Viéndolo en retrospectiva, esa fue la segunda estupidez que cometimos aquel día: utilizar madera sin barnizar para elaborar la tapa; la primera: tener un dermestario dentro del closet.

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Cuando un animal muere, los primeros entes en sacarle provecho son las bacterias que conforman su propia microbiota intestinal (las poblaciones microbianas que lo habitan de manera natural, vaya), mismas que comienzan por engullir las entrañas de adentro hacia afuera y, en consecuencia, liberan las enzimas, ácidos y líquidos digestivos del fenecido hacia la cavidad corporal, lo cual contribuye al proceso de descomposición.

Algunas de dichas bacterias respiran en ausencia de oxígeno (es decir anaeróbicamente) y producen diversos gases como sulfuro de hidrógeno, metano, cadaverina y putrescina a manera de subproductos (que al acumularse por la intensa actividad microbiana crean presión dentro del cuerpo y le dan esa apariencia inflada característica). Con todo esto, se disipa una sinfonía de olores que quizás desde nuestra perspectiva puedan resultar nauseabundos, pero que son deliciosamente atractivos para diversos grupos de insectos que no tardan en darse cita al banquete.

            Las moscas siempre son las que llegan más temprano, unas cuantas horas bastan para que dípteros azules, verdes y negros aterricen sobre el cuerpo y comiencen a depositar sus huevecillos. Cresa, es el nombre con el que se denomina a las larvas de mosca (parecidas como a las gusanas ciegas) que pronto comienzan a brotar por doquier ingiriendo los miasmas anatómicos a los que se van reduciendo los tejidos. «[Las cresas] se mueven como una sola masa de gusanos, beneficiándose del calor comunal y de las secreciones digestivas compartidas», declara la ilustrativa entrada al respecto Stages of decomposition del museo australiano, y continua: «La tasa de descomposición aumenta, y los olores y fluidos corporales que comienzan a emanar del cuerpo atraen a más invertebrados, moscas de la carne, escarabajos y ácaros. Las moscas y escarabajos que llegan más tarde son depredadores, alimentándose de gusanos así como de la carne en descomposición. Se les unen avispas parasitoides que ponen sus huevos dentro de los gusanos y más tarde, dentro de las pupas».[4]

Entre diez y veinte días posteriores a la muerte, el cuerpo, antes inflado, colapsa, los tejidos se aplanan sobre el sustrato y adoptan una consistencia cremosa. A esta etapa se le conoce como la de putrefacción negra, pues tal es la coloración que comienza a predominar en las superficies expuestas del cadáver, al tiempo que el olor fétido aumenta de intensidad. Después, da inicio la fermentación butírica, etapa en la que todos los remanentes de carne terminan de ser removidos y el cuerpo se seca despidiendo un aroma como a queso rancio. Justamente este es el momento en el que los derméstidos muestran mayor actividad, ya que son descomponedores de etapa tardía y prefieren los tejidos duros y resecos de tendones y piel, que la materia pastosa de los órganos y capas grasas.  

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Dos meses más tarde, ya teníamos una colonia bullente de derméstidos y mi madre comenzaba a impacientarse seriamente con el asunto de la serpiente invasora del congelador. Así que decidimos que había llegado el momento de proseguir con la misión. Extrajimos a la boa de su sarcófago helado y esperamos a que se descongelara parcialmente. El proceso de desollar el cadáver no tuvo nada de romántico. Fue algo parecido a intentar descamar un pescado gigante sin dañar su carne. La faena nos llevó un buen rato. Para cuando logramos obtener los tres metros íntegros de piel, la cocina comenzaba a tener un aura putrefacta. Un gustillo como a vísceras añejas, de esos que prometían quedar impregnados por largo tiempo, comenzó a invadir la planta baja de la casa. Por un momento me arrepentí de lo que estábamos haciendo, pero ya no había vuelta atrás.

