El acto cread(a)or

1 febrero, 2007

En una de sus historias cortas, que lleva el signo de esa suerte de íntima angustia que las preña, Franz Kafka nos cuenta la partida intempestiva de un viajante de una posada del camino. Imaginamos que es de noche. El sirviente sale a auxiliarlo. Pero cuando lo interroga sobre su destino, el viajante no sólo no sabe a dónde va, tampoco tiene una idea de la naturaleza de un llamado que se escucha en la distancia. Entonces contesta al sirviente que su destino es salir, salir cuanto antes de los lugares a donde llega .

Así contada, y con el desgano ingenuo del “literalismo” racional, la historia podría leerse sólo como el retrato sin sentido de una obsesión particular. Pero Kafka, un judío enamoradizo del ghetto de Praga, atado a la familia y a la cultura, con un trabajo de oficina y una invencible afición a escribir relatos de ficción, seguramente quería decirnos algo más. Algo que estaba vinculado a su condición, a su vida, a sus anhelos y dudas.

Éste no es el lugar ni la ocasión para discutir críticamente la obra narrativa de Franz Kafka; sin embargo, la referencia anterior podemos tomarla como el uso del “artefacto creado” para explorar filosóficamente el acto de creación artística.

El (anti)héroe de la historia podría representar múltiples figuras de escape o de simple tránsito: el desertor, el traidor, el cobarde, el peregrino, el vagabundo, el visitante, el invitado, el viajante. Nada sabemos de este personaje angustiado más que está de paso, que debe “partir”, “salir”, “irse”, “seguir”, “pasar”, que no puede “permanecer”, “quedarse” . Está (se siente) como en un límite, en una frontera que se renueva al infinito y que debe atravesar. Sabe, sin saber, que límite e infinito están ligados indisolublemente, como lo están la frontera y lo que se ve “más allá”, “del otro lado”. No sabemos si sabe por qué debe seguir su camino, si por algo que “viene detrás” o por una promesa que yace en el “más allá” de su andar. Sólo escuchamos, con él, el sonido de una trompeta a lo lejos. Además, su rastro no es continuo, hay múltiples paradas, constantemente detiene su paso para atender algo que llama su atención y vuelve a seguir. Le angustia lo que lo atrae porque ello significa desvío, demora, duda, y todo eso toma tiempo, pensamiento. Pero sucede que él no tiene tiempo ni puede permitirse el lujo de “detenerse a pensar”, de dejarse afectar por algo que le “dé qué pensar”. En otras palabras, para el que está de paso no “hay tiempo”, ni puede aceptar el “don”, el “regalo” del pensamiento. Su derrotero fluctuante es como una línea tangente al mundo, que lo toca en un punto y, de inmediato, se separa para seguir su curso. Y ese curso lo lleva siempre detrás de un llamado que nadie más que él puede oír. Es la trompeta que el viajante, justo antes de partir, escucha en la distancia, esa que el sirviente ni siquiera ha oído y de la que nadie, en consecuencia, puede dar cuenta. Un sonido que viene de más allá, imposible de ubicar, demandante, un llamado urgente, terriblemente conspicuo y, a la vez, anónimo, que lo obliga a “seguir”, a “partir”, pero también, haciendo eso, a “dejar”, a “abandonar” lo que va quedando atrás.

Estas resonancias especulativas buscan completar los “vacíos” de la narración. Por supuesto que, buscando coartadas de objetividad, esta complementariedad no es sino mera especulación; se disfraza de objetividad, de descripción, pero es tan arbitraria ya como cualquiera de las más subjetivas interpretaciones . No obstante, el tipo de hilo conductor que se imponga a las variaciones va a determinar la interpretación que se haga del relato.

Si leemos esta historia en el plano de las cuestiones relativas al problema del conocimiento, es fácil ver en ella una dramática, angustiada metáfora de la forma en que opera el proceso cognoscitivo. No es posible determinar un inicio absoluto de dicho proceso, así como es insensato imaginar que todas las instancias de ese tortuoso camino se orientan a un único y exclusivo final. Pero estas premisas consabidas nada dicen del énfasis de la historia que se enfoca, más bien, en el eterno “partir” del personaje.

