Café Müller de Pina Bausch (1984)*
28 enero, 2020
Poesía y Danza: Ensayo de Eva Gasteazoro – Dentro del Imaginario Poético de Jorge Monteleone (UNTREF – Buenos Aires, 2016)
Ha visto animarse los mármoles… ha agregado el gesto anterior
y el gesto posterior completando así el poema de la forma…
poemas de actitudes y de gestos, sin sujeción más que al ritmo
personal, sin reglas propias fuera de lo que indica la naturaleza…
no es preciso la música… está en ella misma la música silenciosa
de sus gestos.
Rubén Darío, Ms. Isadora Duncan, 1903
Como las ninfas contempladas en su fluencia, como la danzante
que transfigura su movimiento en un instante eterno,
como el poeta lírico que autonomiza su dolor en apariencia
estética.
Jorge Monteleone, Ninfas perpetuadas, 2004
En medio de una oscuridad casi total vemos aparecer a una mujer que se escurre como agua a través de dos puertas de cristal, silenciosa, lenta, tentativa —una muerta, un fantasma en mi memoria de infancia—, con un camisón largo de seda que se arrastra; y no necesariamente queriendo entrar. Lo sabemos por su gesto inmediato que se detiene, duda; el cuerpo se crispa, se avienta de espaldas contra las puertas. Un golpe seco es el primer sonido después del chirriar de las puertas. Todos estamos alertas.
Es el inicio del poema; es el inicio de la danza: es movimiento, gesto, intención y ante todo, ritmo. Es el animal humano que no le queda más que fluir: el silencio —que también es ritmo— encerrado y comenzando a fluir ante la vida. “La relación entre ritmo y palabra poética, dice Octavio Paz, no es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical: no se puede decir que el ritmo es la representación sonora de la danza; tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo. Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la inversa.”
Así comienza Pina Bausch como intérprete en su propia coreografía de Cafe Müller: un deslizarse a tientas, con los brazos extendidos hacia delante, las venas expuestas, como virgen milagrosa —una ciega, una sonámbula que sueña y revive—: los pies descalzos a pasitos rítmicos, cambiantes, repercuten en el torso y provocan hacia arriba una onda de tiempo, de agua quizás: ella resbala, avanza, tropieza. Lo vemos, lo oímos, lo sentimos. Conocemos el miedo.
El estrado es un enorme café lleno de mesas y sillas dispersas en el espacio, encaramadas unas sobre otras o desparramadas por el suelo en el desorden de la noche anterior (la vida), escarpada y sin descanso por un tumulto de emociones. La mujer avanza hacia el fondo del escenario; de espaldas, se retira de su público. Pero nosotros, dentro del público, estamos atrapados por el poema en vivo.
Lamen, restriegan el suelo las plantas de los pies. Tropieza nuevamente. Se tambalea. El cuerpo oscila, mínimo, como algas en el fondo del mar. Es el inicio del rito que nos consume. No necesita luz. El ritual mismo evoca la fuerza universal para iniciar su relato. Y lo percibimos con casi todos los sentidos. “Rituales y relatos míticos, dice Octavio Paz, muestran que es imposible disociar el ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas y exorcizar otras.”
En la obra de Bausch, especialmente en Cafe Müller, somos testigos de una explosión existencial propia de las relaciones humanas en nuestras sociedades del siglo XX, en especial las de la mujer independiente, consigo misma y con todo lo que la rodea. En su obra emerge del conflicto entre los sexos: la dualidad, de lo masculino y lo femenino, la mente y el cuerpo, la consciencia y la inconsciencia, lo malo y lo bueno. Su coreografía, a partir del Yo, es política, psicoanalítica y estética. Como dice Norbert Servos: “en el teatro danza, el relato se cuenta como una historia del cuerpo, no como literatura bailada… Si acaso existe una lógica, no es una lógica de la consciencia, sino del cuerpo, una que se adhiere, no a las leyes de la causalidad, sino a los principios de la analogía.”
Pina Bausch es la gran precursora del movimiento neo-expresionista en danza con su compañía alemana Wuppertaler Tanztheater. Hoy en día conocida a nivel mundial, admirada por muchos y repudiada por tantos otros. La primera vez que veo su obra es en 1984, cuando presenta Cafe Müller en Brooklyn Academy of Music. Su obra me impresiona de tal manera que mi propia obra de teatro-danza, luego de un largo entrenamiento de ballet y danza contemporánea, finalmente recibe una influencia significativa: la danza como la vida; el ritmo y la forma, el uso del espacio, la imagen, la cultura: la autobiografía como ficción, como poesía.
