El bicentenario de la independencia: un desafío para la unidad de Centroamérica
14 septiembre, 2021
Centroamérica adquiere su independencia el 15 de septiembre de 1821 como un todo. Pero la unidad dura poco. La conmemoración de los 200 años de aquel acontecimiento es fragmentada. Cada uno de los cinco países rememora por su cuenta, al igual que lo hace cada año. Sin embargo, el bicentenario es una ocasión propicia para reflexionar por qué, pese a los intentos recurrentes, la unidad regional sigue siendo imposible. Es una oportunidad para comenzar a hacerse cargo de la realidad histórica centroamericana como un todo estructural y para crear posibilidades que conduzcan a la construcción de una unidad regional efectiva. Hasta ahora, Centroamérica ha optado por la división, el aislamiento y el enfrentamiento, pero la posibilidad para revertir esta realidad está abierta.
La independencia del 15 de septiembre de 1821, la anexión a México a comienzos de 1822 y la república federal de 1823 son tres acontecimientos históricos estrechamente vinculados, difíciles de desentrañar, pero imprescindibles para comenzar a hacerse cargo de la realidad histórica centroamericana. Aquí se propone una aproximación a dicha realidad1.
1. La independencia del 15 de septiembre
El desmoronamiento del imperio español crea un vacío de poder propicio para la independencia de Centroamérica. El triunfo militar de los rebeldes mexicanos de Oaxaca y Puebla, a comienzos de septiembre de 1821, es mucho más determinante que la ideología de los actores regionales. La Unión Americana (1776) y la Revolución francesa (1789) también influyen. Pero las conspiraciones inspiradas en las ideas revolucionarias francesas o con programas radicales fracasan por falta de apoyo social. Las críticas a la economía, la sociedad y la institucionalidad colonial no implican transformaciones radicales. El bloque de poder solo aspira a superar la crisis y retener su hegemonía. El comerciante está interesado en la apertura de los puertos y el terrateniente es contrario a cualquier alteración del orden socioeconómico.
La independencia centroamericana no es resultado de una movilización armada. No es un movimiento de masas, sino de las élites locales y los funcionarios reales. No comienza en la Ciudad de Guatemala, sino en las provincias. El proceso de independencia es largo y tortuoso, jalonado por múltiples declaraciones. Así pues, el acta suscrita en la Ciudad de Guatemala el 15 de septiembre no es la única. La preceden y la siguen un sinnúmero de otras actas, acuerdos y decretos de diverso contenido, emitidos entre agosto y noviembre de 1821, por ayuntamientos, juntas, diputaciones provinciales, congresos y gobernadores, es decir, por instituciones y autoridades imperiales legítimas. La fuerza detrás de esas declaraciones no es “el pueblo”, ni su propósito es la liberación del “terror” o de la “opresión” colonial. Sus autores pertenecen a las élites que controlan los ayuntamientos de las ciudades más importantes y su finalidad es preservar el orden social predominante. El mundo indígena y el de ascendencia africana, excepto un reducido grupo de mestizos y mulatos, se mantienen al margen.
La independencia no es una decisión concertada, sino periférica. La determinación de separarse de España es relativamente unánime, pero se consuma de forma desarticulada, aunque en serie. Las actas de independencia de mediados de 1821 expresan el deseo de soberanía o de autonomía política de ciudades y pueblos, surgido en la coyuntura de 1808. En un primer momento, es la reacción local a la crisis imperial, causada por la invasión napoleónica. Entre agosto y noviembre, muchos ayuntamientos, después de deliberar sobre qué rumbo tomar, emiten una declaración de independencia, en privado o en presencia de las autoridades regionales o locales —obispo, clero, diputación provincial y funcionarios civiles y militares. Las de la Ciudad de Guatemala y León son promovidas por las respectivas diputaciones provinciales. La primera se arroga la representación de la región, mientras que la otra diputación solo tiene pretensiones provinciales.
