Mi lectura de «Polvo en el viento» de Nadine Lacayo
11 septiembre, 2019
«Los mortales se atreven, ¡ay!, siempre a culpar a los dioses porque dicen que todos sus males nosotros les damos, y son ellos que, con sus locuras, se atraen infortunios que el Destino jamás decretó.» Homero.
Se ve por el epígrafe que quiero hacer del libro de Nadine Lacayo, entre las muchas que nos propone, una lectura no histórica ni política, tampoco memorística, aunque todas esas perspectivas lo contienen y a las cuales han aludido algunos reseñistas en los medios o internautas de las redes sociales, que no creo necesario repetir. Intento una aproximación literaria, en la que el placer de leer se halle a sus anchas para encontrar la belleza de lo escrito, porque como quisiera Roland Barthes, yo veo aquí un texto de placer “que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura.” Y cito esos conocidos versos de La Odisea, no para presumir de clasicista, que poco sé de griegos y latinos, sino porque leyendo Polvo en el viento se me agolpan referencias de otros textos visuales, auditivos o escritos de esos a los que de vez en vez solemos regresar nada más por el gusto de frasear un verso como aquel de CMR en Las vírgenes prudentes: “por encima del mar tenebroso donde culebrea el cielo?” o ver a Brando acariciar al gato en The Godfather o a Betty Davis arrastrar a Joan Crawford en What Ever Happened To Baby Jane?; para no volver a ser muchacho oyendo a Roberta Flack cantar “Killing Me Softly” y el primero que atino a discernir después de leer este extenso y denso libro es el regreso a Ítaca dos décadas después de que Ulises dejara su hogar para irse a la Guerra de Troya, pasando por todas las vicisitudes que vivió antes de volver al punto de partida.
Me explico.
A donde llega Emelina, voz narrativa del libro, muchas décadas después de la guerra y la esperanza, después de los sueños y las pesadillas, luego de las victorias y las derrotas, con sus pérdidas y sus ilusiones, es el locus del dolor al que vuelve para revivir su amor de juventud, una ciudad que ha perdido el encanto del lugar donde, una vez, todo para ella había sido enamorado, como diría con magia verbal Ernesto Mejía Sánchez, porque la ciudad de Diriamba al regreso de Emelina no es ni por asomo la villa señorial de otros tiempos, ni sus alrededores son sus frescas montañas que dieron albergue al café que una vez produjo riquezas a algunas familias de la región. Ahora hay ruinas, reliquias, como en la Ítaca que espera a Ulises. Pero el personaje que vuelve no es Ulises a los brazos de su fiel Penélope, sino Antígona en su madurez resuelta a cerrar los duelos incompletos de su juventud, ni Polvo en el viento versa sobre un hermano sino sobre Pikin, el novio caído en los albores de la victoria revolucionaria, forjada por ambos, entre otros millares de jóvenes soñadores que lucharon creyendo que, después de derrotar a la dictadura de Somoza, a Nicaragua jamás volvería el autoritarismo, la violencia de Estado y la incertidumbre del presente. Emelina va al encuentro de la madre de Pikin Guerrero, para recorrer juntas los caminos del martirio y la victoria.
El lugar de enunciación de la voz narrativa siempre en segunda persona, es la evocación de la ciudad vivida y recorrida en la motocicleta, a pie o en el jeep con ese novio difunto, Pikin, a cuya memoria rinde un parte de guerra conmovedor que se entrelaza, con los recuerdos familiares y el quiebre de los horizontes compartidos. Aludo a la voz narrativa que en sostenido monólogo a lo largo de trescientas y pico de páginas evoca la presencia del amado, en cada esquina, rosetón, campanario, torre e iglesia del pueblo venido a menos a causa de la avalancha de cambios que supuso la vida después del triunfo revolucionario, de la guerra contra, de la derrota electoral del sandinismo, de los gobiernos neoliberales hasta el presente de supresión de derechos y libertades públicas, intercalando el tono lírico con el parte noticioso de hechos que cambiaron la vida para siempre como la liberación pueblo por pueblo hasta llegar a la victoria del 19 de julio, los desastres ecológicos causados por las políticas de la revolución que llevaron a la quiebra económica a Diriamba.
