El bolero nos necesita*

5 febrero, 2024

Cuando hacia 1884 (el año exacto se discute aún) el cubano Pepe Sánchez compuso “Tristezas” —cabalmente el primer fruto orgánico de un género musical en el que buena parte de América Latina depositó una manera de ver el mundo—, era difícil adivinar la suerte de un producto que más tarde fue decisivo en la educación sentimental de millones de seres humanos, donde el amor-pasión se constituyó en una forma de expresar nuestro universo emocional y de hablar de él.

Había tomado forma el bolero, un producto cuyo destino se ligó decisivamente a la cultura de masas a través del desarrollo fulgurante de la industria radiofónica, cuya simbiosis con la industria discográfica dio por resultado un modelo de comunicación que revolucionó la historia moderna.

Los poco más de tres minutos de la pieza referida, su contenido pasional y las formas lastimeras que le dieron sustancia a la demanda amorosa, constituyeron un modelo que se adaptó muy bien a las circunstancias y a las necesidades materiales de un medio —como la radio— que alimentaba nuestra imaginación a través del universo sonoro.

Así, a partir de los años treinta del siglo XX, el bolero (que había nacido en un rincón de Santiago de Cuba) se convirtió en el portavoz lírico de buena parte de los hombres y mujeres de una Iberoamérica que buscaba sus caminos después de la gran crisis económica de 1929 y en medio de una situación de graves tensiones internacionales que dieron lugar a la Segunda Guerra Mundial entre 1939 y 1945 y, posteriormente, a la llamada Guerra Fría.

Quizá tendríamos que reflexionar sobre los factores que propiciaron que un género (cuyos antecedentes directos son rastreables desde 1840) cobrara auge y sentara sus reales en nuestra región a partir de 1930 y más o menos hasta finales de los años 60. En el espectro aparece una circunstancia sociológica interesante, pues el bolero parece tener un vínculo decisivo con los procesos de urbanización que se generaron en algunas ciudades latinoamericanas a principios de los años cuarenta del siglo XX, hecho que dio pie al desarrollo de una clase media cuyos contornos fueron un tanto difusos.

En la frontera entre dos tiempos, el bolero se constituye en una especie de paradigma existencial de una sensibilidad en ciernes y se desarrolla con ella teniendo como telón de fondo la ciudad que deviene en urbe, lo que implica no sólo un nuevo paisaje visual, sino un conjunto de estímulos de índoles muy diversas entre los que podemos destacar una forma específica del encuentro humano.

Convertida en un crisol donde se funden intereses, miradas, expectativas y mundos, la ciudad que se va transformando en urbe se constituye cada vez más en espacio de confrontación donde la tarea de sobrevivir se vuelve ardua y el amor queda decisivamente impregnado tanto de individualismo como de todos los rasgos de un conglomerado humano que entiende la vida como un campo de batalla en el que todo es ambivalente e inestable.

Así vemos cómo, junto a la exuberancia, aparece en el bolero el pesimismo y, junto a la exaltación del objeto amoroso, aparecen el desencanto y la frustración. Para el bolero la ternura no puede persistir sin celos y lo sublime es usualmente conducto de la soledad y el desengaño; un ejemplo de esa ambivalencia puede apreciarse en “Toda una vida”, de Osvaldo Farrés, para quien el objeto amoroso era causante de “ansiedad, angustia y desesperación”, lo que nos da un ejemplo de la perspectiva pasional que constituye el contenido literario del bolero.

Y es que el bolero tiene una preferencia compulsiva por los amores tormentosos y fatales y por las mujeres idealizadas. Mas, como toda compulsión, el género expresa su bipolaridad exaltando también la sutileza del cariño limpio y los amores prostibularios o turbios. 

No sería difícil (aunque sí laborioso) reconstruir la historia social, cultural e incluso económica de Latinoamérica entre los años 30 y los años 60 a partir del contenido de algunos boleros, pues el género se constituyó en el friso maravilloso de una región que aprendió a amar, a odiar, a tener miedo y hasta a ejercitar su vocación sensiblera a partir de los poco más de tres minutos que en promedio dura una canción interpretada, generalmente, con el acompañamiento de dos o tres guitarras y unas rítmicas maracas. 