Pero los ayuntamientos de la región, en el caso de la Ciudad de Guatemala, y los de la provincia, de León, rechazan esas declaraciones. El ayuntamiento de cada capital de provincia proclama la suya propia, mientras que los de las poblaciones más pequeñas reaccionan con otras declaraciones, que la clarifican o la corrigen. Por tanto, los ayuntamientos no solo proclaman los términos de su independencia de España, sino también definen los fundamentos de la nueva institucionalidad. En definitiva, existe unanimidad respecto a la independencia de España, pero no sobre el siguiente paso.
Los ayuntamientos hacen caso omiso del congreso convocado por el acta del 15 para “decidir el punto de independencia general y absoluta, y fijar en caso de acordarla, la forma de Gobierno y la Ley Fundamental”. A finales de octubre, las diputaciones de León y Comayagua y docenas de pueblos y villas ya habían proclamado su propia independencia. A veces, como grupo de ayuntamientos de una región o como representación de la sociedad corporativa -clérigos, militares y funcionarios. Luego, aceptan de forma individual la invitación del imperio mexicano para sumarse al plan de Iguala. Al parecer, aprovechan la invitación para romper con la Ciudad de Guatemala y su gobierno. Sin embargo, la decisión no es unánime. Varía de una cabecera provincial a otra, de un distrito a otro y, a veces, de un ayuntamiento a otro. La incorporación al imperio mexicano está en función de los bloques de poder provincial y del liderazgo que ejercen o piensan ejercer y de su relación con el bloque de poder de la Ciudad de Guatemala.
Ni la capital provincial, ni el pueblo pequeño dudan en proceder según su conveniencia política, aunque pocos lo expresan con claridad. En la resolución subyace la idea de que cada ciudad, villa o pueblo es una comunidad política facultada para decidir por sí misma. En consecuencia, casi todos los ayuntamientos se declaran soberanos. Las declaraciones de independencia siguen el modelo de Comitán, pero también reflejan la relación histórica con la Ciudad de Guatemala y las aspiraciones regionales o locales. Paradójicamente, ningún funcionario cuestiona este ejercicio de soberanía, pese a que en 1821, ninguno posee jurisdicción para adoptar decisiones políticas de esa envergadura. También es cierto que habría sido inútil oponerse.
La élite urbana tiende más a la separación que a la independencia y más a la monarquía que a la república. Las proclamas expresan más el repudio a la Ciudad de Guatemala que a España y más vocación imperial que republicana. Dicho de otra manera, se inclinan más por la incorporación al imperio mexicano que por construir una nación soberana. En este contexto, la ausencia de un poder central facilita grandemente el despliegue de la fuerza disgregadora del separatismo y del localismo, existente de hacía décadas. El separatismo irrumpe como revancha frente al bloque de poder de Guatemala, como reacomodo político interno de las provincias y como celo autonomista de sus dirigentes. Incluso el más recalcitrante ajusta sus convicciones e ideas al programa político del imperio mexicano.
La fuerza disgregadora del localismo se manifiesta en el nivel regional, donde la localidad enfrenta a la provincia. En todas las provincias, excepto en la de Chiapas, se producen rupturas internas importantes, cuando algunas cabeceras -entre ellas, Granada, Masaya y Matagalpa- rehúsan secundar los pronunciamientos secesionistas provinciales. Los objetivos de las provincias, excepto la de San Salvador, son concretos y cortoplacistas. León, por ejemplo, desea ascender a capitanía general.
La separación de las provincias y los ayuntamientos es un duro golpe para el gobierno provisional de Gaínza y sus aliados. Los pronunciamientos, las actas y los decretos rompen la unidad del antiguo reino de Guatemala, sustraen la mayor parte de su territorio de la jurisdicción de la Ciudad de Guatemala y ponen en entredicho la legitimidad y la autoridad de la Junta Provisional Consultiva, creada por el acta del 15 de septiembre. La Junta solo ejerció su autoridad en las provincias de Guatemala y San Salvador, las más densamente pobladas.
