José Argüello
José Argüello

…Y ser sin rumbo cierto (Reflexión antropológica)

28 enero, 2020

El texto aquí publicado sirvió de ponencia en la Jornada Antropológica del Seminario Interdiocesano Nacional de Nicaragua celebrada el 18 de noviembre de 2019.


1. La pregunta ¿qué es el hombre?, ¿qué es el ser humano?; o involucrándonos nosotros mismos en ella: ¿quiénes somos?, es una pregunta que, pensada a fondo, abre vías a su propia respuesta. Los humanos somos seres capaces de interrogamos a nosotros mismos sin darnos por descontados.

La espontaneidad instintiva del animal le guía certeramente, mientras que nosotros titubeamos entre el instinto y la razón; buscamos, dudamos, sabemos e ignoramos, y nos preguntamos por el para qué de las cosas. Pascal exclamaba: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué motivo de contradicción, qué prodigio!”.

Como seres humanos, no solamente sabemos, sino que sabemos que sabemos. Somos conscientes de nosotros mismos. Esa conciencia refleja nos hace únicos en el Universo –al menos hasta ahora.

Si nuestra existencia histórica está confinada a un lugar en el espacio y a un instante pasajero en el tiempo, la conciencia misma no tiene límites. “El alma –decía ya Aristóteles en su Metafísica- es en cierto modo todas las cosas”. Somos pues conciencia del Universo. El gran Pascal señalaba: “Por el espacio, el Universo me abarca y me contiene como un punto; por el entendimiento, yo lo comprendo a él”.

En medio de las infinitas galaxias que nos rodean, en nuestra infinitesimal pequeñez, nuestra grandeza radica en que ni las galaxias ni las estrellas saben nada de sí mismas, mientras que nosotros sí sabemos de ellas y de nosotros mismos. Aun cuando fuéramos aniquilados por un microbio, un huracán o un cataclismo, tendríamos conciencia de nuestra propia muerte y podríamos al menos decidir con qué actitud morir.

Por consiguiente, una primera tentativa de respuesta a la pregunta: ¿qué es el hombre?, sería: somos aquel único ser en el mundo capaz de convertirse en pregunta para sí mismo y de adquirir conciencia de la totalidad de las cosas. Eso nos confiere una dignidad única.

En su Crítica de la razón práctica escribió Immanuel Kant:

“En el ámbito de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Lo que tiene precio puede ser sustituido por otra cosa equivalente, en cambio lo que está por encima de todo precio y no admite equivalente, eso tiene una dignidad”.

Como seres humanos poseemos una dignidad y no un precio. En cambio, cuando una persona se pone precio a sí misma, se degrada.

A ese pensamiento de Kant yo quisiera añadir otro matiz: que independientemente de su precio, las cosas en sí mismas tienen ya un valor. El precio lo dicta el mercado, el valor, en cambio, su mismo ser.

En consonancia con esa idea decía bellamente el místico Ángelo Silesio: La rosa no tiene porqué. Ella florece porque florece. Podríamos igualmente decir: su valor le es intrínseco y su belleza no tiene precio.

Sin embargo, por encima de cualquier mercancía o del esplendor de las rosas, el ser humano posee un valor y una dignidad inigualables.

2. A la pregunta por el hombre se abre también otra segunda pista para ir en búsqueda de su respuesta: la pregunta está formulada a través del lenguaje y la palabra. Sin lenguaje y sin palabras, no existiría la pregunta. Un gran filósofo ha dicho: No es el lenguaje el que habita en el hombre, somos nosotros quienes habitamos el lenguaje.

De aquí se desprende una segunda respuesta a nuestra pregunta: somos seres de la palabra. La palabra nos forma, nos constituye; la palabra nos abre mundos. Intercambiar ideas y experiencias por medio del lenguaje nos hace comprender mejor nuestro mundo y comprendernos mejor a nosotros mismos.

Nuestras sensaciones, impresiones y percepciones serían un caos informe sin la brújula de la palabra, porque es la palabra la que las expresa, ordena y configura. También nuestros sentimientos más profundos buscan expresión por medio de la palabra.

La palabra atraviesa por entero el ancho espectro de nuestra experiencia, abarcando desde el sencillo diálogo de una madre con su prole, o del maestro con sus alumnos, hasta el diálogo entre colegas, parejas y amistades –ese diálogo cotidiano nos constituye y construye. Negar al otro el diálogo y la palabra, es negarle su humanidad.