La mirada, el tacto, preferentemente, junto al resto de los sentidos que nos ponen en relación directa con las cosas, así como el viajante de la historia kafkiana, también “deambulan” por los cuerpos, por sus contornos, y cuando llegan a sus confines, a sus límites, también parten a otros cuerpos siguiendo el impulso desorientado de la intuición o el sentido arbitrario de la razón.

Asumamos con Jean-Luc Nancy que los sentidos presentan el momento propio de la exterioridad sensitiva , y que tal presentación es, al mismo tiempo, la constitución del tocar (ver, oír, gustar, oler) como “tocar-se”, esto es, más específicamente, la constitución del “se” en cuanto próxima sensualidad distante, o dicho de otra forma, en cuanto íntima sensualidad aproximada. Ahora bien, dicha de esta forma, la idea parece incluir la presuposición de que hay un yo (moi, self) que, al tocar otras cosas, cobra la regalía absoluta del registro de su “sí mismo”, como si esa subjetiva sensualidad fuera el insuperable trasfondo referencial de todos los posibles datos de la experiencia. Pero este sí mismo (moi, self) no puede ya ser pensado en la clave de la ontología de la idea, ni de la psicología de los sentidos. Esa forma de “registrar” al que toca que tiene el tocar, no puede pensarse, diría Husserl, al margen del flujo temporal de la conciencia. No obstante, ahora sabemos, gracias a Heidegger, que la llamada “conciencia” no debe concebirse como un receptáculo impersonal de momentos en flujo. Una vez desvanecida la noción, en su lugar queda un tiempo vivido que es al mismo tiempo memoria y proyecto.

El arte narrativo de Kafka, en consecuencia, y todo el arte en general, tienen que ver con los objetos y sus límites, pero también con la experiencia y su apertura infinita. Pero esos objetos, sus límites, y la experiencia abierta, si seguimos tácticamente el derrotero impuesto por la epistemología moderna, pueden tener contenidos tanto materiales como ideales. Por este camino, entonces, nos enfrentamos al problema: a la hora de juzgar el valor específico de una obra de arte ¿qué privilegiar, la realidad objetual que describe, o la idea sostenida por su andamiaje formal?

El drama particular del pensamiento moderno no sólo es que una cosa es esa-cosa-allá-afuera y una idea es esta-idea-aquí-adentro , sino, además, que ese valor unitario equivale al monopolio del sentido de la cosa o la idea. En otras palabras, la diversidad del uno no es, de ninguna manera, una diversidad radical. La radicalidad de lo plural no se puede encontrar en la exterioridad de la cosa ni en la interioridad de la idea, sino en el sentido . Desde esta perspectiva puede decirse, entonces, que el infinito que recorre el viajero de Kafka no es del orden material ni del intelectual, sino del orden del sentido; y que el llamado que escucha, en consecuencia, no es el de un viaje por espacios conmensurables ni el de la enumeración de categorías de la experiencia, sino uno más radical y perturbador, inquietante e inasible en su evasiva naturaleza dubitativa: se trata del llamado de la interpretación . Demos un paso más allá: se trata, también, del llamado de la experiencia. Dicho de otra manera: la experiencia es interpretación ; y la interpretación es la condición humana.

Ésta es la razón por la cual, a la hora de explicar la diversidad de las ciencias o de las artes, es inútil recurrir a la variedad empírica de los sentidos. Si los sentidos fueran un criterio definitivo para la explicación de un problema como éste, ni siquiera podríamos hacernos la pregunta por la posible unidad de las ciencias o las artes. Cada uno de ellos discriminaría un territorio único de percepción y subsiguiente constitución teorética. El caso es que, desde los datos más remotos que nos remiten a la presencia humana, hay una aspiración de unidad, de armonía sistemática de los, aparentemente, distintos discursos sobre la realidad. Pero esta unidad no se puede construir desde la separación de cada uno de los sentidos: el ojo no escucha, el oído no ve, etc.; esta unidad ha sido siempre una posibilidad, un proyecto; y en los momentos de mayor entusiasmo positivo, lo más que hemos tenido es una ilusión de unidad definitiva que, con el tiempo, ha sido desafiada y revisada profundamente hasta llevarla a una desfiguración que la hace irreconocible.