El vacío de poder creado por la independencia es llenado por el ayuntamiento y la diputación provincial. Entre septiembre de 1821 y marzo de 1823, los ayuntamientos ejercen la soberanía, en nombre del “pueblo”. La diputación aprovecha la coyuntura para intentar consolidar y profundizar su hegemonía, en la antigua circunscripción colonial. Las dirigencias justifican sus acciones en nombre del “pueblo”, pero solo se ocupan del interés general cuando este coincide con sus aspiraciones locales o regionales. El concepto de “pueblo”, invocado para justificar estas acciones, varía. A veces, es contradictorio. Ayuntamientos como los de Comayagua y León entienden por “pueblo” a los habitantes de la intendencia o la provincia, mientras que los centros urbanos medianos y pequeños, a los residentes en la circunscripción municipal. En cualquier caso, las consecuencias son similares. Disuelta la vinculación con España, todos los ayuntamientos se consideran investidos de la soberanía popular y, por tanto, facultados para ejercer la autoridad más allá de la circunscripción local.
Los ayuntamientos deliberan y discuten sobre su futuro político, pactan alianzas y declaran la guerra y la paz. Entre octubre y noviembre de 1821, tiene lugar una intensa movilización de tropas de Guatemala, Comayagua, León, San Salvador, Tegucigalpa, Chiquimula, San Miguel, los puertos del Caribe y de las llamadas milicias “imperiales” o “patrióticas” de varios ayuntamientos. Las alianzas fraguadas o rotas en estos años determinan las fronteras políticas de los futuros estados.
Los esfuerzos de la Junta Provisional Consultiva para detener la disgregación fracasan. Solo retiene Comayagua con tropas de Guatemala y San Salvador. De todas maneras, el uso de la fuerza militar para suprimir la anarquía está descartado, porque la Junta no puede permitirse agraviar al imperio mexicano, bajo cuya protección se habían colocado los disidentes y porque carece de recursos. Ni siquiera dispone de fondos para pagar la burocracia. Así, pues, Gaínza deja la cuestión al imperio mexicano.
2. La anexión al imperio mexicano
Centroamérica prueba ser ingobernable para el imperio mexicano (enero de 1822 – junio de 1823). La anexión provoca un conflicto armado de un año de duración, que pone en evidencia la fuerza disgregadora del separatismo y del localismo. La independencia de España es mucho menos importante que la de cualquier poder político centralizador, lo cual hace imposible la construcción de la nación. La desintegración de los imperios español y mexicano deja el territorio fragmentado, la población enfrentada por largas y enconadas luchas locales y regionales y un profundo sentimiento de autonomía. El resultado final son cinco estados enfrentados entre sí por disputas fronterizas y por la hegemonía regional.
El imperio mexicano es un fiasco político tanto para el bloque de poder de la Ciudad de Guatemala como para las provincias disidentes. El primero confió en que el imperio le restituiría la hegemonía, puesta en entredicho por las provincias, mientras que estas aguardaban en vano que les concediera la autonomía. El imperio no solo no centraliza el poder, ni concede la autonomía, sino que, involuntariamente, agudiza la crisis política. Nuevas disensiones y rupturas provocan conflictos armados como el de San Salvador, el más confuso. Ni el bloque de poder ni las provincias se percatan que la prioridad del proyecto imperial es la posición estratégica del istmo. La decisión más controvertida es la pretendida reorganización administrativa del territorio, un despropósito tal que enajena a unos y a otros.
El gran desafío del imperio mexicano -y de la república federal de 1823 y de las cinco repúblicas posteriores- es centralizar el poder de tal manera que contrarreste las tendencias centrífugas de ciudades y pueblos. La pretensión hegemónica de las diputaciones provinciales, entre ellas León, es contestada por las ciudades rivales, que se arrogan la soberanía absoluta y se gobiernan por medio de juntas. El conflicto adquiere dimensión regional cuando una de ellas hace alianza con otra de una provincia vecina. De la misma manera, la ciudad con pretensión hegemónica se enfrenta con los ayuntamientos y pueblos de sus alrededores, también soberanos y, por tanto, no se consideran obligados con la capital regional. Se estiman libres para negociar alianzas, según sus conveniencias, y para tomar partido en las disputas por el poder regional de las ciudades rivales. Las alianzas son provisionales y oportunistas. No responden a un planteamiento político, ni a una ideología, aunque lo aducen como justificación. Por lo general, la alianza descansa en relaciones familiares y económicas, y obliga a proveer milicianos, vituallas, armas (no siempre) e información sobre el desplazamiento de la tropa enemiga en la zona y a cabildear en los ayuntamientos vecinos para reclutarlos.
