Ya nadie llora por mí de Sergio Ramírez: contra los abusos del poder, decir es actuar
29 noviembre, 2019
– Poco antes de que le concedan el Premio Cervantes, Sergio Ramírez publica, en octubre de 2017, Ya nadie llora por mí, una novela negra protagonizada por el inspector Dolores Morales que ya era el personaje principal de El cielo llora por mí (2008). El autor explica en una entrevista: «Han pasado casi diez años desde El cielo llora por mí, y me parece que a través de un personaje como este se puede explorar una sociedad. La continuidad del personaje da la oportunidad de explorar distintas etapas históricas de una sociedad y poderlas reflejar a través de la ficción».
Poco antes de que le concedan el Premio Cervantes, Sergio Ramírez publica, en octubre de 2017, Ya nadie llora por mí, una novela negra protagonizada por el inspector Dolores Morales que ya era el personaje principal de El cielo llora por mí (2008). El autor explica en una entrevista: «Han pasado casi diez años desde El cielo llora por mí, y me parece que a través de un personaje como este se puede explorar una sociedad. La continuidad del personaje da la oportunidad de explorar distintas etapas históricas de una sociedad y poderlas reflejar a través de la ficción» (Gutiérrez).
Morales evoluciona a lo largo de los cambios sociales que se producen en Nicaragua: este antiguo miembro de la Policía Sandinista, que en El cielo llora por mí está en la Policía Nacional, se convierte en esta segunda entrega en un investigador privado después de recibir la baja por el éxito, en la primera novela, de un operativo que, al desmantelar una red de narcotraficantes, revela y perturba la corrupción imperante en las altas esferas del poder.
En 2009, titulamos un artículo sobre El cielo llora por mí, «poder de la corrupcion y contrapoder de la ética», una dualidad que podríamos aplicar a Ya nadie llora por mí que se interesa por abusos de poder individuales en un contexto de abusos de poder políticos: cuando el riquísimo y por lo tanto poderoso Miguel Soto contrata a Morales para encontrar a la hija de su esposa que desapareció una semana antes, la investigación, que revela la violación del padrastro desde que la niña tenía catorce años, permite descubrir violaciones más amplias, violencias y corrupciones del poder —en este caso revolucionario—. Contra el poder abusivo e invasivo, contra sus mentiras, se erige la palabra, con la denuncia de la víctima, una palabra actuante.
Violación e investigación: la función del personaje
La investigación que pone en escena a antiguos sandinistas permite diferenciar a los revolucionarios que se han dejado corromper de los que han conservado una ética. Empecemos por los «perdedores éticos» para hablar como Ana María Amar Sánchez en su estudio Instrucciones para la derrota. Narrativas éticas y políticas de perdedores. El protagonista Dolores Morales es un perfecto ejemplo de esas figuras narrativas. Si el héroe de la novela es también un antihéroe, este antihéroe es a su manera un héroe moral, un personaje que más allá de sus ambivalencias no se aparta de la ética.
Este héroe novelesco, como leemos en varias réplicas metaficcionales ocurrentes y en ese caso cervantinas, con las que suele jugar Sergio Ramírez («¿Conoce entonces su fama? -dijo Rambo-. Han escrito libros donde sale de personaje principal», 144), es un antiguo guerrillero que luchó en las filas del FSLN en una columna comandada por una figura de la “mitología” sandinista, Gaspar García Laviana; pero es un guerrillero mutilado, herido en la rodilla y al que implantaron una prótesis. El dolor que le produce bien puede ser metáforico y revelar heridas más profundas o precisamente “morales” como deja entender una onomástica significativa.
Si no se asemeja físicamente al héroe solar —Soto lo llama «el renco»— expresa una forma de “solaridad” a nivel moral: captura en 1999 a unos capos de la droga sin ensuciarse las manos con el dinero fácil, y al final de la novela no conserva el dinero de Soto sino que lo da a una asociación de ayuda a los niños con cáncer. Aunque siente algo por la joven víctima, que sólo lo ve como un protector, guarda las distancias: no abusa, defiende, otra diferencia notable con los que están del lado del poder. Y si parece que pierde contra los “poderosos” puesto que lo arrestan al final de la novela y lo deportan para Honduras, en algún sentido gana contra la corrupción y la violencia al no dejarse tentar por ellas.