Ahora bien, el interés de la unidad ha sido propio de los teóricos, de los filósofos, y hasta de algunos científicos entusiasmados con los poderes explicativos de las teorías generales de sus propios territorios científicos. Nunca ha sido, ciertamente, el interés explícito y manifiesto del artista. El artista quiere crear, quiere dejar que algo nazca. Y si, como en el caso de Wagner, en un momento se vale de la armonía de distintas artes, no está pensando en la más sólida secuencia de argumentos que justifican el derecho que tiene a hacer uso de la música, la danza, la poesía épica, etc., sino toda su fuerza inmanente de creación se encamina a generar, a hacer aparecer un producto que no se agota en el sí mismo de su entidad singular.

Nos interesa, en consecuencia, no cómo construir la unidad desde la diversidad de las artes, sino más bien, cómo se da su diversidad desde la “des-apropiación” creativa.

Hemos dicho ya que los sentidos presentan el momento propio de la exterioridad sensitiva y, además, que ese acto conlleva necesariamente la constitución del tocar en cuanto tocar-se. Nos detuvimos un momento para señalar que, previo análisis de esta idea, pareciera que en ella sugerimos, por una vía sensitiva, la permanencia de un yo empírico, posible fundamento de una (paradójica) metafísica de los sentidos. Más adelante, fieles a nuestra voluntad original de explicar el acto creativo y no la teoría general de la aparente diversidad de las ciencias, introdujimos el problema central que divide modernidad y post modernidad en filosofía: el sentido. El sentido, dijimos, es el locus de la pluralidad radical.

Así, entonces, el “toque” de los sentidos permite la manifestación no sólo de la heterogeneidad de lo sentido, sino también del sentir. Y el arte está referido directamente a esta diversidad, toca el sentido del tocar mismo. En otras palabras, el arte toca la inmanencia y la trascendencia del tocar. O, dicho de una forma más sintética, el arte toca la trans-inmanencia del ser-en-el-mundo. El arte, por tanto, no tiene que ver con el mundo en su exterioridad, esto es, como medio, naturaleza; sino con el inédito surgimiento del ser-en-el-mundo.

En este sentido, puede decirse que el arte toca (esto es, convierte en exterioridad expresiva, no representativa) la integración vital de lo sensual; su mundo no es sensible en el sentido meramente empírico; es, más bien, un mundo de inteligibilidad vivida, un mundo de sentido, un Umwelt . En cualquiera de sus manifestaciones expresivas (y no, como ya dijimos, representativas), el arte, al referirnos a la trans-inmanencia del ser-en-el-mundo, le da expresión al mundo en cuanto mundo.

Esto significa que, si nos atenemos al dato estético, no podemos hablar de un mundo, sino de los infinitos fenómenos de dis-locación del mundo en una inagotable pluralidad de mundos. Pero esto no significa que la dis-locación sea equivalente a una fragmentación que hace in-inteligible al mundo. El arte presenta al mundo en cuanto tal, esto es, un mundo en toda su particularidad; pero desde el momento en que sus formas expresivas son inteligibles, eso quiere decir que dentro de esa radical singularidad está también la unidad del mundo. Así, el arte presenta la irreducible pluralidad de la unidad del “mundo”. Y con “irreducible” queremos decir que no podemos tener de ella una sensación estética unitaria. Por este camino perderíamos la trascendencia en favor de la inmanencia. Pero tampoco, por el camino contrario, podemos tomar el arte como un mero proceso de exteriorización representativa, porque así perderíamos la inmanencia en favor de la trascendencia. Por eso, el arte es al mismo tiempo a priori y trascendente: el mundo que muestra nunca puede superarse hacia otro nivel ontológico que no sea los fenómenos; pero, simultáneamente, esa particularidad fenoménica es la fiel expresión de un fenómeno-de-mundo. En cada fragmento de la pluralidad está cifrada la unidad, y es esta conexión, precisamente, la que hace inteligible lo que sólo aparentemente es una parte aislada de su todo ausente.

Pero la inteligibilidad de la obra de arte no sólo es el resultado de un todo que significa a la parte, sino también de una parte sin la cual la unidad sería imperceptible en su sensualidad concreta. Lo que se hace visible como arte es la diferencia singular de un toque, de una zona de toque; y lo que llamamos mundo es un rastro narrativo: el tejido a veces y lo destejido otras de esas zonas de toque. Ésta es, en el fondo, una forma trans-inmanente de pensar la-cosa-en-sí-misma. Y esa cosa (objeto de deseo privilegiado a lo largo y ancho de la historia de la filosofía occidental) es “más antigua —nos dice Nancy— que cualquier origen” .