3. La república federal (1823-1838)
La república federal de 1823 surge a raíz de la desintegración del imperio mexicano. En ese momento, es la mejor alternativa política disponible, pero es, asimismo, inviable por carecer de fundamento sólido. El proyecto federal es tan ambicioso como complejo. Las disputas de la elite urbana llevan a la anarquía. La construcción de la integridad territorial resulta ardua y agotadora. El nuevo Estado federal, atrapado en las antiguas luchas regionales, no consigue legitimidad social. Mientras tanto, las potencias imperiales convierten el istmo centroamericano en una pieza estratégica para las comunicaciones y el comercio internacional.
Los diputados de la asamblea constituyente de 1823 coinciden en la naturaleza republicana del régimen, pero mantienen diferencias insalvables sobre su estructura: si ha de ser centralizado o federado. La historiografía tradicional denomina sin más como “conservadores” a quienes están por un régimen centralizado y como “liberales” a los que se inclinan por uno federado. Los primeros se oponen a la autonomía de las provincias para evitar la fragmentación y el fortalecimiento del caudillismo local, mientras que los otros alegan que el funcionario local es imprescindible, dado el aislamiento y las malas comunicaciones, el menor costo del sistema federal y la existencia de suficientes mentes ilustradas para sostener la burocracia.
Entre tanto, ciudades y pueblos solicitan la adscripción a una jurisdicción diferente a la actual. Así, por ejemplo, Granada desea la independencia de León, mientras que Matagalpa, Sébaco y Jinotega piden la desvinculación de aquella y la anexión a esta última. Aun cuando estas peticiones invocan la soberanía municipal y el derecho local a la autodeterminación, que consideran exclusivo de la cabecera del distrito, los diputados simpatizan con ellas y conceden algunas. En estas y en otras decisiones, los diputados de los 34 distritos representados en la asamblea se ocupan más de satisfacer las antiguas aspiraciones de su ciudad de origen que de la construcción del Estado nacional.
Asimismo, las provincias, las ciudades y los pueblos deciden los términos en los cuales aceptan formar parte del Estado. Las cabeceras con jurisdicción rural se comportan como entidades políticas soberanas, aunque dispuestas a integrar un gobierno centralizado. La cuestión es motivo de otro enfrentamiento entre los diputados que representan los intereses provincianos, favorables a la federación, y lo que abogan por el régimen centralizado. A finales de 1823, antes de establecer la división política de la república, las capitales de las antiguas intendencias, excepto León, en cuya jurisdicción prevalece la inestabilidad, resuelven con rapidez sus diferencias internas, organizan su propio gobierno e invitan a los pueblos de su circunscripción a enviar representantes para conformar una asamblea constituyente. Costa Rica es la primera en dar el paso con el pacto de la Concordia de 1821. Más tarde, en octubre de 1823, San Salvador transforma la diputación provincial en junta gubernativa.
La pérdida del liderazgo provincial, disuelto en la asamblea constituyente, es compensada con la afirmación del derecho estatal, que contrarresta eficazmente la tendencia centralizadora. Tres meses antes de la promulgación de la Constitución federal, en febrero de 1824, El Salvador promulga la suya propia. La organización del Estado implica superar las rivalidades tradicionales, en concreto, reconocer la cabecera de la intendencia como capital estatal. En todas partes, excepto en Costa Rica, la hegemonía es impuesta por la fuerza, aunque el dinamismo de la actividad económica es también una fuerza determinante.