Por fin, cuando se entera al final de que su amante ingresa el en hospital porque su cáncer se ha agravado, decide volver de Honduras y esconderse en el Mercado Oriental, que es como los bajos fondos o unos márgenes sociales, contra el poder que lo amenaza y contra la ley, a juzgar por el comentario jocoso de Dixon que conforma el desenlace: «Ésta va a ser la primera agencia de detectives clandestina que se ve en el mundo» (356). Si Morales se halla fuera de la ley, como un delincuente, es porque la ley delinque; el Mercado Oriental aparece entonces como un contraespacio, un espacio de contrapoder.
Es verdad que en un momento dado, que no dura mucho, Morales parece oscilar entre la indiferencia y la defensa de la víctima, lo que lleva al personaje probablemente más ético de la novela, la reverenda Úrsula —que recuerda a la Monja de El cielo llora por mí— a ironizar: «de guerrillero revolucionario a empleado de un enemigo de clase», «Usted sirve ahora a aquellos contra los que un día luchó » (147 y 148). Pero bastan unas réplicas de Dixon para que Morales se implique al lado de la chica, eligiendo una (re)acción ética. Sergio Ramírez evoca estas vacilaciones:
Porque a él le ofrecen una cantidad de dinero por resolver este caso, que para él es enorme, y cuando se da cuenta de lo que hay detrás, duda entre seguir adelante y de qué lado se va a poner: del dinero que le están ofreciendo o de su propia ética, vieja ética que él defiende siempre. Estas dudas son las que hacen al personaje (Gutiérrez).
Alrededor de Morales, desfila una galería de personajes auxiliares: volvemos a encontrar, entre los personajes más cercanos, y vinculados de una manera u otra con la muerte, a Doña Sofía la bien nombrada, cuyo hijo murió cuando la revolución, y —más inesperado puesto que fallece en El cielo llora por mí— al divertido Lord Dixon, más fiel e íntimo que nunca, que desde otra dimensión sigue acompañando a su amigo y forma parte integrante de la investigación: Morales puede oír sus comentarios (im)pertinentes e incluso sentir una presencia casi física («sintió en las costillas el codazo de Lord Dixon», 236). Ese Dixon al que Morales no puede ocultar nada y que a veces sabe más que el detective porque presencia otras conversaciones, ese Dixon entrañable al que Morales dice «Qué haría yo sin vos, hermano» (68), es como su conciencia, su Pepe Grillo (154), lo hace avanzar o lo conciencia.
Entre los informadores que ayudan a Morales, está su amante la Fanny, unos primos de la barbería vecina de la oficina de Morales, un doctor convertido en propietario de una oficina de cobros: son personajes que oyen, ven, y luego cuentan, participando en la investigación que avanza mediante los diálogos de todos, los datos convergentes o contradictorios de esos “colaboradores” dinámicos a nivel narrativo (y también gracias a la revista de celebridades ¡Hola! o sitios de Internet, Facebook, el group chat, que se han convertido en fuentes de datos indispensables).
Esos personajes y otros, aunque duales y complejos, están del lado de la ética o por lo menos de una ética, una palabra que hace sentido para Sergio Ramírez como pudimos mostrar en otros estudios, una ética que «se parece muchas veces a la esperanza» (2006: 82) y se opone por lo tanto al cinismo y al desencanto. Más allá de las leyes jurídicas a las que ni siquiera obedecen sus representantes, la ética representa una ley interior, una conciencia moral proveedora de leyes que se imponen por sí mismas, desde dentro. Sergio Ramírez forma parte de esos escritores que apelan a la ética, al retorno de valores universales que, en tanto polos positivos de apreciación, necesarios para calificar el mundo y comportarse con los otros, le dan un sentido al vivir juntos y al hombre.
