manuel obregon

La vuelta al mundo de Magallanes

18 noviembre, 2019

No habrá sido fácil concebir la idea para un navegante de creencias medievales de que era posible darle la vuelta al globo terráqueo en una época plagada de mitos y supersticiones. Mucha bruma en lo religioso y un gatear apenas en las observaciones científicas. La astrología rozaba con la astronomía y por cualquier denuncia de herejía un cristiano podía terminar en la hoguera.


Fernando de Magallanes

Cristóbal Colón retó la cartografía existente creyendo posible ir a las provincias del Kan de la China, por Occidente,  mucho antes que Fernando de Magallanes, pero su proeza quedó enredada por sus limitados conocimientos  y murió con la idea errada de que lo había logrado; y después de cuatro viajes, no pudo percatarse de que su descubrimiento apenas tocaba las puertas de un  monumental continente.  Una masa de tierra superior en cuatro  veces Europa y en más de ochenta  la superficie de España. Si comparamos, ambas  hazañas,  cada una tiene  sus  propios méritos y consecuencias. La primera, el descubrimiento  del Nuevo Mundo [1492], en cuanto a tiempo es más corta [menos de tres  meses] pero más importante y dilatada en cuanto a las riquezas descubiertas por los futuros navegantes que hicieron posible la conquista y la colonización. La segunda, el viaje de Magallanes,   mucho más extendido [1519-1522] y quizá de rango menor,  pero con valiosos aportes  a los conocimientos científicos de la época; supera sí en temple, si hablamos de sus protagonistas, al tener que enfrentar dificultades mayores para  conseguir su objetivo;  desafiar   rebeliones, padecer   hambre y  sed, y, riesgo elevado de enfrentar su propia muerte. También destaca  en recorrido: Colón en su primer viaje navegó poco más de 5 mil kilómetros, en tanto a Magallanes  la   vuelta entera al globo significó  poco más de 70 mil; 1.75 veces  la circunferencia de la tierra.

Qué más da que Colón fuese genovés y navegara en nombre de España,  y Magallanes, portugués,  lo hiciera también en su  nombre, lo que  interesa    aquí son los hechos.

Válido lo anterior, lo que  esta nota o ensayo desea destacar es la conmemoración en este año 2019, de los 500 años de esa epopeya, que nos remonta a un mes de agosto de 1519  cuando Fernando de Magallanes se propuso darle la vuelta al mundo por primera vez;  reseñar y  reconocer  lo acontecido, aunque sea de forma general,  y enfatizar   las circunstancias sumamente adversas que enfrentó, y  la entereza o valentía de concebir un viaje  casi mitológico.

La crónica de este viaje la narra, magistralmente,  un italiano, Antonio Pigafetta  [1490-1534], quien se agregó a la tripulación a pesar de que él no era marinero,  y sobrevivió para contarlo en su libro: Relación del primer viaje alrededor del mundo[1524].  El cronista lo logra como lo hizo aquel otro soldado de Hernán  Cortés en la Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo, para dejar constancia de esa otra epopeya que casi al mismo tiempo se libraba en tierras del Anáhuac [1519-1520].  Pigafetta no era ni cronista ni hombre de mar, pero sí estaba poseído del vigor que da la juventud para embarcase hacia lo desconocido, quizá simplemente por buscar aventuras.  No obstante se empeñó en su tarea romántica y dejó el  testimonio del viaje con todos los detalles posibles.  Teniendo como tenía inclinaciones por la naturaleza,   su crónica privilegia lo raro  o  fantasioso, y en menor grado  el drama humano de estos bizarros marineros.

Gracias a ese libro de Pigafetta y el que escribió Stefan Zweig  en 1938 [Magallanes], conocemos, adornada ya por la ficción,  las interioridades de esta historia. Basándonos, en ambos,  es que nos atrevemos a describir, por supuesto de manera somera,  este épico viaje.