En esos años de 1980, la danza experimental postmoderna que se desarrolla en Nueva York, es ante todo minimalista, abstracta —aún dentro de la danza experimental—; en su mayoría, ese mundo rechaza todo tipo de emociones y demostraciones teatrales en la danza. Bausch representa un cambio radical. Bausch, desde muy joven, inicia como bailarina en la compañía del gran expresionista alemán Kurt Jooss; pero también estudia en la Julliard School en NY, con Anthony Tudor. Parte de su influencia en la danza, su fluir en el espacio, se ve definitivamente inspirado a partir de las técnicas de Doris Humphrey y de José Limón.
Por supuesto que todos estos coreógrafos y bailarines que nos alejamos del ballet —no como entrenamiento técnico, sino como estética creadora—, surgimos de un movimiento iniciado en el mundo entero por la fuerza liberadora de Isadora Duncan; y luego más, mediante las técnicas modernas de Martha Graham, de donde se desprenden los grandes coreógrafos estadounidenses: Merce Cunningham, Erick Hawkins, José Limón, Dorothy Humphrey, Paul Taylor, Alwin Ailey, Alvin Nikolais, y muchos otros conocidos internacionalmente en el mundo de la danza. Y aquí cabe mencionar la influencia de Rudolf Von Laban, con sus técnicas de análisis del movimiento, y la creación de un tipo de anotación para registrar una coreografía (Labanotation); Ingmar Bartenieff, Frederick Alexander, Joseph Pilates con sus técnicas anatómicas de postura y movimiento, se trasladan a EE.UU. —durante la Segunda Guerra Mundial en Europa— y logran darnos una influencia que hoy en día es indispensable.
Pero volvamos a Cafe Müller: durante más de dos minutos oímos los tropiezos y los pasos de esa primera mujer que entra (Pina) y camina con los ojos cerrados. Y repito, en ningún momento dentro del público nos deja de atraer su intenso aparecer: el cuerpo en un vaivén rítmico constante en la penumbra, que establece la tensión. No la abandonamos más, a pesar de que está en el fondo del estrado.
De repente, vemos entrar al escenario a una segunda mujer. Pasa por una puerta giratoria. Va vestida de calle, con abrigo y zapatos de tacón, otro tipo de mujer que observa: un taconeo indeciso, caricaturesco, como de muñeca de cuerda que va de un lado a otro: un segundo ser que deambula, intermitente entre las sillas; sin siquiera percatarse de la silueta que continúa a tientas. Aparta sillas, desaparece. La escena es onírica. Se van juntando objetos y situaciones sin ninguna lógica, y persiste la penumbra.
Aparece una tercera mujer, otra vez apenas perceptible, inicia su danza, arrastrando los pies descalzos, con un ritmo de 1, 2, 1, 2; 1, 2, 3, 1, 2, 1, 2… y así. Es más joven que la primera mujer. Se desliza al frente del escenario en plano horizontal de derecha a izquierda; sentimos cómo sus manos reconocen su propio cuerpo. Se roza los senos, las piernas, el cuello; aparece un dolor profundo, y comienzan las primeras notas de Purcell. El tropiezo de esta mujer con las sillas es mayor. Y de pronto, nos damos cuenta de que hay un hombre entreverándose ante ella, apartando las sillas a su alrededor, tirándolas contra el suelo para que la mujer no se enrede, no caiga. El ruido es parte de la música. Lo hace rápidamente y es su hacer en la danza. La mujer avanza y, de momento, comienza a retroceder hasta llegar a estrellarse con la pared; el cuerpo repercute, cae lento por su propio peso, se desgaja totalmente, y se levanta. Avanza otra vez. Comienza una frase lírica con la música de Purcell, podríamos decir, lo que conocemos de la danza: giros del cuerpo, gestos de brazos y manos, a veces siguiendo la música, otras no. Vemos también a Pina en el fondo del escenario, a un ritmo diverso y a destiempo, a repetir la frase o fragmentos de la frase. Y las dos mujeres se vuelven una reflejo de la otra.