En la novela, Morales pertenece a esa categoría de antiguos sandinistas probablemente nostálgicos de la dimensión ética de la lucha revolucionaria. Pero en una época post-utópica, la ética ya no obedece a valores sacralizados o absolutizados como si a una «ética de convicción» que sólo consideraba los principios y las certidumbres morales sin preocuparse por sus consecuencias, sucediese una «ética de responsabilidad», para hablar como Max Weber (183), más empírica, que se preocupa por sus incidencias en el hombre y puede renunciar a una parte de idealidad.
Morales parece apegado a valores que sirven al otro y no le perjudican. Contra la pérdida de valores y de referentes ideológicos consecutiva a la derrota sandinista y a la imagen de una revolución corrompida, un sentido parece recobrado aquí, sustituye a las trascendencias verticales de antaño tales como la revolución, una “trascendencia horizontal” por así decirlo, que considera al hombre como valor supremo, se arraiga en él y no en nociones exteriores, como si el sandinismo fuese “reinvertido” o resemantizado ya no de manera apasionada sino en una perspectiva humanista. En una entrevista titulada «Ya nadie llora por mí, reflejo de la realidad centroamericana», Sergio Ramírez explica cómo Morales creyó en la justicia, en una revolución que cambiaría todo a favor de los más pobres, de los desposeídos, y en la realidad actual él defiende esa ética como puede. Y la lleva consigo, maltrecha pero está. Entonces en esta contradicción está basado mi personaje, no hay revolución, la revolución desapareció. Las situaciones reales son totalmente diferentes y tiene que enfrentarse a la corrupción y a las anormalidades y debilidades institucionales, sin embargo, lo hace armado con esta ética vieja en la que ya nadie cree. Y es su manera de seguir adelante.
El autor observa que si en la novela negra europea, el detective actúa en un marco institucional y judicial transparente con aparatos de Estado que pueden respaldarle, en Nicaragua hay que partir de la premisa contraria: «no se puede confiar en el aparato judicial, las instituciones están contaminadas y el mismo investigador corre el riesgo de contaminarse por la corrupción imperante». El espacio diferente crea un tipo de personaje diferente, de ahí el humor negro de Morales (ibid.). Ya en Un sandinismo en el que creer (2000), Sergio Ramírez lamentaba esa Nicaragua «envilecida por la corrupción y por las componendas políticas» que parece haber olvidado la gesta revolucionaria que sacudió todo el continente (31). Ya con la publicación de Sombras nada más (2002), afirmaba: «El poder me fascina, es un juego perverso y apasionante. Sus reglas, trampas y oscuridades son milenarias. No cambian. Pueden aplicarse a cualquier sistema político. Nadie puede negar el poder del poder» (Fernández), ni siquiera los revolucionarios porque
el poder termina modificando la vida de quien lo ejerce, y de los que están colocados bajo el poder. […] Y aunque se trate del poder de una revolución, es el mismo poder de siempre […]. El poder comienza a deteriorar los ideales desde el mismo día en que se asume; el poder es un ser viviente (2000: 12).
En Ya nadie llora por mí, frente a los perdedores éticos, se alzan figuras del poder corrupto, con el Jefe de Inteligencia de la Policía Nacional, Anastasio Prado (apodado Tongolele por su mechón blanco), que ironiza ante Morales: «Entiendo tu arrechura, perdiste y se acabó» (349). Este personaje taimado contrasta con antiguos sandinistas de una integridad irrefragable. Recuerda al Caupolicán de El cielo llora por mí, un ex revolucionario, hombre corrupto y traidor sin el menor escrúpulo, que es la metáfora de la tentación del poder. Caupolicán y Tongolele son representativos de aquellos guerrilleros cuya lealtad a la ideología y después al poder revolucionario se convirtió en lealtad al poder a secas. Tongolele se mueve «en las sombras» y nadie sabe hasta dónde llega su poder puesto que tiene un «vínculo directo con “las alturas celestiales”» mediante un celular codificado (135 y 196).