El arco del lenguaje cubre entonces desde la palabra simple de un humilde saludo hasta la sublime palabra de filósofos y poetas, y se alza más alto todavía, elevándose hacia las cumbres de las Escrituras sagradas, cuyas palabras inspiradas marcan un rumbo y sentido trascendente a la humanidad –nuestra vida entera está por tanto atravesada por la palabra.

El gran poeta alemán Federico Hölderlin definió profundamente al hombre como diálogo: “Porque somos un diálogo en escucha recíproca”.

Se cuenta que un rabino hebreo enseñaba a sus discípulos que, cuando pronunciaran una palabra ante Dios, debían ellos mismos introducirse en ella con todos sus miembros. Y un discípulo extrañado preguntó: “¿Cómo podría el hombre, siendo tan grande, introducirse en la pequeña palabra?”. A lo que el sabio replicó: “De quien se considera mayor que la palabra, de ese no hablamos”.

Los seres humanos vivimos por tanto de la palabra y por la palabra. La palabra es transmisora de vida y de muerte. Las palabras son capaces de abatirnos hasta el desaliento más profundo o de elevarnos a la exaltación.

Somos seres de la palabra.

3. La pregunta por el hombre abre todavía otra tercera pista hacia su respuesta. Quien se interroga, modula una voz, se sirve de su corporeidad. El ser que piensa, interroga y modula, además de ser consciente, habita un cuerpo. Como humanos, somos seres encarnados. Esa sería mi tercera respuesta a la pregunta.

El filósofo francés Gabriel Marcel nos ha enseñado cuán inadecuada resulta la expresión “tener un cuerpo”. Porque yo no tengo mi cuerpo, yo soy mi cuerpo…¡Tener! ¿Qué significa propiamente tener? Quizás pueda yo llegar a tener una pelota, un cuadro o una casa. Cualquier cosa puedo llegar a tener, pero jamás mi propio cuerpo. Si éste se presenta como objeto al cirujano en el quirófano, para mí por el contrario es algo tan entrañable, tan inmediato e inobjetivable, que constituye el núcleo de mi experiencia del mundo.

El tema del cuerpo ha estado siempre presente en la filosofía desde los griegos. Platón concebía al hombre como alma espiritual aprisionada en un cuerpo material; veía el alma como perla encerrada en su ostra. En El Fedro, uno de sus maravillosos diálogos en el que reflexiona sobre la belleza, el filósofo explica su visión del hombre por medio de una alegoría. Dice que el alma humana (porque para Platón tan sólo somos alma) es como un carro alado tirado por dos corceles, uno blanco y otro negro. El jinete que sostiene las riendas y lo dirige, representa la parte racional del alma, mientras que el caballo blanco, su parte pasional noble y razonable (manifestada por ejemplo en la valentía o la justa indignación), mientras que el caballo negro simboliza las pasiones irracionales que nos arrastran hacia el mal y los vicios. La función del auriga es gobernar ambos caballos, estableciendo armonía entre ellos y encaminando su carro hacia las alturas del conocimiento, el bien, la justicia y la belleza. Para Platón, el alma del hombre se encuentra en perpetua lucha entre el bien y el mal.

Más allá de las intenciones expresas del filósofo, que separaba alma y cuerpo, me pregunto si este mito no postula implícitamente la unidad entre ambos. ¿Pues qué son la parte irascible y concupiscible del alma, simbolizadas por ambos caballos, sino la fusión de alma y cuerpo en nosotros?

Nuestro cuerpo en realidad nos une al resto del Universo. Como ha escrito el gran poeta nicaragüense Ernesto Cardenal: “Nosotros en verdad somos extraterrestres, venimos de las estrellas”. “Cada átomo vivo estuvo en una estrella, cada célula tuya como un milagro”.

Pertenecientes biológicamente a la familia de los mamíferos, en la evolución de las especies resultamos primos hermanos de los gorilas, los murciélagos y las ballenas; especímenes quizás menos simpáticos que nuestros otros primos los delfines.

Los pueblos ancestrales de la tierra tuvieron siempre conciencia de esa unidad cósmica. Hoy sabemos que nuestra vida se remonta hasta las remotidades del Big Bang y se expande por los espacios interestelares. Así como las células de nuestro cuerpo, también nosotros mismos somos parte de una unidad mayor. Nuestro cuerpo se prolonga hacia el Universo.

Pero esa grandiosa visión se sustenta en la fragilidad de un organismo individual expuesto a mil acechanzas, necesitado de comer y beber, vestirse y ser amparado en sus derechos. La vulnerabilidad de nuestro cuerpo nos expone a accidentes de tráfico, las vicisitudes de un cáncer o ser sometidos a la tortura y la depravación. Vulnerabilidad que llevó a grandes filósofos antiguos a considerar la existencia corporal como un exilio. El gran neoplatónico del siglo III Plotino llegó a avergonzarse de poseer un cuerpo.