Con el bolero, pues, nos dimos cuenta que “el amor hace sentir hondos dolores / y condena a vivir entre miserias…”, y aprendimos a hacer el reclamo puntual a partir de los versos de ese dios de obsidiana que fue Álvaro Carrillo, con quien reconocimos que las llagas del alma están más allá de la vergüenza: “Se te olvida / que me quieres a pesar de lo que dices / pues llevamos en el alma cicatrices / imposibles de borrar…”. 

Compañero de ruta en la vida cotidiana de muchísimas personas que a través de la radio o de algún otro medio de reproducción han decidido confiar a este género popular la enunciación de sus pasiones, el bolero continúa teniendo un influjo importante en nuestras vidas porque seguimos cultivando el amor-pasión como la manera más usual de ejercer nuestros fervores emocionales en la lucha ardorosa de la sístole contra la diástole.

Ahora, sin embargo, nos toca una grave labor, pues tenemos que asumir que quizá el bolero ya dio todo lo que tenía que darnos, toda vez que la realidad en que se sustentaba ya desapareció. 

A partir de los años sesenta del siglo pasado, el mundo comenzó un cambio cuyo momento culminante lo marcaron los movimientos de las llamadas “minorías”, la globalización y el advenimiento de la cibercultura, factores que le dieron una nueva forma a nuestra realidad, a nuestra sensibilidad y a nuestra manera de ver el mundo, el amor y la vida.

En ese mundo emergente, el bolero y su discurso pasional han ido perdiendo terreno de manera lenta pero inexorable y lo mismo ha sucedido con las industrias radiofónica y discográfica que constituyeron el soporte material del género.

En el caso de la radiofonía sería suficiente hacer un ejercicio para ver cuántos minutos de la programación diaria se destinan a la difusión del bolero y cuántos a toda la basura musical que en este país comenzamos a escuchar a partir del sexenio de Salinas de Gortari. También habría que evaluar la cantidad de radioescuchas que existe hoy día y la circunstancia cualitativa de nuestra interacción con la radio; salvo excepciones, lo mejor que podría uno hacer con un radio-receptor es apagarlo (me atrevo a decir que la mejor música que he podido escuchar en los últimos diez años la he escuchado en plataformas digitales y no en algún canal radiofónico o en algún disco y ello es sintomático pues hoy día la música ha logrado colocarse por encima tanto de los grandes medios masivos como de la industria discográfica).

Si, como afirmara McLuhan, el medio es el mensaje, al desaparecer el medio que imponía la lógica del bolero, quedó sellado el destino de un género cuyos contenidos, forma y extensión no se ajustan a los nuevos moldes de una industria que ahora ha quedado encuadrada en los marcos de la cibercultura y ha sido plenamente rebasada por ésta.

Desde luego que todavía hay muchas reflexiones por hacer, muchos caminos para indagar, muchas aristas en las cuales hurgar. Las circunstancias amorosas determinadas por el SIDA, el cambio de rumbo que supone la pandemia de COVID en que ahora vivimos, el feminismo, los derechos de los homosexuales y las preocupaciones ecológicas abren asuntos que parecen muy lejanos para el bolero y lo ponen en seria desventaja, pues un cambio radical del discurso literario del género lo dejaría al borde de la desfiguración total. 

Quizá ha llegado el momento de considerar que el bolero ya nos dio todo lo que tendría que dar y precisamente por ello se hace necesario comenzar una labor colectiva que nos permita preservarlo como testimonio de un tiempo en el que Iberoamérica buscaba sus caminos entre los embates del imperialismo, la cultura de masas, las demandas de modernización cultural e institucional, las dictaduras, las dictablandas, la cultura pop, el folclor regional, la tradición y la modernización, etc.

En su ambivalencia, el bolero tuvo en su momento (y durante aproximadamente cuatro décadas) la habilidad de balancear adecuadamente su vocación popular con su cualidad de ser también una mercancía de consumo masivo; ello le dio la oportunidad de no convertirse en un producto desechable. Adaptado perfectamente a las circunstancias de su mercado, el bolero tenía, en los tres minutos y medio de su ejecución, la capacidad de sintetizar los afanes del hombre común de su tiempo. El “hombre-masa” definido por Ortega y Gasset, hijo del populismo, de la llamada “sociedad de bienestar” y de los medios de comunicación, podía hacer un retrato “a mano alzada” de su propia subjetividad utilizando los versos de un bolero. 

