Borges y el tiempo: la mecánica cuántica de los sueños
28 julio, 2018
El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciada¬mente, soy Borges. (J.L.B. Otras inquisiciones, 1952).
Todo empezó cuando intenté contar los segundos en mi mente, y alcanzar un minuto sin ver el reloj. Entonces me di cuenta que era imposible. Hice mis cálculos. Si no soy capaz de medir el tiempo mentalmente como un cronómetro humano, y yo soy la única muestra del universo total de seres humanos, entonces es humanamente imposible contar con precisión, sin un reloj a mano, un minuto. En todo caso, el segundo 40 de mi mente sería el segundo 60 del reloj, y viceversa. Entonces me di cuenta que, en realidad, las matemáticas que gobiernan el tiempo, en cuanto suman proporciones diminutas de espacio a través de símbolos abstractos, no son universalmente comprensibles: mi tiempo matemático no es el tiempo matemático de un artefacto, en este caso, el de un reloj.
Esta comprensión inasible de la compleja realidad abstracta que inventa nuestro cerebro para medir el mundo en el que vivimos, con sus espacios y sus vacíos, sus geometrías y sus mapas, sus latitudes y sus longitudes, en otras palabras: esta matemática del espíritu que no coincide con las matemáticas de Pitágoras, Newton o Leibniz, es la que se pone de manifiesto desde la profunda obra de Borges, cuya carga metafísica es casi teológica. Si bien es cierto que sus teoremas (los de Borges) son meramente ilustrativos, y no tienen otra pretensión que la de justificar con la precisión de la matemática la precisión de su literatura (innovación que siempre le agradeceremos, al igual que a Poe), una vez que Borges metió un número en un ensayo (o en un cuento ensayado, como era su estilo) se volvió refutable matemáticamente.
Dado que las matemáticas, sin embargo, no fueron para Borges, otra cosa que guiños lógicos que le daban sustento a algunas de sus demostraciones literarias, como veníamos diciendo, definiremos el cero como el inicio de un mundo reservado para las mentes de la ingeniería, la computación binaria y la informática que no compiten ni pretenden convivir con las imaginaciones del argentino nacido en 1899. En consecuencia, desde la acera de los aficionados a la literatura de Borges, nuestra acera, el cero será el número místico, es decir, el inicio del universo atrapado en el tiempo desde la literatura que inventó Borges, nuestro pretexto para imaginar mundos desconocidos a través de una obra fantástica que se resiste a morir.
Siempre ejerciendo un paralelismo con la impronta reflexiva de Borges, podríamos pensar, en términos físicos: si un átomo se puede dividir infinitamente en números decimales (números racionales situados entre cero y uno) de partículas subatómicas (las cuales, en su conjunto, contienen materialmente las mismas letras que me arroja el teclado sobre la pantalla del ordenador a partir de impulsos eléctricos específicos —en este instante que ya dejó de ser un instante porque será el instante que aún no es), y un número es la representación simbólica de un átomo (con respecto a su cantidad), siendo la cifra una especie de cábala algebraica, entonces no tendría caso seguir dividiendo las fracciones en números decimales que solamente son finitos si los separamos del tiempo. En otras palabras: si lo que deseo saber es la naturaleza inasible del tiempo que Schopenhauer definió, según Borges, como «sucesión de una realidad que se nos representa materialmente», entonces debemos explicar primero la propiedad de la que está hecha EL-TIEMPO-EN-SÍ más allá de sus valores matemáticos.
Si el-tiempo-mismo está hecho de valores sucesivos que se pueden registrar físicamente a través del mecanismo de cuerda de un reloj, como la Relatividad General de Einstein (corregida por Mileva Maric) propone en 1915, entonces el-tiempo-mismo está hecho de espacio, pese a que son entidades separadas. Y si el espacio es la situación de la representación de la realidad percibida, como bien dice Borges que dice Schopenhauer, entonces no hace falta definir lo que el espacio es, puesto que, al situarse en el tiempo, y suceder con él, terminan fusionándose, sin dejar de ser entidades diferentes, lo cual resulta paradójico.
