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Moby Dick

20 septiembre, 2019

Manuel Obregón

En agosto primero del 2019 se cumplieron dos siglos del nacimiento de Herman Melville, autor, entre otros escritos, –el más conocido–, su gran novela, Moby Dick. Triste destino de algunos escritores que en vida no vieron el fruto de su trabajo. En este caso, su texto cumbre lo vienen a desempolvar algunos autores norteamericanos de prestigio, muchas décadas después; entre ellos, William Faulkner, quien dijo que Moby Dick era el libro que le hubiera gustado escribir. Desde entonces, solo desde entonces, se viene repitiendo que estamos frente a la gran novela americana.


En agosto primero del 2019 se cumplieron dos siglos del nacimiento de Herman Melville, autor, entre otros escritos, –el más conocido–, su gran novela, Moby Dick. Triste destino de algunos escritores que en vida no vieron el fruto de su trabajo. En este caso, su texto cumbre lo vienen a desempolvar algunos autores norteamericanos de prestigio, muchas décadas después; entre ellos, William Faulkner, quien dijo que Moby Dick era el libro que le hubiera gustado escribir. Desde entonces, solo desde entonces, se viene repitiendo que estamos frente a la gran novela americana.

Como entusiasta de las novelas épicas me metí de cabeza como Jonás en el vientre de la ballena, durante un mes de relectura, para tratar de completar esa imagen que tengo de Melville como escritor, de la fuerza de su lenguaje; de recrearme con la geografía de Nantucket, en el corazón de la Nueva Inglaterra de 1851; y de cómo pudo haber sido ese mundo rudo de la caza y descuartizamiento de las ballenas. En ese oficio de imaginar, tratar de dibujar la entrega de Melville a esa tarea profana de construir un mundo acuático, donde no se trata de salvar ingenuamente a las especies como en el Arca de Noé, sino, escribir esa monumental blasfemia que es Moby Dick y de los gozos y sinsabores que habrá experimentado, su autor, durante y después de su escritura.

Esta historia, a primera vista, parece ser la aventura por la caza de un cachalote, en particular, la ballena blanca, que, dejó sin una pierna al Capitán Ahab. Podría ser, pero, por el entorno, por el ambiente, por el aura religiosa de la época me inclino más a pensar que se trata de una novela de acentuado énfasis profético. Es la Biblia, como libro sagrado, el que determina la vida y el destino de los hombres.

La novela está escrita con ese respeto, con esa grandilocuencia que caracteriza a los personajes, incluidas las citas teológicas y las procacidades de la jerga de los hombres de mar. Me anima la determinación del carácter de los protagonistas, su seguridad, su rutina de vida. Sus metas definidas de lo que quieren. Su lucha por conseguir un modo honrado de ganársela; pero también de descubrir o ver, como lo afirma el narrador desde el inicio, ese otro lado indescifrable del mundo.

Hombres míticos con la vitalidad de un Ulises que se hacen a la mar por tiempo prolongado dejando una vida personal atrás, pero al igual que cualquiera, albergan recuerdos y nostalgias semejantes para rumearlos en ese otro mundo, de agua y cielo, en sus horas de soledad. Que abrigan esperanzas, que enfrentan el peligro como algo natural para poder sobrevivir, que esperan llegar a viejos y valerse de sus propias facultades, y, disfrutar la vida, bajo el alero familiar.

La historia esconde esos otros propósitos; develar sentimientos escondidos, el debatirse entre la pasividad y la venganza, la sobriedad y la perturbación, la provocación, los celos, la terquedad y la muerte.

El narrador omnisciente, Ismael, nos cuenta la historia. Trae a su memoria los hechos que sucedieron. Como una reproducción, no una improvisación. La novela es eso, una réplica de lo acontecido, aunque en la realidad nunca haya acontecido. Es como describir algo que nunca tuvo lugar, pero sin su aporte la realidad es incompleta e incomprensible. Una historia, paralela, que a la larga, se juntan y confunden. La realidad es efímera, o dura poco; en cambio la literatura es una mesa que siempre está servida al gusto de los comensales.