Sergio Ramírez suele ridiculizar a los representantes del poder, lo más a menudo físicamente, siendo la vena satírica una estrategia eficaz de denuncia: Tongolele tiene el rostro devastado por el acné, una fealdad física que revela la fealdad moral de este personaje cínico y oscuro. Tratándose de satirización, el sobrino y agente de Soto, Manuelito, un joven de pocas luces que figura el cornudo ingenuo —puesto que debe casarse con Marcela sin sospechar la relación de su tío con ella, lo que es una primera forma de desvirilización o de castración simbólica—, padece una enfermedad que deforma el pene (83).
Otro personaje sombrío como Tongolele, y con el que va a aliarse, es Miguel Soto, un millonario, como tal todopoderoso puesto que el poder del dinero le permite confabularse con el poder político, es el personaje tipo de la impunidad: «Fraudes por doquier, enriquecimiento ilícito, negocios turbios […], lavado de dinero en el extranjero» (169); sin olvidar el crimen principal de la novela y el mayor abuso de poder: la violación de su propia hijastra.
Entre los personajes éticos y los personajes corruptos, están los supervivientes que pueden parecer cínicos a veces pero cuyos “valores” fluctuantes acusan ante todo el sistema social y político que los margina o les incita a una forma agresiva de supervivencia: sea Serafín, alias Rambo, ex guerrillero cuyo jefe de escuadra en el Frente Sur no era sino Morales, reducido en el presente de la novela a una especie de pordiosero que le presta sus servicios violentos al Rey de los Zopilotes; sea este último que hasta sobre la Policía impera y que maneja las fuerzas de choque que atacan a los manifestantes sin que nadie desacate su palabra porque es él quien reparte el dinero del comercio de la basura (177-178). Pero los dos obedecen ciegamente al personaje más ético de la novela que es la reverenda, sirviendo al mismo tiempo un poder violento y corrupto para sobrevivir, y un poder moral por fidelidad a la que les ayudó cuando todos los abandonaban.
La madre de Marcela, doña Ángela, es otro personaje ambiguo, víctima y cómplice del poder del marido, tristemente cobarde pero que recobra fuerzas para defender a la hija antes de retractarse y de encerrarse de nuevo en la jaula de la apariencia de matrimonio feliz. Si es cierto que es una mujer miedosa que ni siquiera protege a su propia hija, es un personaje que permite mostrar por una parte qué trampas y dilemas sicológicos teje el poder abusivo, y por otra parte el valor que se necesita para rebelarse y extraerse de su dominio y de sus garras invisibles.
Nada que ver sin embargo con la verdadera víctima cuyo retrato no presenta zonas oscuras o grises porque es el personaje mediante el cual se denuncian los abusos del poder. De hecho, la violación de Marcela merece una segunda lectura, alegórica. En esta novela que entrecruza historias individuales e Historia colectiva, rememorando la evolución de ciertos personajes al ritmo de los cambios políticos (Somoza, la revolución, Violeta Chamorro, Arnoldo Alemán, Daniel Ortega) —personajes por lo demás funcionales como hemos visto—, el abuso de poder de Soto bien puede reflejar los abusos del poder político: la violación remite a la violencia, la mentira a la corrupción, y la desigualdad de poder a las injusticias sociales.
Violaciones y poder político: una ficción crítica
Sergio Ramírez explica que la novela negra le permite exponer la realidad centroamericana contemporánea que, hoy, tiene que ver con el dinero fácil, las fortunas ilegales y una corrupción que afectan no sólo a las entidades gubernamentales sino también a la sociedad misma (El Salvador.com). La novela negra, la novela detectivesca, permiten una exploración de la sociedad que lleva a la revelación de un poder político disfuncional, y como tal tiene una función crítica. Cuando doña Sofía le dice a un Morales expulsado para Honduras, «Qué abuso más grande, en qué tiempo estamos» (354), sintetiza una serie de abusos de poder de los que la novela ofrece ejemplos característicos tales como la violencia, la corrupción, la dominación de unos sobre otros perceptible en las desigualdades sociales.