Una vez planteada esta conjetura metafísica, hablaremos en términos meramente lingüísticos (gramático-literarios) para explicar que el tiempo, entendido como un presente constante, sólo puede ser expresado en gerundio, y, por lo tanto, no puede suceder en infinitivo, puesto que el infinitivo intenta detenerlo. Ejemplo: el verbo «congelar», definido por sí mismo, no puede conjugarse en ninguna persona, ni en la del singular ni en la del plural: yo congelo, tú congelas, él congela, nosotros congelamos, ustedes congelan y ellos congelan. Como puede verse, la sola lecto-escritura de la conjugación del verbo «congelar» descongela su definición, es decir, la refuta. En otras palabras, cuando el verbo sucede en un espacio determinado, no puede situarse en un solo lugar y se abre naturalmente al gerundio, de tal forma que la manera correcta de conjugar el verbo «congelar», sería la siguiente: yo congelando, tú congelando, él congelando, nosotros congelando, ustedes congelando, ellos congelando, (etc.).
Ahora bien, volviendo a Borges, cuando el autor de Historia de la eternidad cita El Timeo de Platón en uno de sus ensayos, manifiesta lo siguiente, con precisión de cirujano: «El tiempo es una imagen móvil de la eternidad». Si esto es como lo afirmó Platón, según Borges, entonces cada instante que sucede y vuelve a suceder (infinitas veces de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás), es un suceso-en-sí-mismo que se abre al gerundio, es decir, es «algo» que aparece en el preciso instante en que desaparece, ejerciendo así un mecanismo físico de aparición y desaparición (repetición, tautología, pleonasmo y aporía) que sólo puede concluir en un oxímoron: «todo instante es eterno». Dicho oxímoron se puede ejemplificar en física cuántica a través de la inédita capacidad que tienen las partículas elementales de superponerse bajo la dualidad onda-corpúsculo, las cuales, a su vez, suceden y aparecen en gerundio cuando son observadas desde los laboratorios microscópicos del CERN: «todo instante está siendo eterno».
Los fieles lectores de Borges, sin embargo, sabemos que nuestro escritor consideró la esfera como el objeto que mejor podía representar el universo. La esfera sería, entonces, el objeto perfecto ya que no tiene ángulos y se curva en la tela espacio-temporal de tal manera que los átomos, que son planetas microscópicos (si los pensamos desde la ciencia ficción), también pasan a ser esferas cuánticas que irradian energía en direcciones divergentes, desde la densidad de su núcleo electrificado hasta su diámetro voluminoso, atraídas por una fuerza centrípeta cuya superficie sirve de membrana física sobre un eje estático redondo, el cual le debe su equilibrio a los radios giratorios que se extienden hacia los puntos del espacio, de forma circular. Es por todo lo anterior que la esfera nos resulta también la mejor manera de ilustrar el tiempo. Y para entender con mayor profundidad la tesis de Borges sobre la eternidad circular, debemos hacer mención del metempsicosis, haciendo la salvedad, por supuesto, de que metempsicosis no es sinónimo de transmigración, y transmigración no es sinónimo de reencarnación.
Está claro que, si una persona reencarna infinitamente en una sucesión de seres vivos, desde diferentes vidas pasadas, presentes y futuras, entonces contiene las propiedades de la eternidad: el tiempo se torna absoluto, dejando la relatividad de un lado. Parafraseando a San Agustín, la explicación sería la siguiente: una persona es inmortal en la medida en que participa de un presente-pasado, un presente-presente y un presente-futuro, de tal manera que el triple-presente la dotaría de una existencia eterna. El sacerdote jesuita Manuel Carreira, astrofísico español y miembro del Observatorio Vaticano, explica que, en física cuántica, por ejemplo, para que una partícula se desplace hacia el otro extremo de una superficie X, no necesita pasar por el medio, lo cual es incompatible con la Teoría de la Relatividad General expuesta por ese carismático violinista judío, Premio Nobel de Física (1921): Albert Einstein. La explicación de Carreira dialoga con la de Borges, quien, por su lado, confiesa lo siguiente en su Nueva refutación del tiempo (1952):
“Niego, en un número elevado de casos, lo sucesivo; niego, en un número elevado de casos, lo contemporáneo también. El amante que piensa: Mientras yo estaba tan feliz, pensando en la fidelidad de mi amor, ella me engañaba, se engaña: si cada estado que vivimos es absoluto, esa felicidad no fue contemporánea de esa traición; el descubrimiento de esa traición es un estado más, inapto para modificar a los “anteriores”, aunque no a su recuerdo. La desventura de hoy no es más real que la dicha pretérita”. (Borges, 2017, 417).