Moby Dick, está escrito en un lenguaje bíblico y determinista, que lo cubre de una atmósfera ritual y consagrada. No obstante, lo que se impone es la necesidad a la hora de actuar. Un arponero, tiene que ser decidido en herir de muerte a la ballena, no puede darse el lujo de ser piadoso en el momento preciso.

La vocalización, la entonación de los diálogos son de mucha sonoridad, autoridad y rudeza; además, con ese toque evangélico que les da solemnidad. Una novela empapada de oratoria litúrgica. Les embarga una preocupación vital: además de obtener el pan, salvar el alma una vez que les sorprende la muerte.

El Capitán Ahab, aún sin presentarse ante la tripulación, ya lo presienten. –así lo reconocen los marineros–, revestido de una aureola de profeta, representante de la ley. Es casi infalible. La leyenda le acompaña con igual aliento como la única pierna que lo sostiene. Todo mundo sabe o sospecha que la otra, se la desprendió un monstruoso cachalote en las inmensidades del océano. De hecho, físicamente, Ahab aparece casi ya avanzada la cuarta parte de la novela. Un lenguaje franco y golpeado.

La novela es la representación de un gran ceremonial. Como oficiar la Santa Misa. No en el sentido sacro sino profano. El libro sigue, para tener una idea de su estructura, la liturgia del culto católico. La comparación, con toda su inexactitud, en general, creo, es válida. Hay ceremonias iniciales, intermedias y el rito de la conclusión.

La cabina del capitán y la mesa donde se sirven los alimentos; y, la disposición del ritual, tiene semejanza con el oficio de la eucaristía.

El Pequod, es la gran catedral flotante, y el Capitán Ahab su cabeza. Los capitanes y los oficiales de rango, son los ministros de esa Iglesia, y el resto de la tripulación llana, –la marinería variopinta– compone la feligresía.

Muchos pasajes tienen la grandeza del poemario Hojas de hierba de Walt Whitman.

La novela, está novela, estimo, es un vivo ejemplo de la formación del carácter. Cada personaje, distinto, y con una gran convicción y aferramiento a sus ideas y credos. Bruscos o tercos, da lo mismo. Algo de piedad o impiedad los domina. Ellos se entienden, no importa la rudeza del lenguaje. Pues, después de todo, se necesitan. Todos navegan en la misma nave de salvación o muerte. Todos se juegan un mismo destino.

El Capitán es un místico, un volcán en potencia, un huracán. Nadie puede predecir lo que quiere expresar. Un poseído al que temen y respetan. Con frecuencia, un maniático. Un hombre, por su entrecruzado comportamiento, difícil de entender. Se asume que ese estado imprevisible, le viene, no de luchas o combates contra un enemigo en particular, sino; cosa creíble, de los elementos inescrutables del mar. Una conciencia, tan compleja, como ese mar que contempla; de repente es calma y de repente, tempestad. Es hasta después de la mutilación de su pierna que la fijación se concentra en un solo objetivo: matar a la ballena blanca.

El narrador omnisciente sigue siendo, hasta ahora, Ismael. Aunque a ratos tiendan a confundirse ambos, autor y narrador. Es notorio, que, cuando se ahonda en la personalidad de Ahab, quien habla es el autor, y cuando se trata de observaciones menores, Ismael.

Lo bello de la novela no es tanto la imagen que nos formamos con la descripción, sino, las palabras que definen esa imagen. Ya metidos muchas millas náuticas en esta historia, empezamos a ver, más bien a percibir, cuál es el verdadero propósito de este viaje. Lo que pudimos haber intuido en un principio, descuartizar una ballena y aprovechar su aceite, era, por supuesto, un pensamiento ingenuo.