Por este camino (y de la mano de la crítica que Heidegger emprende contra Kant) se llega a una ontología del espacio. Las cosas ya no “están” en un lugar, más bien “son” ese lugar mismo . Así, ser-EN-el-mundo es, en sentido estricto, ser-DEL-mundo. La distinción entre “lo dado” y “lo pensado” (o incluso “lo vivido”) desaparece. Y las cosas, esas cosas mismas, al lado de sí mismas, que son espacio precisamente por ser cosas, ya no “pertenecen” al orden de lo dado, sino “son” la figuración semántica de infinitos actos creativos particulares. Y así como las cosas “son” el espacio para ser sí mismas, igual, el (la) creador (a) “es” su acto creativo. El acto creativo, entonces, en virtud del cual podemos intuir el ser-en-el-mundo como ser-del-mundo, es, él mismo, dis-cernimiento, diferenciación entre zonas o (el sentido del) toque cuando lo referimos a la obra de arte; pero es (el sentido de la) narración cuando lo referimos al (la) creador(a). Por él se manifiesta el ser-en-el-mundo, y como estamos en el marco de una ontología de la trans-inmanencia, sentido del toque y sentido de la narración son una y la misma cosa. Esta unidad que está en la obra de arte y en la “sensación” de ella es, precisamente, la figuración semántica narrativa, la que da cuenta de la cosa en cuanto “dis-puesta” a sí misma, ordenada a sí misma. Pero utilizo la palabra “semántica” no sólo en su acepción lingüística, sino sobre todo en la del “sentido”, esto es, del lado, o más bien, en el nivel ontológico. Nivel en el cual la heterogeneidad de los sentidos mantiene sus diferencias internas y al mismo tiempo expresa una unidad: un color que es fluidez, figura, movimiento, o incluso sabor o sonido, y se queda allí, se aísla, porque no le interesa el camino de la homogeneización abstracta que se encamina a los fines de la referencia y la utilidad. Más bien, el sentido ontológico busca la particularidad radical, no sólo es la “vivencia de…”, sino también (y sobre todo) la “auto-vivencia de…”. Sin el “auto”, la vivencia se enajena no en el objeto real, sino en su definición, en su figura lógica. La inspiración del artista consiste en el feliz arribo del “auto” a la “vivencia de…”. Entonces se manifiesta lo real en cuanto real en una figura semántica que, precisamente en virtud de su significación plural, nos entrega lo unitario, lo único. Pero estamos hablando acá de lo único y, sobre todo, de lo unitario, en términos sensitivo-comprensivos-de-lo-singular. En ningún momento estamos proclamando la validación sensitiva de la “figura lógica”. Al hablar de “figura semántica” nos referimos precisamente a la dispersión de la unidad propia de la figura lógica en cuanto “unidad de la significación”. La “figura semántica” es, más bien, “unidad del sentido”, lo cual, en este contexto reflexivo, no es sino lo que Nancy llama “sentido del mundo”.

Ahora bien, esta distinción radical que hacemos entre “unidad de la significación” y “unidad del sentido”, que bien podría expresarse también como la oposición entre “significación” y “sentido”, nos permite decir que una es exterior a la otra. Pero no “exterior” en el sentido en que el racionalismo de tradición cartesiana pensaba la exterioridad de los sentidos con respecto a la interioridad de los mecanismos abstractos del pensamiento. Nos referimos más bien a una “exterioridad” que pertenece o es inseparable de la interioridad significativa. En la mejor tradición fenomenológica, Nancy nos refiere esta “exterioridad” como la “suspensión” de la significación . Es bueno anotar que, más allá de la búsqueda de fundamento del primer Husserl y, en consecuencia, asumiendo la crítica heideggeriana de la conciencia constitutiva y el ego trascendental, Nancy nos propone una suspensión entendida como manifestación de lo singular, de aquello que, siendo del orden del tacto, al mismo tiempo expresa la “unidad del sentido” como “sentido del mundo”.