Hoy nuestra condición de sujetos se ha vuelto más compleja. Hay más asuntos rondando nuestras incertidumbres y éstas no caben en los formatos y lenguajes del bolero (ni en sus tres y medio minutos) y ello pone al género en un franco proceso de desahucio.

Ante tal circunstancia, quizá sólo nos queda comenzar a trabajar para que el bolero sea parte de la memoria cultural de nuestro tiempo y por ello el proyecto de buscar que la UNESCO le otorgue el nombramiento de Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad es una gran iniciativa, pues el bolero sigue aun flotando en las vidas de la mayor parte de los hombres y mujeres del sub-continente iberoamericano y se constituye (junto con el tango) como la expresión más vigorosa de la cultura urbana de la región durante la primera mitad del siglo XX, independientemente de que el género ha sido también un factor relevante de cohesión social no sólo entre los individuos sino también entre las naciones de la zona.

El bolero no cuenta únicamente nuestras historias personales sino también nuestra historia social y política; si el acervo del género se perdiera, se cerraría una ventana desde la que alguien miraba el mundo y casi no quedaría testimonio de lo que fuimos, de lo que nos obsequiaba una esperanza, de lo que nos emocionaba, de lo que nos angustiaba y de todo aquello que constituía el espectro de nuestros anhelos y nuestras frustraciones.

Sería lamentable para mí no tener noticia de la poesía cortesana del medioevo o no conocer la forma en que veían el mundo, el amor y la vida los hombres del barroco. Mi vida no sería la misma si no hubiera leído aquel verso de Quevedo en el que nos recuerda que ciertamente seremos polvo, “mas polvo enamorado”, o si no hubiera conocido los versos de “La cleptómana”, uno de los boleros más antiguos, cuya melodía siempre canto con fervor, sobre todo cuando me acompañan los amigos adecuados: “Se hizo mi camarada para cosas secretas, / cosas que sólo saben mujeres y poetas…”.

El bolero nos necesita, nos exige, nos interpela. Es tiempo de devolverle algo de lo mucho que nos ha obsequiado pues, aunque puede ser difícil proponer su pervivencia (según el razonamiento aquí expuesto), no por ello debemos permitir que el género desaparezca en el torbellino del devenir.

Desde luego que se impone la tarea del rescate a través de la recuperación de una masa enorme de archivos gráficos y sonoros y el ordenamiento de los mismos, pero también hay que instrumentar la difusión orgánica de los acervos, la preparación de ejecutantes y de intérpretes, así como la capacitación de lauderos especializados; también se imponen otras tareas más complejas como el desarrollo de aproximaciones sociológicas al género, los análisis musicológicos de sus diversas vertientes e influjos, la generación de algunas perspectivas antropológicas que nos permitan reconocer las ideologías, sistemas de creencias y horizontes axiológicos contenidos en el producto, sin dejar de lado los análisis del discurso amoroso como elemento central del contenido literario de las piezas. 

El bolero habló de su mundo y mi intuición es que dijo mucho más de lo que aparece a simple vista. (J. D. C., Mérida, Yucatán, México, 1922 / [email protected])

*Este texto fue enviado a la UNESCO como parte de un conjunto de documentos que a través de los comités correspondientes de México y de Cuba están solicitando que el bolero sea considerado patrimonio cultural intangible de la humanidad. El texto es inédito.

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Valladolid, Yucatán, México.
Poeta, ensayista, periodista y catedrático universitario. Licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Maestro en Filosofía por la UNAM. Ha publicado cinco libros de poesía y uno de ensayos, además de una obra sobre los murales del Palacio de Gobierno de Yucatán que pintara el maestro Fernando Castro Pacheco. En 2008 ganó el Premio de Poesía “Efraín Huerta”. Actualmente es coordinador de la Escuela de Creación Literaria del Centro Estatal de Bellas Artes de Yucatán.