Obviamente se trata de otra cosa. Casi a un tercio de la historia descubrimos el eje que le da vuelta al asunto. Aquí venimos a reconocer que el Capitán Ahab, sí es un personaje enigmático. Ahora sí despliega un torbellino de ideas; en lo que dice, en su actuar, y se nota, de seguro, que lo ha meditado reposadamente.

Ahora entendemos su mutismo, el no dejarse ver por la tripulación. Su autoestima, altísima, no se puede asimilar de golpe. Algo importante se guarda. Espera el momento oportuno para dirigirse a la tripulación. Un Dios dispuesto a que nadie le bloquee sus designios. A ejercer toda su fuerza y carisma para lograr su propósito. Es, por sí solo, el ejercicio del poder.

El capitán, astuto hombre de mar, y sobre todo, conocedor de cómo activar las fibras nerviosas del ser humano para lograr un fin, les tiende una trampa. Pide un martillo y clava en el mástil, una onza de oro español. La codicia, que es tentación a la vista, salta a los ojos de la tripulación. Hasta entonces, da inicio a su discurso.

Y, en su punto más agitado, dispara el torpedo. Como un profeta que conduce a su pueblo les promete, que aquel que le señale una ballena blanca, y lo repite varias veces, «de frente arrugada y mandíbula torcida» esa onza de oro que, a pesar de caer la tarde todavía brilla frente al sol, será suya.

Y, agrega, «Despellejaos los ojos buscándola”.

Los tres arponeros del barco casi de acuerdo preguntan, si no es esa ballena a la que llaman Moby Dick. Entonces el capitán en un arrebato de alegría vengativa les responde que sí, que esa misma es a la que hay que perseguir, y añade «y para eso os habéis embarcado». O sea, no es para la caza de cualquier ballena, lo cual iría con el giro del negocio y sería lo esperado. No, de lo que verdaderamente se trata es de matar a una única ballena, y perseguirla por «los dos lados de la costa, y por todos los lados de la tierra».

Tratando de ir a fondo, uno de los oficiales y copropietario del Pequod, es quien lanza la pregunta quemante para el capitán:»¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?”

El capitán admite que, sí, que fue «Moby Dick quien me desarboló». Se dice que gritó con «un terrible sollozo, ruidoso y animal». El oficial le riposta «he venido aquí para cazar ballenas, y no para la venganza de mi jefe». Y agrega ¡» Venganza contra un animal estúpido! ¡Locura!»

En defensa de su posición, el Capitán Ahab deriva una afirmación filosófica. Asegura que en cada objeto visible, y en cada acontecimiento siempre se esconde algo; y ese algo, es, lo que él persigue. Y confiesa su duda, –que es lo que verdaderamente le atormenta–, de que a lo mejor, detrás de esa máscara, no se oculte más que la ausencia. Su perplejidad queda al desnudo cuando afirma que «Esa cosa inescrutable es la que odio más que nada».

Después del juramento de lealtad de la tripulación, y producto de esa histeria colectiva entre los marineros; emerge la vitalidad, la euforia por cazar a la ballena blanca. Todo se vuelve teatral. El Pequod, cuya tripulación la componen una gama de nacionalidades, hace resonar al unísono un coro de himnos de alegría como poseídos por un espíritu maligno.

Todos quieren, avalan y se empecinan por acabar con el monstruo marino que ha enloquecido al Capitán Ahab.

El trasfondo, el escenario: el mar; pero el contenido, va más allá. Trasciende para alcanzar los más elevados conflictos; lucha interior, dudas, aspiraciones, necesidades y nostalgias de los protagonistas.

Afloran sentimientos en el subconsciente, bloqueos, fobias, turbación, represiones, dolores ocultos, frustración, reservas interiores que quitan el sueño. Hay dramatismo, suspenso, arrebato y surgen las pasiones escondidas.