Al cabo de cinco meses de discusión, en noviembre de 1824, los diputados aprueban la Constitución de las Provincias Unidas de Centroamérica. El documento define la teoría política y el lenguaje de la federación. Aunque el pueblo lo constituyen los habitantes del istmo, no los de la ciudad, hasta 1838 subsiste la asociación del pueblo con la municipalidad. El concepto de soberanía introduce otra ambigüedad de graves consecuencias. La Constitución contempla simultáneamente un congreso federal con amplias facultades legislativas sobre los estados y unos estados, la gran entidad moral de la nación federal, soberanos en su gobierno interno. El resultado es un poder federal difuso e impotente frente a un poder estatal magnificado. Tampoco existe unanimidad sobre el ejercicio de la soberanía. Nicaragua reserva ese derecho al Estado, mientras que El Salvador, en el otro extremo, deja la cuestión indefinida. Guatemala y Nicaragua afirman que ningún grupo puede ejercerla, mientras que Honduras y El Salvador la limitan a la participación en las elecciones. La inviabilidad de esta república, resultado de intensas negociaciones entre federalistas y centralistas y atravesada por desconfianzas y suspicacias, se manifiesta en una doble crisis fiscal y militar.
Dadas las alternativas políticas en boga, la organización de la república como federación es inevitable, pero inviable, por carecer de fundamentos, tal como queda demostrado en 1826. La república no cuenta con un territorio definido, ni con comunicaciones eficaces, está ausente en el vasto litoral Caribe y la economía es débil. En las elites prevalece todavía la identidad territorial y sentimental con la municipalidad, algunas veces con la cabecera regional, en menoscabo de la construcción de un Estado federado. No es extraño, entonces, que su soberanía sea cuestionada por los estados, incluso por las municipalidades. La guerra civil estalla en 1826. Una serie de enfrentamientos armados entre el gobierno federal y los gobiernos estatales colapsa la federación en 1839.
La historia centroamericana ha sido interpretada por la llamada tendencia “liberal” como una acérrima lucha entre los partidos liberal y conservador. Los intelectuales “liberales” elaboraron la primera versión de dicha historia desde la emotiva perspectiva nacionalista. No repararon en que esas categorías son ficticias, creadas por los mismos grupos. Se les escapó la variedad y la complejidad de matices de las alineaciones políticas de estas décadas del siglo XIX. No todos los republicanos son liberales, ni todos los liberales residen en León, ni todos los conservadores en Granada. En sentido estricto, esos grupos no constituyen partidos políticos. Más bien se caracterizan por la disidencia, la incoherencia, la ruptura y la alianza oportunista y provisional. El cambio de bando es muy frecuente y el voto en las legislaturas, inconsistente.
4. La unidad necesaria, pero imposible
Desde la década de 1840, la unión centroamericana es recurrente, aunque en contextos diferentes. Todos los jefes de Estado y los presidentes del siglo XIX están por la unidad regional, pero no por una tutelada por Guatemala, sino por ellos mismos. El constante temor a la hegemonía guatemalteca alimenta proyectos alternativos que, en último término, imposibilitan la unidad.
Ni siquiera existe acuerdo sobre la fecha de la independencia, ni sobre su contenido. Hasta la década de 1880, la efeméride pasa desapercibida. En buena medida, por el protagonismo de las municipalidades y por la existencia de varias declaraciones de independencia. Cuando comienza a ser conmemorada, cada nación hace su propia interpretación de los hechos, una muestra de la flexibilidad del nacionalismo centroamericano. La conmemoración del 15 de septiembre, la festividad más importante del calendario cívico, adquiere así un carácter cada vez más nacional en menoscabo del regional. Solo los discursos y los libros de texto oficial conservan la dimensión centroamericana. La conmemoración de los 200 años no tiene por qué ser diferente.
Basten tres ejemplos. Costa Rica y Nicaragua conmemoran la guerra de 1856 contra Walker como guerra de independencia. Las dos naciones suplen la ausencia de próceres con figuras históricas reelaboradas como héroes nacionales. Pero el protagonismo atribuido a estos últimos relega al olvido a los ejércitos centroamericanos, una fuerza determinante en la derrota de Walker. Costa Rica asimila la batalla de Rivas y la rendición de Walker el 15 de septiembre de 1821. Desde la década de 1870, los políticos, los militares y el clero buscan un héroe nacional. En la década siguiente, cuando Justo Rufino Barrios amenaza con invadir el país, encuentran a Juan Santamaría. Entre 1885 y 1889, los intelectuales lo transforman en un héroe popular con perfil militar, identificado con la oligarquía nacional. Sin embargo, la construcción no es impecable, pues presenta contradicciones incómodas. Santamaría, “el liberador de la república”, es un mulato de extracción popular baja, ajeno tanto a la blancura de la nación como a la oligarquía que, no obstante, invita a respetar el orden oligárquico.