Debido a que los derméstidos son descomponedores de etapa tardía, como mencionábamos hace unos párrafos, no suelen acometer al occiso hasta que otros carroñeros se hayan ocupado previamente de las capas grasas, sangre y órganos. Por lo cual, con sumo cuidado y no sin una ligera reacción involuntaria de aversión, retiramos varios kilos de músculos y todas las vísceras de la serpiente. Pensé que si alguien husmeaba en nuestra basura aquella semana se llevaría una ingrata sorpresa.

Terminada la sesión de carnicería, salimos al patio y colocamos lo que quedaba de Perro a orear bajo el sol. Observé con nostalgia el despojo al que había quedado reducida mi preciada compañera de alcoba al tiempo que batallaba inútilmente por ahuyentar las copiosas moscas que se habían congregado atraídas por la fragancia fétida reptiliana y, deduzco, extravagante para toda mosca de ciudad. Posteriormente, una vez que los remanentes ofidios se percibían un tanto resecos (piénsese en un enrome beef jerky), proseguimos a introducirlos dentro de una caja de cartón rectangular, y esta la colocamos, a su vez, dentro del dermestario improvisado.

Aunque el plan era detener el proceso de devastación antes de que los efusivos necrófagos alcanzaran a dañaran los tejidos conectivos, y así poder obtener el esqueleto completo con todo y su estructura, cabía la posibilidad de que nos ganaran la carrera y se hiciera un verdadero revoltijo. O como diría el buen Jerónimo: un santo desmadre. Esa era la finalidad de la caja: socorrernos si terminábamos con un rompecabezas óseo desarticulado.

Tan solo rememorar el aroma que invadió mi habitación durante los días que siguieron, me basta para jamás querer repetir la técnica; o, como mínimo, no en mis aposentos. Era un olor penetrante. Acre y ligeramente ácido. No muy distante de aquel que se registra en los mercados de mariscos al final de la jornada o el propio que flota en torno a los ancianos de lesa higiene. Sin embargo, debo reconocer que valió la pena. Se nos otorgó la dicha de obtener el esqueleto en estado insuperable. Eso sí, lograr que la sucesión ósea serpentoide no se desbaratara representó una enmienda delicada. Era frágil como el cascarón de un huevo. No obstante, reforzando las uniones de las articulaciones valiéndonos de dosis generosas de Cola Loca, la verdad es que quedó como de exposición.

***

Para aquellos que no terminen de comprender a cabalidad cuál es la relevancia del grupo de animales sobre los que estamos indagando, no esta de más aclarar que aunque nosotros, los vivos, tendemos a pensar que los más valiosos somos precisamente los que respiramos, la verdad es que el mundo natural se erige principalmente sobre los muertos; en especial sobre los muertos recientes. Sin ese maná sustancioso que aportan sus exequias, básicamente colapsaría el ciclo de los nutrientes, las plantas no encontrarían suelo fértil en el cual enraizar y se derrumbaría el sistema viviente como lo conocemos. Y en tales menesteres, como ya debería resultar obvio a estas alturas, los derméstidos, moscas, larvas, escarabajos, ácaros y gusanos carroñeros juegan un papel indispensable. Sin los necrófagos ––y para el caso, sin los insectos coprófagos, que hacen lo propio tratándose de las excretas de los organismos––, sencillamente estaríamos perdidos.

Otra de las cuantiosas razones por las que la declinación de insectos, así como de millares de otros invertebrados, que comienza a registrarse a nivel mundial, debería disparar las alarmas más estridentes. Sucede que en los albores de esta sexta extinción masiva que hemos desatado, los primeros en desvanecerse están siendo precisamente ellos: los más pequeños del reino de la fauna. El eslabón del que pendemos todos los demás. Con lo cual no solo arriesgamos a perder los engranajes zoológicos que ponen en marcha el ciclo de los nutrientes, sino también a los polinizadores del ochenta por ciento de las plantas con flor (y, dicho sea de paso, de la mayor aparte de nuestros cultivos), al igual que el sustrato mismo de las redes tróficas terrestres. En suma, el cimiento de la ecología al nivel más amplio plausible. Estamos, por si hiciese falta recalcar, frente al principio de la debacle.[5]   