Primera vuelta al mundo. 1519-1522

Un proyecto a ciegas donde navegar hacia latitudes desconocidas era como retar la creación misma. Sí, lo logra   Magallanes aunque tengamos que aceptar con pesar que el destino no le permitió completar el ciclo porque en el camino lo sorprendió  la muerte.  Nos queda la recompensa de que sí lo hizo en espíritu, para gloria de España y de su monarca, el joven Carlos I. Rechazado el proyecto por el rey Manuel de Portugal, es apoyado por la corona española. Se trata igualmente   de hacer realidad el  sueño de Colón de   llegar a la China  por el Oeste pero esta vez con otro propósito fundamental,  a sabiendas de que hay un continente de por medio, encontrar el buscado paso que una  los dos mares: el Atlántico y el Pacífico.

Después de tantos escollos, pestes, rebeliones y hambre, la  historia quiso que el honor se lo llevase, no el portugués intrépido, sino un castellano, compañero de viaje, sin mayores credenciales: Sebastián Elcano, quien llego exhausto, con la nave Victoria, una de las cinco sobrevivientes,  con solo 18 tripulantes a bordo, de los 265 que partieron  casi tres años antes.

No es casual que el libro de  Zweig, haciendo honor a lo épico y profético, inicie como jurando sobre una biblia: En el principio eran las especias… para marcar que lo que viene tiene un interés inicial: hacer dinero con el comercio de especias [pimienta, nuez moscada, jengibre, canela] tan apetecidas por la mesa europea. Era un viaje con interés comercial. Por eso el financiamiento es mixto, de la Corona española [70%]  pero también del gremio de comerciantes [30%] de Sevilla. Todo bajo la sombrilla del Papa Alejandro VI y Julio II, que por el Tratado de Tordesillas [1494] se arrogó el derecho de repartir el mundo como si le perteneciera. Lo dividió en dos mitades entre los grandes reinos católicos de la  época: España y Portugal.

No hay duda, en un  principio fue solamente  el afán de lucro lo que los mueve; es hasta más tarde que se percatan de que existe otra dimensión: apoderarse de las tierras  recién descubiertas para incorporarlas a sus reinos,  en este caso de Calos I  de España y V de Alemania. Toda una hazaña de jóvenes, pues el rey solo tiene 18 años de edad.

El objetivo se bifurca en tres: posesión, especias y cristianización. Magallanes es un hidalgo  de apenas 24 años de edad cuando inició  sus aventuras, curtido en batallas en la  India y Marruecos. Terminada su misión o haberse retirado de esos afanosos menesteres, después de quedar lisiado en batalla,  no se conforma con el ocio de una pensión: es demasiado joven [entonces  35]  para resignarse.  Busca nuevas aventuras. Tiene experiencia como navegante y es de carácter reservado. Aferrado en sus creencias y ayudado por su amigo y coterráneo Ruy Falerio, astrólogo de cielo y tierra,  vende la idea de que se puede navegar a las Molucas por el Oeste, buscando un derrotero, que afirma, por conocimientos previos de marineros que se habían aventurados en viajes anteriores  bordeando la costa de Brasil, que solo él conoce. Dice con seguridad: lo sé, conozco el sitio. Y,  reafirma, de lograrlo habré dado la vuelta al mundo en un solo viaje.  No es que realmente lo supiera,  era un decir,  sino que se aferró al mapa de un cartógrafo llamado Martín Behaín, de dudosa credibilidad. Magallanes tuvo el ingenio de vender la idea aunque  poco sustentable.

Logra convencer a los señores de la Casa de Contratación  y parten de la rada de Sevilla [del puerto de Sanlúcar] un 10 de agosto de 1519. El  proyecto,  en realidad estaba pegado con goma, pues conocer un secreto, respaldado por alguien que se decía científico,  obviamente no era suficiente. Lo único que sonaba era que, el paso,  estaba ubicado en los 40 grados de latitud [Más bien se suponía,  pues en realidad resultó ser el  52].

Con toda esta nebulosa se preparan para conseguir víveres, pertrechos de viaje, herramientas, contratar marineros, comprar los barcos, y una lista increíble de cosas necesarias para hacerse a la mar, por lo menos para dos años. Son cinco las embarcaciones: El San Antonio, La Trinidad, La Concepción, El Victoria y El Santiago. Lo que llamaban  provisiones de boca consistían en: galletas de barco, harina, judías, lentejas, arroz, legumbres, carnes, tocinos, sardinas, quesos, ajos, cebollas, miel, uvas, pasas, almendras, azúcar, toneles de vino, agua, vinagre, mostaza,  artículos para trocar, y cosa inverosímil,  7 vacas a bordo.