El relato nacionalista de Nicaragua identifica la independencia del 15 de septiembre de 1821 con la batalla de San Jacinto del 14 de septiembre de 1856. La lectura del acta del 15 en los actos conmemorativos reafirma la soberanía nacional ante el invasor estadounidense. La jornada cívica se transforma así en una jornada militar antiimperialista y José Dolores Estrada y Andrés Castro, ambos de escasos recursos económicos, valientes y leales, son los héroes de San Jacinto y de la independencia. La crónica revolucionaria de 1980 degrada a mayor al general Estrada, la gran figura de la tradición liberal, y exalta al joven Castro, un combatiente bajo su mando. Más tarde, Castro y otros héroes como el profesor Emanuel Mongalo e incluso Santamaría son colocados al mismo nivel que “los mártires” de la revolución de 1970. En la década de 1990, Estrada es devuelto a su sitio original en el panteón nacional.
El Salvador coloca sin solución de continuidad los movimientos de 1811 y 1814 con el 15 de septiembre de 1821 y la lucha contra la anexión a México. Los acontecimientos del 15 de septiembre son muy incómodos para los nacionalistas salvadoreños, porque San Salvador no figura en ninguna gesta heroica. La prensa de la década de 1920 discute si la independencia tuvo lugar el 15 de septiembre de 1821 o el 1 de julio de 1823. La polémica descubre una alternativa para las aspiraciones de protagonismo. Un decreto legislativo de 1927 establece que El Salvador fue la primera en declarar la independencia y la más acérrima defensora de la soberanía nacional frente a las pretensiones imperialistas mexicanas. La defensa de la libertad recién conquistada es para la historiografía tradicional prueba del espíritu independiente y republicano de El Salvador.
La honestidad con la realidad obliga a desideologizar estos relatos, muy apreciados en los países centroamericanos, porque en ellos encuentran el fundamento de la nación y de la identidad nacional. El interés por mostrar la antigüedad de la nación y por justificar su existencia ante sí misma y las otras naciones ha llevado a imaginar el pasado. El mito y la fantasía se han combinado para colocar dicho pasado al servicio de la nación, incluso más antigua que el Estado mismo. En las primeras décadas del siglo XX y en el contexto de la fiesta cívica, los intelectuales de los cinco países intentan dotar de contenido una identidad nacional muy difusa. La repetición ritual convierte esos relatos en verdad incontrovertida. Sus autores hicieron históricos los hechos y los relacionaron según su idea de nación. De ahí que los mismos hechos adquieran significado nuevo y diferente en cada país, pues cada uno tiene su propia idea de nación. Por lo general, estos relatos no expresan más que las opiniones, frecuentemente superficiales, si no triviales, de sus autores. Estos desconocen que es la realidad la que es histórica y que los hechos ya se encuentran estructurados de manera precisa y determinada.
San Salvador, febrero de 2021.
Notas
1 El material de este artículo proviene de R. Cardenal, “Aproximación a la realidad histórica de Centroamérica”, en prensa, en UCA Editores.
Nacido en Managua en 1950 y jesuita desde 1970. Discípulo de los mártires de la UCA de San Salvador. Docente de filosofía, teología e historia desde 1982. Director del Centro Monseñor Romero de dicha universidad. Conferencista y autor de varios artículos y libros, entre ellos cabe mencionar Rutilio Grande, mártir de la evangelización rural en El Salvador (1978); El poder eclesiástico en El Salvador, 1871-1931 (1980); Vida, pasión y muerte del jesuita Rutilio Grande (2019); Manual de historia de Centroamérica (1996) y Aproximación a la realidad histórica de Centroamérica (en prensa).