Para sostener el argumento anterior, Borges tuvo que atravesar una serie de transcripciones apologistas del idealismo, expresadas por Berkeley, primero, y por su querido Schopenhauer, después. Para ponerlo en una línea, sin ánimos de exagerar su legado, pero con el deseo de explorar la siguiente hipótesis en ensayos futuros: Borges explicó en términos literarios lo que sólo las matemáticas podían explicar, creando la notable ilusión entre sus lectores, de resolver el enigma de la vida después de la muerte. Con la licencia poética que tenía el argentino ultraísta, atribuida siempre a todo autor capaz de abstraer el lenguaje estilístico hasta un punto metafísico asequible, removió los enigmas de la mecánica cuántica, así como los enigmas del macrocosmos hasta un punto que todavía no se ha estudiado con justicia desde sus ensayos filosóficos.
Con esto no se pretende decir, insisto, que Borges se adentró en la ciencia con la intención de resolver ecuaciones matemáticas complejas, sin embargo, es notable su aporte filosófico desde la literatura sobre los conceptos del tiempo y su relación con el espacio, basado en su propia interpretación de los sueños. De esta manera, en el mundo borgeano lleno de metáforas, aliteraciones y metonimias, también alcanzó el modelo atómico de Bohr, cuyo entendimiento parecía reservado, única y exclusivamente para los sesudos miembros de la Royal Society de Reino Unido. Dicho todo lo anterior, nuestra siguiente pregunta sería: ¿cuál es la relación entre el ejemplo que Borges puso sobre “el amante engañado en la distancia por su amada”, con la especificidad de la mecánica cuántica explicada por Carreira, con relación a la incapacidad humana para asir el tiempo que nos toca en este breve ensayo? Hipótesis #2: El comportamiento del tiempo, que no es arbitrario, sólo se puede “medir” a través de los sueños explicados en los términos en que Borges los concibió.
Dicha unidad de medida, el sueño diario que oscila entre 6 y 8 horas nocturnas, no es 100% fiable ni precisa, pero es la más cercana a la «realidad inmediata» (esto, asumiendo que dicha «realidad inmediata» está sujeta a cuatro dimensiones perceptibles: punto, figura, fondo y tiempo). Esa unidad de medida, el sueño, repetimos, será también la dimensión extrasensorial que nos permitirá decir que, una vez desprendidos de cualquier representación consiente de la eternidad (que no es otra cosa que el tiempo mirándose al espejo infinitamente), sólo poseemos el tiempo cuando soñamos y nos sumergimos en sus cuatro dimensiones, simultáneamente, como lo hace Borges desde sus ensayos fantásticos. En otras palabras, Borges se comporta como una partícula cuántica en el universo literario y nos transmite esa sensación mientras lo leemos: el tiempo continuo sucede en gerundio y atravesamos una quinta dimensión donde sentimos la capacidad de comportarnos como lo haría una partícula elemental: superposición y teleportación, dualidad onda-corpúsculo, son virtudes que obtenemos al leer a Borges, verbigracia: atravesamos paredes milenarias como la Muralla China a lo largo de los siglos, estamos a un mismo tiempo en Buenos Aires e Islandia, etcétera.
Para decirlo de otra manera, siempre borgeana: la medida del tiempo se encuentra en nuestro inconsciente cuántico, a través de las imágenes que soñamos luego de leer los textos fantásticos del genio argentino.
Desde que Pascal inventó la calculadora prehistórica (también conocida como pascalina) en el siglo XVII, ante la mirada perpleja de René Descartes, sabemos que las máquinas pueden realizar operaciones aritméticas simples sin la intervención de la memoria humana directa, es decir, que las máquinas pueden pensar por sí solas. Y si pueden pensar por sí solas, también es cierto que no pueden reflexionar por sí solas, puesto que la reflexión implica un acto espiritual que no empata con las cuatro fuerzas que rigen el comportamiento de la materia. Sus operaciones, las operaciones de las calculadoras, son obviamente mecánicas, y los robots biomecánicos (tal vez la calculadora fue el primer robot biomecánico) sólo pueden reproducir los cómputos que sus creadores, los seres humanos, han sido capaces de implantar en sus discos duros. Pues bien, una vez que una calculadora resuelve que 1 más 1 es igual a 2, entonces nos ahorra el trabajo de memorizar: virtud humana que se diferencia del recuerdo por el mero hecho sensible de que la memoria es fría y el recuerdo es nostálgico (emocional). Sin embargo, pese a que la calculadora no puede sentir lo que piensa, sí puede resolver un problema que no es suyo. Con esto queremos decir que las calculadoras son extensiones racionales de nuestra mente (puramente racionales, insisto) que pueden, incluso, evolucionar hasta un punto en el cual desarrollen una «conciencia artificial», lo cual da para un ensayo aparte.
