El origen de las pesadillas
28 enero, 2020
Los acontecimientos narrados aquí ocurrieron hace más de un cuarto de millón de años, tal vez medio millón, cuando los primitivos seres humanos apenas comenzaban su existencia y se diferenciaban muy poco de sus hermanos chimpancés y orangutanes y de sus primos gorilas y bononos.
Los acontecimientos narrados aquí ocurrieron hace más de un cuarto de millón de años, tal vez medio millón, cuando los primitivos seres humanos apenas comenzaban su existencia y se diferenciaban muy poco de sus hermanos chimpancés y orangutanes y de sus primos gorilas y bononos. Hasta donde recuerdo, provienen de una antigua leyenda, no estoy seguro de si los bosquimanos, los zapotecas, los tlapanecos, los inuit o los trobiandenses. Cuando yo era chico me lo refirió mi abuela, amante de esas culturas ancestrales y ella misma descendiente de una mestiza taína desposada con un emigrante gallego -mi tatarabuelo- en Cuba. Ha transcurrido tanto tiempo desde que escuché el relato que se me olvidó su origen.
Por lo que nos legó la tradición, aquellos homínidos antepasados del homo sapiens coexistían con los monstruos. Entiéndase bien, se trataba de monstruos de verdad y no de los simples animales peligrosos que también merodeaban entonces, como los tigres dientes de sable, los cocodrilos o los mamuts. Pero no, no hablamos de estos, mucho más fáciles de enfrentar y vencer; eran monstruos reales. Para representárnoslos podemos pensar en una mantis religiosa que nos triplicase en altura; en un veloz reptil gigante con forma de pez abisal, antenas iluminadas de color amarillo y dientes afiliados como los del tiburón; en un sapo con cuernos enorme y capaz de segregar tantas babas pegajosas que cualquiera se ahogaría en ellas, como en las arenas movedizas; o en un pájaro gigantesco, de pico afilado y garras de fiera, que nos levantaría fácilmente en su vuelo y nos despeñaría después por unos acantilados.
Aquellos engendros, envidiosos de los progresos que comenzaban a mostrar nuestros ancestros, como el dominio del fuego y la invención de instrumentos rudimentarios, nos declararon la guerra. Bueno, a decir verdad no se sabe muy bien quien se la declaró a quien, pues existe cierta controversia al respecto. Es posible que fueran los humanos quienes, cansados de tanta fealdad como mostraban aquellos entes y hartos de llevarse sustos de muerte cuando se tropezaban con ellos, decidieran tomar el camino de las armas. Imaginemos que vas por el campo tranquilamente pensando en tus cosas o siguiendo la pista de una presa y de repente, ¡zas!, detrás de unas rocas o de un árbol, aparece la pinza de una mantis religiosa que te atrapa por el pescuezo y te alza hasta sus espantosas fauces. Suponiendo que vivas para contarlo, el susto sería mayúsculo.
Comenzase como comenzase, los vestigios no dejan lugar a dudas: se trató de una guerra prolongada. Aunque seguramente se preveía una duración de pocos meses, pues era razonable concluir que alguno de los bandos se rendiría pronto, el conflicto, tal llegó a ser el encono y el odio que llegaron a sentir entre sí ambos grupos de contendientes, se extendió durante años. Algunos paleontólogos afirman que aquella disputa se prolongó durante más de medio siglo, aunque no se dispone de clara evidencia al respecto. Las fuerzas debían estar muy igualadas, aunque un observador acucioso se daría cuenta de que la población humana, que se reproducía a menor velocidad que la de los monstruos, iba declinando.
La principal ventaja de los humanos primitivos era que atacaban juntos, pues cultivaban un espíritu cooperativo frente al individualismo de los monstruos. Entre diez o doce humanoides conseguían rodear y acorralar a algún engendro y darle fin con sus largas lanzas de madera y sus garrotes, aunque siempre morían varios homínidos en el intento. Las llamaradas que escupían las fauces de algunos espantos, la rapidez con que movía sus pinzas la mantis gigante, el veneno que destilaban los colmillos del pez culebra y su velocidad cuando se arrastraba por los pantanos o, en fin, las descomunales garras del pájaro de pico afilado, capaces de atrapar a un humanoide y lanzarlo al vacío desde una considerable altura, no eran cosa menor y causaban gran mortandad.
