Infinitas puertas y ventanas
18 noviembre, 2019
– Discurso de Sergio Ramìrez durante el ACTO DE NOMINACIÓN de la BIBLIOTECA DEL INSTITUTO CERVANTES, Hamburgo, 25 de noviembre, 2019
Hay una historia que me gusta contar, y que Pedro Eusebio me ha recordado uno de estos días:
Tengo un amigo en las islas Baleares que sostiene una relación clandestina con los libros. Su mujer, irritada hasta el cansancio de verlo aparecer cada día con nuevos libros, le prohibió llevar uno más a casa. Los incómodos huéspedes habían desbordado los estantes y se habían instalado en el comedor, en los pasillos y la cocina, para no hablar del dormitorio y el retrete, y estorbaban cada movimiento. Casa tomada, como el cuento de Cortázar.
Entonces, lo que hizo mi amigo fue alquilar de manera clandestina una buhardilla en el mismo edificio, armar allí unos estantes, y cuidando el ruido de sus pasos, pues para subir al escondite debía pasar frente a la puerta de su propio apartamento, tras de la cual acechaba la celosa mujer, empezó a subir con las bolsas de nuevos libros por la estrecha escalera, para meter con todo sigilo la llave en la cerradura y entrar al escondite. Era como si ahora tuviera una amante.
Un día, desde el café de la esquina donde bebíamos una cerveza, me invitó a visitar el refugio secreto, y subí con igual cuidado que el suyo las escaleras para no despertar sospechas. La puerta casi no abría, obstruida por los libros, pues agotado el espacio de los estantes se hacinaban en rimeros en el suelo. Estará ahora buscando un nuevo escondite, ya no en el mismo edificio sino en otro, para ejercer su poligamia con los libros.
Y tengo otro amigo en Buenos Aires, cuyos libros, de igual manera, ya no cabían en su apartamento, pero a diferencia del de las Baleares, aquella no era una relación clandestina, sino compartida con su mujer. Así que empezaron a discutir lo que podían hacer frente a aquella presencia cada vez más creciente. ¿Más estantes? Ya no había espacio para más estantes. ¿Donar una parte? Tal vez, pero cuando se pusieron a hacer una selección, los libros terminaron por volver a sus sitios de siempre, viejos conocidos a los que no podía negarse asilo.
Entonces se les ocurrió que no había mejor remedio que dejar el apartamento a disposición de los libros, y buscarse ellos otro sitio donde vivir. Otra vez, casa tomada. Así que encontraron un nuevo lugar a unas seis cuadras del que ahora quedaba por entero para holganza de sus huéspedes, y hacia allá se mudaron. Ahora los visitan todos los días, ven cómo están, los acomodan un poco, les sacuden el polvo, y luego se sientan a leer. Cumplida la visita, se despiden, apagan la luz, y hasta mañana.
Cuando los libros ya no caben en los pasillos, ni en la cocina, y llegan a los baños, no hay más que rendirse. Si desbordan la casa, desbordan la vida. Imponen su abundancia, y con su abundancia, su tiranía. Si intentaras deshacerte de ellos, más bien te cerrarían el paso y no te dejarían trasponer la puerta.
Don Alfonso Reyes, nuestro sabio mexicano, cuando el arquitecto le preguntó qué clase de casa quería, respondió, dicen, que una biblioteca con un cuarto para dormir. Una iglesia, una capilla, con una celda para el oficiante. Una cama cercada de libros.
Y si una biblioteca tiene pasillos, estantes múltiples, recovecos, sitios ocultos, un libro, es como una casa de varios pisos y diversas estancias. Se sube por las escaleras a pisos diferentes, y en ese piso al que ahora ascendemos vamos a descubrir cosas que no habíamos visto en el piso anterior. Las habitaciones están amobladas de manera distinta, las ventanas dan a paisajes que no sospechábamos.
El Quijote, por ejemplo, es un formidable edificio de muchos pisos con múltiples habitaciones, puertas, escaleras, pasillos, sótanos, buhardillas, galerías, ventanas. Desde que entramos en él sabemos que es un libro para reírse, lleno de comicidades, aunque Unamuno nos advierte que don Quijote no es cómico porque cuente chistes: jamás este loco cuenta ninguno.
El Quijote es un libro múltiple, ese edificio que digo de varias plantas, y cada planta tiene muchas habitaciones, cada una con su propio decorado. Y allí uno podía quedarse a vivir para siempre, porque las puertas de ese libro son como los de una casa cordial y acogedora, que siempre se hallan abiertas.
Pero en una casa, en un edificio como ese, uno vive de manera voluntaria. Debe poder y entrar a salir a su gusto y antojo. Si a uno le dan la casa por cárcel, con la prohibición de salir del libro, entonces se ha perdido la libertad, y ya se trata de vivir allí como un asunto obligatorio. Y nada de lo que se hace por obligación causa gusto.