Bausch utiliza una estrategia mimética contundente mediante la repetición de gestos líricos, frases cumulativas que se repiten —entre ella y la 3ª mujer—, ya sea en canon, a contramano, a destiempo, como si de una cantata se tratara y la mezzosoprano y la soprano entraran con la melodía a destiempo. El cuerpo se desdobla, cae y se levanta haciendo uso de gestos y formas de la naturaleza misma. Desarrolla un Yo autobiográfico que observa y se observa, se multiplica en el ahora del ser, en lo efímero de la danza; un Yo universal que reconocemos en el momento que ocurre por su habilidad poética al crear imagen y ritmo, el fluir y la forma en el espacio: el relato en una prosa poética
“Su coreografía, nos dice Susan Kozel, está basada en el principio de la repetición, o la analogía, lo cual no es una reproducción idéntica o una simple imitación. En el fraseo, siempre hay un momento de exceso o lo que queda de un proceso mimético… transforma el espacio social y estético asociado… lo que queda es una inherente distorsión física que afecta la situación de los cuerpos en el espacio.”
El efecto es uno que aparece dentro de un cuadro (enmarcado), pero también hay una transgresión constante al encuadre. Se avienta y estalla, por momentos de forma fulminante. Es así que inicia la ceremonia del ser: el movimiento representa el deseo, el dolor que son vida; y tiene un fluir, una forma y un ritmo propio que pertenece a una persona, pero a su vez, pertenece a otra y a todo ser humano. Al poco rato nos damos cuenta de que las dos mujeres son el reflejo de la otra y viceversa.
En la danza, en el fluir de la forma, el cuerpo esculpe un espacio negativo y uno positivo para expresar —mediante tiempo, ritmo y espacio— lo indecible: su propia verdad: la danza autobiográfica con razones poéticas, donde no hace falta la palabra. La palabra es el movimiento mismo. La danza es efímera como la vida. En ella habita un enigma: el inconsciente, el fluir rítmico de un ser y sus miedos, pasiones, alegrías y tropiezos; como el fluir constante de la lluvia, acompañada de truenos y relámpagos o de un rumor acompasante, temeroso; o del silencio que nunca es silencio porque es ritmo universal.
En 1984, después de ver Cafe Müller, Anna Kisselgoff —conocida reseñadora del New York Times— escribe lo siguiente: “Hay algo alegórico en el propio rol de Bausch en Cafe Müller, el cual yuxtapone una acción dramática y tensa con cinco arias de Purcell… Bausch deambula en un camisón de noche, con los ojos cerrados. Pero todo este tanteo de sonámbula sugiere que sus poros absorben cada detalle de la escena emocional y peligrosa a su alrededor; al igual que la experiencia misma en su vida la ha llevado a crear esta obra. Bausch —cuyos solos sirven como una abstracción del drama en la escena— no necesita más que quedarse quieta para atrapar el escenario.” Aún estando al fondo de un enorme escenario, su mínimo hacer está con nosotros siempre.
A las frases danzantes con el cuerpo, se agrega el fluir del vestido y de los cabellos de esa 3ª mujer, que con los brazos y el torso, alcanzan mayor espacio, y producen curvas de mayor intensidad, como gritos interminables. El relato de estas dos mujeres se multiplica. Tiemblan. Les falta el aire. El hombre que aparta y tira las sillas del medio, escapa a su propia realidad, se frustra, da la impresión de una lucha perdida ante el deber, a veces heroico, a veces fúnebre. En uno de esos recorridos de atrás para adelante de la mujer joven, se topa con otro hombre que aparenta una pasividad absoluta, indiferente. Está ahí. Los cuerpos se juntan cada vez más, hasta llegar a un abrazo fuerte, pero no amoroso. Responde más bien a una necesidad de salvación de parte de la mujer. De ahí, llega un tercer hombre que se les acerca, y como si fuese un vestidor de maniquíes, sin ninguna intención más que la de descolocar y colocar los brazos y los cuerpos para una vitrina, forma con ellos otro tipo de abrazo: descoloca a la mujer y se la entrega al hombre para que la cargue como haría un hombre recién casado al entrar al nuevo hogar. Pero no, como es de esperarse por la actitud desinteresada del hombre, no logra sostener a la mujer, que cae al suelo por su propio peso. La situación de los tres personajes se repite.
La forma de este dueto, al no verlo en acción, puede sonar prosaico y demasiado explicativo. Y es ahí cuando triunfa la repetición. El acto de los tres actores, en un ir y volver de la frase, se repite a un ritmo que crece cada vez más y con mayor intensidad, ¡hasta el paroxismo! Duele física y psíquicamente. El cuerpo de la mujer al desplomarse en el suelo es cada vez más pesado; se escucha cada caída; ella se levanta y vuelve al abrazo inicial con mayor fuerza. El hombre, en la pareja es solamente un instrumento de apoyo: “tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna manera resultan arquetípicos,” dice Paz.
