Agotado el llanto, queda el despertar

28 julio, 2018

Una reseña de Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017), la novela más reciente del escritor nicaragüense, Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2018. (La Zebra 1 julio, 2018 Crítica).


Centroamérica no es territorio de héroes. Al menos así parece advertirlo la efervescencia del género de la novela negra en una región donde resulta más verosímil que, tras la resolución del enigma de un crimen, los fallidos intentos por restablecer la justicia perdida en un sistema social corrupto terminen —más bien— en castigo.

Ya nadie llora por mí, la novela más reciente del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, se inscribe en el género de la novela negra centroamericana pues gira en torno a un enigma cuya resolución  implica una mirada crítica a los entramados de la corrupción del poder en la sociedad nicaragüense contemporánea. Pero, a diferencia de la perspectiva cínica sobre los problemas de la reconstrucción de las sociedades de la región que sucedieron a los conflictos civiles de las últimas décadas del siglo XX, Ramírez se las arregla para entregar una visión que lejos de ser “desencantada” es esperanzadora.

Uno de los aspectos más interesantes que cabe destacar de esta novela es su sentido de oportunidad en cuanto al manejo del tiempo. Al embarcarse en el abordaje de asuntos neurálgicos subyacentes a la descomposición social y política del mundo que recrea, compone una especie de “preludio” a los estertores del régimen orteguista que actualmente corren como pólvora a través del Internet y las  redes sociales. De hecho, el autor —segundo al mando del gobierno revolucionario del FSLN presidido por Daniel Ortega recién ocurrida la revolución antisomocista en 1979, y distanciado críticamente del gobierno y el partido desde 1998— se encontraba recibiendo el máximo galardón a las letras hispanas cuando iniciaba la ola de protestas multitudinarias contra el actual régimen autoritario de Daniel Ortega y su vicepresidenta, a la vez que esposa, Rosario Murillo. El jurado del Premio Cervantes 2018 destacó de la obra de Ramírez su capacidad para reflejar “la viveza de la vida cotidiana convirtiendo la realidad en una obra de arte, todo ello con excepcional altura literaria y en pluralidad de géneros, como el cuento, la novela y el columnismo periodístico”.

El enigma que desencadena los acontecimientos de Ya nadie llora por mí es la desaparición de Marcela Soto, hijastra de un millonario que encarga su búsqueda al investigador Dolores Morales. Pero el caso es apenas “la punta de un iceberg en el que toman forma la corrupción y el abuso de poder que subyace en el discurso revolucionario de la Nicaragua contemporánea”, reza la sinopsis de la obra.

Dolores Morales, informa una entrada de Wikipedia a modo de preámbulo para quienes no hayan leído la primera parte de su historia en la novela previa El cielo llora por mí, es un antiguo exguerrillero de la lucha antisomocista, quien habiendo sido nombrado Director de Investigación de Drogas en la extinta Policía Sandinista fue dado de baja tras dirigir exitosamente un operativo en el que fueron capturados dos capos de los cárteles de droga de Cali y Sinaloa. “Dada la corrupción ya imperante, tal acción desagradó a las altas autoridades de gobierno…”, se indica.

Los eventos de la trama se desarrollan en sentido cronológico la mayor parte del tiempo, excepto durante una “breve” fragmentación temporal en la que la perspectiva del narrador omnisciente acompaña sucesivamente a distintos personajes, ubicados en distintos lugares, mientras se unen las pistas para dar con el paradero de Marcela. El uso de un lenguaje sencillo característico del habla cotidiana y, sobre todo, el encadenamiento de hechos a un ritmo casi vertiginoso, cuya acción principal se inicia y acaba apenas en un par de días, tienen como resultado una novela que se lee rapidísimo. Parecería como si el autor hubiese aspirado a que su novela se leyera en “tiempo real”, es decir, en una cantidad de días semejante a la que ocupan los acontecimientos para desarrollarse en el tiempo del relato.

Una virtud adicional es que la abundante y perenne alusión a elementos de la realidad nunca deviene en panfleto. Ni siquiera en testimonio. De la Managua real emerge un circuito de lugares que constituyen un mundo propio, el de la novela, una suerte de ruta de “estaciones” que deberá atravesar aquel o aquella que desee encontrar la libertad. Y, para alguien que lee desde fuera de Nicaragua, resulta extraño que la lectura coincida con una crisis política que, inevitablemente, y sin haber estado nunca ahí, lleva a ir reconociendo algunos de los elementos de ese mundo, de esos lugares, a partir de las imágenes difundidas en recientes noticias sobre los actos represivos del gobierno contra la población.

Por eso, cuando en la página inicial del primer día (Viernes 27 de agosto) se describe un “bosque inmenso y extraño” de árboles de la vida, estructuras metálicas sembradas a lo largo de la carretera por orden de la primera dama, viene a mi mente una imagen específica: la de un video que mostraba una de estas estructuras viniéndose abajo en medio de las protestas. Varios de estos árboles metálicos fueron derribados por los manifestantes en distintos puntos del país. Bajo uno de ellos murió el documentalista guatemalteco Eduardo Spiegeler, radicado en Nicaragua desde hacía varios años atrás, quien quedó atrapado mientras varios manifestantes saltaban sobre una estructura metálica derribada, sin reparar en que abajo perecía uno de ellos. A través de ese bosque extraño, el Inspector Dolores Morales llega hasta la mansión del magnate Gabriel Soto Colmenares, a recibir la encomienda de una tarea que habría hecho de él un mercenario. Él, un exjefe guerrillero, un exdirector de investigaciones antidrogas, convertido en un investigador de crímenes de alcoba.