La mayor riqueza de Moby Dick, a mi parecer, es su lenguaje. Escrito con profundidad. Meditado, arraigado a las creencias religiosas; a las costumbres, a los mitos de la época. Lo profético y lo épico van de la mano. El fenómeno Moby Dick no se puede explicar por la mera razón. Hay, para el creyente o supersticioso, otras fuerzas que, aparentemente, no pueden ser controladas por el hombre.

Todo lo que es capaz de tumbar a un ser humano frente a la adversidad o la desgracia, está, cabalmente explicado en Moby Dick. Si uno se pregunta por qué esa desquiciada actitud del Capitán Ahab, por qué tanto odio frente a esa ballena que lo mutiló de una pierna. Cómo concebir que Ahab sea capaz no sólo de generar su propio odio, su particular cólera frente a su agresor; sino que, con igual energía transmita a la tripulación su rencor exacerbado hacia la bestia. O, más todavía, cómo es posible que la tripulación lo acepte como hipnotizada por una fuerza extraña a su voluntad. Ese misterio, lo deja Melville, en el aire.

La novela puede tener múltiples interpretaciones, al gusto de cada lector. Para mí, algunas me resultan apasionantes. Creo que Moby Dick es símbolo de una lucha y de un insondable diálogo interior. Una interrogación, una amalgama de dudas encontradas, y el examen de una conciencia inquieta. Es la conjura de todos los demonios que cada quien carga en su privacidad. La vida, de alguna manera mutila, y de alguna manera hay que enfrentar las secuelas; ese vacío que cada quien se esfuerza en descubrir o llenar aunque muchas veces no lo logre.

La narración, además de estar escrita en ese estilo épico, profético, determinista de la vida, a veces supersticioso; está impregnada, en mucho, de paroxismo, de energía rebosante, de entrega a fuerzas extrañas que hace que los diálogos salgan de lo más oscuro de cada ser y suban a la superficie. Es como un enfrentamiento a la muerte, donde se permite insultar, delirar, acometer, amonestar al compañero de faena; en un afán de ahuyentar los miedos frente a la manada de cachalotes, que significa una batalla, de igual a igual. Hombre y bestia se temen. Trato fuerte, burlón, bromista, como para ahuyentar fantasmas interiores.

No es el simple enfrentamiento entre el hombre y la bestia. Es la lucha por la supervivencia. Entre el ser y no ser de Hamlet; entre el bien y el mal, entre logros y fracasos, entre la aceptación y el rechazo y por qué no, entre la realidad que nos desgasta y la inevitable tumba que un día nos espera. O, tal vez, una simple pausa entre el silencio y la nada.

Entre otras cosas, la novela es una áspera conversación de marineros. De sus mitos, sus rivalidades, sus temores frente a la tormenta; de los peligros frente a la persecución de la ballena, al igual que el drama colectivo y personal entre sus miembros. Un mundo flotante que en nada se va a diferenciar de los conflictos de los que habitan tierra firme. En ambos hay momentos de esperanza y desolación. Mundo brumoso; misterios, creencias en un Dios que rige los destinos; y, a la vez, incredulidad, y blasfemia. Es como un destierro en la inmensidad de las aguas. El mar los posee y sólo se deben a lo que allí pueda o no ocurrir.

Por ser una novela tan voluminosa el lector corre el riesgo de aburrirse o caer en tedio momentáneo. Este tipo de lectura requiere paciencia. Debemos ubicarnos en la época, y si es de nuestro gusto, meternos también por la historia tangencial. Una desventaja si se quiere pues puede ahuyentar al lector. Quizá hubo algo de cierto en esto cuando se publicó por primera vez.

Otras novelas de gran volumen, interesantes, cautivadoras, épicas como Guerra y paz, idealistas y entretenidas como El Quijote; o seriamente dedicadas a la salud como La Montaña Mágica; digo, todas ellas, también en algún momento se separan del cauce principal, para dar un respiro al lector. Nos cuentan historias paralelas.

Los capítulos, en general, son cortos, no más de dos páginas. La narración se distrae en pequeñas informaciones que nos preparan para la espera ansiosa del Capitán Ahab por encontrar a la ballena blanca, objeto único de su viaje al mando del Pequod.