El abrazo de estos dos se disipa solo, y la mujer se aleja tambaleante nuevamente sin saber por dónde, tropezando, indecisa, hasta que llega el momento en que se detiene y se desviste. Queda desnuda, pero no se sostiene erecta. Se desdobla. El cuerpo, mediante una contracción queda embrocado como sobre el brocal de un pozo con los brazos extendidos, sin ningún apoyo y sin movimiento, con la excepción de una respiración intensa. Se siente la repercusión física y metafísica. Su posición es una de las más difíciles de sostener. Para ello hay que tener un absoluto dominio abdominal; y esta mujer la sostiene durante casi tres minutos que parecen interminables. “El relato y su representación —nos dice Paz— son inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en el ritmo que los contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto… La frase poética es tiempo vivo, concreto: es ritmo, tiempo original perpetuamente recreándose. Continuo renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa se da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del ritmo.”
Se mantiene un silencio, y por una de las bambalinas aparece un hombre cargando a otro (el que no podía cargar a la mujer), derecho desde las plantas de los pies. Entran al escenario en un hacer simbólico que no puede durar. Es una carga total. Lo devuelve al suelo colocando lentamente las plantas de sus pies; y el otro, no resiste cae a los pies del que lo cargó; se abraza a sus piernas; se arrastra, prendido. El que lo cargaba lo ayuda a llorar, pero finalmente lo abandona a su propia vida.
Somos espectadores de todos los actores a un tiempo, en una especie de revuelo caótico: uno se revuelca de forma rítmica; se arquea como con un ataque pernicioso, se arrastra. Vuelve a entrar la que parece muñeca de cuerda con su taconeo indeciso, siempre de un lado a otro, como fisgoneando. El otro aventando las sillas a diestra y siniestra. Se acerca Pina, que sigue con los ojos cerrados, ahora con unos brazos de virgen milagrosa; vuelve Purcell; Pina baila, comienza una frase lírica, de súplica, miedo, deseo, en un espacio de reto constante para no caer. Todos interactúan. Como dice Susan Kozel, “tanto en primer plano, como al fondo se trasforma un espacio teatral en un torbellino de movimiento y emociones.” Se percibe el caos. Se tiran al suelo. Atraviesan los espacios de los otros, cada uno en su propio existir. Los hombres se embisten. Pina retrocede hasta darse contra la pared… y poco a poco llegamos a un momento de silencio (stillness) que no dura. Pina sale lentamente por la puerta giratoria. La mujer del pozo se viste. Pina hace girar la puerta rápidamente. El hombre que se retorcía se acerca a la mujer del pozo; se abrazan, ahora profundamente, pero no dura. Se repite la frase anterior: vuelve a cargarla y la mujer vuelve a caer. Ahora sin golpearse, dueña de su propia entereza… y termina la épica.
*[P.S.: Cafe Müller se puede ver completa en Youtube. Mi ensayo está basado en los primeros 28 minutos de la obra.]
Bibliografía
– Darío, Rubén, Ms. Isadora Duncan
– Desmond Jane C., Meaning in Motion
– (Elena Alexander, Douglass Dunn, Marjorie Gamso, Ishmael Houston-Jones, Kenneth King Ivonne Meier, Sarah Skaggs) essays: footnotes six choreographers inscribe the page
– Kozel, Susan, The Story is Told as a History of the Body
– Legendre, Pierre, La passion de’être un autre, Études por la danse
– Monteleone, Jorge, NINFAS PERPETUADAS: RITMO, SUJETO POEMA
– Paz, Octavio, El arco y la lira
Escritora, traductora y artista de performance nicaragüense. Vive en Nueva York desde 1983. Su obra de performance se presenta en numerosos teatros de Nueva York, a nivel nacional, e internacional. Sus novelas: Niña nocturna se publica en Argentina (alción editora, 2019); Todos queríamos morir, en Nicaragua (anamá ediciones, 2015). El dialecto olvidado del corazón, su selección de poemas de Jack Gilbert traducidos al español, se publica en Nueva York (DíazGrey Editores, 2014). Durante la presidencia de Violeta Chamorro funge como diplomática para la Misión de Nicaragua ante Naciones Unidas.