Es sensato presumir en este punto que cuando esta situación se presenta a nuestras facultades perceptivas, con asombro quizá, vemos proliferar la diferencia en lo que tocamos y en el tocar mismo. Surgen series sin orden lógico de instancias de las cosas y del sí mismo que presuponíamos desde el territorio de la significación. Esto es lo que, usando con toda deliberación una expresión espacial, Nancy llama “la dis-locación” del sentido común. Si restituimos esta expresión a su versión positiva, vemos que el sentido común supone un orden que da lugar a las cosas que son su consideración. Y todo orden supone un centro. No tenemos que recordar que, desde Kant, ese centro es el centro perceptivo, el “sujeto” de la experiencia. El sentido común revela el privilegio del sujeto de constituirse en el centro de “localización” de las cosas. No tenemos que recordar, tampoco, que a lo largo de la tradición metafísica que Kant critica, las cosas no dependen de ese centro que es el sujeto trascendental kantiano, pero tienen ciertamente un “lugar natural” a cual por la fuerza de la naturaleza siempre quieren volver. Principio que, de paso, define el planteamiento básico de la Física pre-galileana. No, acá, Nancy, siguiendo el curso inaugurado por la fenomenología y continuado ya sin posibilidad de retorno por la hermenéutica heideggeriana en los derroteros inexorables de la diferencia, no nos habla de un sujeto que, donde quiera que esté, es el centro de su propio mundo, ni de una naturaleza que propone el misterio de su diversidad a la reflexión reductiva de la lógica conceptual. Aquí estamos incluso más allá de los ejercicios de sospecha de la hermenéutica que produjo métodos negativos como la deconstrucción. La propuesta nos quiere llevar sin mediaciones a la experiencia súbita, al asombro inmediato de la diferencia. La dis-locación del sentido común es simultánea incluso a la perplejidad que provoca. Es más, con fines didácticos, claro, podríamos recurrir a la estrategia de identificar perplejidad con dis-locación del sentido común. Y las podemos identificar porque dicha dis-locación no es, no puede ser deliberada. Es anterior a la voluntad judicativa y de escogencia . No es que “decidamos” renunciar al sentido común. Es algo que simplemente sucede, acontece. No es que “decidamos” jugar el juego de ver qué pasa si “suspendemos” los valores lógicos del sentido común. En este espontáneo sentido, la experiencia táctil de las cosas y del sí mismo diferenciado es igual a la creación. La creación artística es igual a la “visión estética del mundo”. Y ésta última no es exclusiva del artista. Lo que es exclusivo de él o ella es la capacidad expresiva. Sí sólo unos pocos (los artistas) fueran los elegidos, el arte sería ajeno, incomprensible para cualquier otro que no gozara de ese privilegio. Pero, felizmente, no es ése el caso. El artista experimenta una visión estética y, simultáneamente, una ex – presión que genera la obra de arte; y el espectador de la obra de arte es remitido inmediatamente a la im – presión que la visión estética de su ser-en-el-mundo cotidiano le ha dejado. Así, esa ruta de doble vía que es la expresión-impresión es, en cuanto vivencia, la evidencia de la trascendencia, la evidencia de que lo trascendente “es” posible como mundo o, más exactamente, como “sentido del mundo”.

En su conocida y apasionada apología de la generación de narradores postmodernos norteamericanos, el escritor Donald Barthelme emprende la difícil tarea de intentar mostrar por qué el arte es, esencialmente, inexplicable . Y es inexplicable porque:

Writing is a process of dealing with not-knowing, a forcing of what and how. We have all heard novelists testify to the fact that, beginning a new book, they are utterly baffled as to how to proceed, what should be written and how it might be written, even though they’ve done a dozen. At best there’s a slender intuition, not much greater than an itch. The anxiety attached to this situation is not inconsiderable. ‘Nothing to paint and nothing to paint with,’ as Beckett says of Bram van Velde. The not-knowing is not simple, because it’s hedged about with prohibitions, roads that may not be taken. The more serious the artist, the more problems he takes into account and the more considerations limit his possible initiatives (1997, p. 12).