Todo eso está dicho en una prosa desbordada, de tono irónico que roza el dolor en estado puro y revela un genio literario asistido por el talento bien administrado, porque en la escritura de Nadine Lacayo discurren la memoria de la muchacha unida a la guerrilla, el documento de la investigadora social, el apunte para el discurso de la dirigente revolucionaria, la joven evocadora de los encuentros clandestinos con su amante, la mujer que ha visto a sus hijos marcharse de su seno y que en la madurez retorna a los sitios de la angustia y la alegría, la testigo de una y mil muertes, cuyo punto de apoyo es la madre del hombre evocado, una mujer que se mantiene en pie desafiando al tiempo y sus intemperies de muerte. Este puede ser dos, tres, muchos libros, porque en él hay varias historias en apretada síntesis que nos cuentan la de Nicaragua a finales del siglo XX y principios del XXI, la de un amor roto por la guerra, la de unos sueños que se hicieron polvo en el viento y el permanente amor materno de la mujer solidaria con la novia viuda, aun después de cuarenta intensos años vividos plenamente.
Hay en Polvo en el viento una prosa desnuda, lacerante, irónica, a veces sardónica, a menudo dolorosa, que tiene de continuo un sabor a sal y a amarga masticada, tal a la punzante historia de El dolor de Marguerite Duras. Su discurrir es el de un río que parla desbordado en lágrimas lúcidas que le dan bríos a la reflexión y el pensamiento largamente labrados. Leyéndola, es posible que el lector evoque a la Duras de juventud, andando por los escombros de París después del armisticio, yendo y viniendo a las estaciones de trenes a ver si en los vagones de deportados políticos de Weimar viene su antiguo amado Robert L. Sólo que aquí el amado ha muerto y en El dolor, vuelve convertido en magro costal de huesos para dejarse cuidar por la mujer amada que lo esperó, pero que ya no lo ama.
Polvo en el viento no es el diario que cincela la frase a punzón telegráfico como hace Margarite Duras en El dolor, un manojo de papeles manuscritos durante la Segunda Guerra Mundial, hallado en un cajón muchos años después y en el que hizo apuntes lacerantes como este auto interrogatorio desquiciado por la materia dolorosa que lo habita: “¿Qué es toda esta historia? ¿De qué se trata? ¿Robert L.? No más dolor. Estoy a punto de comprender que ya no hay nada en común entre este hombre y yo. Lo mismo daría esperar a otro. Yo ya no existo.” (46) En cambio la vitalidad en Nadine Lacayo persiste a pesar de los pesares en ese dialogo a través del tiempo con su amor perdido en la guerra insurreccional, diálogo en el que el optimismo se erige en vencedor para hacer ver el lado positivo de la vida y hablar al amado de su madre, entera y esbelta como el pilar que sobrevive a la ciudad: “Tu madre sigue linda, particular, dulce. A pesar de sus años se le advierte su aire de belleza en su figura general y, sobre todo en sus ojos. Se siente su ternura, que ahora se asoma entre sus arrugas y su pelo absolutamente blanco. Mantiene su personalidad, expresiva y reservada al mismo tiempo, de puertas abiertas por donde sigue filtrándose su alegre rebeldía.”
Lo que en Duras es derrota en la victoria sobre el nazismo, en Nadine Lacayo es voluntad de continuar luchando después de las derrotas.
Mientras lo leo me sobreviene nuestra hermana la cursilería del Hollywood lacrimoso por la fácil asociación de la canción del grupo Kansas “Dust in the Wind” que da título al libro con Gone With The Wind y revivo a la invencible Scarlett O’Hara, cuyo tesón y voluntad inclaudicable la hacen levantarse de las cenizas que arrasaron Tara, su tierra, su casa y su amor igual que la Emelina que protagoniza las páginas de Polvo en el viento, porque ella también avanza sin doblegarse, guardando para después su lamento y su pesar, para agitarse frágil como la espiga que se alza en la tormenta. Pero uno tiene recursos en la historia literaria nicaragüense y puede decir que en este libro resuena la voz victoriosa de Antígona en el infierno del dramaturgo Rolando Steiner, después de clamar: “Mis muertos, Creonte, devuélveme mis muertos”, porque vence sobre el tirano y puede presenciar el funeral digno de un héroe que los pueblos dan a su Pikin.
¿Coda de esta sinfonía? El leitmotiv de Polvo en el viento es la memoria que habitan los fantasmas del pasado, alumbrada por ese ángel de la historia que nos arrastra hacia otro futuro tan ilusionado como el de nuestra juventud.