La tripulación, una amalgama variopinta de razas, lenguas, costumbres, gente  de baja estofa, buscadores de fortuna,  aventureros. Se  cuidaron de llevar un intérprete indígena amigo de Magallanes que había  adquirido como sirviente en sus viajes anteriores que les fue de suma utilidad. Su nombre, Enrique.

Expedición Magallanes

Desde que los barcos zarpan de la bahía, ya hay inicios de conflicto. El suegro de Magallanes le sopla que en una de esas naves va un traidor. Todo indica,  instrucciones para planificar una conjura. Este personaje no es poca cosa, se trata de Juan de Cartagena,  veedor autorizado por la corona para llevar las cuentas de lo que se descubra y la proporción que le toca al Rey.

Aquí  chocarán dos caracteres: el reservado, rudo y poco sociable del marinero capitán y el exigente y poco fiable del  veedor.

Todo transcurre apacible durante las primeras once semanas de navegación. Incluso Pigafetta, el  cronista oficial, muy propenso a concentrarse en el paisaje, no reporta nada trascendente respecto al viaje.  Hay demasiado entusiasmo,  todo va viento en popa, como si fuese un viaje  rutinario. A los cinco meses de navegación, los ojos se dilatan cuando se aproximan al paralelo 40, que coincide con una amplia bahía,  donde el mar es penetrado por una inmensa corriente. Tras hacer sus observaciones minuciosas se dan cuenta que la entrada es solo la de un río caudaloso: bautizan al lugar como Montevidio, actual Montevideo. Y, el río no era otro que el conocido  Río de la plata. Es enero de 1520.

Río de la Plata

Río de la Plata

Primera decepción, si el mapa que hojeó  Magallanes estaba equivocado, el proyecto, costosísimo, corría el riesgo de ser echado por la borda. Habría sido la gran estafa para la corona y para los que ilusoriamente buscaban hacerse ricos, o,  de fama.   Se convence que el tal mapa de Behaín era falso. Ha caído en  su misma trampa. Como todo aventurero  simula conocer los secretos del oficio,  pero un día se da cuenta que,  lo que él consideraba una certeza, era  pura especulación.

Nadie está conforme. Hay síntomas de descomposición entre la tripulación. Algunos opinan que lo mejor es regresar. Les inquieta la pasividad del capitán que no tiene la entereza de manifestar su error. Son momentos de  mucha meditación, de  marcada incertidumbre.

Hay que imponerse antes de dar tiempo a la incubación de malas ideas. Por fin el capitán decide confrontar la   dificultad, vencer cualquier escollo  antes que abortar el proyecto. Comprende Magallanes que las épicas no se construyen con timidez  o miedo.  Al contrario,  tendrá que ser fuerte, con carácter,    hombre de agallas. Su deber es armarse de valor e imponer disciplina. Reúne a los otros cuatro capitanes y les manifiesta su decisión:   navegar  hacia abajo, hacia el sur en busca de ese estrecho que hermanará los mares. Es posible que haya tenido una intuición, una corazonada, una idea remota que no por imprecisa sería  tampoco alocada. Si por un principio elemental todo líquido busca su salida y si existe un gran océano ya explorado parcialmente pero al fin navegable,  si ya se conoce esa gran masa  de agua que es la mar Atlántico, qué  factor de duda podría invalidar ese chispazo, que una gran vertiente  comunicara los dos mares. Que  una masa se entrelazara con la otra. Eso era lo probable. Tenía que tener fe, ya no en aquel mapa confuso que los había llevada hacia la nada. Pensó para sí,  que si existen las corrientes marinas que se mueven en un cuerpo de agua, esas mismas tenían que buscar salida en otro cuerpo de agua. En algún punto mágico tenía que desatarse el lazo. Un único mar, esa era el pálpito, todo en uno.