Si trasladamos este debate al ámbito latinoamericano donde, en alguna medida, se ha contrapuesto también el valor claro y distinto del realismo frente a la ambigüedad y ambivalencia de la que hemos dado en llamar “literatura difícil” y que generalmente se ha ejemplificado con los experimentos estilísticos y/o parafraseológicos borgeanos, así como con la dificultad íntimamente lingüística del barroco cubano, tendríamos que reconocer, al igual que en la tradición norteamericana, que la escritura difícil, de cifrada ironía, no busca el lugar común (para común encuentro con el lector), entendido como decir lo que es decible porque ya ha sido dicho; sino busca the as-yet unspeakable, the as-yet unspoken (Ibid, p. 15).

Siguiendo el caso de la obra de arte literaria, la creación, concebida por este derrotero, comporta una crítica del lenguaje. Barthelme recurre al primero de los poetas críticos de las palabras, Stéphane Mallarmé, para incursionar en esos ignotos territorios de lo as-yet unspeakable, the as-yet unspoken . Su obra, afirma Barthelme al unísono con la crítica, es la busca de un status ontológico para el poema. Éste ya no es un simple comentario sobre algo que “realmente” sucede, sino que también “sucede” y es tan real como aquello de lo que habla. Pero para poder hacer esto es necesario despojar al lenguaje de los lugares comunes, conmover las palabras (y, con ellas, al lector) de tal manera que ya no pensemos en sus referencias cotidianas, sino en nuevos objetivos de sentido. En la poesía inaugurada por Mallarmé, el lenguaje ya no refiere ingenuamente a un mundo allí-afuera, sino “refiere” a él mismo, a otros niveles, vericuetos de sentido, y esta auto referencia nos entrega la visión de un absoluto, el absoluto que sólo es posible como manifestación de lo infinitamente particular y que, acá, hemos llamado con Nancy: el sentido del mundo. Sí, el lenguaje refiere a sí mismo y, de acuerdo a esta circunstancia, parece como si no hubiera un más allá de él y que su uso nos condenara al absurdo lógico de la aporía; pero al auto referirse, el lenguaje se niega, y en lugar de referir algo por el poder intencional de una conciencia, ese algo se manifiesta precisamente en virtud de la negación de los poderes direccionales de esa conciencia. La prioridad ontológica, heredada de Heidegger, del noema sobre la noesis.

Pero esta simple referencia palabra-cosa puede convertirse también en un acuerdo cultural donde las palabras ya tienen una dirección establecida, por ejemplo, por el uso masivo de los medios de comunicación. Criticando de forma específica la cultura americana , Barthelme nos dice:

If I want a world of reference to which all possible readers in this country can respond, there is only one universe of discourse available, that in which the Love Boat sails on seas of passion like a Flying Dutchman of passion and the dedicated men in white of General Hospital pursue, with evenhanded diligence, triple bypasses and the nursing staff. (Ibid, p. 17)

O peor aún, cuando la cultura popular es tan fuerte que secuestra en sus mensajes referenciales-comerciales el sentido del arte, entonces lo único que queda son dos caminos: la estética del silencio o la de la ironía.

When one adds the ferocious appropriation of high culture by commercial culture –it takes, by my estimate, about forty-five minutes for any given novelty in art to travel from the Mary Boone Gallery on West Broadway to the display windows of Henri Bendel on Fifty-Seventh Street — one begins to appreciate the seductions of silence. (Ibid)

Pero el silencio no alude a un espacio vacío de sentido. Es, más bien, el ámbito comprensivo de la contemplación; o, dicho de otra manera, el tiempo contemplativo de la comprensión. Y quien hace posible ese “impasse” donde se esfuma lo dicho en favor de una manifestación que es ella misma la promesa y la espera de lo por decir, del por-venir de la palabra, es el artista. Visto de esta manera, el artista es el enemigo número uno de la certeza (entendida como la aceptación ingenua de la referencia unidimensional de la palabra), y tomando en cuenta que estamos rodeados de respuestas predeterminadas para experiencias que sólo pueden ser análogas, casos para ser descifrados por los modelos cerrados de la interpretación “cierta”, el artista –nos dice Barthelme que dice Karl Kraus— sólo puede ser visto como a man who can make a riddle out of an answer. (Ibid, p. 18) El acertijo, posible como tal en virtud de sus características formales (estilísticas) guarda dentro el silencio, la espera y, por sobre todo, el misterio de la contemplación comprensiva, de la comprensión contemplativa. Y el misterio está asociado indisolublemente al acertijo porque este último está hecho de tal manera que se resiste a la interpretación. Dicho de otra manera, está hecho para ser “comprendido”, abarcado, contemplativamente, y no para ser explicado, reducido conceptualmente. Está hecho para ser contemplado “comprensivamente”, como un todo, no por partes. Por eso es que uno puede explicar las partes, pero la sumatoria de las explicaciones no equivale nunca a la “comprensión” contemplativa del todo. Y ese pequeño todo que es el acertijo de la obra de arte, a su vez, hace manifiesta una sola parte del mundo, pero trae el misterio de su totalidad al interior de la obra. Esto es como cuando Heródoto nos cuenta anécdotas muy concretas que sucedieron en las vidas de los reyes y los héroes de su historia, pero al hacerlo nos entrega la sensación de la totalidad del mundo griego.