Y cómo si nuestro tremendo impacto sobre el entorno no fuese ya suficiente, alterando los patrones climáticos, suplantando la cobertura vegetal primigenia por extensos monocultivos y potreros, atiborrando los mares de plástico y rascando las entrañas de la Tierra en nuestra búsqueda frenética de minerales y combustibles, como si todo eso no bastara, insisto, encima tenemos el descaro de haber despojado a la naturaleza de miles de millones de cadáveres a lo largo de los siglos (tanto de los nuestros como de los de buena parte de los animales domésticos y de consumo que nos acompañan), prefiriendo cremarlos o soterrarlos en cemento, en lugar de dejarlos fluir hacia el torrente alimenticio del planeta.

***

Hasta ahí, todo iba bien. Esqueleto y piel montados. Taxidermia autodidacta satisfecha. Lo que vino a enturbiar el panorama fue la gran idea, ¿por qué no?, de conservar el dermestario por más tiempo. La operación mental parecía obvia en aquel momento. Si ya nos habíamos tomado la molestia de echarlo a andar y habíamos comprobado su efectividad, ¿qué nos obligaba a tener que destruirlo con tanta prisa?… Llamémosle ambición de novatos, desplante magalomaníaco o, dadas las circunstancias, llanamente: craso error.

Fue más o menos cuatro meses después de haber conseguido limpiar con éxito los remantes de la boa que me percaté del primer indicio. Una mañana en la que me vestía somnoliento sorprendí a un simpático escarabajo cruzando el espacio que separaba mi cama del cesto de la ropa sucia. Me tarde unos segundos en descifrar su identidad: el muy desvergonzado no era otra cosa que un fugitivo de la colonia. ¡Un derméstido caminando a sus anchas por mi habitación!

Levanté al pequeño insecto del suelo preguntándome cómo diantres era que había logrado fugarse. Me disponía a devolverlo a su habitáculo, cuando noté que los bordes de la tabla que fungía a manera de tapa estaban ligeramente combados: la madera se había pandeado a causa de la humedad, dejando un pequeño orificio en las esquinas superiores del criadero. Me lleva el carajo, murmuré.

Pensé, o más bien deseé con todo mi ser, que ese intrépido individuo hubiera sido el primero en burlar la seguridad y afianzar su libertad. Busqué atentamente en todos los rincones del closet sin que nada pareciera contradecir mi suposición. Suspiré pesadamente. Todo indicaba que la bala había pasado rozando. Remplacé la tapa de madera por una de acrílico e inocentemente pretendí dar carpetazo al asunto.

Pero desde luego que aquel pionero Houdini no había sido el único que consiguiera evadirse. Sin que yo lo supiera todavía, en ese preciso instante varios otros desertores carcomían mi chamarra de piel con devoción.

Consideré que una ráfaga generosa de bórax alcanzaría para trazar una frontera que delimitara el perímetro e impedir que los prófugos invadieran otras áreas del hogar materno. Rocíe el polvo abrasivo en el umbral de la puerta y en el marco de las ventanas de mi cuarto y me encomendé a ese poder superior en el que nunca he creído para que me diera chance de resolver el asunto sin que pasara a mayores.

Claro está que, cómo dicho poder superior no existe, pues me tuve que tragar mis anhelos. La suerte estaba echada. Quién sabe desde cuando habría derméstidos evadidos copulando por ahí.

El siguiente daño tangible se materializó sobre los suéteres de lana cruda de Álvaro. Posteriormente vinieron los calcetines de alpaca de mi mamá y el tapete marroquí. Empastes de libros, títulos de estudios, guantes de carnaza y botas de charol. Un abrigo de pieles finas, herencia de la bisabuela, elevó el tono de sobresalto generalizado.