Ya no le importaba que la distancia hacia las Islas Molucas se alargara tanto como la parte que él ya conocía, rodeando la costa africana y dando vuelta en el Cabo de Buena  Esperanza. Soñaba o deliraba que su misión iría más allá de un mero objeto comercial de traficar con especias; tenía que empujar hacia algo mayor.

Si lograba darle la vuelta al mundo por mar, sería suficiente hazaña, independiente de las conquistas de tierras y  riquezas que podía encontrar a su paso.

Tampoco despreciaba esas otras metas.  Cuántos  reinos no le estarían esperando para conquistar a la corona española, cuántas riquezas insospechadas parte de una misma victoria. Se preguntó en una noche de insomnio si no era  más grande que todo eso, su aporte que haría a la ciencia. Probaría con papeles en la mano, con sus cartas marinas, que la ruta era viable, que podría medirse la cintura de la tierra. Demostraría con documentos, con  aquella bitácora diaria, que la tierra era redonda. Firme en que  sus descubrimientos le darían fama, y, por qué no, también dinero, y muy merecido.   La historia la tendría que escribir él  con sus descubrimientos.

Aunque por experiencia propia ya conoce parte de esos  reinos, la   sola idea de descubrir nuevos,  le inspira. Poder contar  a los demás  cómo era  esa parte  desconocida  del mundo. Cuántas  especias y especies de animales. Qué lenguas hablaban, qué cantidad de oro se esconderían en las entrañas de esas tierras extrañas. No había duda. Aunque se le fuera la vida como en realidad ocurrió, lo intentaría.

No habría una segunda oportunidad. Él lo sabe, aunque también admite en su interior, que no se trata de un capricho personal. Tendrá que convencer al resto de la tripulación para que lo acompañe. Tendrá que ofrecerles algo a cambio. Nadie va hacia lo desconocido por el simple placer de navegar: Navegar en esas circunstancias es ir a lo incierto. Incluso, por qué no, hacia la propia muerte.

Ése paso secreto, primera condición, sí es que existe, tiene que encontrarlo antes de que entre el invierno. Logra persuadir a los otros capitanes que es posible, que hay que intentarlo. Algunos no están contentos. Insisten en que regresar  sería mejor. No importa si no tuvieran éxito, de todas maneras podrían demostrar que se habían remontado hasta confines donde no había llegado otro europeo. Ésa hazaña, ya de por sí,  merecía que los consideraran héroes.

De mala gana le siguieron. El panorama era confuso. Más hacia el sur ya se sentían las ráfagas heladas de un viento invernal. Solo ven pingüinos, zarandeándose por la playa. Perezosos  osos marinos bamboleándose  en las arenas rocosas. Continúan,  pero pronto se dan cuenta que ya no es posible seguir adelante. Se congelarían, no podrían soportar la intemperie. Desconocen el secreto de esas aguas australes. Ya es tarde para regresar, no queda  más que buscar un remanso, una bahía donde poder estacionarse para soportar los meses del invierno. Un recodo que les sirva de cuartel de invierno. Ignoran si es posible encontrarlo, tampoco saben si, encontrándolo, podrán defenderse de esos vientos huracanados que desconocen. Por fin, con suerte, lo localizan.  El agua para tomar probablemente escasee, los víveres se habrán mermado, y más que eso, el gusanito de la rebeldía está por estallar. El capitán tiene  que ser prudente en ese ambiente tenso.

Pronto llega la primera rebelión. En ella mueren dos capitanes de los cinco que componían la flota. Aquí hay material de sobra, se me ocurre, a esta altura de la crónica, digna de ser contada por  Arturo Pérez Reverte. Pernoctarán en ese lugar, la Bahía de San Julián,  hasta que llegue la primavera.

El peor enemigo del hombre de mar es la inactividad.  Tendrán que ajustarse a la rutina. Junto a ella aparecen como fantasmas las añoranzas de la tierra, los recuerdos de la familia que dejaron, y las malas costumbres. Se vigilarán unos a otros, pensando en la traición. No hay calma y no puede haberla cuando saben que el plan es tirar una moneda al aire. Es vida o muerte.