The world enters the work as it enters our ordinary lives, not as a world-view or system but in sharp particularity: a tax notice from Madelaine, a snowball containing a résumé from Gaston. (Ibid, p. 21)

Pero, repito, es la forma, el estilo en que pegamos una palabra a otra , en que organizamos la secuencia de los acontecimientos que estas cosas de comercio continuo van a revelarnos sentidos nuevos, totalizadores, y nos dejarán ver el mundo en una nuez. Por ello es que, según Barthelme

Style is of course how. And the degree to which how has become what –since, say, Flaubert— is a question that men of conscience wax wroth about, and should. (Ibid, p. 22)

Y lo mismo podría decirse de la escultura que debe emprender una crítica del sentido literal de las formas reconocidas tanto en el arte como en el mundo; y de la danza que haría lo mismo con los movimientos típicos, utilitariamente orientados del cuerpo humano en su relación con el mundo. Éste es el sentido en que el arte es una “meditación” sobre la realidad exterior, y no una “representación” de sus formas.

Let us suppose that I am the toughest banjulele player in town and that I have contracted to play “Melancholy Baby” for six hours before an audience that will include the four next-toughest banjulele players in town. (…) There is one thing of which you may be sure: I am not going to play “Melancholy Baby” as written. Rather I will play something that is parallel, in some sense, to “Melancholy Baby,” based upon the chords of “Melancholy Baby,” made out of “Melancholy Baby,” having to do with “Melancholy Baby” –commentary, exegesis, elaboration, contradiction. The interest of my construction, if any, is to be located in the space between the new entity I have constructed and the “real” “Melancholy Baby,” which remains in the mind as the horizon which bounds my efforts. (Ibid, pp. 22s)

El estilo, la cualidad de mis decisiones formales, es lo que, en última instancia , me permitirá hablar de nuevo, “decir algo”, aunque ya haya algo dicho y la mayoría de personas estén “ciertas” de su significado. Crear, entonces, no es sino posibilitar nuevos sentidos mediante la estrategia formal del estilo. Es abrir mundos posibles, propios, minuciosos en su particularidad y, al mismo tiempo, totales en su comprensión, en su inclusión del sentido del mundo.

Pero esta estrategia formal no es un plan racional. Se trata, más bien, de una exploración sensitiva que conecta una manifestación sensual específica a otra en una cadena intuitiva tal que no tiene más guía y dirección que el ritmo de la secuencia. La “lectura” de sus posibles significados viene después, pero el acto creativo propiamente dicho es un abandono a ese ritmo, a su llamado, como la trompeta que el personaje del cuento de Kafka oye en la distancia sin saber de dónde viene ni quién lo emite. Y ese abandono, en sentido estricto, es lo que podemos identificar con la propuesta de Barthelme de la ausencia de conocimiento en el proceso creativo. Abandono intuitivo equivale a “not-knowing” en el ir y venir de las formas sensuales, en la heterogeneidad (como diría Nancy) que espacia la pluralidad sensual.

Y esta posibilidad de tramar distintos caminos de unidad del mundo, que nos entrega muchos mundos distintos, es el camino imaginativo por el cual es posible establecer la diferencia entre las ciencias y las artes. Las primeras, al renunciar a la pluralidad sensual, tienen que suponer que hay un solo mundo; mientras las segundas, al asumir en su evidencia intuitiva esa heterogénea pluralidad sensual, se abren a muchos mundos, no sólo uno. En este sentido, el arte sería algo así como la ontología de la pluralidad del mundo. O, más exactamente, la onto(no)logía de la pluralidad sensual del mundo.