Ciertamente, para Platón y Plotino, el menosprecio del cuerpo tuvo que ver con la idea suya central de que el verdadero ser consiste en la realidad inteligible; era por tanto de origen metafísico. Sin embargo, Platón sabía que para satisfacer los deseos del cuerpo se buscan las riquezas que originan todas las guerras y nos hacen esclavos de sus cuidados.

Pese al dualismo griego, hoy somos conscientes del lado positivo de nuestra corporeidad: el cuerpo, a través de sus sentidos, es concreción, plenitud, exaltación. Esto lo saben bien los amantes y los artistas. Si aprendemos a ver, hay belleza por todas partes; si a escuchar, los sonidos de la naturaleza y las melodías del arte nos transportan. Las maravillas del tacto y el paladar y el olfato son también ventanas abiertas al mundo. Una deliciosa comida disfrutada en un ambiente grato y amistoso puede reconciliarnos con la vida.

En este contexto me gustaría citar unas palabras de William Schulz, director de Amnistía Internacional: “Pienso que nosotros que trabajamos por la justicia y continuamente enfrentamos su negación corremos el riesgo de perder eso que anima a todo ser sano: la capacidad de responder a la gracia que envuelve el mundo de colores vívidos y eléctricos, la calidez del sol, una caricia amorosa. Si descuidamos ésto, ¿para qué atender cualquier otra cosa? E. B. White dijo: ‘Cada mañana me despierto desgarrado entre el deseo de salvar el mundo y la inclinación a saborearlo. Eso me dificulta planificar el día’. Pero si olvidamos saborear el mundo, ¿qué posible razón tendríamos para salvarlo? En cierto sentido, el saborearlo viene primero”.

Un último aspecto de nuestra corporeidad quisiera aún destacar: por ella somos mortales. Nacemos y morimos. Eso nos aboca a la finitud del tiempo y nos inserta en la historia. El filósofo Spinoza escribió: “El hombre libre no medita sobre la muerte, sino sobre la vida”. Yo más bien pienso que vivir de espaldas a la muerte es indigno de un ser humano. Del significado que otorguemos a la muerte depende todo el sentido de nuestra vida. La misma temporalidad confiere a cada instante un valor precioso e insustituible. En última instancia, tan solo aquello que se sostiene ante la muerte vale en nuestra vida. Con nuestro poeta y sacerdote Azarías H. Pallais pienso contra Spinoza que “la vida entreabre su rosa después que la muerte brilla”.

Una de las grandes paradojas humanas es que, siendo mortales, apenas tengamos conciencia verdadera de nuestra propia muerte. Yo descubrí la muerte a mis 17 años: en un instante de lucidez, como un relámpago, me atravesó la conciencia de que un día iba a morir.

Para comprender a fondo lo que estoy intentando decir, les invito a leer uno de los relatos más impresionantes de la literatura occidental: La muerte de Iván Illich, de León Tolstoi. Es la historia de un alto funcionario ruso del tiempo de los Zares, que, reparando los tapices de su apartamento, se golpea un día levemente el costado. A partir de allí el dolor crece, volviéndose intenso e incesante. Los diagnósticos médicos varían. Finalmente llega el momento en que Iván Illich comprende que ya no se trata ni del hígado ni del estómago, sino de la muerte. Y ante esa cosa horrorosa que le acecha, pasa revista a su vida pasada y descubre angustiado que no hay en ella nada consistente. Su vida ha sido inauténtica, frívola, subordinada siempre a las convenciones sociales. Comenta mordazmente Tolstoi: “La historia de Iván Illich era de las más sencillas y corrientes, y de las más terribles”. Sus momentos de exaltación eran las partidas de naipes. En medio del dolor y la desesperación, en el último instante, afronta sin embargo decidido el vacío irrevocable de su vida y muere en paz. Sus amigos, frívolos como él, se sorprenden ante la dignidad que irradia su rostro en la muerte.

La finitud de nuestra vida nos aboca a otro misterio de la existencia humana: la libertad. En medio de todos los condicionamientos genéticos, sociales, psicológicos o culturales, somos seres libres. Nuestra vida no está programada; es un proyecto abierto que incita a actuar y decidir. El fin de la libertad no es mantener indefinidamente abiertas las opciones, sino decidir, comprometerse con una causa que abarque y dé sentido a nuestra vida.