Primero, la violencia: Rambo es un cadenero de los Frentes Populares en la motorizada, forma parte de los que verguean gente en las manifestaciones bajo las órdenes del Rey de los Zopilotes: «Y cuando se ofrece desbaratar a cadenazo limpio las manifestaciones de opositores en la calle, y a todos estos que andan protestando contra el Gran Canal, despacha a los encapuchados de la escuadra de motocicletas, uno que maneja y otro que va en ancas» (178), lo que recuerda las turbas sandinistas y revela una violencia de Estado.
El peor ejemplo de ésta son las torturas —que recuerdan una era dictatorial de triste memoria— en El Chipote, el célebre centro de detención preventiva de Auxilio Judicial con sus barbaridades, la chimichú o el submarino al que someten a Rambo:
Lo habían desnudado para meterlo de cabeza en la pileta una y otra vez, amarrados de pies y manos, y a punto del ahogo lo agarraban del pelo para tirarlo al piso de cemento donde, puestos de rodillas, le repetían las mismas preguntas. […] Tongolele pulsó un timbre para dar la orden de continuar, pero tras dos intentos más se les desmayó al sacarlo de la pileta […]. Entonces lo dejaron tendido en un charco sobre el piso, vomitando en ruidosas arcadas (278).
La corrupción es otra faceta del poder político pervertido, una corrupción legalizada o que hace ley, si recordamos que en El cielo llora por mí castigan a Morales por capturar a narcotraficantes como recuerda la página Wikipedia dedicada al personaje en el umbral de Ya nadie llora por mí: «Dada la corrupción imperante, tal acción desagradó a las altas autoridades del gobierno, y el ministro de Gobernación ordenó su retiro de servicio» (12).
En el mismo documento apócrifo, la última sección «Cambios políticos trascendentales», que se producen mientras Morales es investigador privado, recuerda que en 2006 el comandante Daniel Ortega regresa al poder gracias a un pacto con Alemán, su antiguo adversario, y permanece en el poder después de sucesivas reelecciones, la tercera en 2016, durante la cual su esposa es nombrada vicepresidenta de la República: «En la medida en que el matrimonio consolida su poder familiar, se consolida también una nueva clase de capitalistas provenientes de las propias filas del FSLN, de su periferia…» (14). El “antetexto” ficticio y contextual asocia, antes del relato mismo, poder político y dinero.
De hecho, el millonario Soto es nombrado asesor presidencial para inversiones extranjeras con rango de ministro de Estado (76), el mismo Soto que, cuando la derrota sandinista, fundó el Agribank con los ex comandantes que eran sus socios (80). La evocación del chino Wang Ying y del Gran Canal Interoceánico (260) o de una reelección segura (211) que deja suponer fraudes electorales, son otras ilustraciones, por más furtivas que sean, de una corrupción generalizada.
Tanto es así que, como en El cielo llora por mí, la Justicia aparece viciada: «Los jueces reciben órdenes desde arriba», y por eso ningún juez se atreverá a publicar las declaraciones de Marcela ni a procesar a Soto (243). La aduana, la policía fronteriza, en las que hay cómplices del Rey de los Zopilotes, también resulta contaminada. De ahí la (auto)censura, una de las consecuencias obligadas de la corrupción, con periodistas que, por el bloqueo de los medios, salen de la conferencia en la que Marcela denuncia públicamente a Soto.
Ya en 1999, con la publicación de sus memorias, Adiós muchachos, Sergio Ramírez reconocía el autoritarismo del régimen sandinista, con una dirección general que «terminó siendo un caudillo con nueve cabezas en lugar de una» (63); y al año siguiente, en Un sandinismo en el que creer, recordaba que las razones de su ruptura con el Frente eran esencialmente éticas: se habían traicionado los ideales fundadores de la revolución y ya asomaban los vicios de la política tradicional (2000: 28). Años después, en junio de 2009, contaba en su blog El Boomeran(g) la imposibilidad de presentar, en la universidad de León, El cielo llora por mí porque lo esperaban estudiantes sandinistas virulentos, con banderolas anacrónicas —y casi risibles si no fuera por la regresión del país hacia una forma de oscurantismo: cobarde, traidor, pelele, vende patria—.