Llegada la ansiada primavera renuevan el  viaje. Aparecen por primera vez seres humanos en su encuentro, aborígenes que no saben de dónde y cómo saltaron.  Eran de estatura muy alta y pies largos. Ellos los bautizan como, los Patago, es decir patas largas. De ahí el origen de lo que es actualmente La Patagonia.  En esta aventura de seguir pierden el primer barco. No pudo resistir los estragos del tiempo y se resignaron a abandonarlo.

Ya es agosto del 1520, ha transcurrido un año que salieron de casa,  y nada de encontrar una salida al otro océano. De repente en la lejanía de la noche ven por primera vez fuego, como una antorcha que se multiplica en contraste con el cielo. Visualizan en las alturas de esas montañas heladas fogatas que bailan con el viento. Señal inequívoca de que hay hombres que la habitan. No se atreven  a explorarlas pero sí, para dejar constancia de aquel hecho, le llamarán  a ese lugar Tierra del Fuego.

En ese preciso y ventoso sitio, divisan como en un sueño, una bahía solitaria.  Tienen la corazonada de que han llegado al punto de inflexión. Tienen que ser allí. El agua fluye afanosa revolviendo el estero.  El horizonte luce gris, borrosa la pizarra del cielo. Empiezan a topar con parajes nunca vistos. Escollos, recovecos por donde huye el agua. Le  llamarán, apenas navegan la entrada, Canal de Todos los Santos. Lejos están de percibir la majestuosidad y lo enredado del lugar.  Se notaba, una calma sombría.

Canal de todos los Santos

Cerros entre la maleza, aves acuáticas en abundancia, cardumen  de sardinas que se podían tocar con las manos, vueltas y revueltas, recodos, zigzag de aguas caprichosas que de repente jalan en una dirección y por arte de magia se orientan en sentido contarios. Un laberinto sin descifrar. Bahías, fiordos, bancos de arena, redes líquidas como pulpos  que pueden conducir a la salida milagrosa o enredarse  en sus tentáculos. Una telaraña de aguas. Sienten desamparo,  aislamiento, y temen se agoten las fuerzas y se acaben los alimentos. Horror de ser tragados por esas aguas como en un hoyo sin fin. Se sienten sepultados por  el silencio, o más bien, por el ruido desacompasado de sus aguas. Hay desesperación, se atrevieron entrar en aquel enredo acuático pero no saben por dónde salir.

Hay una pausa, una de las embarcaciones se ha quedado rezagada. Es justo que otra salga al rescate mientras las restantes  esperan en un lugar convenido. Hay tardanza, no se puede esperar más, solo le dicen a Magallanes que por lo visto y los rastros en las lianas que se hunden en aquellas aguas desconocidas, lo más probable es que ha habido  una deserción; la nave San Antonio  efectivamente ha echado reversa. Han decidido regresar a España. O,  por lo menos lo intentarán, pues tampoco es seguro volver entre tanto peligro, islas y piedras, lomas escurridizas,  que anuncian más bien un naufragio.

Los tres barcos siguen guiados solo por la intuición que por ahí va la ruta correcta. La bitácora diaria indica que ya llevan semanas o meses  en esa maraña de aguas inciertas. Por fin en un amanecer brumoso sienten de repente que están frente a otro paisaje. Los escollos han quedado atrás y se encuentran frente a un mar que les abre sus brazos de sal.  Un horizonte que se expande ante la vista. No hay duda, están, dichosos los ojos que lo ven, frente al majestuoso y  deseado mar Pacífico.

Océano Pacífico

Es un 28 de noviembre de 1520, ya  pueden abrazarse de gozo, lo han logrado. La serpiente  del canal puede dormir su siesta tranquila. Han escapado a la muerte y el triunfo está en esa  nueva  entrada de  mar recién descubierto.