Las vestiduras de los sillones de la sala fueron la gota que derramó el vaso. Resultaba evidente que algo raro pasaba en la vivienda y lo más probable era que yo tuviese la culpa. Hasta que no me quedó de otra que aceptar y confrontar la situación. Confesar, por enésima vez, mi responsabilidad en la génesis de las desgracias hogareñas. No hacerlo, implicaba el resigo de perderlo todo.

Y fue así como, por segunda ocasión durante aquel lustro (la primera había sido debido a la fuga de una flamante mamá escorpiona con sus múltiples vástagos a cuestas), nos vimos obligados a evacuar el recinto ––con todo y la colección de fieras a cuestas–– y hallar morada temporal en la residencia de mis abuelos. Ya llegarían los fumigadores profesionales a verter su napalm farmacoquímico sobre el área de la casa y sobre todo lo que contuvieran sus muros. Dicen que ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas. Y vaya que aquella era de lo más urgente: día con día se estaban evaporando nuestras pertenencias en las fauces insaciables de los carroñeros.

Me parece que al final fueron necesarias tres visitas de los especialistas en plagas, espaciadas a lo largo de un trimestre y cada una valiéndose de una lluvia tóxica diferente, para controlar la infestación. No está de más agregar que desmantelé el dermestario clandestino a la brevedad y devolví los insectos sobrevivientes al Instituto de Biología de unam. Desde entonces, confieso que comencé a valorar seriamente las bondades del formol para preservar organismos.


[1] Todos estos organismos que pueblan mi libro más reciente Fieras Familiares (finalista del I Premio de Noficción de Libros del Asteroide, 2022). Por si al final de este pasaje se despertará la inquietud de leer otros tropiezos faunísticos semejantes, como esa vez en la que Lupe, la cocodrila, se fugó de su encierro y acechó a Lety, o cuando la Güera Rodríguez, una pitón de cuatro metros, casi me deja manco a merced de la furia reptiliana.

[2] Algunos autores estiman que hay unas 901 especies a nivel mundial, mientras que otros colocan la cifra en 1300, para mayor detalle ver:  Ciro Díaz Walter, Anteparra Miguel Eduardo, Hermann Andréas. «Dermestidae (Coleoptera) en el Perú: revisión y nuevos registros». Rev. peru biol.  [Internet]. 2008; 15( 1 ): 15-20. Disponible en: http://www.scielo.org.pe/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1727-99332008000100003

[3] Pero no se queden con mi palabra, compruébelo por ustedes mismos, con estos impresionantes videos en time-lapse de los derméstidos reduciendo diversos tipos de cadáveres a cenizas: https://www.youtube.com/watch?v=jh6jpBa3W9c

[4] Para una inmersión mucho más profunda en las distintas etapas de la descomposición y el bestiario particular de insectos que participan, con imágenes y videos deliciosamente inquietantes, ver: https://australian.museum/learn/science/stages-of-decomposition/

[5] Para mayor contexto del principio del fin ver «Insecticidio, el apocalipsis invertebrado», publicado por el que esto escribe en Gatoprado, 13/04/2023, sección Zoom: https://gatopardo.com/zoom/insecticidio/

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Zoólogo y escritor mexicano que se dedica a promover la cultura científica. Biólogo por la UNAM y Maestro en Comunicación de la Ciencia del Imperial College (becado por CONACYT). Autor de Fieras Familiares (Finalista I Premio de Noficción de Libros del Asteroide 2022), El ajolote (Elefanta 2ª ed. 2022), Faunologías (Festina 2015) y de la novela Cabeza Ajena (Moho 2017). Colabora con regularidad en Revista de la Universidad de México y Gatopardo, conduce el programa de radio/podcast Masaje Cerebral, es profesor de literatura en la Escuela Superior de Cine y preside la Sociedad de Científicos Anónimos.