Violencia, corrupción, censura, riman con injusticia, revelan una dominación de unos sobre otros, una desigualdad que puede recordar el problema de la pobreza. Si un personaje lamenta «¡La Policía que creó la revolución, al inicuo servicio de los potentados!», Morales le contesta al cínico Tongolele: «Arriba los ricos del mundo, a la mierda los esclavos sin pan… […]. Bonita tu revolución» (118 y 349).
Las escenas que pasan en la zona del Tabernáculo del Ejército de Dios donde la reverenda Úrsula cuida de los indigentes que vienen a comer, describe calles y gente abandonadas: huecos en el pavimento con hierba entre las rajaduras y tufo de orines, mujeres y niños que hurgan entre los desperdicios, drogos que esnifan, putillas, ladrones, es decir los marginados, los habitantes “periféricos”, los olvidados (139 y 101). El barrio del Mercado Oriental que «tiene doscientas manzanas de extensión, se ha tragado varios barrios enteros» y es un espacio de burdeles y cantinas de mala muerte (159), es otra ilustración “picaresca” de una Managua herida que recuerda las palabras de Sergio Ramírez en «Managua, hora de quedarse», un texto de su blog: «Una vida nocturna paupérrima, la hora de las ilusiones fementidas y de los pecados capitales de la capital, que brillan como si fueran llagas, la hora en que Managua se abre las venas para verter toda la sangre a sus pies» (blog, 20.9.2007).
El negocio de la basura acumulada cerca del Tabernáculo, es regentado por el Rey de los Zopilotes, apodado así porque tiene una legión de “zopilotes” que están obligados a venderle a él lo valioso que encuentran, con el visto bueno del poder, y él reparte lo que envían de arriba como regalo para la pobretería. «Son cien toneladas diarias de basura las que salen del Oriental» explica Dixon, y por eso no hay que menospreciar la basura en la que, según Rambo, abundan los tesoros (177). Ya en El cielo llora por mí, se ofrecía un retrato poco favorecedor de Managua, expresando incluso una forma de irrepresentabilidad de la ciudad mediante la paradoja: «la Managua de todos los días, fea, atractiva, real y falsa, segmentada, pobre» (Aguirre 2008).
Y sin duda se puede percibir, en Ya nadie llora por mí, un paralelo implícito con una deconstrucción o una descomposición de la sociedad presente en la obra, esa Managua caótica es como un reflejo de la anomia social y de cierta fealdad humana. Raras veces se describe la ciudad en sí misma o por sí misma, sin decir más de lo que muestra. Aquí, hace visible el fracaso social: el aspecto deteriorado del espacio expresa la crisis social; la derelicción material de la ciudad denuncia la derelicción moral de los ciudadanos, y en las novelas posrevolucionarias el espacio decadente de la ciudad bien puede cuestionar ciertas ideologías o ciertos ideales del pasado.
Como otras novelas centroamericanas posmodernas, esta ficción estropea la imagen de la ciudad, revelando un imaginario de la ciudad doloroso. No sin razón abundan en Centroamérica las novelas negras que exploran, mejor que otras, los espacios marginados que la sociedad no asume. Esta novela señala de nuevo la injusticia social, la exclusión, con esa incursión en el mundo paralelo del margen, en los barrios de los desclasados, que revelan una frontera y una disociación social.
El poder de la palabra: decir es actuar
En Con sangre de hermanos de Erick Aguirre, podemos leer: «contar es una manera de revertir la impotencia. […] Y el único recurso con que ahora contamos es la palabra. El poder de la palabra es el único que nos resguarda del otro poder, de su dominio, de su control. Por eso ahora hay que contarlo todo» (12-13). Tomar la palabra es actuar, decir es actuar. Y en el caso de Marcela que decide denunciar públicamente la violación de su padrastro, decir es sanar. «Su valiente denuncia la ponía en camino de la sanación», afirma la licenciada Cabrera después de exponer las consecuencias de la violación repetida: un severo estado depresivo, la pérdida de la autoestima, el miedo a las relaciones sociales, el encerrarse en sí misma (314).