Son ellos los primeros europeos en navegar sus aguas. Solo les espera el triunfo. Han hecho historia.  La han escrito con el sudor de la lucha que no los hizo claudicar ni un día. Dudas las tuvieron como todo ser humano, pero ahora,   les esperan laureles. Al hacer el recuento: les tomó cien días pasar el estrecho para recorrer una longitud de 80 kilómetros. Más que lo que le tomó a Colón navegar  el Atlántico para cubrir un trecho de varios miles de kilómetros. Algo portentoso.

Han llegado,  es cierto, pero, a qué costo. El escorbuto, enfermedad que aparece donde hay una dieta pobre y sin agua sana, empieza a hacer estragos. Ahora, retomando fuerzas con los que pueden navegar se dirigen hacia Las Filipinas. Pronto llegarán a Sumatra, tierra familiar para el esclavo Enrique, el  intérprete. Son bien recibidos por los indígenas. El Rey de Humabón se bautiza con el nombre de Carlos de Cebú. Hay intercambio de regalos y lucen banquetes que son servidos con rica porcelana  de la milenaria China. Lugares de un envidiable  comercio  de lo que hoy es Asia.  Antes de proseguir el viaje a la lndia y   Cipango hacen alianzas con los  reyezuelos locales y quieren expandir su dominio a  otras islas.

Ante la renuencia del pequeño rajá del islote de Mactan de  someterse a una nueva fe y a ser vasallos del engreído Rey de Cebú, el crecido  Magallanes quiere imponer una lección o mito de la invulnerabilidad. Los enfrentará para exterminarlos. Llama a que gocen de un espectáculo de fuerza frente a los flecheros indígenas. Quiere que reciban una lección. Que sepan de una vez por todas  qué pueden hacer los arcabuces, los cañones y los valientes españoles frente a una tribu pobremente armada. Algo que sirva de ejemplo a todo aquel que niegue someterse al domino de Calos V.

El anónimo  indómito de esta diminuta isla se llama Silapulapú, y nadie pensaría enfrentar al blanco invasor con sus armaduras de hierro y artillería  que asustan con solo verlas. Conocen el ruido ensordecedor que produce la pólvora.   Se dispone el encuentro al que acude el propio Magallanes como capitán y gran jefe de la expedición. La batalla se da entre un puñado de españoles, pues no se requería de mayor número, así suponían, y los paupérrimos indígenas. El choque es al caer la noche, desembarcan los primeros españoles con su jefe al frente, en tanto los de la retaguardia se quedan en los barcos para entrar más tarde en acción.

Todo parece ser una derrota anunciada contra los isleños. De repente se vienen unos gritos de guerra estridentes  de los indios que llaman al ataque. Los están esperando en la costa.  Sucede lo inesperado, Magallanes y su gente se empantanan  al poco avance dentro del agua que les llega a la cintura, se les dificulta caminar entre piedras con difícil capacidad de maniobra para sus armas. No contaban los españoles que los arrecifes serían la gran dificultad. Los indios más diestros en su propio terreno les salen al paso con las  primeras andanadas de flechas. Confusas al principio pero certeras después; saben que deben apuntar donde no están protegidos y empiezan a herirlos de muerte.

Cada vez el cerco es más fuerte y las armas de chispa  se hunden en el agua. No pueden escapar.  Algunos alcanzan la costa entre ellos el gran capitán, pero solo para su mala suerte, pues en superioridad numérica les impiden el paso los indígenas y logran imposibilitar  al propio Magallanes que en un rápido movimiento, al identificarlo como el jefe, lo tiran al suelo, lo inmovilizan, lo golpean,  lo humillan y le dan muerte. A ninguno de sus compañeros les da tiempo de auxiliarlo.  Lo que iba a ser un espectáculo, en un abrir y cerrar de ojos, se vuelve   tragedia.

Muerto el jefe todo es desbandada, e incluso, cobardía. La muerte atroz de Magallanes no se debe más que a su imprudencia. Nunca debió hacerlo, no había razón ni para exponerse ni para demostrar superioridad. Todo lo ganado lo pierde en un momento de alarde u ofuscación.