Los humanos aventajaban a los monstruos no sólo en sus ataques sino también en su defensa: para protegerse de aquellos mortíferos y horripilantes seres habían inventado escudos de recias pieles, rudimentarios cascos de madera con pinchos que dificultaban el agarre por la cabeza, empalizadas con troncos de árbol que impedían los ataques del pez culebra… Aun así, carecían de protección para las extremidades y caían en gran número ante cada ataque de los entes. Los voladores, como los pájaros de pico afilado, contaban con una ventaja decisiva los días nublados pues, ocultos entre las nubes, podían lanzar ataques sorpresa en cuestión de segundos cayendo en picado sobre los desprevenidos humanoides, a quienes diezmaban a pesar de la rapidez de los centinelas, vigilantes y atentos a la mínima señal de peligro, en dar la voz de alarma. Así que, los monstruos, aunque muchos de ellos disminuidos y perjudicados por los palos recibidos, comenzaron a mostrar cierta ventaja. ¿Sería posible que la incipiente raza humana estuviese condenada a desaparecer antes de haber desplegado todas sus potencialidades?
—
Algunos os preguntaréis: “Pero, mientras tanto, ¿qué hacían los dioses?” Bueno, todavía no se habían inventado. Habría que esperar docenas de miles de años hasta que apareciese Zeus o cualquiera de los dioses guerreros, Ares para los griegos o Marte para los romanos, con sus relucientes yelmos y sus corazas divinas. Los primeros humanoides tenían que conformarse con adorar al sol y a la tierra, a los ríos y fuentes, a la luna y al rayo, pero ninguno de ellos podía protegerlos. Las deidades de la naturaleza se mantenían distantes e insensibles, despreocupadas por los seres humanos como si éstos les importaran un comino.
La única excepción era la diosa Opayte, una divinidad mitad monstruo mitad humanoide. Nadie había podido apreciar su figura en detalle pues aparecía muy rara vez, cada varios cientos de años con suerte, y siempre acompañada de una luz cegadora. Se creía que poseía un lindo rostro y que era de mirada tranquila y dulce pero que, a la vez, era dueña de un poderoso cuerpo alado y de unas garras felinas que le permitían lanzar zarpazos mortales a cualquiera que osase desafiarla. Para que nos hagamos una idea de su aspecto, la representación de las esfinges, miles de años más tarde, con rostro de mujer, alas de águila y cuerpo y garras de leona, se inspiró muy posiblemente en la imagen que guardaban nuestros antepasados de Opayte. Aunque se desconocían con exactitud sus poderes sobrenaturales, Opayte parecía la única criatura capaz de torcer el destino de aquella guerra cruenta e interminable.
Ahora bien, si Opayte era mitad humana y mitad monstruo, ¿cómo convencerla de que tomara partido por los seres humanos? Y, una pregunta previa: ¿cómo lograr que hiciese su aparición y se interesase por aquel conflicto?
—
En una de las cuevas de los homínidos vivía una pequeña de 6 o 7 años de ojos hermosos y mirada inteligente. Cuando su madre quería llamarla, o buscaba atraer su atención, profería insistentemente un sonido parecido a “jan”: ¡Jan!, ¡jan!, que tal vez dio origen a nuestra Ana, o a Juana, imposible saberlo. Pero, para facilitar el relato, llamaremos Ana a aquella mocosa. Uno de los raros días de tregua, Ana preguntó por el significado de aquel nombre tan curioso: “Opayte”. Obedecía a las iniciales de “Osa Peluda Adorada y Temida”, según le explicaron sus progenitores entre aspavientos y gruñidos. Jan, Ana para nosotros, se la imaginó bella y poderosa y también defensora de las niñas, y lanzó su plegaria, entre gestos y berridos. “¡Oh diosa Opayte, no permitas que los monstruos acaben con nosotras!” No obtuvo respuesta pero sonrió confiada y corrió a refugiarse entre los brazos de su madre.
Llegados a este punto, es preciso hacer una aclaración sobre los dragones, una clase atípica de monstruos. Lo eran sin duda, tan bestiales, fieros y temibles como cualquier otro, pero, a diferencia de los demás, se mantuvieron neutrales en aquel largo conflicto.
Consultada una experta dragonóloga sobre su proceder, parece existir un cierto consenso en que los dragones poseían una personalidad muy definida y no se dejaban arrastrar por cualquiera. Se trataba de un tipo de monstruos que no mantenían un comportamiento gregario o de manada, sino todo lo contrario: cada ejemplar juzgaba por su cuenta la situación y decidía como actuar. Posiblemente no se pusieron de acuerdo sobre el partido que debían tomar en aquella guerra: tal vez algunos deseaban martirizar a los seres humanos mientras otros, por el contrario, habrían desarrollado relaciones amistosas con nuestros antepasados. Fuese lo que fuese, ninguno combatió en una causa que veían turbia: ni deseaban la extinción de los monstruos ni tampoco la de los humanos. Así que se declararon neutrales y no apoyaron ni a los unos ni a los otros.