La licenciada Cabrera insiste en la necesidad de contar para liberarse de la historia que agobia a la víctima, más aún en este contexto, en el que el victimario tiene todos los poderes, el poder familiar, social, económico y aun político (314): «La violación reitarada por parte de alguien con poder, en quien la víctima tuvo confianza desde la niñez porque aparecía ante sus ojos como un protector, se convierte en una fuente de depresión profunda» (243). Porque en este caso el abuso de poder es además una traición.
¿No se podrá establecer un paralelo entre la relación Marcela-Soto y la relación pueblo-poder político? (Por lo demás ¿cómo no ver la semejanza con “Alguien” que violó a su hijastra adolescente durante años sin que la madre la defienda?, siendo tentadora la analogía Marcela-Zoilamérica). Sin asimilar totalmente la historia individual y la historia colectiva, o hablar de perfecta simetría, fuerza es constatar que no faltan las similitudes.
Y si es así ¿no se podrá aplicar también al pueblo nicaragüense las aseveraciones de la licenciada Cabrera: «la denuncia es un paso hacia la terapia», «es un proceso largo», «la violación es un duelo»; y de la doctora Núñez: «espera[mos] una sanción moral de la sociedad. Con la denuncia se rompe el eslabón de la cadena y el hechor queda impedido de reincidir al quedar expuesto» (244)?
Por eso Marcela y los personajes que la ayudan, dicen y señalan, recurren a la palabra y a la imagen (con las redes sociales, ya que no pueden contar con una prensa amordazada). La confesión de Marcela es entrecortada de tweets que repiten palabras claves y contundentes —amenaza, chantaje, miedo, infierno, se me acabaron las ganas de vivir, vomitaba, a punto de suicidarse, criminal, todopoderoso, verdugo, abusos, cínico (311-313)—; obtiene más de mil retweets, la denuncia se vuelve trending topic en las redes (316 y 318).
Las mujeres que organizan la denuncia enarbolan el emblema de la «Red de mujeres contra la violencia» (238), esa violencia que, como hemos visto, está vinculada, más allá de la violación, al poder mismo, como una deriva potencial si no intrínseca; y aunque la revelación de la verdad cae rápidamente en el olvido puesto que no la transmiten los medios, bien pueden usar el lema «Juntas construimos otro mundo posible» porque si quien no dice nada consiente, quien dice actúa, y se supone que cualquier acción causa efectos aunque sean sutiles, subterráneos, o incluso efímeros.
El hecho de tomar la palabra para testificar y dar a conocer, el entrar en escritura o en literatura como hacen los novelistas, se asemeja a ese acto. Erick Aguirre aboga por esa escritura “actuante” que concientice a los lectores, porque «los escritores [tienen] el deber de criticar y analizar todo» (2005: 202). Sartre afirmó que en el fondo del imperativo estético, discernimos el imperativo moral (79); sabemos el papel y la responsabilidad que le atribuía al escritor cuya función es hacer que nadie pueda ignorar el mundo, que nadie pueda decirse inocente del mundo (31), lo que no significa que el autor que apela al lector a comprometerse y a llevar con él la responsabilidad del universo, actúe sobre sus lectores, pero apela a su libertad, porque si la literatura no es un acto, constituye una condición esencial de la acción, el momento de la conciencia reflexiva (78 y 195).