Una vez hecha esta mención, podemos regresar al tema de los sueños en el mundo borgeano. Si bien es cierto que Borges intentó filtrar analíticamente los argumentos del idealismo para entender la naturaleza del tiempo, es obvio que nuestro autor está hecho de la misma sustancia que intenta refutar. En otras palabras, el tiempo se diluye en Borges como se diluye el río en el océano, a través de axiomas que se vierten en el infinito mar del conocimiento estelar. Borges pierde su tiempo al refutarlo, pero también lo gana, porque intenta asirlo a partir de proverbiales argumentos, como pasa con la siguiente reflexión, no exenta de ironía, como casi toda la obra de Borges:
“Imaginemos un presente cualquiera. En una de las noches del Misisipí, Huckleberry Finn se despierta; la balsa, perdida en la tiniebla parcial, prosigue río abajo; hace tal vez un poco de frío. Huckleberry Finn reconoce el manso ruido infatigable del agua; abre con negligencia los ojos; ve un vago número de estrellas, ve una raya indistinta que son los árboles; luego, se hunde en el sueño inmemorable como en un agua oscura. La metafísica idealista declara que añadir a esas percepciones una sustancia material (el objeto) y una sustancia espiritual (el sujeto) es aventurado e inútil; yo afirmo que no menos ilógico es pensar que son términos de una serie cuyo principio es tan inconcebible como su fin”. (Borges, 2017, 416-417).
Si la materia de la que están hechos los sueños, atravesada por una quinta dimensión donde la mente se comporta como lo hacen las partículas elementales en el mundo cuántico, fue para Borges lo que las matemáticas fueron para Einstein: su numen espiritual, valdría la pena considerar el Sueño bajo el mnemónico Sñ en la tabla periódica de los elementos literarios universales, una invención más de Borges. No sujetos a los principios de la materia, pero sujetos a los principios que rigen la mecánica cuántica del espíritu, los sueños siguen siendo esa unidad de medida cuyo comportamiento no hemos terminado de descifrar, pero somos capaces de percibir con perplejidad mientras dormimos.
La cuerda del reloj nunca se termina en el mundo de los seres eternos, engarzados por un triple-presente agustiniano: el conteo de los segundos resulta un ejercicio tan inútil como irrelevante para el inexorable paso del tiempo a lo largo de los siglos, en la vastedad de los lugares.
El futuro de la inteligencia artificial, que finalmente será la que nos dará la metodología para “medir” el tiempo en el espacio simbólico de los sueños, es también el futuro de los futuros lectores de Borges, quienes verán con ojos más abiertos sus aportaciones a la ciencia desde el mundo fantástico de la literatura, y, tal vez, incluso sabrán ilustrar, como Dalí supo ilustrar la Relatividad General a través de los relojes derretidos, el realismo mágico del mundo onírico de Borges, ese tímido mundo cuántico, tan incierto como previsible y fascinante a la vez, encerrando así una contradicción newtoniana: “Cada partícula de espacio es eterna, cada indivisible momento de duración está en todas partes”. (Principia, III, 42).
Si Borges murió con la convicción de haber refutado el tiempo el 14 de junio de 1986, y nació en el último año del siglo XIX, podemos decir que fue un hombre que perteneció a dos siglos; en cuanto a su mente, hendida por la mecánica cuántica de los sueños, podemos inferir que perteneció a todas las épocas, incluidas las que están por venir.
BIBLIOGRAFIA
- BORGES, Jorge Luis. Borges esencial. Penguin Random House Grupo Editorial. Portugal. 2017.
- SCHOPENHAUER, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Mestas ediciones. Madrid. 2001.
William Grigsby Vergara. 1985. Managua, Nicaragua. Maestro en Estudios de Arte por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México y Licenciado en Diseño Gráfico por la Universidad del Valle de Managua. Colaborador de la Revista Envío de la Universidad Centroamericana (UCA) y catedrático de la misma en la Facultad de Humanidades. Mención de Honor en el Concurso Internacional de Poesía Joven Ernesto Cardenal 2005. Ha publicado cuatro libros hasta la fecha: Versos al óleo (Poesía, INC, 2008), Canciones para Stephanie (Poesía, CNE, 2010), Notas de un sobreviviente (Narrativa, CNE, 2012) y La mecánica del espíritu (Novela, Anamá, 2015).