Nicolás Berdiaev, gran pensador ruso, ha dicho: “Si no existiese la libertad, tampoco habría historia. La libertad es el fundamento metafísico primordial de la historia”. Y también ha dicho: “La libertad puede ser ‘fatal’, puede acarrear la victoria de las tinieblas y la destrucción del ser”. Hoy sus palabras resuenan con fuerza inusitada ante el escalamiento nuclear, la crisis ecológica global…y también ante los atropellos experimentados en nuestro país.

Nuestra tercera respuesta a la pregunta ¿quiénes somos?, se resume así: somos seres humanos encarnados; nuestra frágil corporeidad puede ser tanto motivo de humillación como de exaltación. Nuestro cuerpo nos liga al resto del cosmos y nos hace finitos y mortales, sin embargo, en medio de todo eso, somos seres libres y creadores de historia.

4. Finalmente quisiera destacar otra característica esencial del ser humano: somos seres en relación. Vivimos inmersos en una triple relación: con el mundo y la naturaleza, con las demás personas y con el misterio insondable que envuelve todas las cosas, al que los filósofos llaman el Absoluto y nosotros los creyentes, Dios.

Nuestra relación con la naturaleza está mediada principalmente por el trabajo y la acción. A través de la acción expresamos las posibilidades de nuestra libertad; por la acción transformamos nuestro mundo e intentamos mejorar nuestras condiciones de vida.

La técnica ha introducido nuevos elementos en nuestra relación con la naturaleza. Antaño el trabajo del agricultor dependía enteramente del ciclo natural de las estaciones y las condiciones de la tierra. Hoy ese ciclo se altera por la ciencia y la tecnología. Cada vez convivimos menos con los elementos naturales y tenemos con ellos una relación puramente utilitaria. La devastación actual de los recursos naturales nos exige un cambio de actitud: pasar de una relación de explotación con la naturaleza a otra de convivencia, en la que seamos también capaces de sentirnos parte de ella y de tratarla con respeto y reverencia.

Vivimos también en relación con las demás personas. En nuestra era digital corremos el riesgo de sustituir el encuentro vivo con el otro por la imagen y el chat. Sin embargo, la relación personal es insustituible para salir de sí mismos. Quedar atrapados en la propia subjetividad es permanecer estéril. La vida florece cuando el encuentro con otras personas se transforma en don mutuo. La mirada y palabra amorosa de otro ser humano suscita en mí aquel que todavía no soy, pero puedo llegar a ser.

Inevitablemente la vida también entraña relaciones humanas funcionales e impersonales. A ese nivel lo que salvaguarda la dignidad de las personas es el respeto mutuo y la colaboración.

La condición humana está siempre expuesta a la injusticia, el dolor y la muerte. Frente a eso lo que nos hace verdaderamente humanos es la solidaridad, el compromiso mutuo para superar y aliviar lo que merma y lastima la humanidad de las personas. Mi amiga la poetisa guatemalteca Julia Esquivel decía: “No nacemos humanos, nos hacemos humanos en la medida en que nos encontramos con los despreciados”.

Cabría también afirmar lo contrario: no nacemos inhumanos, nos hacemos inhumanos en la medida en que atropellamos a las demás personas. Perdemos nuestra humanidad cuando reprimimos las ansias de libertad y de justicia de un pueblo; cuando el encuentro con el otro o la otra deja de ser don y se vuelve imposición, vejamen u ofensa a su dignidad.

Aquí palpamos nuevamente la ambigüedad del ser humano: cada uno de nosotros puede llegar a ser cielo o infierno para las personas que le rodean. Somos seres en relación, pero nuestras relaciones con frecuencia están rotas y fracturadas.

He tratado de responder someramente a la gran pregunta filosófica planteada en esta jornada : ¿qué es el hombre? ¿qué significa ser humano? Ahora, desde las respuestas esbozadas, quisiera también decir cómo tendría que ser el Dios que buscamos y anhelamos: un Dios que sane nuestras relaciones rotas y fracturadas, un Dios que sea palabra de vida y esperanza, un Dios que toque nuestra carne herida y anhelante, un Dios que salga a nuestro encuentro en las honduras de nuestro propio ser y en la inmensidad del Universo.

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Teólogo y escritor nicaragüense. Obtuvo una maestría en filosofía y un doctorado en teología en las Universidades de Heidelberg y Tubinga, en Alemania. Es autor de una biografía del poeta y sacerdote Azarías H. Pallais y de obras didácticas de amplia divulgación. Con el Equipo Teyocoyani ha promovido la formación de líderes laicos en la Iglesia de Nicaragua.