—
Habían transcurrido largos años desde el inicio de las escaramuzas y monstruos y homínidos se aprestaban para una nueva batalla. El día apenas clareaba y una tenue luz horizontal se dibujó en un horizonte limpio de nubes. Se respiraba en el ambiente que las fuerzas de ambos ejércitos, después de tantos años de guerra, se jugarían el todo por el todo en aquella jornada. Las tropas parecían dispuestas a realizar un último esfuerzo, pero nadie sabía que, en verdad, sería el último, pues los dos bandos estaban exhaustos. Se aprestaron entonces para la batalla intuyendo que aquel encuentro resultaría decisivo. Una de las huestes, la de los humanos o la de los monstruos, vencería, mientras el otro se extinguiría para toda la eternidad.
Cuando, después de muchas horas de pelea, el sol comenzó a declinar, los monstruos parecían llevar ventaja, aunque también caían por docenas, con heridas mortales provocadas por las lanzas, las pedradas y los garrotazos que los humanos les propinaban sin piedad. Pero, por cada monstruo que moría, varios homínidos eran destrozados sin compasión. Cuanto más avanzaba la tarde más inevitable parecía el desenlace. Hasta el batallón homínido de reserva, aquel que tenía como misión el cuidado de los pequeños humanoides, tuvo que pasar al ataque y pronto fue diezmado. Entonces, varios pájaros de pico afilado se lanzaron sobre las jóvenes criaturas semi-humanas con la intención de atraparlas con su poderosas garras. Una de ellas era Ana. En el ánimo de aquellos bichos estaba acabar para siempre con la descendencia de sus enemigos. Sin nadie que los detuviese, parecía el final.
Fue entonces cuando un dragón se interpuso entre los grandes pájaros y las pequeñas criaturas. Una cosa era permanecer al margen de las cuitas entre adultos y otra muy distinta consentir un crimen contra críos. Aun así, uno de los pajarracos consiguió atrapar a Ana, quien, transportada por el aire y viéndose ya arrojada al abismo, gritó, chilló y pataleó, hasta que una luz cegadora se acercó desde el horizonte y se situó a la velocidad del trueno en medio de la contienda.
El resplandor era tal que nadie, monstruos u homínidos, podía mirar. Los combatientes quedaron petrificados, incluyendo los pájaros de pico afilado que ensombrecían el cielo, y la lucha se interrumpió. La magnitud del fulgor fue apagándose poco a poco y, aunque borrosa, se fue dibujando la figura de la diosa mitad monstruo y mitad humana. Vista de cerca, aunque la luz no permitía apreciarla en detalle, parecía una mujer hermosa de cuerpo alado y grandes garras. Un pelo espeso de color blanco nieve cubría su piel y recordaba a los osos polares.
Sin necesidad de proferir sonido alguno, a través de algún poder telepático, todos los contendientes escucharon su pregunta: “¿Por qué os matáis así?” Y su afirmación: “No puedo consentir que uno de los bandos acabe con el otro, porque yo pertenezco a ambos”. El silencio era sepulcral.
Los humanos dirigieron sus miradas a una anciana llena de sabiduría y de gran ascendencia. La anciana habló:
– Diosa Opayte, verás, nosotras, las humanoides, preferimos fenecer aquí de una vez y para siempre a seguir viviendo aterrorizadas por los monstruos. Nos persiguen, nos atemorizan y no pocas veces morimos de puro miedo, de puro terror. Así ha sido desde hace siglos, hasta que decidimos combatir. Y esta vez pelearemos hasta el final, aunque se extinga nuestra especie. No podemos continuar conviviendo con estos espantos. En su naturaleza está atacarnos, horripilarnos; no pueden remediarlo.
La diosa Opayte miró entonces a los monstruos, dispuesta a escuchar lo que estos quisieran decirle.
Habló uno de ellos, el más grande y fiero. Se asemejaba a una mantis religiosa o a un escorpión tamaño dragón y sus pinzas gigantescas eran muy temidas por nuestros antepasados.
– Así es, Opayte. Odiamos a los humanos, sentimos verdadera aversión contra ellos, aunque también los envidamos, seamos claros, pues admiramos su superior inteligencia y su ingenio. Pero sólo pretendíamos hacerles sufrir. No queríamos acabar con ellos, pues son nuestra principal fuente de distracción. Ahora bien, se han levantado contra nosotros y no podemos consentirlo. Ellos o nosotros. Y los perdedores van a ser ellos. Ya no hay perdón posible.