En sus conferencias del Teatro Coliseo de Buenos Aires del año 1977, publicadas bajo el título Siete noches, al hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una frase del doctor Johnson, el célebre sabio británico de las letras que vivió en el siglo dieciocho: “la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria”.
No hay felicidad obligatoria, pero la lectura la depara; cuando un libro nos atrapa, y llegamos a un punto en que nos sobrecogen el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha, una dicha inefable. Pero la lectura es un asunto de libertad de escogencia, y de íntima felicidad. No podemos sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. “Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes”, agrega el doctor Johnson. “Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”.
El asunto está en saber inducir a alguien a ver el acto de leer como una aventura al final de la cual ya nunca seremos los mismos, porque las páginas en que nos hemos sumergido nos habrán transformado aunque en ese momento no lo percibamos. Pero la propuesta de gozo no puede ser nunca pesada, porque nadie disfruta de una promesa de aburrimiento.
Un libro se convierte en un clásico cuando tiene siempre algo nuevo que contarnos o que enseñarnos, según nos recuerda Ítalo Calvino. Tiene la virtud de abrirse a nosotros de una manera novedosa cada vez que lo buscamos, aunque viva en nuestra cabeza, y al mismo tiempo en los estantes de la biblioteca. Un amigo verdadero, recordemos, es aquel capaz de confiarnos sus secretos, sus intimidades. Y es lo que ocurre con los libros, que se abren sin condiciones para nosotros apenas empezamos a leer.
Un libro que pretende ser pedagógico antes de ser escrito, y que entre las descripciones de la acción va intercalando lecciones morales o filosóficas, o prevenciones, o advertencias, o máximas, es un libro muerto de antemano porque le va metiendo palos a la rueda de la vida que en las páginas de una novela debe girar sin tropiezos.
El mundo de las novelas es un mundo divertido y atractivo porque es humano. Las novelas no son sobre períodos de la historia, sobre espacios geográficos, sobre teorías filosóficas, ni sobre asuntos religiosos. No se trata tampoco de tratados políticos o sociológicos. Las novelas tienen que ver con los seres humanos, sus ambiciones, su idealismo, su perversidad, sus heroísmos y debilidades; la miseria y la gloria, la maldad y la nobleza, la devoción y la envidia, la generosidad y los celos, y nos muestran cómo estos atributos, siempre en tensión y contradicción, se dan dentro de los mismos individuos.
La consabida frase final “y vivieron felices para siempre…” indica el cierre de una historia llena de peripecias que hemos seguido con desazón, y a la vez la apertura de otra que ya a nadie interesa, y que ocurre fuera de las páginas del libro. Se trata de lo que pasa después del drama, y no vale la pena contarlo porque la felicidad siempre es monótona. Y lo que como lectores nos apasiona son los obstáculos, la interrupción constante de la felicidad.
Fiodor, el padre rencoroso y atrabiliario, avaro y despiadado, que se disputa a la misma mujer con Dmitri, su propio hijo, llega hasta nosotros en toda su plenitud en las páginas de Los hermanos Karamazov, porque somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski; es posible, nos parece real, y por eso sigue existiendo, así como las voces de los muertos que Juan Rulfo pone a hablar unos con otros debajo de las tumbas en Pedro Páramo, nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas y pasiones de amor que carcomen hasta en la muerte. Y siempre seguiremos viendo a una lady Macbeth que incita a su marido al crimen, movida por la ambición, para perpetuarse ambos en el poder, aunque Shakespeare haya muerto hace siglos.
Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, pues lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea siempre en los libros.
Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación. Se perderá un amigo, consuelo de la soledad. “…Cervantes es buen amigo. Endulza mis instantes ásperos y reposa mi cabeza…”, dice Rubén Darío, que supo lo que era la soledad, y supo a la vez lo que era el vicio irrefrenable de leer.
Sin lector no hay escritor. Son dos caras de una misma moneda. Ya lo dice Borges: “De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”.
De alguna manera todos somos Alonso Quijano, buscando encarnar en la lectura el personaje que en nuestras propias vidas nos está vedado ser; entrar en un paisaje o en una ciudad o en un tiempo donde nos esperan experiencias y aventuras desconocidas. Una manera de ser otros y con eso, conseguir nuestra libertad, la libertad que nos permite multiplicarnos, vivir vidas ajenas, ser otros. Cambiar la realidad sin escapatoria por la imaginación que nos abre puertas múltiples. Esa quizás sea la razón esencial de la lectura, y de acumular libros en los estantes.
Quiero terminar diciendo que el privilegio que me otorga el Instituto Cervantes de darme una biblioteca por casa, es impagable. Vuelvo a Borges porque él es quien dijo una vez que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca. Imaginen, ahora yo viviré aquí entre libros, en este paraíso de infinitas puertas y ventanas.
Ya sé, desde hace tiempo, que toda teoría es gris. Pero desde esas puertas y ventanas podré divisar, en la lontananza, siempre verde, el dorado árbol de la vida.
Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.