Pero la trama va a torcerse, con nuevas reminiscencias de horrores asociados a la vida familiar Ortega-Murillo. La joven desaparecida será el punto en torno al cual habrán de converger las fuerzas que desafiarán al poder. Y es debido a este aspecto, más aún que al diseño geográfico-espacial o a la progresión de la acción, que la obra de Ramírez en verdad cobra vida. Una red de personajes entrañables constituye el grupo de aliados, mayoritariamente de extracción humilde, cuyas habilidades y características se van complementando y entretejiendo los hilos que terminan por amarrar los cabos, poniendo al descubierto la verdad y recuperando algo de justicia para una víctima que de algún modo los representa a todos. A través de sus interacciones emergen cualidades como la astucia, el coraje, la solidaridad y el humor, mediante las cuales se lubrican los lazos entre seres que así resisten al abuso, los intereses utilitarios y la traición de los que usurpan el poder para servir a aquellos contra quienes alguna vez lucharon, o para servirse del mismo en beneficio propio.

Una lealtad a los principios y a los amigos, a toda prueba, es, por el contrario, la armadura que comparten estos singulares aliados. Así sufran amenazas como la de ser llevados a la Dirección de Auxilio Judicial, mejor conocida como El Chipote, temido centro de tortura desde los tiempos de Somoza que se ha mantenido vigente hasta los tiempos de Ortega, y aún si tales amenazas se concretan. Ahí es enviado Serafín, alias “Rambo”, exguerrillero sandinista a quien Morales salvó la vida en el combate en el que perdió su pierna. El inspector encuentra a su exsubordinado convertido a la postre en un mendigo que ejerce a veces como “motorizado” —de los que “verguean gentes en las manifestaciones”— al servicio del gobierno orteguista. A “Rambo” le aplican ahí la “rutina del submarino”, metiéndolo de cabeza en una pileta hasta que cae desmayado. Pero su lealtad permanece intacta, no sale de su boca palabra alguna que comprometa los planes del inspector y sus aliados.

En la novela, doña Sofía Smith, excorreo del FSLN, exafanadora de la Policía Sandinista y a la sazón investigadora asociada de Dolores Morales, es citada por la madre de Marcela en la Iglesia Divina Misericordia. También el nombre de esa iglesia resuena con un eco específico en la memoria reciente, el del sonido de balas que se escucha en otro video que circuló a través de redes sociales.

Casi 200 jóvenes habían buscado refugio en esa iglesia, ubicada a unos 100 metros de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua-UNAN, luego de que policías y paramilitares atacaran con armamento de guerra a los estudiantes universitarios atrincherados en barricadas con morteros hechizos. Estudiantes, periodistas y sacerdotes se vieron bajo ataque aún dentro de la parroquia. Al cierre del capítulo, en la novela, la madre accede a ponerse —aun transitoriamente— del lado de su joven hija, a reconocer públicamente la verdad sobre los pecados cometidos. En la realidad, ese capítulo aún no llega.

Pero Ya nadie llora por mí es una historia de redención. Porque cuando al cielo se le acaban las lágrimas a la humanidad no le queda otra opción que enjugarse el propio llanto y despertar a un nuevo capítulo. Lejos de ideales divinos o revolucionarios ya insostenibles, la nueva fe ha de encontrar asidero en su propia humanidad. Pero la posibilidad de esperanza humana no tiene carácter individual, sino solidario, colectivo.

El protagonista, un lisiado de guerra aún en proceso de duelo por la muerte de su mejor amigo durante el operativo que lo hizo caer en desgracia en la policía, recibe el llamado a volver al redil de los ideales de la ética por una falsa reverenda. Y una vez que se rinde a los principios que permanecen incólumes en su interior, pese a sus extravíos y vicios más recientes, son varias mujeres las que urden la estrategia en la cual le bastará apoyarse, toda vez que reniegue de su falso orgullo y sus falsas certezas, para reencauzar el sentido olvidado de su vida: la búsqueda de la verdad y la justicia.

Quienes se atreven a participar en el desafío al status quo pagan un precio. Pero lo hacen a sabiendas de que se sacrifican por un bien mayor, aunque se trate apenas del restablecimiento de una reparación moral. Apenas el inicio de un nuevo punto de partida para un nuevo despertar.

Ya nadie llora por mí es una novela política que, desde su ficción, se parece demasiado a la realidad. Pero va más allá de ella. Nos ofrece la opción de imaginar un mundo en el cual la solidaridad de seres explotados y abusados encuentra en el apoyo mutuo la clave para resistir, sobrevivir, burlar y desafiar a la corrupta élite política de turno.

Tres meses de represión policial, militar y paramilitar afín al régimen de la pareja Ortega-Murillo, cifras de muertos y desaparecidos que se calculan en cientos, heridos que se calculan por miles, constituyen el saldo de uno de esos pasajes oscuros de la historia de un país, de una región convulsa como Centroamérica, para el cual adjetivos como negro se queda corto. “La realidad supera la ficción”, se ha dicho. Surrealismo y monstruos se antojan más cercanos para describir el estado en el cual los tentáculos de la corrupción de los líderes de un país superan cualquier límite imaginado en el descenso de los parámetros de humanidad. Para nuestra fortuna, sin embargo, la ficción es evidencia de nuestra capacidad para imaginar cómo trascender la realidad. Por eso, de la mano de la imaginación iremos siempre al menos un paso adelante de la historia de la humanidad.

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