BIBLIOGRAFÍA

BARTHELME, D. (1997): Not-knowing. The essays and interviews . New York : Vintage International.

DELEUZE, G., GUATTARI, F. (1978): Kafka: por una literatura menor . México: Era.

NANCY, J. (1996): The muses . Stanford , California : Stanford University Press.

SORRENTINO, G. (2001): Something said . Chicago : Dalkey Archive Press.

En su versión inglesa, el insustituible entramado original de la historia The Departure dice así: I ordered my horse to be brought from the stables. The servant did not understand my orders. So I went to the stables myself, saddled my horse, and mounted. In the distance I heard the sound of a trumpet, and I asked the servant what it meant. He knew nothing and had heard nothing. At the gate he stopped me and asked: “Where is the master going?” “I do not know,” I said, “just out of here, just out of here. Out of here, nothing else, it’s the only way I can reach my goal,” “So you know your goal?” he asked. “Yes,” I replied, “I’ve just told you. Out of here –that is my goal”

El verbo inglés “linger” tiene el curioso matiz de una demora prolongada antes de la partida, así como de un estado de debil idad prolongada antes de la muerte. Y “Quitter”, en francés, curiosamente también, se opone a “Donner”, a “Dar”.

Supongo, en este punto, que no hay narración absoluta, ni siquiera hay posibilidad de algo semejante. En consecuencia, los “vacíos” son tal cosa, pero también son partes significativas del relato siempre inconcluso. Permiten, entre otras cosas, las “variaciones imaginativas” (y digo esto con el rigor más estricto del Husserl preocupado por el problema de la constitución eidética del ego trascendental) que, a su vez, permiten las diferentes lecturas, las recreaciones participativas del (los) lector(es).

Acá, de paso, se podría construir toda una crítica al método “empírico” que usa Conan Doyle, en virtud de que cualquier inferencia, por amplia que sea su base sensitiva, es producto de una “variación imaginativa”.

The muses , 1996, Stanford: Stanford University Press. Translated by Peggy Kamuf.

Dejo en suspenso la clarificación de este término. Más adelante, cuando me acerque a lo que podríamos llamar (no sin cierta ironía) la “epistemología” de la creación, dare tratamiento a esta sugerente idea que, de paso, sirve para presentar la obra del narrador norteamericano Donald Barthelme como una ilustración de la estética post modernista.

Aquí es fácil ver cómo el filósofo francés emprende una crítica del pensamiento metafísico tradicional.

La ciencia de origen moderno operaría, entonces, con la radical distinción entre datos de los sentidos y datos de la mente, en la medida que reduce el objeto a contenidos sensibles, pero lo ubica (en su camino de idealización teorética) en el horizonte abstracto de un espacio que, en cuanto sí mismo, no puede concebirse sino como vacío, el espacio matematizado de la tradición cartesiana.

Una “suspension”, ya veremos, no deliberada.

En términos más generales, podríamos decir que esto equivale a la anterioridad de la estética sobre la ética.

“Not-knowing” es el nombre del ensayo que, de paso, le da nombre a su más famosa colección de escritos críticos. Vale la pena mencionar acá que el uso del gerundio en la negación que hace de título revela su concepción de la escritura como un proceso, como el pasaje de una experiencia de la cual es possible decir algo sólo en la medida en que está sucediendo.

Y aquí la epistemología de la referencia se torna hermenéutica.

Las mismas palabras que usamos todos los días sin reparar un instante en sus posibles sentidos porque aparecen siempre en las mismas “fórmulas” que garantizan el sentido común de la “comunicación”.

Los mismas situaciones que hemos vivido mil veces en carne propia o en el relato de otros y que ya traen el significado adherido.

La del lector, espectador, de la obra de arte.

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Licenciado en Letras y Filosofía y doctor en filosofía por Boston College. Autor de cuentos y ensayos literarios publicados en El Acordeón, El Periódico, Guatemala. Catedrático visitante de la Universidad Iberoamericana, México. Es autor de la novela Por el Lado Oscuro que ganó el premio centroamericano Mario Monteforte 2003. Docente de la Facultad de Economía de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Es uno de los autores guatemaltecos de más proyección. En esta ocasión nos presenta dos relatos breves para leer en Semana Santa.