Como Moby Dick tiene, y de hecho lo tiene, varias lecturas, me limito a señalar, –colateral a la principal–, la más evidente: la narrativa de aventura. Como en el Quijote, que trata de burlar la caballería andante; aquí, es evidente que nos empuja a conocer las vicisitudes de lo que puede ocurrir en alta mar cuando se persigue una ballena, y más que eso, contarnos qué pasa en el alma de cada tripulante y sus contradicciones.

El libro, narración o novela, tiene, en general, una estructura definida, pero al entrar en la vorágine de la historia, toma una dirección zigzagueante, donde la escritura va de corrido, más parecida a un borrador sin corregir. Se nota cuando al terminar un apartado y empezar el siguiente, trata de ampliar o corregir lo que se le olvidó en el primero. O, entra a aclarar conceptos, historiando sobre ellos. Se acuerda de repente donde dejó el relato, y vuelve a engazarlo para proseguir.

Robustez, fuerza, áspero vocabulario de navegantes.

A lo largo de la lectura hay muchas señales que nos apuntan a quién era Melville. Me refiero a su formación. Ante todo, un gran conocedor de la vida marina y de la pesca de la ballena. Un gran investigador de la vida del cetáceo y de su estructura anatómica. Un gran lector de libros de aventuras. Un gran lector de libros científicos. Antes de escribir sabía muy bien de qué estaba hablando.

No sólo eso, fue un hombre que supo vivir su tiempo. Estaba al día de todo lo que se podía conocer de los viajes de los barcos balleneros y de la intrépida vida en alta mar. Él mismo fue viajero incansable. De todas las sutilezas, conocimientos y habilidades que necesita un capitán y sus oficiales para poder enfrentarse y luchar con estos monstruos; así como los usos y valor de mercado del producto más preciado: su aceite.

Sorprende como va dándole forma a la historia relacionando costumbres, religiosidad, idiosincrasia, mitos, leyendas, carácter, vocabulario, psicología de los personajes, y una cultura actualizada de los clásicos, desde los filósofos griegos hasta lecturas a fondo de pensadores como Espinoza o Goethe; y citar con frecuencia pasajes de la Biblia, a Cervantes, acotaciones históricas, y las tragedias de Shakespeare. Para cada capítulo se observa una rigurosa documentación. Sabe las minucias de su oficio.

Su escritura nos revela que no hay nada fácil en este peregrinar por la tierra. Que cada persona enfrentará, tarde o temprano, los demonios que le toque vivir. Lo ejemplifica con la azarosa vida del mar y sus monstruos; pero, igualmente, la vida en tierra, corre igual suerte. Las épocas son diferentes, pero nadie se libra de esa dicotomía entre la vida interior y la realidad; entre el bien y el mal, entre paz y guerra; entre tranquilidad e incertidumbre. Cada quien lleva en su interior, y se medirá sea por voluntad o empujado por las circunstancias, ante ese desconocido que se llama: Moby Dick.

Su narrativa va tanto, creo, por el lado de una angustia existencial frente a lo desconocido, de su filosofar, de ese lado escondido de todo ser humano que se guarda para sí ciertos sentimientos; como por el deleite del detalle de la vida marina.

Lo que vale en esta historia es la caracterización de los personajes; su conceptualización de la vida, su empecinamiento de una lucha que no está definida; su vida interior llena de, valga la contradicción, vacíos, ansias no colmadas, recuerdos borrosos, animosidades y dudas. Las mismas extrañas visiones de todo ser humano, que sabe que no lo tiene todo, que hay enigmas insondables, que hay límites, no sólo si se piensa en el futuro; más aún, en el presente, plagado de incertidumbre.

El lector debe estar atento, tanto al detalle narrado como al norte de la novela que, no hay duda, es la tragedia del Capitán Ahab. Que bien puede repetirse en la vida real. Es una novela de muchos folios pero sin perder el eje central.