Habló sin hablar Opayte, dirigiendo su mirada de acero y terciopelo al que había ejercido de portavoz de los monstruos:
– Los seres humanos no pueden ser exterminados pues no está en los designios divinos. Además, si ese fuera el caso, moriría una de mis mitades y, con ella, todo mi ser. Los humanos seguirán viviendo en la tierra. Tendrán que aprender a convivir con otras especies, a respetarlas y a cuidar el planeta que les acoge, lo que les costará mucho, pues llegarán a creerse el centro del universo. Pero no les quedará más remedio que aprender o, de lo contrario, en algún tiempo futuro les llegará su hora final.
– Y ¿qué pasa si no atendemos a tu ruego y seguimos peleando? – preguntó desafiante la enorme mantis.
– No he venido a rogaros. He venido a ordenaros que terminéis esta guerra -trasmitió Opayte con su telepatía.
Entonces el monstruo se atrevió a desafiarla:
– ¡No te obedeceremos! Y si tú también tienes que morir, ¡sea!
Y dio un brinco enorme hacia la diosa, con sus pinzas abiertas dispuestas a agarrarla y destrozarla.
Opayte ni se inmutó. Sin perder un ápice de su tranquilidad y con su rostro irradiando serenidad, lanzó un destello azul con su mirada y el monstruo quedó paralizado. Las pinzas de la enorme mantis, agarrotadas, permanecieron inmóviles, tendidas en el suelo. Visto así, parecía un ser patético.
– No es mi deseo acabar contigo ni con ninguno de vosotros, pero no dudaré en hacerlo si me desobedecéis -se escuchó su mensaje telepático.
Entonces se adelantó un ogro anciano:
– Opayte, entiéndenos, fuimos creados, para bien o para mal, con el fin de aterrorizar a los humanos. La rivalidad está en nuestros genes. Yo llevo toda mi vida haciéndolo con gran contento. Si los dejamos en paz, ¿qué será de nosotros? Nuestra existencia perdería todo sentido. Acabaríamos suicidándonos y extinguiéndonos. Esto también sería una pérdida lamentable, el final de la saga de los monstruos. Y tú misma dejarías de vivir, pues tu otra mitad es la nuestra.
– Está bien -dijo sin decir Opayte -. Queda una única solución: desapareceréis del mundo físico. No podréis asustar ni atacar más a los seres humanos. Pero, a cambio, para que no dejéis de existir, viviréis en el mundo de los sueños. Desde allí podréis aterrorizar a los seres humanos a vuestro antojo, provocando sus pesadillas. Ahora bien, tendréis que esfumaros en cuanto se despierten.
Los monstruos, ¡qué remedio! aceptaron esa solución. No quedaron muy conformes pero contra la voluntad de Opayte nada podían hacer. Les ayudó la promesa de que, siempre, en algún lugar del mundo, alguien soñaría, con lo que ellos vivirían eternamente. Al menos, mientras quedase vida humana en el planeta.
Se observó entonces, una vez más, aquella luz cegadora y todos, monstruos y humanos, tuvieron que cerrar con fuerza sus párpados. Cuando la intensidad disminuyó y recuperaron la visión, los humanoides comprobaron que Opayte había desaparecido; y, con ella, todos los monstruos. Mejor dicho, casi todos, pues los dragones pervivieron varias docenas de miles de años más. Aunque no está científicamente comprobado, sobran razones para pensar en su existencia. La más importante: el hecho de que prácticamente en todas las culturas del mundo la representación de la figura del dragón es semejante: tanto en Oriente como en Occidente aparecen siempre como seres alados, con una dura piel de escamas que los protege y con enormes fauces que lanzan llamaradas de fuego. Su papel neutral durante la guerra los debió salvar de la decisión de Opayte de convertirlos en pesadillas y probablemente coexistieron con nuestros antepasados durante muchos milenios más. ¿Cómo acabaron por extinguirse? He aquí un interrogante para el que no tenemos respuesta.
En cualquier caso, desde entonces, los espantos, engendros, ogros y otros fenómenos horribles campan por sus respetos en nuestros sueños, nos persiguen en nuestras pesadillas, nos aterrorizan y nos infunden pavor. Pero no nos pueden lastimar; en cuanto despertamos, tienen que desvanecerse. Se siente, pero tienen que desaparecer.
Algunos/as, os preguntaréis: “Y ¿qué fue de Opayte, a quien tan agradecidos y agradecidas debemos estar los humanos, allá donde se encuentre?” Pues la verdad ¡no sabemos nada de ella! Desapareció del panteón de los dioses conocidos. Pero, ¡cuidado!, tal vez algún día regrese para suprimirnos del mundo físico, como hizo con los monstruos hace millones de años, y para dejarnos tan sólo como un susto en los sueños de otros seres vivientes. ¿Acaso no somos una horrible pesadilla, sólo que bien real, para un elevado número de especies a las que hemos puesto en peligro de extinción por culpa de la codicia y el consumismo voraz que nos caracteriza?