Sergio Ramírez que ha podido afirmar «La razón de mi vida es ser lengua de mi pueblo» (en el discurso proferido con motivo del título de Doctor Honoris Causa, Universidad Central de Ecuador, 1985: 355) y al que Mario Benedetti consideraba como el mejor intérprete de la realidad específicamente centroamericana (1997: 11), nunca dejó de esperar una mayor justicia social. Entró en la política porque creyó en su poder transformador (2000: 6), y prosigue, mediante la literatura, con ese anhelo de participar en la transformación de la realidad: «Imaginar, que es una forma de acercarse a la utopía. Al fin y al cabo, yo no he hecho a lo largo de mi vida sino imaginar. Imaginar mundos en mis libros, e imaginar un mundo mejor en mi vida» (Ibid. 14). Sus escritos, su imaginación, que defienden una ética, también la ilustran puesto que la ética del escritor tiene que ver con su participación en este mundo: «con lo que opino y escribo, que es mi forma de participación, me gustaría poder contribuir a crear los cimientos éticos para que un día el panorama sea diferente» (2004: 244).
Si Sergio Ramírez, cuya escritura “se implica” éticamente, pudo afirmar que para él «tanto el ensayo como la narración siempre han tenido una motivación y un denominador común: la necesidad de explicar las realidades de Nicaragua y de Centroamérica» (1987: xxi), permanece un escritor libre a la hora de elaborar ficciones que siempre dan a ver y a pensar, nunca a “enrolar”. Cuando lo distinguieron en 2014 con el «Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en el Idioma Español 2014», el jurado estimó que el novelista sabía «conjugar una literatura comprometida con una alta calidad literaria y por su papel como intelectual libre y crítico, de alta vocación cívica» (Correa), ¿dicho de otro modo: ética?
A Sergio Ramírez, le queda «para siempre, la fe en las utopías. […] Nunca dejar[á] de creer que la justicia, la equidad, y la compasión, son posibles. Que los más pobres tienen derecho a vivir con dignidad» (2000: 14). En 2009, afirmaba, de manera profética, que la esperanza residía en los jóvenes: «Mi generación debería estar en su casa, pero Daniel Ortega sigue en el poder. […] y es una desgracia para Nicaragua, porque vamos a soportar otra vez una lucha a muerte contra alguien que se aferra al poder. Cuándo va a ser ese enfrentamiento, no lo sé, pero se va a dar» (Rodríguez). A esos jóvenes y otros nicaragüenses muertos en los enfrentamientos de la primavera de 2018 por reclamar más justicia social, Sergio Ramírez dedicó su Premio Cervantes.
Un premio que él considera como un incentivo para seguir escribiendo: «¿Qué me voy a dedicar a hacer, si no es a escribir?», pregunta retóricamente en una entrevista (Gutiérrez). Habrá otras novelas, con o sin Morales, para decir, mostrar y actuar, otras novelas que defiendan una ética, otras novelas para explorar e interpretar la realidad. Y para reinventarla.
Bibliografía
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RAMÍREZ Sergio, página oficial: http://www.sergioramirez.org.ni/
RAMÍREZ Sergio, blog El Boomeran(g): http://www.elboomeran.com/blog/7/sergio-ramirez/
RODRÍGUEZ MARCOS Javier, 2018, «Sergio Ramírez dedica su Premio Cervantes a “los nicaragüenses asesinados estos días por reclamar justicia”», El País, 23 de abril de 2018
https://elpais.com/cultura/2018/04/23/actualidad/1524483394_187823.html
SARTRE Jean-Paul, 1948, Qu’est-ce que la littérature ?, Paris, NRF, Éditions Gallimard.
«Sergio Ramírez: “Ya nadie llora por mí”, reflejo de la realidad centroamericana», El salvador.com
WEBER Max, 1963, Le savant et le politique, Paris, Plon.
Francia, 1970. Es profesora titular de la Universidad de Estrasburgo. Sus investigaciones versan sobre la literatura latinoamericana, más precisamente las novelas nicaragüenses. Ha coordinado varias monografías y publicó Les romans nicaraguayens : entre désillusion et éthique (1990-2014) (L’Harmattan, 2018), un estudio de un centenar de novelas nicaragüenses, y Las formas de la pesadilla. Poder, ética y sentido en 24 novelas nicaragüenses (1998-2019) (Pergamino, 2023) con un prólogo de Erick Aguirre.