Mucha aventura de mar, pero sólo como preparativo para el plato mayor: la venganza inútil del Capitán Ahab contra la ballena blanca, única meta de su azorada existencia; no para compensar el dolor infligido por Moby Dick por haberle mutilado una pierna. No, frente a ese hecho no se recuperará nunca, sino, como símbolo del abandono y vulnerabilidad de todos los hombres, condenados, sin remedio, a las penurias de esta tierra.

Alguien podría decir inclusive que está novela, no sin sobrarle razón, es un cerro de cabos sueltos; sí, claro, sueltos, pero no dispersos.

La novela tiene momentos de mucho lirismo.

El temor siempre está presente. El océano encierra en sus entrañas el poder de la muerte. En medio de la tormenta, de algarabía marinera, de alboroto y desasosiego, brilla el fuego de San Telmo. Para Ahab, alucinado y violento, es la señal inequívoca: alumbra el camino para la venganza. Ahab, el primero. Frente al timón, le parece conducir al mundo. En un momento exclama «¡Enyugad aquellas olas!: ¡hola! Conduzco el mar como un tiro de caballos». En otro momento serán las sirenas y sus marineros cantos los que pondrán la zozobra. Los marinos más viejos dirán que no son sirenas, tan sólo el lamento de los que, sin poder ser rescatados, se ahogan en la soledad de un naufragio.

El capitán aprovecha muy bien los diálogos con la tripulación para filosofar. Siempre los amonesta; pero en realidad quien habla no es Ahab, es el propio profeta. En su voz apresurada y mandona, es la voz de Dios.

Aceptando la realidad humana, lo abruma el pensamiento de la esposa que espera, con quien se ha unido cuando era un hombre de media vida, –pasado de los cincuenta–, y ahora se siente casi viejo y cansado; recuerda cómo ha afrontado cuarenta años de su vida en la caza de ballenas. Como él mismo lo recalca «cuarenta años en el mar despiadado.» No sabe si valió la pena haber consumido tanto tiempo en medio de ese mar incierto y voluble. Sin esperanza piensa que, con suerte, volverá a acariciar a sus hijos.

El gran capitán está poseído y da órdenes confusas a una tripulación diezmada que hace exclamar a uno de los oficiales “¡En nombre de Jesús, basta de esto: es peor que la locura del diablo!”. El paroxismo de la irrealidad que experimenta Ahab se alcanza cuando, en medio de ese torbellino de dos días de lucha con el monstruo, en voz estentórea, afirma, «Loco! Soy el lugarteniente del Destino”.
El final es apoteósico, es un gran monólogo. Un Ahab fuera de sí, sólo frente a un destino inexorable. Grita y se sacude, cree consumada su venganza, la ballena blanca sólo flotará por última vez, para, como en un adiós, sumergirse para siempre; así lo desea Ahab. No obstante, en su doble pensar sabe que es un engaño. Sabe que el perseguido ahora, es él; que no hay escape, que el gran cachalote, con su nevado lomo, viene a cobrársela; y, muy cara.

La batalla se vuelve una lucha de titanes. Después de chocar con la mole blanca de la ballena, en un combate cuerpo a cuerpo, la vigorosa cola de la ballena hace volar las lanchas, las estachas y los navegantes, como si fuesen de papel, en un remolino de mar que todo se lo traga.

En su paranoia, el capitán alcanza a pronunciar su última frase, ya apagada, que se pierde en burbujas bajo las aguas. Con el ánimo perdido pregunta «¡E, vigías! ¿Por dónde va…?». Toda fuerza se desvanece toda venganza es inútil y todo sueño se disipa.

No hay regreso. En la frase bíblica, todo está consumado.

El Pequod, se hundió, con todos sus tripulantes; y, el doblón de oro, clavado en el mástil, reposará en el suelo marino, ajeno a la codicia de los hombres.

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.