Cosas del destino,  lo que estaba para él, ahora, inesperadamente, será  para otro. Todo el mérito, toda la gloria de haber descubierto el paso que hermanaba los océanos se disipa. Las aguas siguieron otro curso. Un marinero, ni siquiera destacado dentro de la tripulación, llamado, Juan Sebastián Elcano,  será el que tome el mando del Victoria, continúe el viaje y a la larga se lleva los méritos. Este español, que en su momento fue un insurrecto contra Magallanes,  le arrebata,  sin buscarlo, la fama. Esto explicaría después por qué el libro de viaje de Pigafetta, desaparece, para no dejar huellas de que el ungido, un español, en un momento determinado fue un vil traidor.

Elcano y Magallanes

Aquí hubo doble traición a  la causa: nadie de los capitanes de las naves que quedaban, que eran tres, toma la iniciativa de vengar  la muerte de Magallanes. Tenían los medios para hacerlo pero no les interesó.  Seguramente pensaron que era más importante llevar a término la expedición y regresar a la idea primera del viaje, que ya referimos antes,  era, principalmente,  comercial. Llenar los barcos de especias en la próxima parada  que serían  las Islas Molucas.

El esclavo Enrique se queda en Sumatra, el tal Carlos de Cebú, termina por traicionar a los españoles, y, para colmo,  una de las naves se abandona, El Concepción,  por deterioro irreparable de casi dos años de viaje. Quedan entonces, de la flotilla, ya diezmada la tripulación por un segundo ataque de escorbuto, reducida a dos naves: La Trinidad capitaneada por Gómez de Espinosa y la Victoria, que es la única que habrá de llegar, por Juan Sebastián Elcano.

El seis de noviembre de 1521 llegan por fin a Las Molucas. La afamada Isla de las especias. Aquí cargan el Victoria con 750 quintales de especias, de las cuales solo arribarán 520. Pernoctan unos meses  para apertrechase de mercancías y alimentos y reponer fuerza.  Se dan cuenta que el Trinidad ya no es posible que siga la ruta. Se ha deteriorado demasiado y tendrá que quedarse con los marineros hasta que lo reparen.

Quedaba claro que fueron intrigas las que determinan que sea Juan Sebastián Elcano el que tome el mando del Victoria, cuando, en realidad  quien lo merecía era Gomes de Espinosa. El que llegara primero se llevaría los méritos.  Sea como fuere Juan Sebastián Elcano se empapa del espíritu de Magallanes y se propone  regresar para contar la historia. De villano pasará a recoger lo que otro sembró.  Será el quien complete la vuelta al mundo.

Así que a principios de 1522 zarpará solo el Victoria con 47 hombres, para darle la vuelta al África y regresar a casa. De estos morirán en el camino, principalmente de hambre,  16 navegantes. De los 31 restantes serán capturados por los portugueses  que merodean por Cabo Verde, como dominio que les pertenecía, 13 de ellos. Llegarán por fin más muertos que vivos al puerto de Sevilla, solamente 18, en una fecha memorable: 6 de septiembre de 1522.

Todo ha concluido como empezó un día. Desde el punto de vista de la ciencia queda probado que la tierra es redonda y que además gira. Que su eje se inclina ligeramente pues para sorpresa de Pigafetta, quien jura no haberse equivocado en contar los días, para sorpresa le falta uno, que solo se explica por la inclinación de su eje. Queda demostrado también que todos los mares se juntan para formar un solo mar. Que la globalización que conocemos hoy tuvo su origen  en ese viaje completo alrededor del globo. La prospección ya es asunto de la Organización Mundial de Comercio| y de las Naciones Unidas.

No será hoy el estrecho de Magallanes el más recomendable para la navegación, en su lugar están el canal de Panamá y el de Suez,  pero la cartografía recibió, no hay duda, un gran aporte. No más mapas en el aire. Lo que ahora se diga es porque alguien lo vio, lo vivió y lo padeció. Los trazos más que con tinta están hechos con sacrificio y  sangre. No se debe subvaluar que esta epopeya homérica solo fue posible por el carácter  paciente, indoblegable;  por ese espíritu  indomable de hombre de aventura y  valor que fue Fernando de Magallanes.  Tomó el riego y lo logró, aunque sus ojos no lo hayan disfrutado por completo. ¡Honor a quien honor merece!

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.